Capítulo III

La abadesa Hilda se hallaba de pie ante su ventana de Streoneshalh, mirando al pequeño embarcadero situado debajo de los acantilados, en la desembocadura del río. Era un hervidero de frenética actividad, donde diminutas figuras iban de un lado a otro, sin perder tiempo, entregadas por completo a las tareas de descarga de las diversas embarcaciones ancladas a su abrigo.

– Su señoría ilustrísima el arzobispo de Canterbury y su comitiva han desembarcado sin ningún contratiempo -observó con parsimonia-, y he recibido noticias de que mi primo el rey llegará mañana a mediodía. Lo que significa que podremos empezar nuestro debate por la tarde, tal como estaba previsto.

Tras ella, sentado frente a los rescoldos de la chimenea abierta en una de las paredes de su oscura cámara, se hallaba un hombre moreno con cara de halcón y expresión ligeramente autocrática.

Daba la impresión de ser una persona acostumbrada a dar órdenes y, además, a ser obedecida. Vestía el hábito de un abad y llevaba el crucifijo y el anillo de un obispo. Su tonsura, por la cual tenía afeitada la parte frontal de la cabeza hasta una línea que iba de oreja a oreja, hacía evidente a primera vista que era devoto de las costumbres de Iona más que de las de Roma.

– Eso está bien -repuso. Hablaba en sajón, lento y con acento marcado-. Es un buen augurio el que empecemos nuestras deliberaciones el primer día de un nuevo mes.

La abadesa apartó la vista de la ventana para dirigirle una sonrisa nerviosa.

– No ha habido nunca una reunión de tal relevancia, su ilustrísima, obispo Colmán -afirmó sin poder reprimir un tono de emoción.

La boca delgada de Colmán sonrió nerviosa con una mueca de desprecio.

– Supongo que os referís a Northumbria. Por lo que a mí respecta, puedo rememorar un gran número de sínodos y asambleas importantes. La de Druim Ceatt, por ejemplo, que fue presidida por nuestro piadoso Colmcille, fue una asamblea importante para nuestra fe en Irlanda.

La abadesa decidió ignorar el tono condescendiente del abad de Lindisfarne. Hacía ya tres años que Colmán había llegado de Iona para suceder a Finán en el cargo de obispo de Northumbria, aunque el carácter de los dos hombres no podía ser más diferente. El piadoso Finan, a pesar de que algunos lo considerasen un hombre irascible, era sincero y cortés, trataba a todo el mundo con respeto y siempre se mostraba deseoso de compartir sus conocimientos. Él fue quien logró convertir y bautizar al fiero rey pagano Peada, caudillo de los anglos centrales e hijo de Penda de Mercia, azote de toda la cristiandad. Pero el temperamento de Colmán era muy distinto del de su predecesor. Adoptaba una actitud un tanto paternalista frente a anglos y sajones, y con frecuencia se mostraba despectivo ante el hecho de que se hubiesen iniciado en la fe de Cristo de manera reciente, como dando a entender que debían aceptar de manera incuestionable todo lo que él dijera. Tampoco hacía nada por disimular el orgullo que sentía por el hecho de que fuesen los monjes de Iona los que habían tenido que enseñar a los anglos de Northumbria el arte de la caligrafía, además de a leer y escribir. El nuevo obispo de Northumbria era un hombre autoritario, y no tardaba en mostrar aversión hacia cualquiera que cuestionase su autoridad.

– ¿Quién se encargará de la defensa inicial de la doctrina de Colmcille? -preguntó Hilda.

La abadesa nunca había ocultado su devoción al dogma de la Iglesia de Colmcille ni su disconformidad con respecto a los argumentos de Roma.

De joven había sido bautizada por el romano Paulino, que había sido enviado desde Canterbury para convertir a los northumbrios a la fe de Cristo y de Roma cuando ella era una niña de pecho; pero había sido Aidán, el primer piadoso misionero de Iona, que había logrado la conversión de Northumbria tras el fracaso de Paulino, el que la convenció para tomar el hábito. Y tan grandes eran sus aptitudes en cuanto a piedad y estudio, que Aidán la había ordenado abadesa de una fundación en Heruteu. Su entusiasmo por la fe la llevó a construir una nueva abadía llamada Streoneshalh, «la gran residencia a orillas del mar», siete años atrás. Durante esos siete años se había construido todo un complejo de grandiosos edificios bajo su dirección. Northumbria nunca había visto una construcción tan impresionante; Streoneshalh había llegado a ser considerado uno de los más importantes centros de estudio del reino. Y era debido a ese renombre por lo que el rey Oswio lo había elegido para celebrar el debate entre los seguidores de Iona y los de Roma.

