Fidelma entró en la estancia de la abadesa Hilda seguida de cerca por Eadulf. La abadesa se hallaba sentada y tenía delante, de pie, a un joven alto y rubio con una cicatriz en la cara. Fidelma reconoció de inmediato al hombre que el hermano Taran había identificado en el sacrarium como el hijo mayor de Oswio, de nombre Alhfrith. Lo primero que pensó al verlo de cerca fue que la cicatriz encajaba con su aspecto, ya que sus rasgos, si bien no carecían de atractivo, daban una indefinible impresión de crueldad, que quizá se debiera a sus labios delgados y burlones y a sus ojos azules, fríos y carentes de vida como si fuesen los de un cadáver.
– Os presento a Alhfrith de Deira -dijo la abadesa.
El hermano Eadulf se inclinó inmediatamente en una profunda reverencia, como era costumbre entre los sajones cuando se hallaban ante un príncipe, pero Fidelma permaneció erguida, y se limitó a esbozar una ligera inclinación de cabeza en señal de respetuoso reconocimiento. Sus reverencias nunca iban más allá de ese gesto cuando tenía enfrente a un rey provincial de Irlanda, puesto que su posición le daba derecho a hablar de igual a igual con los reyes, incluido el mismo rey supremo.
Alhfrith, hijo de Oswio, le dirigió una breve mirada vacía de todo interés, tras lo cual se dirigió al hermano Eadulf en sajón. Fidelma tenía algunas nociones del idioma, pero Alhfrith hablaba tan rápido y con un acento tan cerrado que no pudo entender una palabra. Levantó la mano para interrumpir al heredero forzoso de Northumbria.
– Nos entenderemos mejor -observó en latín- si todos usamos una lengua común. De no ser así, y puesto que yo no entiendo el sajón, Eadulf, tendréis que hacer de intérprete.
Alhfrith se detuvo y dejó escapar un gruñido para expresar su enojo ante la interrupción. La abadesa reprimió una sonrisa.
– Puesto que Alhfrith no habla latín, sugiero que empleemos el irlandés, lengua que todos conocemos -repuso Fidelma en dicho idioma.
Alhfrith se volvió hacia la hermana con expresión ceñuda.
– Tengo algunas nociones de irlandés, lengua que me enseñaron los monjes de Columba cuando trajeron el cristianismo a estas tierras. Si no entendéis el sajón, hablaré en vuestra lengua. -Sus palabras surgían lentas y con un acento muy marcado, pero en general su pronunciación era aceptable.
Fidelma lo invitó a continuar con un gesto de la mano, pero volvió a sentirse indignada cuando el príncipe siguió dirigiéndose a Eadulf.
– No hay ninguna necesidad de que prosigáis con vuestra investigación. Hemos apresado al culpable.
El hermano estaba a punto de responder cuando la hermana Fidelma espetó:
– ¿Podemos saber de quién se trata?
Alhfrith parpadeó sorprendido. Las mujeres sajonas sabían cuál era su lugar; sin embargo, conocía el descaro de las irlandesas, y había aprendido de su madrastra, Fín, algo acerca de la arrogancia que las movía a sentirse iguales a los hombres. Se tragó la respuesta cortante que había asomado a sus labios y miró a Fidelma con ojos afilados.
– Por supuesto: se trata de un pordiosero irlandés, un tal Canna, hijo de Canna.
Fidelma levantó una ceja interrogativa.
– ¿Cómo ha sido descubierto?
El hermano Eadulf se sentía incómodo con el tono desafiante de la voz de su compañera. Estaba acostumbrado al comportamiento de que hacían gala las irlandesas en su tierra, pero no acababa de asimilar que mantuviesen dicha actitud entre su propia gente.
– Ha sido fácil -respondió Alhfrith fríamente-. El hombre iba de un lado a otro prediciendo el día y el momento de la muerte de la abadesa Étain. O es un grandísimo brujo o es el asesino. Como rey devoto de la doctrina de Roma -observó vehemente-, no creo en la brujería. Por tanto, sólo hay una explicación para que ese vagabundo pudiese augurar el día y el momento de la muerte de la abadesa: él es quien ha perpetrado el crimen.
Eadulf asintió lentamente con la cabeza ante el razonamiento, pero Fidelma se limitó a dedicar una sonrisa escéptica al príncipe sajón.
– ¿Hay testigos que puedan afirmar que el detenido predijo la hora exacta y la forma en que moriría la abadesa Étain?
