Un silencio de excepción reinaba en el sacrarium cuando Oswio se puso en pie y recorrió con la mirada las filas de rostros expectantes. Sor Fidelma y fray Eadulf compartían la extraña sensación, una vez concluida su tarea, de no tener nada que ver con el sínodo, de manera que, en lugar de volver a ocupar sus asientos entre los bancos de sus respectivas facciones, se hallaban juntos de pie, en silencio, al lado de una de las salidas laterales, y observaban el acontecimiento como si ya no formasen parte de él.
– He tomado una decisión -afirmó el soberano-. En realidad, no tenía otra opción. Cuando se habían debatido todos los argumentos, todo se redujo ayer a la siguiente pregunta: ¿qué Iglesia goza de mayor autoridad, la de Roma o la que sigue los dictados de Columba?
Un murmullo impaciente recorrió la sala, y Oswio levantó una mano con el fin de acallarlo.
– Colmán reivindicó la autoridad de san Juan Apóstol, el Divino; Wilfrid, por su parte, defendió la de san Pedro. Este último es, según la palabra del mismísimo Jesucristo, quien guarda las puertas del Cielo, y no es mi deseo declararme en su contra. Pretendo obedecer sus órdenes en todo momento, pues algún día me llegará la hora de presentarme ante las puertas del reino de los Cielos, del que él posee las llaves (así está escrito en los Evangelios), y no quiero que cuando me halle en su presencia me rechace y no haya nadie dispuesto a abrírmelas.
Oswio hizo una pausa y volvió a dejar que su mirada vagase entre la concurrencia, que mantenía un silencio insólito.
– En lo sucesivo, la Iglesia del reino de Northumbria, del que soy el soberano, se regirá por la doctrina de Roma.
El silencio se tornó siniestro. Colmán se levantó, y con voz potente manifestó:
– Majestad, he hecho lo posible por ser un buen siervo durante estos últimos tres años, en calidad tanto de abad de Lindisfarne como de obispo de vuestro reino. Y con el corazón afligido, me veo ahora en la obligación de renunciar a ambos cargos y volver a la tierra que me vio nacer, donde podré seguir rindiendo culto al Cristo vivo de acuerdo con mi conciencia y la doctrina de mi Iglesia. Todos los que deseen mantener los dictados de Columba serán bienvenidos si deciden abandonar estas tierras conmigo.
El rostro de Oswio mantenía una expresión severa, pero el rey fue incapaz de disimular la congoja que asomaba a sus ojos.
– Así sea.
Entonces se elevó un murmullo, que inundó la sala a medida que Colmán daba media vuelta para dirigirse a la salida del sacrarium. De diversos lugares de la sala se fueron levantando miembros de la Iglesia de Columba dispuestos a seguir su solemne figura.
La abadesa Hilda también se puso en pie con el rostro compungido.
– El sínodo ha terminado. Ite in pace. La paz y la misericordia de nuestro señor Jesucristo sean con vosotros.
Sor Fidelma observó las filas de bancos, que se iban vaciando casi sin ruido. Se había tomado una decisión y era Roma la que había vencido. Eadulf se mordió el labio. Aunque pertenecía a la facción romana, el veredicto final lo había llenado de tristeza. Miró a Fidelma visiblemente angustiado.
– La decisión ha sido sobre todo política -observó-. No responde a motivos teológicos, por desgracia. A Oswio lo aterroriza la idea de sufrir un aislamiento político por parte de los reinos sajones meridionales, sobre los que desea extender su dominio en el futuro. Si se hubiese adherido a la doctrina de Columba mientras que sus aliados sajones continúan fieles a Roma, lo habrían acusado de introducir en sus tierras una cultura extranjera. Roma tiene en estos momentos sobre el reino de Kent un poder político tan fuerte o más que el espiritual. Nuestras fronteras están amenazadas al oeste por los britanos, y al norte, por los pictos y los habitantes de Dalriada. No importa si somos de Kent, Northumbria, Mercia, Wessex o Anglia Oriental; todos compartimos una lengua y formamos parte de un mismo pueblo, y debemos luchar por la supremacía de esta isla contra los britanos y pictos, que pretenden barrernos hasta el mar.
Fidelma lo miró sorprendida.
– No os creía tan versado en los secretos de la motivación política, Eadulf.
El monje hizo una mueca irónica.
– Oswio ha justificado su decisión con un discurso teológico, pero creedme, Fidelma: su veredicto sólo responde a una realidad política muy conflictiva. Si hubiese apoyado la causa de Iona, se habría granjeado la enemistad de todos los obispos de Roma. Por el contrario, al respaldar a Roma sabe que será respetado por los demás reinos anglos y sajones. De esta manera, podrán unir sus fuerzas para imponer su supremacía sobre esta isla de Britania y, quizás algún día, sobre las tierras de allende el mar. Ése es, a mi parecer, el sueño de Oswio: un sueño de poder e imperio.