Colman entrelazó los dedos de ambas manos con aire satisfecho.

– Como sabéis, he convocado aquí a un buen número de personas de gran saber y talento para discutir la situación de nuestra Iglesia -dijo-. Entre ellos destaca con mucho la abadesa Étain de Kildare. En momentos como éste siento que no soy más que un hombre llano sin mucha astucia ni erudición, y en este tipo de debates el abogado llano se encuentra en clara desventaja respecto a los que emplean el ingenio y el humor para convencer a su audiencia. La abadesa Étain es una mujer de vasta sabiduría y abrirá el proceso por nuestra parte.

La abadesa Hilda hizo un gesto de aprobación.

– He tenido la oportunidad de conversar con Étain de Kildare. El suyo es un ingenio rápido y muy agudo. Se podría decir que es casi tan ingeniosa como atractiva.

Colmán tomó aire por la nariz en un ademán de desaprobación. La abadesa levantó su delicada mano para ocultar su sonrisa, pues sabía que Colmán no se sentía especialmente atraído por las mujeres. Era uno de esos ascetas que defendían que el matrimonio no era compatible con la vida espiritual. Entre la mayoría del clero católico de Irlanda, así como entre los britanos, el matrimonio y la procreación no eran considerados pecaminosos. De hecho, muchas de las residencias religiosas eran comunidades de hermanos y hermanas en Cristo que vivían y trabajaban juntos en la expansión de la fe. La misma fundación de Streoneshalh era una de estas «casas dobles» en las que convivían hombres y mujeres que dedicaban sus vidas y su descendencia a la labor de Dios. Sin embargo, a pesar de que Roma reconocía que incluso Pedro, su más importante apóstol, se había casado, y que el apóstol Felipe no sólo había tomado esposa, sino que había llegado a engendrar cuatro hijas, era de sobra sabido que los obispos de Roma eran partidarios, como Pablo, de imponer el celibato a sus religiosos. Éste, en efecto, había escrito a los corintios que, si bien el matrimonio y la procreación no constituían ningún pecado, entre los miembros del clero no eran tan beneficiosos como el celibato. No obstante, la mayor parte de los religiosos de Roma, incluidos obispos, presbíteros, abades y diáconos, seguían desposándose a la manera tradicional. Sólo los ascetas se negaban a cualquiera de las tentaciones de la carne, y Colmán era uno de ellos.

– Imagino que, incluso estando presente Deusdedit de Canterbury, será Wilfrid de Ripon quien pronuncie el primer discurso por parte de la Iglesia romana. Según tengo entendido, Deusdedit no es un gran orador -afirmó el obispo intentando cambiar de tema.

La abadesa Hilda dudó unos instantes y a continuación sacudió la cabeza.

– He oído decir que la comisión romana la dirigirá Agilbert, el obispo franco de Wessex.

Colmán levantó las cejas sorprendido.

– Estaba convencido de que Agilbert se había enemistado con el rey de Wessex y se había marchado al reino franco.

– No. Ha permanecido durante meses con Wilfrid en Ripon. En definitiva, fue Agilbert quien lo convirtió a la fe. Los une una gran amistad.

– Conozco a Agilbert. Es un aristócrata franco. Su primo Audo es el príncipe franco que fundó una residencia religiosa en Jouarre de la que es abadesa su hermana Telchilde. Agilbert es poderoso y tiene buenos contactos; un hombre con el que conviene andarse con ojo.

Colmán estaba a punto de extenderse en su advertencia cuando llamaron a la puerta, y ésta se abrió sin apenas dar tiempo a la abadesa Hilda de preguntar. Delante de ella apareció una joven religiosa con las manos entrelazadas en actitud recatada. Era alta y poseía una figura bien proporcionada que, a los ojos penetrantes de la abadesa, vibraba de exuberancia juvenil. Por debajo de su tocado asomaban rebeldes mechones pelirrojos. Tenía una cara atractiva. «No tanto bonita -pensó Hilda- como atractiva.» La abadesa se dio cuenta de pronto de que su escrutinio estaba siendo respondido por dos ojos observadores y llenos de brillo, aunque no logró determinar si eran azules o verdes debido a la luz cambiante que parecía emanar de ellos.