Alhfrith señaló a la abadesa Hilda con un gesto algo teatral.
– Hay un testigo, que además está fuera de toda duda.
La hermana Fidelma miró con gesto inquisitivo a la abadesa, que, sorprendida, se ruborizó ligeramente.
– En efecto, ayer por la mañana trajeron a mi presencia a ese pordiosero, que predijo que hoy tendría lugar un derramamiento de sangre.
– ¿Con qué exactitud lo predijo?
Alhfrith exhaló un suspiro irritado al tiempo que Hilda sacudía la cabeza.
– En realidad, todo lo que dijo fue que correría la sangre el día que el sol desapareciese del cielo. Un hermano de gran erudición me ha informado de que ese fenómeno se produjo esta misma tarde al pasar la luna entre nosotros y el sol.
La expresión de sor Fidelma se tornó aún más escéptica.
– ¿Pero nombró a la abadesa Étain y señaló la hora exacta? -insistió.
– A mí no… -empezó a decir Hilda.
– Pero hay otros testigos dispuestos a jurar que lo hizo -interrumpió Alhfrith-. ¿Por qué perdemos el tiempo? ¿Acaso dudáis de mi palabra?
La hermana Fidelma desarmó al sajón con una sonrisa, que sólo una mirada muy perspicaz podría haber determinado hasta qué punto era falsa.
– Vuestra palabra no es ninguna prueba desde el punto de vista legal, Alhfrith de Deira. Incluso bajo la ley sajona es necesaria la existencia de una prueba directa del delito: las habladurías y las conjeturas no bastan. Según parece, vos sólo estáis refiriendo lo que otros os han contado, pues no habéis oído esas palabras de boca del mendigo.
El rostro de Alhfrith se puso rojo por la humillación. De pronto, el hermano Eadulf rompió su silencio.
– Sor Fidelma está en lo cierto. No se está cuestionando vuestra palabra, ya que no sois un testigo y por tanto no podéis declarar lo que dijo ese hombre.
Fidelma disimuló la sorpresa que le había causado el verse respaldada por el monje sajón. De nuevo se dirigió a la abadesa Hilda:
– No hay nada que altere la orden que se nos ha dado de investigar este crimen, madre abadesa. La única diferencia radica en que ahora tenemos un sospechoso, ¿no es cierto?
La abadesa se mostró de acuerdo, aunque parecía ponerla nerviosa llevar la contraria en público a su joven pariente. Alhfrith bufó irritado.
– Es una pérdida de tiempo. La irlandesa ha sido asesinada por uno de sus compatriotas, y cuanto antes se haga pública la noticia, mejor. Al menos acallará los rumores y las injustas acusaciones que afirman que el asesino pertenece a la facción romana y pretendía impedir que la abadesa hablara en el debate.
– Si ésa es la verdad, se hará pública como deseáis -le aseguró Fidelma-. Pero aún debemos discernir si en realidad lo es.
– Quizá vos podríais decirnos -se apresuró a decir Eadulf mientras el príncipe sajón arrugaba el ceño- quién puede testificar contra el mendigo y cómo se ha llevado a cabo la detención de este último.
Alhfrith se mostró dubitativo.
– Uno de mis jefes, de nombre Wulfric, oyó por casualidad al pordiosero alardeando en el mercado de que había predicho la muerte de Étain. Encontró a tres personas que jurarán haber oído el anuncio del mendigo antes de que se descubriera la muerte de la abadesa. Ahora está vigilando al prisionero, en espera de que sea enviado a la hoguera por haber osado burlarse de las leyes divinas al arrogarse la facultad de la precognición omnisciente.
Fidelma miró a Alhfrith de Deira a los ojos.
– Habéis condenado a un hombre antes de que sea escuchado.
– ¡Ya he oído todo lo que tenía que decir y lo he condenado a morir en la hoguera! -espetó el príncipe.
La hermana Fidelma abrió la boca con la intención de protestar, pero Eadulf se le adelantó.
– Ha actuado de acuerdo con nuestra ley y nuestras costumbres, Fidelma -afirmó apresuradamente.
La mirada de la hermana era fría como el hielo.
– Pero Wulfric… -Tomó aire despacio-. Tuve la oportunidad de conocerlo cuando me dirigía a esta casa. Se trata del mismo Wulfric, jefe de clan de Frihop, que ahorcó a un hermano de Columba en un árbol del camino sólo por placer. Sin duda sería un buen testigo contra cualquiera de nuestra nación y nuestra fe.
