Capítulo IX

Cuando sor Fidelma llegó al claustro que daba a la domus hospitalis, la campana había empezado a llamar a la oración de medianoche. El hermano Eadulf ya se hallaba en la officina de la hermana Athelswith, con la cabeza inclinada ante su rosario y entonando el ángelus a la manera de Roma.


Angelus Domini nuntiavit Mariae

Et concepit de Spiritu Sancto.

El ángel del Señor se anunció a María, y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo.


Fidelma esperó en silencio a que terminase sus plegarias, y cuando el hermano hubo dejado el rosario en su lugar, preguntó sin más preámbulos:

– ¿Qué?

El hermano apretó los labios.

– Parece que estáis en lo cierto: sólo Wulfric afirma haber oído a Canna pronunciar el nombre de la abadesa y el modo exacto de su muerte. De los otros tres, hay uno que dice haberse enterado a través de Wulfric; él ni siquiera oyó al pordiosero. Según el resto, la descripción de Canna era muy vaga, como ya sabemos por la abadesa Hilda. En resumen, contra el acusado sólo nos queda el testimonio de Wulfric.

Fidelma emitió un leve suspiro.

– Sor Athelswith afirma que vio a Canna prevenir a la madre Abbe y a otras religiosas de que se produciría un asesinato, por lo que parece seguro que no escogió a Étian. Esto me lo han confirmado dos de los hermanos a los que la hermana Athelswith llamó para que expulsasen a Canna del cubiculum de la abadesa. Al parecer, el acusado está plenamente decidido a sacrificar su vida a cambio de la fama inmortal. No es más que un estúpido vanidoso.

– ¿Qué podemos hacer?

– Creo que el único crimen que ha cometido Canna es el de la soberbia. Con todo, la idea de que sea ejecutado por eso es aborrecible. Debemos liberarlo enseguida, hacer que se encuentre lejos de aquí al amanecer.

Eadulf abrió unos ojos como platos.

– Pero… ¿y Alhfrith? Es el hijo de Oswio y, además, posee el gobierno de Deira.

– Y yo soy una dálaigh de los tribunales brehon -repuso Fidelma con tono enérgico- que actúa por orden de Oswio, rey de Northumbria. Asumo toda la responsabilidad. Por causa de Canna hemos perdido un tiempo precioso que podíamos haber dedicado a seguirle la pista al verdadero asesino de Étain.

Eadulf se mordió el labio.

– Es cierto, pero liberar a Canna… -empezó a decir.

Sin embargo, Fidelma ya se había dado la vuelta para dirigirse al hypogeum de la abadía. Su mente se hallaba ocupada en idear una forma de sacar a Canna de la celda sorteando a los dos guardias de la puerta. Mientras apretaba el paso para alcanzarla, Eadulf empezaba a percatarse de hasta dónde llegaba la determinación de la hermana. Al principio le habían engañado su juventud y la atractiva dulzura que había adivinado en ella, pero acababa de darse cuenta de que podía llegar a ser una mujer intrépida.

Al llegar no pudieron menos de convencerse de que la suerte estaba de su lado, pues los dos guardias se hallaban profundamente dormidos. La proximidad de la apotheca había resultado ser una tentación demasiado poderosa, y habían acabado por ingerir una cantidad generosa de vino. Repantigados sobre la mesa, celebraban su melopea con grandes ronquidos. Las jarras vacías yacían al lado de sus manos flojas. Fidelma mostró una sonrisa triunfal mientras se hacía con la llave de uno de los guardas sin ninguna dificultad, tras lo cual se volvió a Eadulf, que no ocultaba su preocupación.

– Si no queréis tomar parte en lo que voy a hacer, lo mejor será que os vayáis.

El hermano sacudió la cabeza, aunque no parecía muy convencido.

– Este asunto nos atañe a ambos.


– El brujo, Canna, se ha escapado -anunció Alhfrith-. Ha burlado la vigilancia.

Sor Fidelma y fray Eadulf habían sido llamados de nuevo al aposento de la abadesa Hilda una vez concluido el ientaculum, la ruptura matutina del ayuno. Hilda se hallaba sentada con aspecto demacrado, mientras que Alhfrith paseaba con aire inquieto junto a la ventana. Oswio también estaba allí, arrellanado en una silla frente a las ascuas de la chimenea, y miraba con gesto malhumorado la turba humeante.