– ¿Qué sucede, chiquilla? -inquirió la abadesa.

La barbilla de la joven se elevó ligeramente en actitud un tanto agresiva al tiempo que ésta se presentaba en irlandés.

– Acabo de llegar al monasterio, madre abadesa, y me han dicho que os informe de mi presencia, a vos y al obispo Colmán. Mi nombre es Fidelma de Kildare.

La abadesa estuvo a punto de preguntarle qué le hacía suponer que una joven religiosa irlandesa como ella debía anunciarles su presencia. Pero antes incluso de que pudiese reaccionar, el obispo se había levantado de su silla para, de una zancada, plantarse ante la muchacha y tenderle la mano en señal de bienvenida. Hilda lo miró boquiabierta: no era muy propio de la misoginia altanera de Colmán levantarse para saludar a una hermana joven de la orden.

– ¡Sor Fidelma! -exclamó con voz animada-. Vuestra reputación os precede. Yo soy Colmán.

La joven tomó su mano e inclinó ligeramente la cabeza en deferencia a su rango. Estaba demasiado acostumbrada a la falta de muestras de servilismo que los irlandeses profesaban a sus superiores, y que contrastaba con las profundas reverencias propias de los sajones.

– Las palabras de su ilustrísima son sin duda halagadoras. Ni siquiera tenía noticias de poseer reputación alguna.

La mirada penetrante de la abadesa Hilda pudo reconocer una sonrisa divertida que asomaba a los labios de la joven. No era fácil discernir si se trataba de una demostración de modestia o si simplemente se estaba burlando. Sus brillantes ojos se volvieron inquisitivos hacia Hilda, y ésta se convenció de que eran de color verde.

– Ella es la abadesa Hilda de Streoneshalh.

La hermana Fidelma dio un paso al frente e inclinó la cabeza ante el anillo de la superiora.

– Sed bienvenida a nuestro monasterio, Fidelma de Kildare -repuso Hilda-. He de confesar que su ilustrísima, el obispo de Lindisfarne, me ha dejado en clara desventaja, pues desconozco por completo vuestra reputación. -Dirigió una mirada al rostro de halcón de Colmán en busca de algún comentario de su parte.

– Sor Fidelma es dálaigh de los tribunales brehon de Irlanda -apostilló el obispo.

La abadesa frunció el ceño.

– No estoy familiarizada con esa expresión… ¿douli? -Lo pronunció adaptándolo lo más que pudo a su propia fonética, tras lo cual miró a la joven solicitando una aclaración.

Un suave rubor asomó a las mejillas de la hermana mientras, con un hilo de voz, buscaba palabras para explicarse.

– Se trata de un abogado cualificado para ejercer ante los tribunales de justicia de mi país, y defender o acusar a los que comparecen ante nuestros jueces, los brehons.

Con un gesto de asentimiento, Colmán añadió:

– Sor Fidelma ha alcanzado el grado de anruth, por lo que sólo la separa un grado del título mas elevado de nuestro país. Incluso los hermanos de Lindisfarne estamos al corriente de los relatos que se cuentan sobre cómo resolvió un misterio que angustiaba al rey supremo de Tara.

La aludida encogió los hombros en un intento de restar importancia al comentario.

– Su ilustrísima me atribuye un mérito que no merezco -objetó-. Cualquiera podría haber resuelto el misterio en un momento dado. -Por su voz se hacía evidente que no la movía la falsa modestia; sólo estaba dando su sincera opinión.

– ¿Cómo? -se admiró la abadesa, dedicándole una mirada curiosa-. ¿Una abogada capacitada, tan joven… y mujer? Por desgracia, en nuestra cultura las mujeres no pueden aspirar a tan alto puesto, reservado sólo para los hombres.

Fidelma asintió con un movimiento lento de cabeza.

– He oído, madre abadesa, que entre los anglos y sajones las mujeres tienen un gran número de desventajas en comparación con sus hermanas irlandesas.

– Puede que sea tal como decís, Fidelma -interrumpió Colmán en tono condescendiente-, pero no debéis olvidar lo que dice el Libro Sagrado: «¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Un hombre elegantemente vestido?».