Los ojos de Alhfrith se hicieron más grandes al tiempo que abría la boca, aunque no logró articular sonido alguno mientras luchaba con la indignación que le había provocado el atrevimiento de la hermana. La abadesa Hilda se había levantado de su silla, dando muestras de evidente nerviosismo. Incluso fray Eadulf se hallaba asombrado.
– ¡Sor Fidelma! -Hilda fue la primera en recuperarse de la sorpresa, y hablaba con tono severo-. Soy consciente de la aflicción que os produjo la visión del hermano Aelfric de Lindisfarne, pero, como ya os he informado, el asunto se encuentra en fase de investigación.
– Así es -repuso bruscamente-. Y la investigación se basa en la credibilidad del testimonio de Wulfric. El jefe de clan de Frihop no es un testigo fiable por lo que respecta a este caso. Habéis hablado de tres más. ¿Son imparciales, o están amenazados o sobornados por ese jefe de clan?
La intencionalidad de la pregunta hizo mella en Alhfrith, cuyos rasgos se tensaron por la ira.
– No pienso quedarme aquí para ser insultado por una… mujer, sea cual sea su rango -espetó-. Si no estuviese bajo la protección de mi padre, la haría azotar por tal insolencia. Y por lo que a mí respecta, el mendigo será quemado en la hoguera mañana al amanecer.
– ¿Tanto si es culpable como si no? -replicó Fidelma acalorada.
– Es culpable.
– Alteza. -La voz pausada de Eadulf hizo detenerse al reyezuelo de Deira cuando ya iba camino de la puerta-. Alteza, puede que, tal como decís vos, el vagabundo sea culpable; de cualquier manera, nadie debe impedir que prosigamos con la investigación, porque hay demasiadas cosas en juego. Nuestras órdenes vienen directamente del rey, vuestro padre. Los ojos de toda la cristiandad están puestos en esta pequeña abadía de Witebia, y tenemos mucho que perder. Es necesario encontrar al asesino y demostrar su culpabilidad más allá de toda duda, o podría desencadenarse una guerra capaz de arrasar el reino. En ese caso, no sólo Northumbria se oscurecería bajo el ala sangrienta del cuervo. Hemos hecho un juramento y debemos obedecer al rey, vuestro padre.
El monje recalcó esta última frase. Alhfrith, inmóvil, lo miró y desvió la vista hacia la abadesa Hilda, ignorando a propósito a la hermana Fidelma.
– Tenéis tiempo hasta el alba de demostrar la completa inocencia del mendigo; en caso contrario, morirá en la hoguera. Y tened cuidado con esa mujer. -Señaló con un gesto a Fidelma, aunque no se dignó mirarla-. Hay un límite que no estoy dispuesto a traspasar.
La puerta se cerró de golpe tras la alta figura del hijo de Oswio. Entonces la abadesa Hilda lanzó una mirada de reproche a Fidelma.
– Hermana, parece que olvidáis que ya no estáis en vuestro país, y que aquí las costumbres y las leyes son diferentes.
La religiosa inclinó la cabeza.
– Haré lo posible por recordarlo, y espero que el hermano Eadulf me ofrezca su consejo cuando me equivoque. No obstante, no me mueve otro objeto que el de llegar a la verdad de este caso, y la verdad merece más respeto que los príncipes.
La abadesa exhaló un profundo suspiro.
– Informaré al rey Oswio de lo sucedido. Mientras tanto, podéis continuar con la investigación; pero tened siempre presente que Alhfrith es el rey de Deira, la provincia a la que pertenece esta abadía, y que la palabra de un rey es ley.
Una vez en el pasillo, el hermano Eadulf se detuvo y sonrió con cierta admiración a Fidelma.
– La abadesa Hilda tiene razón, hermana: no haréis grandes progresos con nuestros príncipes mientras no reconozcáis su posición. Ya sé que en Irlanda no es así, pero ahora os halláis en Northumbria. En todo caso, habéis dado al joven Alhfrith algo sobre lo que pensar. Parece una persona vengativa, así que deberíais andaros con cuidado.
Fidelma se encontró devolviéndole la sonrisa.
– Habréis de advertirme cuando cometa algún error, hermano Eadulf. Debe de ser difícil sentir aprecio por Alhfrith.