Alhfrith había formulado aquella acusación implícita en el preciso instante en que habían entrado los dos religiosos; no obstante, la hermana Fidelma pareció no inmutarse.

– No se ha escapado: yo lo he dejado marchar, pues no había cometido crimen alguno.

El reyezuelo de Deira, atónito, dejó caer la mandíbula. Sin duda estaba preparado para cualquier contestación menos para ésa. El mismo Oswio abrió desmesuradamente los ojos y los apartó del fuego para mirarla completamente pasmado.

– ¿Habéis osado dejarlo escapar? -La voz de Alhfrith sonaba como el rugir del trueno que, aún distante, anuncia el estallido del momento más crudo de la tormenta.

– ¿Osar? Soy una dálaigh y poseo el grado de anruth. Si creo en la inocencia de una persona estoy capacitada para dejarla en libertad.

Oswio se golpeó el muslo al tiempo que soltaba una sonora carcajada, haciendo gala de un sincero buen humor.

– ¡Por las llagas de Cristo, Alhfrith! Está en su derecho.

– ¡No lo está! -espetó su hijo-. No tiene ninguna potestad para aplicar en nuestro reino las leyes de su país. Nadie más que yo podía ordenar que liberasen al pordiosero, y recibirá su justo castigo por tal comportamiento. ¡Guardias!

Con la velocidad de un rayo, la expresión de Oswio pasó del regocijo a la cólera.

– ¡Alhfrith! Me temo que olvidáis que soy vuestro monarca además de vuestro padre. Si gobernáis esta provincia es bajo mi patrocinio. Por tanto, soy yo quien administra la ley en ella, y decido quién merece ser castigado y quién no. La hermana Fidelma está ejerciendo su labor en este reino a petición mía.

El rostro de vulpeja de Wulfric había irrumpido en la estancia en respuesta a la llamada de Alhfrith, pero Oswio le ordenó que volviese a salir con un gesto salvaje. El moreno jefe de clan lanzó una mirada a Alhfrith en busca de su consentimiento, pero al ver el rostro mortificado y rojo de su señor no tardó en abandonar la sala. La expresión del hijo de Oswio era la viva imagen de la furia reprimida. Toda la sangre parecía haberle subido a la cara, cuyo color encendido sólo se veía alterado por el pálido verdugón en que se había tornado la cicatriz violácea de su mejilla.

Eadulf cargaba el peso de su cuerpo de un pie a otro, haciendo evidente que se sentía incómodo.

– Si alguien tiene la culpa y merece por tanto su castigo -dijo, hablando por primera vez desde que habían entrado en la estancia-, ése soy yo. Asumo la responsabilidad. Yo me mostré de acuerdo con sor Fidelma en lo tocante a la inocencia del astrólogo, y respaldé su decisión de otorgarle la libertad para ahorrarle un final innecesario e injusto en la hoguera.

Fidelma abrió los ojos sorprendida y los posó brevemente en el monje en señal de gratitud. No esperaba que declarase su apoyo de manera tan firme. Alhfrith, por su parte, parecía tener problemas para respirar con normalidad.

– ¿Deseáis que se os castigue? -preguntó Oswio con una risita, volviéndose hacia el sajón.

– No, señor. Sólo digo que soy igualmente responsable de la liberación del mendigo.

Oswio meneó la cabeza divertido antes de mirar de nuevo a Fidelma. La hermana sostuvo con calma la mirada del rey. Eadulf sintió un ligero estremecimiento: una palabra de desagrado por parte de Oswio y ambos estarían muertos.

– Tenéis suerte, Fidelma de Kildare, de que esté familiarizado con vuestros usos y costumbres y sea capaz de controlar el temperamento impetuoso de mi hijo. No obstante, habéis ido demasiado lejos, pues en mi reino no tenéis ninguna autoridad para liberar a un reo a menos que yo lo ordene.

Fidelma agachó la cabeza.

– En ese caso, lo siento de veras, Oswio de Northumbria. Ha sido un error por mi parte pensar que cuando me encomendasteis esta tarea en calidad de dálaigh de los tribunales brehon, consciente de lo que eso conllevaba, me concedíais la potestad de ejercer de manera idéntica a como hubiese hecho en mi país.

Oswio arrugó el ceño; creía haber detectado un ligero tono burlón en la voz de la muchacha.