Hilda lo miró irritada; el hecho de comparar a Northumbria con un desierto no era más que otra muestra de los aires de superioridad que le había estado soportando durante los últimos tres años. Estuvo a punto de replicarle, pero, tras dudar unos instantes, se volvió hacia Fidelma. Los ojos verdes de la hermana, fijos en ella como si fuesen capaces de leer sus pensamientos, la desconcertaban. Ambas se sostuvieron la mirada durante unos instantes, como desafiándose, hasta que el padre Colmán rompió el silencio:

– ¿Habéis tenido un viaje tranquilo, hermana?

Fidelma se dio la vuelta. Los recuerdos volvían a su memoria de forma precipitada.

– Desgraciadamente, no ha sido así. A pocas millas de aquí, en un lugar del que dice ser el señor un hombre llamado Wulfric…

La abadesa arrugó el entrecejo.

– Sé a qué lugar os referís y de qué hombre habláis. Se trata de Wulfric de Frihop; su casa solariega se halla a unas quince millas al este de la abadía. ¿Qué os ha pasado, hermana?

– Encontramos a un hermano ahorcado en el árbol de una encrucijada. Según Wulfric, el monje había recibido dicho castigo por insultarlo. El desdichado lucía la tonsura de nuestra Iglesia, ilustrísima, y Wulfric no negó que se trataba de un hermano de vuestra propia comunidad de Lindisfarne.

Colmán se mordió el labio en un esfuerzo por reprimir un suspiro.

– Debe de tratarse del hermano Aelfric. Regresaba de una misión en Mercia y pensaba reunirse aquí con nosotros un día de éstos.

– Pero ¿qué interés podía tener Aelfric en insultar al señor de Frihop? -inquirió Hilda.

– Con vuestro permiso, madre abadesa -interrumpió sor Fidelma-, estoy convencida de que se trataba sólo de una excusa. Al parecer, se entabló una discusión acerca de las diferencias entre Iona y Roma, pues parece que Wulfric y sus amigos son partidarios de esta última. Es muy probable que incitasen al hermano Aelfric a insultarlos, con el fin de tener un motivo para ahorcarlo.

Hilda dirigió a la muchacha una mirada severa.

– Tenéis una mente inquisitiva, acostumbrada a los hechos judiciales, Fidelma de Kildare; pero, como bien sabéis, una cosa es formular una hipótesis y otra muy distinta es demostrarla.

La hermana Fidelma sonrió dulcemente.

– No pretendía convertir una impresión personal en argumento judicial, madre abadesa. Pero creo que deberíais tener cuidado con Wulfric de Frihop. Si puede cometer el asesinato de un monje con el pretexto legal de que defendía la liturgia de Colmcille, todos los que hemos acudido a esta abadía con el fin de apoyar esta causa corremos peligro.

– Conocemos bien a Wulfric de Frihop: es el hombre de confianza de Alhfrith, rey de Deira -repuso en tono áspero, tras lo cual suspiró, y se encogió de hombros al tiempo que añadía-: ¿Y vos estáis aquí para participar en el debate, Fidelma de Kildare?

La joven religiosa dejó escapar una risita modesta.

– Sería una impertinencia por mi parte atreverme siquiera a levantar la voz ante la elocuencia de oradores como los que aquí se han reunido. No, madre abadesa; sólo estoy aquí para ofrecer consejo en cuestiones legales. Nuestra Iglesia, cuya doctrina sigue vuestro reino, está sometida a las leyes de nuestro pueblo, y la abadesa Étain, que hablará en favor de aquélla, me rogó que asistiera por si era necesario algún consejo o explicación al respecto. Eso es todo.

– En tal caso, sed doblemente bienvenida a este lugar, pues vuestro consejo nos ayudará a llegar a la única gran verdad -declaró Hilda-. Y no alberguéis ninguna duda de que vuestro consejo con respecto a Wulfric será tenido en cuenta. Hablaré de ello con mi primo, el rey Oswio, cuando llegue mañana. Tanto Iona como Roma están bajo la protección de la casa real de Northumbria.

Sor Fidelma hizo una mueca irónica. La protección real no había servido de mucho al hermano Aelfric. No obstante, creyó conveniente cambiar de tema.

– Olvidaba una de las razones por las que he venido a importunaros. -Metió la mano bajo su hábito y sacó dos paquetes-. He hecho mi viaje hasta aquí desde Irlanda a través de Dalriada y la isla sagrada de Iona.

Los ojos de la abadesa Hilda se humedecieron.

– ¿Habéis estado en la isla sagrada, donde vivió y llevó a cabo su labor el gran Columba?