– Los reyes y los príncipes no ocupan sus tronos precisamente para ser apreciados -contestó-. ¿Qué pensáis hacer ahora?
– Ir a ver al pordiosero -respondió sin pensárselo dos veces-. ¿Vos iréis a ver qué tiene que decirnos Edgar, el médico, acerca de la autopsia, o preferís acompañarme?
– Quizá necesitéis mi ayuda. -Estaba hablando muy en serio-. No me fío de Alhfrith.
Por el camino se encontraron con la hermana Athelswith, que los informó de que el hermano Edgar ya había examinado el cadáver, sin encontrar nada que ellos ya no hubiesen visto, tras lo cual habían conducido el cuerpo a las catacumbas de la abadía, donde había recibido sepultura.
Fue precisamente la hermana Athelswith quien los llevó a través de la abadía hasta el hypogeum, término que empleó para referirse a los amplios sótanos del edificio. Una escalera de caracol de piedra los llevó a una zona del mismo material, a unos seis metros por debajo de la planta principal, plagada de pasadizos en todas direcciones que desembocaban en cámaras de aspecto cavernoso y altos techos abovedados. En lo alto de la escalera, la hermana se había detenido a encender una lámpara de aceite, que usó para guiarlos a través del laberinto de húmedos pasadizos hasta llegar a la cripta. Allí yacían los restos de los que habían muerto en la abadía, en una hilera de sarcófagos de piedra. El aire estaba impregnado del inefable olor de la muerte.
La hermana Athelswith los precedía a través de las vetustas catacumbas, con cierta premura, cuando el eco de un gemido la dejó paralizada. La mano con que sostenía la lámpara empezó a temblar de forma violenta, e inmediatamente hizo una genuflexión precipitada. La hermana Fidelma apoyó una mano en el brazo de la inquieta domina.
– Es sólo alguien que solloza -afirmó con el fin de tranquilizarla.
Levantando la lámpara, la hermana Athelswith siguió adelante. Era evidente que los sollozos provenían de un lugar muy cercano. Al final de la cripta había una pequeña oquedad iluminada por la luz de dos velas, donde había sido trasladado el cuerpo de la abadesa Étain para recibir sepultura. Yacía con las vestiduras funerarias sobre una losa de piedra; las velas ardían a ambos lados de su cabeza. A los pies de las andas se hallaba una monja postrada de rodillas ante la difunta. Era la hermana Gwid. Se incorporó, sin dejar de sollozar, y gritó, al tiempo que golpeaba el suelo:
– Domine, miserere peccatrice!
La hermana Athelswith hizo ademán de acercarse, pero sor Fidelma se lo impidió.
– Dejémosla a solas con su dolor.
La domina inclinó la cabeza en señal de sumisión antes de desandar el camino.
– La pobre hermana se encuentra profundamente turbada. Parece que le tenía mucho apego a la abadesa -observó según caminaba.
– Cada uno tiene una forma diferente de enfrentarse al dolor -repuso Fidelma.
Más allá de las catacumbas había una serie de despensas, y tras éstas, la apotheca, una bodega llena de enormes barriles de vino importado del reino franco, la Galia e Iberia. Fidelma se detuvo y comenzó a olisquear: a pesar del fuerte olor de los vinos, podía apreciar otro, agridulce, que parecía impregnar la cámara subterránea; un curioso aroma que hizo que arrugase el rostro asqueada.
– Nos hallamos bajo las cocinas de la abadía, hermana -dijo Athelswith a modo de disculpa-, y muchos de los olores se filtran e impregnan toda esta zona.
Fidelma no hizo ningún comentario, pero incitó a la domina a que siguiese caminando. Un poco más adelante encontraron un conjunto de celdas que, según dijo la hermana Athelswith, solían usarse para almacenar provisiones, pero que en casos extremos servían también para encerrar a los granujas. Se habían dispuesto algunas teas para iluminar aquellas cámaras subterráneas grises y frías.
Bajo la luz mortecina, dos hombres jugaban a los dados. Cuando la hermana Athelswith anunció su presencia en un sajón brusco y autoritario, ambos se pusieron de pie refunfuñando, y uno de ellos tomó la llave que colgaba del gancho que había al lado de una puerta de roble macizo. La hermana Athelswith, que había cumplido con su tarea, se dio la vuelta y desapareció en la penumbra.