– Pensé que sabríais que actuabais sin ninguna autoridad -afirmó entornando los ojos-. No creo que ignoréis las leyes de este reino tanto como queréis hacer creer.

Fidelma hizo una mueca de aparente timidez.

– ¿No lo creéis? -preguntó con un aire de candidez algo exagerado.

– ¡No, maldita sea! Claro que no. -El rey hizo una pausa, tras la cual su expresión se mudó en una sonrisa-. De hecho, hermana Fidelma, tengo el convencimiento de que sois una persona sabia y astuta.

– Os estoy agradecida, Oswio.

Alhfrith interrumpió airado:

– ¿Y qué pasa con el brujo? Dejad que envíe a Wulfric a seguirle el rastro junto con algunos soldados.

Oswio lo hizo callar con un gesto, sin apartar sus ojos azules de los reflexivos ojos verdes de sor Fidelma.

– ¿Afirmáis que ese vagabundo es inocente?

– Sí -aseveró Fidelma-. Su único delito es el pecado de orgullo. Predijo algunos acontecimientos ayudado por las estrellas, pero hemos interrogado a los que lo oyeron antes de que sucedieran, y hemos descubierto que no especificó gran cosa. Sólo después de cumplida su profecía empezó a alardear a los cuatro vientos de haber predicho la muerte de la abadesa, lo que lo convirtió en sospechoso.

Oswio asintió pausadamente.

– He visto ejercer a los astrólogos irlandeses y creo en la exactitud de sus profecías. Sin embargo, por lo que decís, no nombró a Étain antes de que la asesinasen.

– ¡Eso no es cierto! Wulfric lo oyó -interrumpió Alhfrith bruscamente.

– Y fue el único -intervino Eadulf-. El único testigo que afirma que el pordiosero nombró a Étain y especificó cómo moriría antes de que sucediese es Wulfric, un jefe de clan deseoso de desacreditar a los irlandeses en general y, en particular, a todo el que tenga alguna relación con la Iglesia de Columba. El mismo Wulfric que alardea de haber ahorcado al hermano Aelfric hace apenas dos días y que asegura que tratará de igual manera al primer monje de Columba que invada sus dominios.

– Así es -confirmó Fidelma-. Hemos interrogado a tres testigos que mantienen que las predicciones de Canna fueron poco más que vagas. Contando con la abadesa Hilda, aquí presente, son cuatro los testigos dispuestos a jurarlo. No fue hasta después del asesinato cuando el vagabundo empezó a atribuirse el mérito de haberlo predicho con total exactitud.

¿Y por qué mintió el pordiosero? -preguntó Oswio-. Sin duda era consciente de que todas las sospechas recaerían sobre él, y sabía que si se le acusaba de haber empleado la magia negra para provocar una muerte acabaría por encontrar la suya propia como recompensa.

– Mintió porque buscaba el prestigio que podía reportarle una profecía tan grande que fuese recordada por las generaciones venideras -respondió Fidelma-. Así que tergiversó la verdad y proclamó que su predicción había sido más precisa de lo que fue en realidad.

– Pero actuando de esa manera estaba aceptando su propia perdición -volvió a señalar Oswio.

– Los irlandeses no tienen ningún miedo a la vida de ultratumba -observó Eadulf-. Se dirigen a ella gozosos, e incluso antes de haber aceptado la palabra de Cristo existía en sus enseñanzas un mundo después de éste, en el que se goza de la eterna juventud y al que tienen acceso todos los seres vivos. Canna ansiaba la gloria de este mundo y estaba deseoso de empezar su nueva vida en el otro.

– ¿Se trata entonces de un lunático?

Fidelma se encogió de hombros con aire tímido.

– ¿Quién puede afirmar si estaba o no cuerdo? Todos somos partícipes, en mayor o menor medida, de esa locura que busca la fama y la inmortalidad. De cualquier manera, no era justo que fuese castigado por algo que no había hecho; por eso lo dejé escapar y le dije que, si quería evitar que su nombre corriera por todas las salas de banquetes de Irlanda, si no deseaba ser satirizado en cada uno de los cinco reinos, debía atenerse a lo que había de cierto en su profecía. -Se detuvo, para proseguir con una sonrisa-. A estas alturas debe de andar camino del reino de Rheged.

– ¡Padre! -Alhfrith levantó de nuevo la voz-. No podéis consentir esto. Es un insulto a mi persona…

– ¡Silencio! -La voz de Oswio se semejaba a la de un trueno-. Ya he decidido lo que voy a hacer.