– Y bien, decidnos: ¿hablasteis con el abad? -preguntó Colmán con gran interés.

Fidelma asintió.

– Vi a Cumméne el Justo, y me pidió que os transmitiera a ambos sus saludos y que os entregara estas cartas. -Les tendió los paquetes-. Ruega encarecidamente a Northumbria que se adhiera a la liturgia que practicó Colmcille. Además, Cumméne Finn envía, a través de mí, un obsequio a la abadía de Streoneshalh, que ya he entregado a vuestro bibliothecae praefectus. Se trata de una copia del libro que él mismo escribió sobre los poderes milagrosos de Colmcille, loado sea su nombre.

La abadesa Hilda tomó su paquete de manos de Fidelma.

– El abad de Iona es sabio y generoso, y de veras os envidio por haber tenido la oportunidad de visitar lugar tan sagrado. Debemos tanto a esa islita milagrosa… Con mucho gusto examinaré el libro más tarde, pero esta carta reclama ahora mi atención.

Sor Fidelma inclinó la cabeza.

– En ese caso, me retiraré para dejar que la leáis.

Colmán ya se hallaba sumergido en la lectura de la suya cuando la religiosa se marchó con una reverencia, de manera que apenas si levantó la vista a modo de despedida.


Fuera, en el claustro de arenisca, la hermana Fidelma detuvo sus pasos y se sonrió. Curiosamente, se encontraba entusiasmada a pesar de lo largo del viaje y su propio cansancio. Nunca antes había viajado más allá de los confines de Irlanda, y en esta ocasión no sólo había surcado el proceloso mar que la separaba de Iona, sino que había atravesado el reino de Dalriada, desde la tierra de Rheged al país de los northumbrios, lo que hacía un total de tres culturas diferentes. Había demasiadas cosas que asimilar, demasiado que reflexionar.

Su atención se veía atraída por el hecho de haber llegado a Streoneshalh la víspera del tan esperado debate entre los clérigos de Roma y los que pertenecían a su propia cultura, del cual ella no sólo iba a ser testigo, sino también partícipe. Siempre se había sentido cautivada por el espíritu del momento y el lugar, de la historia y el sitio que la humanidad ocupaba en su tapiz desplegable. Con frecuencia se decía que si no hubiese estudiado derecho con el gran brehon Morann de Tara, habría dedicado su vida a la historia. Sin embargo, en ese caso no habría sido invitada por la abadesa Étain de Kildare a unirse a su delegación, que había emprendido viaje a Lindisfarne a instancias del obispo Colmán.

Fidelma había tenido noticias de dicha propuesta durante su peregrinación a Armagh, y de hecho supuso una gran sorpresa, pues en el momento de su partida Étain aún no era abadesa. Ella la conocía desde hacía muchos años y estaba al corriente del prestigio de que gozaba por su erudición y su oratoria. Volviendo la vista atrás, no podía menos de concluir que el nombramiento de Étain como abadesa había sido la mejor elección tras la muerte de su predecesora. Fidelma fue informada de que Étain ya había partido hacia el reino de los sajones, así que decidió dirigirse primero al monasterio de Bangor para luego cruzar el tormentoso estrecho en dirección a Dalriada. Fue en Iona donde se unió al hermano Taran y sus compañeros de viaje, a los que habían enviado a una misión en Northumbria.

La única otra mujer que formaba parte del grupo de viaje era la hermana Gwid, la compañera picta del hermano Taran, una muchacha grande y huesuda, a la que sus manos y pies desproporcionados conferían un aspecto torpe y desgarbado. Con todo, siempre parecía ávida por agradar, y no mostraba reparos ante ninguna tarea, por muy pesada o monótona que ésta pudiese resultar. A Fidelma le había sorprendido que, tras convertirse a la fe de Cristo, la hermana Gwid hubiese estudiado en Iona antes de dirigirse a Irlanda para estudiar en la abadía de Emly cuando Étain aún era profesora; pero lo que la admiraba sobre todo era que se hubiese especializado en griego y en la hermenéutica de los textos de los apóstoles.

La hermana Gwid reveló a Fidelma que se hallaba de camino de vuelta a Iona cuando recibió a su vez la invitación de la abadesa Étain para reunirse con ella en Northumbria, donde debía hacerle de secretaria durante el debate. Por tanto, nadie tuvo nada que objetar al hecho de que Gwid y Fidelma se uniesen al grupo dirigido por Taran con el fin de llevar a cabo la peligrosa expedición hacia el sur desde Iona al reino de Oswio.