El que había cogido la llave se la estaba alargando a Eadulf cuando de pronto desvió su mirada hacia Fidelma y dijo con una sonrisa obscena algo que pareció divertido a su compañero. Eadulf se dirigió a ellos en tono desabrido, tras lo cual los dos hombres se encogieron de hombros, y el primero lanzó la llave sobre la mesa. Las leves nociones que tenía Fidelma de la lengua sajona le permitieron saber que el monje estaba preguntando por la identidad de los dos testigos que había contra el condenado. El primer soldado pronunció entre gruñidos algunos nombres, entre los que se hallaba el de Wulfric de Frihop. Dicho esto, ambos volvieron a sumergirse en su partida de dados, ignorando por completo a los dos religiosos.
– ¿Qué ha dicho? -susurró Fidelma.
– Le he preguntado por los testigos.
– Eso lo he entendido, pero ¿qué ha sido lo que ha dicho antes?
Eadulf, azorado, se encogió de hombros y contestó de forma evasiva:
– No es más que un bocazas ignorante.
Fidelma prefirió no insistir, y se limitó a observar mientras el hermano abría el cerrojo.
Dentro de la celda diminuta no había luz alguna; sólo un olor fétido. En una esquina, sobre un lecho de paja, se hallaba un hombre sentado. Tenía la barba descuidada y el pelo largo; era evidente que había recibido un trato brutal, pues su cara estaba llena de magulladuras y sus harapos aparecían manchados de sangre.
Levantó sus hundidos ojos negros para mirar a Fidelma, y su garganta produjo un ruido semejante a una leve risita.
– ¡Bienvenidos seáis cien mil veces a esta casa! -Su voz intentaba resultar sarcástica y despreocupada, pero no pudo evitar un ligero gruñido que delataba su nerviosismo.
– ¿Vos sois Canna? -preguntó Fidelma.
– Canna, hijo de Canna, de Ard Macha -asintió el mendigo en un tono familiar-. ¿Voy a recibir los últimos sacramentos de la Iglesia?
– No estamos aquí para administraros ningún sacramento -repuso bruscamente el hermano Eadulf.
El pordiosero lo examinó por vez primera.
– ¿Entonces? Un monje sajón, devoto de Roma para más señas… Es inútil que me pidáis que confiese: yo no he matado a la abadesa Étain de Kildare.
Fidelma bajó la mirada y la dirigió a lo que quedaba de aquel hombre.
– ¿Por qué creéis que os han acusado?
Canna la miró. Sus ojos se hicieron más grandes cuando vio a la joven religiosa y se dio cuenta de que era una compatriota.
– Porque destaco en mi disciplina.
– ¿Y cuál es vuestra disciplina?
– Soy astrólogo; puedo predecir el futuro preguntándoles a las estrellas.
Eadulf dejó escapar un gruñido incrédulo.
– ¿Admitís haber predicho la muerte de la abadesa?
El hombre asintió complacido.
– No hay nada en ello de que admirarse. Nuestra doctrina es antigua en Irlanda, como os podrá confirmar esta bondadosa hermana.
Fidelma lo corroboró con un gesto.
– Es cierto que los astrólogos poseen ese don…
– No se trata de un don -corrigió el pordiosero-. Un astrólogo debe estudiar, igual que se hace en el resto de ciencias y artes, y yo he dedicado muchos años al estudio.
– Muy bien -admitió sor Fidelma-. Los astrólogos irlandeses han practicado su arte durante muchos años. Antiguamente era privilegio de los druidas, pero hoy se sigue practicando, y muchos reyes y jefes no levantan siquiera sus casas hasta que se estudia su horóscopo y se determina cuál es el momento más propicio para hacerlo.
Eadulf lanzó un suspiro en señal de menosprecio.
– ¿Estáis diciendo que hicisteis un horóscopo y visteis la muerte de Étain?
– Sí.
– ¿Y la nombrasteis a ella y dijisteis cuál sería la hora de su muerte?
– Sí.
– ¿Y os oyó la gente decir eso con anterioridad a su muerte?
– Sí.
Eadulf miró incrédulo al mendigo.
– ¿Y seguís manteniendo que ni la matasteis ni tenéis nada que ver con el asesinato?
Canna sacudió la cabeza.
– Soy inocente del derramamiento de sangre, lo juro.
Eadulf se volvió hacia Fidelma.
– Yo soy un hombre sencillo, nada inclinado a ideas extravagantes, y es mi opinión que Canna debe de haber tenido un conocimiento previo del hecho. Nadie puede ver el futuro.