– Lo primordial es descubrir quién es el verdadero asesino de la abadesa Étain. ¿Qué sentido tiene perder el tiempo por culpa de un irresponsable? -añadió Fidelma al tiempo que lanzaba una fría mirada a Alhfrith.

Oswio levantó una mano a fin de sofocar el estallido de cólera que asomaba a los labios de su hijo.

– Tenéis razón. Yo, el rey Oswio, secundo vuestra decisión, hermana. El vagabundo Canna puede considerarse exculpado, y goza de total libertad para permanecer en el reino o marcharse. Sin embargo, quizá sea mejor para él dirigirse a Rheged o incluso más allá. -Dedicó una elocuente mirada a su hijo, que lo miraba humillado-. Y no quiero que se vuelva a hablar del asunto, ni que se tomen ulteriores medidas al respecto. ¿Ha quedado claro, Alhfrith?

El príncipe, alto y rubio, permaneció en silencio, con la mirada baja y los labios apretados.

– ¿Ha quedado claro? -repitió el rey en actitud amenazadora.

Alhfrith levantó sus ojos rebeldes e intentó sostener la mirada de su padre, aunque no tardó en tener que bajarlos de nuevo para asentir sin articular palabra.

– Bien. -Oswio había recuperado su sonrisa y volvía a relajarse en su silla-. En ese caso, tenemos el deber de asistir al sínodo mientras vos y este buen hermano Eadulf reanudáis vuestra búsqueda.

La hermana Fidelma mostró su agradecimiento con una inclinación de cabeza.

– Este asunto nos ha hecho perder mucho tiempo -observó sin alterarse-. Eadulf y yo nos retiraremos para seguir investigando.

Una vez fuera de la estancia de la abadesa Hilda, el hermano Eadulf se pasó una mano por la frente con la intención de secarse el sudor.

– Os habéis ganado la enemistad y el resentimiento de Alhfrith, hermana Fidelma.

A la religiosa eso parecía no importarle demasiado.

– No es mi intención ir buscando problemas. Alhfrith es un joven de natural resentido y parece estar reñido con su propio mundo. Para él, es más fácil hacer enemigos que amigos.

– De cualquier manera, deberíais andaros con cuidado. Wulfric es de los suyos, y hace todo lo que Alhfrith le ordena. Quizá mintió en lo tocante a la profecía de Canna por orden de éste. Me pregunto si el príncipe sería capaz de matar a Étain para sembrar el desconcierto en el sínodo.

Fidelma no había desestimado esa posibilidad, y se lo confesó a Eadulf en el momento en que llegaron al claustro.

– Y ahora, ¿qué? -preguntó el hermano.

– Sabemos que fueron siete las personas que visitaron la celda de Étain antes de que se encontrase su cadáver. Ya hemos hablado con una de ellas, el astrólogo Canna; así que lo siguiente será hablar con las seis restantes.

Eadulf se mostró de acuerdo, y enseguida se puso a enumerarlas:

– La hermana Gwid, el hermano Taran, la abadesa Hilda, el obispo Colmán, el hermano Seaxwulf y Agatho, el sacerdote de Icanho.

Fidelma sonrió divertida.

– Tenéis buena memoria, hermano, y eso es bueno. De Hilda y Colmán no sacaremos en claro nada que no sepamos ya. Se limitaron a acompañar a Étain al refectorio a mediodía y a hablar sobre el debate.

– ¿Por qué no vemos primero a la hermana Gwid? -sugirió-. Como secretaria de la abadesa debe de saber algo que pueda sernos útil.

La hermana Fidelma sacudió la cabeza con escepticismo.

– Lo dudo. Yo hice con ella el viaje desde Iona. Es una muchacha torpe aunque bienintencionada. No creo que la abadesa le confiase sus secretos; la hermana se limitaba a seguirla con una devoción más propia de un borreguito que de una persona. Étain había sido su tutora en Irlanda.

– Aun así, deberíamos hablar con ella. Según la hermana Athelswith, discutió con la abadesa la mañana de su muerte. ¿Sobre qué pudo ser?

Fidelma había olvidado ese detalle. Cuando llegaron a la officina de los aposentos de invitados, encontraron a sor Athelswith inmersa en sus libros maestros.