El viaje no hizo otra cosa que corroborar la aversión que Fidelma sentía por el religioso picto. Era un hombre vanidoso, no exento de cierto atractivo, aunque su belleza la hacía pensar en un gallito pomposo, siempre pavoneándose y acicalándose las plumas con el pico. No obstante, puesto que conocía las costumbres de anglos y sajones, la hermana no tenía más remedio que reconocer sus dotes a la hora de hacer más llevadero el camino a través de aquella tierra hostil. Pero para ser un hombre lo consideraba débil e indeciso, siempre dispuesto a impresionar, pero que se mostraba completamente incapaz en los momentos críticos, como había sucedido en su encuentro con Wulfric.

Fidelma sacudió la cabeza mentalmente. No tenía ningún sentido pensar en Taran cuando había tantas cosas que reclamaban su atención: paisajes, sonidos y gentes por completo desconocidos.

Dejó escapar una exclamación asustada al volver una esquina y chocar con un fornido monje. De no haber sido porque éste la sostuvo entre sus fuertes manos, la hermana habría acabado en el suelo a causa del golpe. Durante unos instantes, las miradas de los dos jóvenes se cruzaron. Fue un instante casi mágico, en el que los ojos castaños del fraile parecieron hermanarse con los verdes de Fidelma. Entonces la hermana vio la tonsura que orlaba la coronilla del joven y supo que pertenecía a la delegación de Roma, y que probablemente era de origen sajón.

– Lo siento -dijo fríamente, dirigiéndose al monje en latín. Luego, cuando se dio cuenta de que él aún la tenía cogida por los brazos, se liberó con un movimiento suave.

El joven la soltó de inmediato y retrocedió un paso, al tiempo que hacía lo posible para que sus facciones no reflejasen su confusión.

Mea culpa -respondió con aire grave, golpeándose el corazón con el puño derecho, pero sin ocultar la sonrisa que asomaba a sus ojos.

Fidelma vaciló un momento, tras el cual inclinó la cabeza en señal de reconocimiento antes de seguir su camino, preguntándose por qué la intrigaba el rostro del joven monje. Quizás era debido al aire divertido que creyó advertir tras su mirada. No conocía bien a los sajones, pero aun así, nunca se le habría ocurrido considerarlos gente con mucho sentido del humor. La fascinaba el haber encontrado a uno que no pareciera ser adusto y siniestro ni ofenderse por una nimiedad, características, según su experiencia, comunes a todos ellos. En general, opinaba que eran malhumorados e irascibles, gente que vivía de la espada y que, salvo contadas excepciones, prefería sus dioses guerreros al Dios de la paz.

De pronto se sintió irritada con sus propios pensamientos, maravillándose de que un encuentro tan breve pudiese haber suscitado ideas tan estúpidas. Entró en la parte de la abadía que había sido acondicionada para albergar a los visitantes que asistirían al debate, la domus hospitalis. La mayoría de los religiosos se alojaba en varios dormitoria espaciosos, pero también se había dispuesto al lado de éstos una serie de cubícula individuales reservados a los muchos abades, abadesas, obispos y demás dignatarios. La hermana Fidelma había tenido la suerte de que le fuese asignado uno de estos cubícula, que en realidad no era sino una celda diminuta de dos metros por dos y medio, sin más mobiliario que un sencillo catre de madera, una mesa y una silla. Fidelma dio por hecho que debía agradecer tanta hospitalidad al padre Colman. Abrió la puerta de su cubículum, pero se detuvo sorprendida en el umbral, al tiempo que una hermosa mujer de constitución menuda se levantaba de la silla con los brazos abiertos.

– ¡Étain! -exclamó la hermana al reconocer a la abadesa de Kildare.

Se trataba de una mujer atractiva de unos treinta años. Era hija de un rey del clan Eoghanacht de Cashel, y había renunciado a un mundo de indolencia y placeres tras la muerte en combate de su marido. La fortuna no tardó en sonreírle, y pronto se le reconoció tal habilidad en el campo de la oratoria que llegó a discutir de teología de igual a igual con el arzobispo de Armagh y todos los obispos y abades de Irlanda. Precisamente en honor al prestigio adquirido fue nombrada abadesa del gran monasterio fundado por santa Brígida en Kildare.