Sor Fidelma se mordió el labio y tomó aire. Así que se trataba de eso: simple y llanamente poder político. Nada más; nada de grandes disquisiciones intelectuales o teológicas para abrir la mente. Oswio no buscaba otra cosa que poder, como todos los reyes, a fin de cuentas. El gran Sínodo de Streoneshalh no había sido más que una farsa, sin la cual tal vez no habría muerto su amiga Étain. De pronto dio la espalda a Eadulf y, con lágrimas en los ojos, se alejó a grandes zancadas para estar sola por unos instantes. Salió de la siniestra abadía y se dispuso a dar un paseo por encima de los acantilados. Había llegado el momento de dejar salir el dolor que sentía por la muerte de su amiga, Étain de Kildare.
El tañido de la campana anunciaba la cena, la última comida del día, cuando Fidelma cruzó el claustro en dirección al refectorio. Allí encontró a fray Eadulf, que la esperaba nervioso.
– Los obispos y abades de Roma se han reunido en asamblea -le anunció, con lengua torpe, intentando hacer caso omiso del color rojo que rodeaba los brillantes ojos de la hermana-. Han elegido a Wighard para sustituir a Deusdedit.
Fidelma no mostró ninguna sorpresa y comenzó a caminar en dirección al gran comedor.
– ¿A Wighard? ¿Será entonces él el nuevo obispo de Canterbury?
– Sí. Parece que todos opinan que es la mejor elección, pues ha sido durante muchos años el secretario de Deusdedit y está al corriente de todo cuanto ocurre en Canterbury. En cuanto se dispersen los asistentes al sínodo, debe dirigirse a Roma para presentar sus credenciales al santo padre y pedirle que bendiga su nombramiento.
Los ojos de Fidelma emitieron un ligero destello.
– Roma. Me encantaría conocer Roma.
Eadulf sonrió con aire tímido.
– Wighard me ha pedido que lo acompañe en calidad de secretario y traductor, puesto que, como ya sabéis, he pasado dos años en la ciudad papal. ¿Por qué no nos acompañáis vos también, sor Fidelma? Así podríais visitarla.
Los ojos de la hermana volvieron a brillar, y se sorprendió a sí misma considerando seriamente la propuesta. Un repentino rubor encendió sus mejillas.
– Llevo mucho tiempo lejos de Irlanda -dijo adoptando una actitud distante-. Debo comunicar la muerte de Étain a mis hermanos de Kildare.
El rostro de Eadulf reflejó su decepción.
– Me habría gustado tanto poder enseñaros los lugares sagrados de aquella imponente ciudad…
Quizá fue el tono melancólico de su voz lo que la hizo sentirse molesta. El fraile estaba pidiendo demasiado. Entonces su irritación disminuyó, y poco a poco se vio obligada a reconocer que se había acostumbrado a su compañía. Le resultaría extraño no tenerlo al lado una vez finalizados la investigación y el sínodo.
Acababan de sentarse a la mesa cuando apareció sor Athelswith para informarles de que la abadesa Hilda deseaba verlos acabado el condumio.
Cuando sor Fidelma y fray Eadulf entraron en la cámara de la abadesa, ésta se levantó de su silla y fue hacia ellos con los brazos extendidos. Su sonrisa era sincera, aunque sus ojos mostraban profundos surcos, fruto de la tensión de los días pasados y la sesión última del sínodo.
– Tanto Colmán como el rey Oswio me han pedido que os traslade su agradecimiento.
Sor Fidelma tomó entre las suyas la mano de Hilda e inclinó la cabeza, al tiempo que Eadulf besaba el anillo abacial según la costumbre romana.
La abadesa calló unos instantes y luego les indicó con un gesto que se pusieran cómodos. Ella se sentó frente al fuego.
– No hace falta que os diga cuánto os debe a ambos esta abadía o, más bien, este reino.
Fidelma observó la tristeza que se ocultaba bajo su rostro.
– En realidad no hemos hecho gran cosa -repuso con suavidad-. Ojalá hubiésemos podido resolver el caso antes. -Tras arrugar el entrecejo, añadió-: ¿Os iréis también vos de Northumbria, como ha hecho Colmán?
La abadesa parpadeó ante lo inesperado de la pregunta.
– ¿Yo, hija? -respondió-. Yo he pasado aquí cincuenta años, y considero que éste es mi país. No, Fidelma, no me iré.