– Nos gustaría hablar en privado con algunos hermanos -le dijo Fidelma-. Con vuestro permiso, hermana, usaremos vuestra officina como el lugar más apropiado para llevar a cabo nuestros interrogatorios. No tendréis inconveniente alguno, ¿verdad?

A juzgar por la expresión de su rostro, la hermana Athelswith tenía numerosos inconvenientes; pero era consciente de que los dos religiosos contaban con el respaldo de la abadesa Hilda, por lo que se limitó a suspirar al tiempo que retiraba sus libros.

– ¿Podríais también avisar a los testigos a medida que los vayamos necesitando? -añadió Eadulf con una sonrisa cautivadora.

La anciana emitió un ruido nasal en un intento de disimular el fastidio que le producía el ser distraída de su quehacer.

– Como deseéis, hermano. Mi intención es seros de utilidad en todo lo que me sea posible.

– Perfecto -repuso Fidelma con una sonrisa radiante-. En ese caso, id a buscar a la hermana Gwid. Debe de estar en su dormitorium.

Poco después entró la desgarbada hermana Gwid. Parecía haber recuperado la entereza, si bien sus ojos seguían rojos por el llanto. Miró a Fidelma y a Eadulf con aire de niña perdida y desconcertada.

– ¿Cómo os encontráis esta mañana, hermana? -se interesó Fidelma, invitándola a tomar asiento.

Gwid inclinó la cabeza y se sentó en un taburete de madera, frente a la mesa que servía de escritorio a la hermana Athelswith.

– Siento haber perdido los nervios -repuso-. Étain era para mí una buena amiga. La noticia de su muerte me ha consternado.

– Pero haréis lo posible por ayudarnos, ¿verdad? -El tono de voz de Fidelma era casi zalamero.

La hermana Gwid, indiferente, se encogió de hombros, y Eadulf se dio cuenta de que debían indicarle cuál era su misión y de qué autoridad se hallaban investidos.

– Lo que puedo deciros no es gran cosa -empezó a decir la hermana, algo más servicial-. Recordaréis, sor Fidelma, que yo me hallaba con vos en el sacrarium en espera de la apertura del debate cuando recibimos la noticia de su muerte.

– En efecto -reconoció Fidelma-. Sin embargo, sois vos quien ocupaba el puesto de secretaria de la abadesa y quien se reunió con ella en su cubiculum ayer por la mañana.

Gwid asintió con una inclinación de cabeza.

– Sí. ¿Podréis dar caza al ser despreciable que acabó con su vida? -preguntó de súbito en un tono iracundo.

– Precisamente para eso estamos aquí, Gwid -intervino el hermano Eadulf-. Pero antes debemos hacerle algunas preguntas.

Gwid hizo un gesto con la mano indicándoles que podían continuar, lo que le confirió un aspecto aún más torpe e hizo que Fidelma y Eadulf se fijasen en sus dedos largos y huesudos.

– En ese caso, preguntad.

Fidelma miró al hermano y lo invitó a seguir con el interrogatorio. El sajón se inclinó sobre la mesa.

– Ayer os vieron discutir con Étain fuera de su cubiculum -le espetó.

– Étain era mi amiga -contestó Gwid avergonzada.

– ¿Discutisteis con ella? -inquirió el sajón.

– ¡No! -La respuesta fue inmediata-. Étain sólo estaba… estaba enfadada conmigo porque había olvidado cotejar algunos datos que necesitaba para preparar su argumentación en el debate. Eso es todo.

Era lógico pensar que Étain debía de estar muy excitable ante la perspectiva de su enfrentamiento con Wilfrid, y por tanto no parecía extraño que pudiese reaccionar así.

– ¿Sois de la tierra de los pictos?

Fidelma arrugó el ceño ante el súbito cambio de táctica de Eadulf. El oscuro rostro de la hermana Gwid adoptó una expresión de desconcierto.

– Soy de la tierra de los cruthin. Vosotros los llamáis «pictos», palabra que no es sino una corrupción del sobrenombre latino que recibieron mis antepasados y que significa «hombres pintados» -respondió en tono pedante-. En tiempos pretéritos, nuestros guerreros tenían la costumbre de pintarse el cuerpo para la batalla, una costumbre que se abandonó hace mucho. Yo nací cuando Garnait, hijo de Foth, gobernaba a los cruthin y estaba extendiendo su gobierno sobre los reyes de Strath-Clòta.