Fidelma dio un paso adelante e inclinó la cabeza, pero Étain tomó sus manos en un cálido abrazo. Habían sido amigas durante años, antes de que Étain se viese elevada al puesto de abadesa, y desde que esto había sucedido no habían tenido oportunidad de verse, pues Fidelma había estado viajando por Irlanda.

– Cuánto me alegro de veros, aunque sea en este país extravagante.

Su voz era suave, rica y sonora. Fidelma pensaba a veces que se asemejaba a un instrumento musical del que podían extraerse sonidos agudos de furia, vibrantes de indignación o dulces, como en ese momento.

– Y estoy feliz de ver que habéis llegado sana y salva, Fidelma.

La hermana dejó escapar una sonrisa traviesa.

– No podía ser de otra manera, pues hemos viajado en nombre del único Dios verdadero y amparados por su protección.

Étain le devolvió la sonrisa.

– Yo al menos gocé de la ayuda de los hermanos procedentes de Durrow con los que hice gran parte del camino. Luego, cuando desembarcamos en Rheged se nos unió un grupo de religiosos de ese reino britano. Por último, desde la frontera de Northumbria nos escoltaron de manera oficial Athelnoth y una comitiva de guerreros sajones. ¿Habéis llegado a conocer a Athelnoth?

Fidelma negó con la cabeza.

– No hace una hora que he llegado, madre abadesa -respondió.

Étain encogió los labios y esbozó una sonrisa de reproche.

– El rey Oswio y el obispo de Northumbria lo enviaron para que me diese la bienvenida y me acompañase. Se mostró muy franco a la hora de hablar en contra de la doctrina irlandesa y de nuestra influencia sobre Northumbria; tan franco que llegó a insultarnos. Es un simple sacerdote, pero defiende a Roma criticando nuestra doctrina con tal crudeza que en una ocasión me vi obligada incluso a contener a uno de nuestros hermanos para que no lo agrediese.

Fidelma encogió los hombros indiferente.

– Por lo que tengo entendido, madre abadesa, el debate sobre nuestras liturgias respectivas está causando gran tensión y no pocas disputas. Nunca hubiese imaginado que una discusión acerca de la fecha correcta de la ceremonia pascual pudiera llegar a crispar la situación de esa manera.

Étain hizo una mueca.

– Debéis acostumbraros a llamar a la Pascua Easter *


Fidelma arrugó el entrecejo.

¿Easter?

– Sí. Los sajones han aceptado la mayor parte de nuestras enseñanzas con respecto a la fe cristiana, pero insisten en adoptar para la Pascua ese nombre, proveniente de Eostre, su diosa pagana de la fertilidad, cuya celebración coincide con el equinoccio de primavera. Todavía quedan muchas reminiscencias paganas en esta tierra. Notaréis que muchos mantienen las costumbres de sus antiguos dioses y diosas, y que sus corazones aún rebosan odio y deseos de guerra. -La abadesa sufrió un estremecimiento repentino- El ambiente de este lugar, Fidelma, se me hace sofocante; sofocante y preñado de amenazas.

Con una sonrisa tranquilizadora, sor Fidelma repuso:

– Siempre que hay dos opiniones contrapuestas, surgen las tensiones entre los hombres, que terminan por dar lugar al miedo. No creo que debamos preocuparnos. Se fingirá mucho mientras dure la batalla verbal, pero una vez que se haya alcanzado un acuerdo, todo se olvidará y se perdonará. -Vaciló un instante antes de preguntar-: ¿Cuándo comenzará el debate?

– El rey Oswio y su séquito no llegarán hasta mañana a mediodía. La abadesa Hilda me ha dicho que, si todo va bien, dará permiso para que empiecen las discusiones ya entrada la tarde. El obispo Colmán me ha pedido que pronuncie el alegato inicial de nuestra Iglesia.

A Fidelma le pareció adivinar cierto grado de ansiedad en las facciones de Étain.

– ¿Y eso os aflige, madre abadesa?

La aludida sonrió de pronto y meneó la cabeza.

– No. Sabéis que me encuentro a gusto en los debates y las discusiones. Además cuento con buenos consejeros, como vos misma.

– Lo que me recuerda -repuso Fidelma- que he gozado durante mi viaje de la compañía de la hermana Gwid. Es una muchacha muy inteligente, aunque su aspecto puede llevar a confusión. Me ha dicho que será vuestra secretaria e intérprete de griego.