La hermana Fidelma negó con un gesto firme e inequívoco.
– Entre nuestras gentes, la ciencia de la astrología está muy desarrollada. Hasta la gente sencilla aprende a conocer el cielo y puede hacer sencillas observaciones astronómicas en su vida cotidiana. La mayoría sabe a qué hora se hará de noche en las distintas estaciones del año por la posición de las estrellas.
– Pero de ahí a predecir el minuto exacto en que el sol desaparecerá del cielo… -comenzó a decir Eadulf.
– Nada más fácil -interrumpió Canna, irritado ante el tono que había adoptado el sajón-. He practicado durante largos años para ser competente en esta arte.
– A nuestros compatriotas no les resultaría difícil predecir ese tipo de cosas -añadió Fidelma.
– ¿Y es igual de fácil adivinar el asesinato de una persona? -insistió Eadulf.
Fidelma se mordió el labio en actitud vacilante.
– No; sin duda eso es más complicado. Sin embargo, conozco a gente que puede hacerlo.
Canna la interrumpió con una risa ahogada.
– ¿Queréis saber cómo se hace?
La hermana Fidelma alentó con un gesto al vagabundo.
– Decidnos cómo llegasteis a esa conclusión.
Canna sorbió ruidosamente el contenido de su nariz y metió la mano entre sus raídas vestiduras, de donde sacó un trozo de vitela, plagado de líneas y cálculos, que puso a la vista de los dos religiosos.
– Es fácil de explicar, hermanos. El primer día de este mes, que en Irlanda está dedicado a los fuegos sagrados de Bel, la luna se coloca ante el sol a la hora décimo séptima del día (quizás unos minutos más tarde; no puede precisarse hasta ese punto). Aquí, en la octava casa, se halla Tauro. La octava casa es precisamente la de la muerte, mientras que Tauro, amén de representar al reino de Irlanda, es el signo que rige la garganta. Por tanto, lo que indica es una muerte por estrangulación o degüello, o incluso un ahorcamiento, destino trágico que debía de recaer (eso también lo deduje por la presencia de Tauro) sobre uno de los hijos de Éireann.
Eadulf se mostraba escéptico, pero sor Fidelma, que seguía con atención el razonamiento del astrólogo, se limitó a asentir con la cabeza, tras lo cual indicó a Canna que continuase.
– Por otra parte, observad esto -dijo señalando sus cálculos-: en este momento, el planeta Mercurio se halla en recepción mutua con respecto a Venus. ¿Y acaso no es Mercurio quien gobierna la casa décimo segunda? ¿No es acaso Venus el que rige la octava casa, la de la muerte, y representa también lo femenino? Venus, por otra parte, se encuentra en la novena casa, y ésta también está gobernada por Mercurio, que además rige la religión en esta carta en particular. Y si no son suficientes estos signos, por una traslación de luz de las que se practican en nuestra profesión, Mercurio entra en conjunción con el sol eclipsado.
Canna se reclinó y les dedicó una mirada triunfante.
– Hasta un niño podría interpretar las estrellas.
Eadulf hizo una mueca de desprecio en un intento por ocultar su ignorancia.
– Bueno, yo ya no soy un niño. ¿Me podríais decir qué significa todo eso de forma sencilla?
Canna arrugó airado el entrecejo.
– Os lo explicaré de forma sencilla, pues de algo sencillo se trata. El sol se eclipsó justo después de las cinco de la tarde. Los planetas revelaban que se produciría una muerte por estrangulación o degüello, y que la víctima sería una mujer, religiosa y de Irlanda. Los planetas también decían que se trataría de un asesinato. ¿Sigue sin pareceros sencillo?
Eadulf permaneció un buen rato con la mirada fija en el mendigo, tras el cual la levantó hacia Fidelma.
– A pesar de haber estudiado en vuestro país durante años, hermana, no recibí noción alguna de esta ciencia. ¿Vos sabéis algo de ella?
Fidelma frunció los labios.
– No demasiado, pero lo suficiente para saber que lo que está diciendo Canna tiene sentido de acuerdo con las estrictas normas de su disciplina.
El hermano sacudió la cabeza en actitud insegura.
– Sin embargo, yo sigo sin ver cómo podemos salvarlo de morir mañana en la hoguera por orden de Alhfrith. Incluso en el caso de que esté diciendo la verdad y sea inocente de la muerte de Étain, mis compatriotas, los sajones, se mostrarán temerosos de alguien que puede leer de esa forma los presagios del cielo.