Fidelma no pudo evitar sonreírse ante el ferviente orgullo que revelaba la voz de la muchacha.

– Sin embargo, no todos los pictos son cristianos -observó Eadulf con sagacidad.

– Como tampoco lo son todos los sajones -respondió desabrida Gwid.

– Cierto, aunque vos os educasteis en Irlanda, ¿verdad?

– En un principio estudié en la abadía de Iona, pero más tarde me trasladé a Irlanda con el fin de continuar mi formación en Emly, tras lo cual regresé a Iona. Fue en Emly donde tuve como tutora a la entonces hermana Étain.

– En ese caso -Fidelma se inclinó también hacia delante-, ¿cuánto tiempo estudiasteis con Étain?

– Sólo tres meses. Ella enseñaba filosofía en la facultad de Rodan el Sabio. Cuando supo que Ita, la abadesa de Kildare, había muerto, regresó precipitadamente a su abadía, donde fue nombrada superiora. Después de que Étain se convirtiese en madre abadesa de Kildare la vi en una sola ocasión.

– ¿Y cuándo fue eso? -preguntó Eadulf.

– Tras terminar mis estudios con Rodan, en mi camino de vuelta a Bangor, donde debía tomar un barco hacia Iona, me acogí a la hospitalidad de Kildare.

– ¿Cómo recibisteis el encargo de actuar como su secretaria en este debate? -quiso saber el sajón.

– La abadesa conocía mis habilidades como intérprete. En otro tiempo fui prisionera de los northumbrios durante cinco años, hasta que Finán de Lindisfarne me liberó y me devolvió a mi tierra natal. Puesto que también sé leer sin dificultad el griego de los Evangelios, Étain me eligió para hacer de secretaria.

– No os he preguntado por qué, sino cómo.

– Lo ignoro por completo. Me hallaba en Bangor esperando al barco cuando recibí un mensaje en el que se me rogaba que asistiese a esta asamblea para hacer de secretaria de Étain, a lo cual accedí de muy buena gana. Al día siguiente me embarqué hacia Iona, donde, huelga decirlo, me encontré con vos, hermana Fidelma. El hermano Taran estaba organizando una partida para viajar a Northumbria y, como ya sabéis, ambas nos unimos a él y a otros hermanos de Columba para venir a esta abadía.

La hermana Fidelma confirmó con una inclinación de cabeza el relato de Gwid, tras lo cual preguntó:

– ¿Y cuándo fue la última vez que visteis a la abadesa Étain con vida?

La hermana Gwid frunció el sobrecejo en un gesto pensativo al tiempo que meditaba la respuesta.

– Poco después de que los hermanos hubiesen concluido el prandium en el refectorio, una hora antes del ángelus del mediodía. La abadesa, que había comido con la abadesa Hilda y el obispo Colmán, me pidió que la acompañase a su cubiculum.

– Por tanto, después de vuestra discusión -afirmó Fidelma rápidamente.

– Ya os he dicho que no fue una discusión -se apresuró a responder en tono defensivo-. Además, a Étain no le duraban los enfados: era una mujer muy amable.

– ¿Para qué os convocó tras el prandium? -quiso saber Eadulf.

– Para tratar de la forma en que iniciaría el debate pocas horas después. Como sabéis, era ella la encargada de hacerlo por parte de la Iglesia de Columba. Quería saber mi parecer acerca de su discurso, y la manera en que podría recurrir a las citas de los apóstoles para atraer la atención de los sajones. Su griego a veces no era muy bueno.

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis con ella? -preguntó Fidelma.

– Una hora, a lo sumo. Estuvimos tratando los detalles de sus argumentos en lo tocante a las referencias a los Evangelios, y yo me ofrecí a traducir para que no hubiese ninguna duda acerca de las citas que ella elegía.

– ¿Qué impresión os dio la abadesa cuando os despedisteis de ella? -inquirió Eadulf, frotándose la nariz con el índice.

Gwid arrugó el entrecejo.

– No sé qué queréis decir.

– ¿Estaba inquieta?, ¿se veía relajada?… ¿Qué impresión os dio?

– Parecía estar bastante relajada. Como se puede suponer, se sentía preocupada por la tarea que tenía entre manos, pero no más de lo que solía estarlo cuando preparaba sus clases en Emly.