– Pero vos seguís la doctrina de Columba -señaló la hermana-. Ahora que Northumbria se ha convertido en súbdita de Roma, ¿seguirá habiendo un lugar para vos en este reino?
Hilda meneó dulcemente la cabeza.
– No me convertiré en romana de un día para otro, si es lo que queréis decir; pero aceptaré la decisión del sínodo por lo que respecta a seguir las costumbres eclesiásticas de Roma, aunque mi corazón siga apoyando las de Irlanda. Sin embargo, debo permanecer en Streoneshalh, en Witebia, la ciudad de los puros…, que espero siempre mantenga su pureza.
El hermano Eadulf se removió incómodo, preguntándose por qué no lograba zafarse de la pena que lo inundaba. Después de todo, su facción había sido la vencedora del gran debate: había triunfado la unitas Catholica. La ley de Roma imperaba por fin en todos los reinos sajones. Entonces, ¿por qué tenía la sensación de que se había perdido algo?
– ¿Quién sustituirá a Colmán en el obispado? -preguntó en un intento de sustraerse a su melancolía.
– Tuda -respondió Hilda con una sonrisa triste-. Aunque recibió su educación en Irlanda, profesa la ortodoxia romana. Él será el nuevo obispo de Northumbria. No obstante, Oswio ha prometido que será Eata de Melrose quien ocupe el cargo de abad de Lindisfarne.
Eadulf quedó perplejo.
– Pero Eata también respaldaba la doctrina de Columba.
Hilda asintió.
– Ahora ha aceptado la romana, de acuerdo con la decisión del sínodo.
– ¿Y qué pasará con el resto? ¿Qué será de Chad, Cedd, Cutberto y los demás? -quiso saber Fidelma.
– Todos consideran que es su deber permanecer en Northumbria, y acatarán el dictado del sínodo. Cedd se ha ido a Lastingham con su hermano, el abad Chad; en cuanto a Cutberto, acompañará a Eata a Lindisfarne para ejercer de prior.
– Al parecer, el cambio ha sido pacífico -meditó Fidelma-. ¿Está Northumbria libre de toda amenaza de guerra de religión?
La abadesa se encogió de hombros.
– Aún es temprano para determinarlo. La mayoría de los abades y obispos ha aceptado la decisión del sínodo, y ésa es una buena señal, aunque también hay muchos que han preferido acompañar a Colmán en su regreso a Iona, y quizá continúen hasta Irlanda para fundar nuevas colonias religiosas. No creo que la paz del reino corra peligro, al menos en lo referente al aspecto religioso. El ejército de Oswio acabó a tiempo con los rebeldes de Alhfrith. El soberano llora la muerte de su primogénito, pero se sabe más seguro en el trono que nunca.
Eadulf levantó una ceja y observó lacónico:
– Pero aún existe una amenaza.
– Ecgfrith es joven y ambicioso. Ahora que ha muerto Alhfrith, el primogénito, ha exigido a su padre que lo nombre reyezuelo de Deira; sin embargo, sigue teniendo los ojos puestos en el trono de Oswio. Además, estamos rodeados de naciones hostiles: Rheged, Powys, el reino de los pictos…; todos están deseando encontrar una situación propicia para atacarnos. Y Mercia aún tiene sed de venganza. El rey Wulfhere no ha olvidado que Oswio mató a Penda, su padre. En estos momentos está extendiendo su poder al sur del Humber. Como veis, la amenaza puede venir de cualquier parte y en cualquier momento.
Fidelma la miró consternada.
– ¿Es ésa la razón por la que Oswio ha dejado la abadía tan pronto para unirse a su ejército?
La abadesa, de repente, mostró una sonrisa irónica impropia de ella.
– Ha ido en busca de su ejército por si a Ecgfrith se le ha pasado por la cabeza que su padre pueda ser tan débil como afirmaba Alhfrith.
Tras un incómodo silencio, la abadesa Hilda miró a Eadulf pensativa.
– Los obispos han elegido a Wighard como nuevo arzobispo de Canterbury, por lo que en breve viajará a Roma. ¿Vais a acompañarlo?
– Necesita un secretario que le haga también de intérprete. Yo he vivido en Roma, y me alegra la idea de volver a ver la ciudad. Por supuesto que iré con él.
Hilda dirigió entonces a Fidelma una mirada inquisitiva.
– Y vos, sor Fidelma, ¿adónde pensáis ir ahora?
La hermana se encogió de hombros después de vacilar unos instantes.
– Regreso a Irlanda. Debo llevar a Kildare las noticias de la muerte de Étain y de la decisión del sínodo.