La hermana Fidelma dejó escapar un sonoro suspiro.
– Estoy aprendiendo mucho acerca de vuestra cultura sajona. De cualquier manera, tengo el deber de descubrir al asesino, no de aplacar las conductas supersticiosas. Canna admite haber predicho la muerte de Étain; lo que hemos de hacer ahora es encontrar a los testigos que lo oyeron mencionar su nombre y la hora precisa de su muerte. En resumidas cuentas: debemos averiguar qué es lo que dijo exactamente, pues me temo que se está vanagloriando en exceso.
Canna mostró su indignación lanzando un escupitajo.
– Os he referido lo que dije y por qué lo dije. No me dan miedo esos sajones ni sus castigos, pues mi nombre quedará para la posteridad como el más ilustre vidente de mi época a causa de esta profecía que me han revelado las estrellas.
La hermana Fidelma levantó una ceja en señal de desdén.
– ¿Es eso lo que queréis, Canna? ¿Convertiros en un mártir y aseguraros de esa manera un lugar en la historia?
El pordiosero rió jadeante.
– Me conformo con dejar que me juzgue la posteridad.
Sor Fidelma invitó a Eadulf a acompañarla hasta la puerta de la celda, y desde allí se volvió bruscamente.
– ¿Por qué habéis visitado hoy a la abadesa Étain?
Canna la miró.
– ¿Por qué…? Para advertirla, claro está.
– ¿Para advertirla de su propio asesinato?
– No… -Canna levantó la barbilla-. Sí, ¿para qué, si no?
Cuando salieron de la celda, Eadulf se dirigió a Fidelma:
– ¿Creéis posible que este hombre matase a la abadesa para hacer que se cumpliese su profecía? -sugirió-. Reconoce que fue a advertirla, y la hermana Athelswith es testigo de que así fue.
En realidad, Eadulf había olvidado por completo la referencia de la domina a la visita que el vagabundo había hecho a la abadesa antes de su muerte. El que Fidelma hubiese notado la conexión de ambos hechos demostraba su inteligencia.
– Lo dudo. Siento un profundo respeto por el arte que él practica, porque en mi país se trata de una profesión antigua y honorable. Nadie podría hacer una lectura falsa de las estrellas con tanta precisión. Estoy convencida de que vio en las estrellas lo que afirma haber visto; lo que debemos preguntarnos es si llegó a especificar quién sería la víctima del asesinato que predijo. Recordad que, según Hilda, no fue nada preciso cuando la previno del derramamiento de sangre que se produciría en el momento del eclipse.
– Pero si Canna no sabía quién sería la víctima, ¿por qué advirtió precisamente a la abadesa Étain?
– Se está haciendo tarde, y si Alhfrith pretende quemar a ese hombre al amanecer no nos queda mucho tiempo. Busquemos a los testigos; así podremos interrogarlos e intentar colegir qué fue realmente lo que dijo Canna. Id vos en busca de los tres sajones y el señor de Frihop, yo volveré a hablar con la hermana Athelswith de la visita que Canna hizo a la abadesa Étain. Nos volveremos a encontrar a medianoche en la domus hospitalis.
La hermana Fidelma precedió a Eadulf en el camino de regreso del hypogeum. Tenía el convencimiento de que Canna estaba dispuesto a convertirse en víctima servicial de las llamas de los sajones, y no le cabía ninguna duda de que el pordiosero era inocente del asesinato de la abadesa. Sólo era culpable de vanidad, de una vanidad colosal, que lo había empujado a perseguir la inmortalidad mediante una gran predicción de la que hablarían irremisiblemente los cronistas venideros. Se sentía profundamente irritada con él, pues por impresionante que fuese su profecía, no hacía más que retrasar la búsqueda del verdadero culpable, el asesino de su amiga y superiora, Étain de Kildare. No era sino un estorbo para su cometido.
Se había dado cuenta de que había muchos en la gran asamblea que parecían temer las facultades de la abadesa Étain de Kildare como oradora, pero ¿era tanto el miedo como para intentar callarla de forma permanente? Había presenciado suficientes muestras de cólera entre las facciones de Roma y Columba para saber que el odio estaba bien arraigado, y quizá lo estuviese hasta el extremo de causar la muerte de Étain.