– ¿No la visteis alarmada en ningún momento? ¿Recibió alguna amenaza durante su estancia en esta abadía?

– Si os referís a alguna provocación por parte de algún discípulo de Roma… Me dijo que tuvo que sufrir los insultos de algún que otro sacerdote romano, como por ejemplo Athelnoth. Aunque él…

Gwid se mordió el labio. Inmediatamente, los ojos de Fidelma brillaron.

– ¿Qué ibais a decir, hermana? -dijo con voz tranquila aunque insistente.

La aludida hizo un mohín torpe.

– No es nada. Se trata de algo personal, sin ninguna relevancia.

Eadulf arrugó el ceño.

– Nosotros juzgaremos lo que es relevante y lo que no lo es. ¿Qué ibais a decir?

– Athelnoth profesaba un gran odio a Étain.

– ¿Por qué razón? -la animó Fidelma al notar la gran reticencia que mostraba la hermana para explicarse.

– No es nada decoroso hablar de este modo de la abadesa asesinada.

Eadulf, exasperado, dejó escapar un gruñido.

– Hasta ahora no habéis hablado de ningún modo. ¿Qué es lo que no os parece decoroso?

– Sabemos que Athelnoth no es sólo un ferviente defensor de la doctrina romana, sino que considera que los northumbrios son superiores a cualquier otro pueblo -observó Fidelma, recordando la conversación que mantuvo con Étain la primera noche que pasó en Streoneshalh.

Gwid volvió a morderse el labio, ligeramente ruborizada.

– Se trataba de un odio personal más que de un conflicto teológico.

Fidelma estaba perpleja.

– Explicaos. ¿Qué queréis decir con «un odio personal»?

– Creo que Athelnoth le había hecho proposiciones a Étain… de naturaleza amorosa.

Un breve silencio siguió a esta declaración. Los labios de la hermana Fidelma emitieron un silbido prolongado y silencioso. Étain era una mujer atractiva, de eso ya se había dado cuenta hacía tiempo, y sabía que la abadesa no era célibe; sin duda se sentía atraída por el sexo opuesto. En un vago rincón de su memoria, Fidelma guardaba lo que le había dicho Étain acerca de su intención de volver a casarse y renunciar a la abadía de Kildare.

Eadulf sacudió la cabeza sorprendido.

– ¿Estáis segura de eso, hermana Gwid?

La religiosa picta levantó sus anchos hombros para dejarlos caer enseguida en un gesto que estaba a medio camino entre la indecisión y la resignación.

– No puedo afirmarlo con total seguridad. Lo único que sé es que Étain sentía hacia él una gran aversión, y llegó a decirme que bajo determinadas circunstancias sería capaz de aceptar algunos de los nuevos postulados de la Iglesia romana.

– ¿Qué creéis que quería decir con eso?

– Imagino que se trataba de una alusión al celibato -repuso Gwid con cierta timidez.

– ¿Sabíais que la abadesa Étain estaba decidida a presentar su renuncia como abadesa de Kildare una vez concluida esta asamblea? -preguntó de pronto sor Fidelma-. ¿Sabíais que pensaba contraer matrimonio…?

– ¿Cuándo hizo la abadesa ese comentario acerca del celibato? -interrumpió Eadulf.

Fidelma se mordió un labio irritada: el sajón había impedido la respuesta espontánea de Gwid. La picta se agitaba inquieta.

– Estábamos hablando sobre lo que respondería si la facción romana sacaba a relucir dicha cuestión. Muchos de sus seguidores opinan que no deberían existir las residencias mixtas, y que todos los religiosos, desde los monjes a los obispos, deberían permanecer célibes. Fue en ese momento cuando la abadesa hizo aquel comentario. Yo ignoraba que Étain tuviese intención de casarse o renunciar a su cargo. -Gwid frunció el entrecejo-. Si es cierto lo que decís, considero que habría sido injusto.

– ¿Injusto?

– O quizás inmoral. Habría sido inmoral que una mujer con el talento de la abadesa hubiese renunciado a su cargo por vivir con un hombre. Puede que su muerte haya sido una forma de absolución por un comportamiento sin duda vil y pecaminoso.

Fidelma le lanzó una mirada llena de curiosidad.

– ¿Cómo sabéis que se refería a Athelnoth cuando hizo el comentario? ¿Cómo pudisteis colegir de eso que el sajón se le había declarado?