– Es una lástima que separéis dos talentos como los vuestros -observó la abadesa con aire travieso, mirando a una y a otro-. Juntos hacéis una pareja formidable.
El fraile se ruborizó y emitió una tos nerviosa.
– En realidad es la hermana Fidelma la que posee el talento -dijo atropelladamente-. Yo no hice más que prestar ayuda física cuando fue necesario.
– ¿Qué pasará con Gwid? -terció Fidelma para cambiar de tema.
La expresión de Hilda se hizo más severa.
– Será tratada según es costumbre entre los sajones.
– ¿Qué significa eso?
– Tan pronto como Oswio haga público su veredicto, saldrá de su celda para ser ejecutada mediante lapidación por las hermanas de la abadía.
Dicho esto, la abadesa se levantó antes de que Fidelma pudiese expresar su repugnancia ante semejante proceder.
– Nos volveremos a ver antes de que partáis hacia vuestros respectivos destinos. Id con Dios. Benedictos sit Deus in donis Suis.
– Et sanctus in omnis operibus Suis -respondieron al unísono con una inclinación de cabeza.
Una vez fuera, la hermana se volvió hacia Eadulf para dejar escapar la rabia contenida. El fraile sajón alargó una mano para tomarla por el brazo.
– Fidelma, recordad que no estáis en vuestro reino de Irlanda -se apresuró a decir con el fin de reprimir la furia que parecía estar a punto de estallar-. Aquí las cosas se hacen de otra manera. El castigo para un asesino es la lapidación, en especial si ha cometido sus crímenes guiado por un sentimiento tan vergonzoso como la lujuria. Así es como debe ser.
Fidelma se mordió el labio y se alejó. Estaba demasiado indignada para expresar la sensación de desagrado que la había invadido.
No volvió a ver a fray Eadulf hasta el día siguiente. Ocurrió en el refectorio, cuando la campana terminaba de repicar anunciando la hora del ientaculum, el fin del ayuno. Antes incluso de que tuviera tiempo de sentarse, la anciana sor Athelswith se acercó a ella corriendo.
– Acaba de llegar un fraile procedente de Irlanda y os está buscando, hermana. Se encuentra en la cocina, pues ha hecho un largo viaje y está polvoriento y desfallecido.
Fidelma la miró con interés.
– ¿Que ha venido de Irlanda en mi busca?
– Del mismo Armagh, para ser más exactos.
Llena de asombro, la hermana se levantó y fue al encuentro del viajero. Lo encontró sentado en una esquina de la cocina de la abadía, agotado y lleno del polvo del viaje, partiendo el pan a pellizcos y sorbiendo leche como si llevase días sin comer.
– Yo soy Fidelma de Kildare, hermano -dijo.
El mensajero elevó la vista hacia ella, con la boca llena.
– En ese caso, tengo algo para vos.
Fidelma pasó por alto los modales del fraile, que dejaba escapar parte de la comida de su boca mientras hablaba.
– Se trata de un mensaje de Ultan de Armagh -dijo, haciéndole entrega de un paquete.
La hermana lo tomó, e hizo girar entre sus manos el bulto envuelto en vitela, atada a su vez con una tira de cuero. Se preguntó qué podría querer de ella el arzobispo de Armagh, cabeza visible de la Iglesia de Irlanda.
– ¿Qué es? -Estaba expresando sus pensamientos en voz alta más que solicitando una respuesta, ya que para obtenerla sólo tenía que abrir el paquete.
El mensajero se encogió de hombros sin dejar de masticar.
– Son instrucciones de Ultan. Desea que viajéis a Roma y presentéis la consueta de las Hermanas de Brígida al santo padre para que le conceda su bendición. Os ruega que aceptéis la embajada, pues vos sois la mejor cualificada y la más capaz de las Hermanas de Brígida de Kildare, aparte de la abadesa Étain.
Fidelma miró al fraile. Oía sus palabras, pero no lograba comprenderlas.
– ¿Qué es lo que debo hacer? -preguntó sin dar crédito a sus oídos.
El monje la observó y frunció el ceño mientras introducía en su boca un nuevo trozo de pan. Lo masticó un rato antes de contestar:
– Debéis presentar la Regula coenobialis Cill Dara al santo padre para que la bendiga. Ése es el ruego que os hace Ultan de Armagh.
– ¿Me pide que vaya a Roma?
Poco después, sor Fidelma se encontraba corriendo a través del claustro abovedado de la abadía, en dirección al refectorio. No lograba entender por qué el corazón le latía tan deprisa ni qué era lo que hacía que de pronto el día se hubiese vuelto tan agradable y el futuro tan emocionante.