– Porque interrumpió nuestra conversación con el fin de hablar a solas con Étain. Ella le dijo que se hallaba ocupada y le pidió que se fuese. Sucedió precisamente cuando hablábamos del celibato. Entonces, por lo que puedo recordar, dijo: «Cuando un hombre como ése me hace proposiciones, me siento más inclinada a aceptar los postulados de Roma».

Eadulf retomó su interrogatorio.

– ¿Estáis segura de que dijo «cuando» y no «si»? ¿Estaba insinuando que Athelnoth le había hecho tales proposiciones o sólo hablaba de un caso hipotético? -preguntó bruscamente.

La hermana Gwid levantó un hombro y lo dejó caer.

– Yo quedé convencida de que Athelnoth ya le había hecho una invitación licenciosa.

Todo quedó en silencio mientras Fidelma y Eadulf asumían la trascendencia de lo que Gwid acababa de referirles. Tras algunos instantes, la hermana prosiguió el interrogatorio.

– ¿Habló Étain de alguna otra persona o incidente relativos a un sentimiento de odio por parte de los seguidores de Roma?

– Sólo hizo referencia a su relación con Athelnoth.

– Muy bien. Gracias, hermana. Sentimos haber acrecentado vuestro duelo.

Tras levantarse, la desmañada monja se dirigió hacia la puerta.

– A propósito…

La voz de Fidelma hizo que se detuviera.

– Parecéis opinar que el matrimonio entre religiosos es una práctica vil y pecaminosa. ¿Qué pensáis de la controversia acerca del celibato entre los religiosos?

La hermana tensó los labios en una mueca de tristeza.

– Estoy a favor de la doctrina de san Pablo de Tarso y de Maighnenn, abad de Kilmainham: los sexos no deben profanarse mutuamente cuando están dedicados a servir al Todopoderoso.

Eadulf esperó a que la hermana Gwid se hubiese marchado antes de enfrentarse a sor Fidelma indignado, interrumpiendo de esta manera sus cavilaciones.

– Si estamos trabajando juntos, hermana, no deberíais ocultarme información.

Fidelma estaba a punto de contestar airadamente, pero de pronto se dio cuenta de que el enfado de Eadulf estaba más que justificado: no le había mencionado la decisión de Étain de renunciar a su cargo para contraer matrimonio.

Ni siquiera había pensado que tuviese alguna importancia, aunque en ese momento empezaba a sospechar que estaba equivocada. Dejó escapar una larga bocanada de aire.

– Lo siento. No estaba segura de que la decisión de la abadesa fuese relevante. Étain no me lo dijo hasta la noche anterior a su muerte.

– ¿Con quién pensaba desposarse?

– Imagino que se trataba de alguien a quien debió de conocer en Irlanda. Tenía la intención de regresar a Kildare y renunciar al abadiato. Supongo que pretendía retomar en una casa doble la labor docente que llevaba a cabo en Emly.

– ¿Y no sabéis con quién iba a casarse?

– No llegó a decírmelo. ¿Qué importancia puede tener eso aquí en Northumbria?

Eadulf se mordió el labio y permaneció callado unos instantes.

– Me cuesta creerlo -dijo de pronto.

Fidelma levantó una ceja.

– ¿A qué os referís?

– A lo de Athelnoth. Se dice que es un hombre altanero; según parece, está convencido de que todos los extranjeros son inferiores, y además es un ferviente defensor de la doctrina de Roma. ¿Qué puede haberlo llevado a sentirse atraído por la abadesa Étain con ese apasionamiento?

– ¿Acaso no es un hombre? -repuso cínica Fidelma.

Eadulf sintió que sus mejillas se encendían.

– Sin duda; pero aun así…

– Étain era una mujer muy atractiva. No obstante, sé lo que queréis decir, aunque en ocasiones las personalidades opuestas acaban por atraerse.

– Así es -asintió Eadulf-. Vos conocéis a la hermana Gwid. ¿Podemos confiar en sus habilidades como observadora? Porque quizás ha malinterpretado lo que dijo Étain acerca de Athelnoth.

– Es una chiquilla algo torpe, que se desvive por agradar a sus superiores. Sin embargo, tras sus miembros desgarbados se esconde una mente astuta. De hecho, suele mostrarse pedante en lo que concierne a los detalles. Creo que podemos confiar en su testimonio.

– Entonces propongo que el próximo en declarar sea Athelnoth.

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