El rostro de la abadesa mostró una expresión indefinible durante un instante brevísimo, y a Fidelma le resultó imposible discernir si se trataba de odio o de un sentimiento más moderado.

– La joven Gwid puede llegar a ser una persona irritante. A veces da la impresión de ser un perrito faldero, débil y adulador. Pero es una gran entendida en griego, aunque tengo la impresión de que pasa más tiempo admirando los poemas de Safo que interpretando los Evangelios. -Lo dijo en tono de reproche, pero luego se encogió de hombros-. Sí, es evidente que cuento con buenos consejeros. Sin embargo, hay algo más que me preocupa. Debe de ser la atmósfera de hostilidad y aversión que noto del lado de los partidarios de Roma, entre los que se encuentran Agilbert el Franco, que a pesar de haber estudiado mucho tiempo en Irlanda profesa una gran devoción a Roma, y Wilfrid, que llegó a negarme el saludo cuando la abadesa Hilda nos presentó.

– ¿Quién es Wilfrid? Me cuesta entender algunos nombres sajones.

Étain soltó un suspiro.

– Es un hombre joven, pero dirige a los defensores de Roma aquí en Northumbria. Creo que es hijo de algún noble. Según todo el mundo, posee un temperamento bastante áspero. Ha estado en Roma y Canterbury, y fue Agilbert quien lo convirtió y quien lo ordenó sacerdote. El reyezuelo de Ripon le dio el monasterio del lugar, después de expulsar a Eata y Cutberto, dos de nuestros hermanos, que compartían en dicha casa las funciones abadengas. Parece que Wilfrid es nuestro más fiero oponente, pues aboga de manera apasionada por la doctrina de Roma. Por desgracia, me temo que no es el único enemigo con el que contamos en la abadía.

La hermana Fidelma se sorprendió pensando en el joven monje sajón con el que había tropezado poco antes.

– Estoy segura de que no todo el que apoya la liturgia romana es nuestro enemigo.

La abadesa le dedicó una sonrisa meditabunda.

– Quizá tengáis razón, Fidelma. Y, al fin y al cabo, todo puede deberse a mi nerviosismo.

– Sí; vuestro discurso inicial de mañana puede condicionar en gran medida el transcurso del debate -aseveró la hermana.

– Sin embargo, hay algo más que… -Étain vaciló.

Fidelma esperó paciente, observando la expresión que se dibujaba en el rostro de la abadesa. Parecía tener dificultades para formular lo que tenía en mente.

– Fidelma -dijo precipitadamente-, me he decidido a tomar esposo.

La hermana abrió los ojos sorprendida, pero no dijo nada. Los sacerdotes, e incluso los obispos, tomaban esposa; incluso los que habitaban las casas, fuesen éstas mixtas o no, podían tener marido o esposa, según la costumbre y la ley de los brehons. Pero el caso de un abad o una abadesa era diferente, pues por lo general estaban obligados a ser célibes. Ésas eran, al menos, las normas de Kildare. Según la costumbre irlandesa, el coarb o sucesor del fundador de una abadía debía ser elegido siempre entre los parientes de éste. Ya que no se esperaba que los abades y abadesas tuvieran descendencia, el sucesor solía pertenecer a una rama familiar secundaria. Pero si en éstas no se encontraba a ningún religioso digno de dicho cargo, se nombraría a un miembro secular de la familia del coarb como abad o abadesa laicos. Étain estaba emparentada con la familia de santa Brígida de Kildare.

– Eso implicaría renunciar al abadiato de Kildare y volver a ser una religiosa ordinaria -acabó por señalar Fidelma ante el silencio de Étain.

La abadesa asintió:

– He dedicado mi viaje a meditar esa cuestión en profundidad. Cohabitar con un extraño puede ser tarea difícil, sobre todo cuando una ha vivido sola tanto tiempo. Aun así, a mi llegada a este lugar me di cuenta de que había tomado una determinación. Ya hemos intercambiado los obsequios matrimoniales: es una decisión irrevocable.

De forma instintiva, Fidelma tendió el brazo, tomó la delgada mano de Étain y la apretó entre las suyas.

– En ese caso, estoy feliz por vos, Étain, y me alegra también veros tan segura. ¿Quién es vuestro extraño?

La abadesa de Kildare esbozó una tímida sonrisa.

– Si me fuese posible contárselo a una sola persona, dad por sentado que esa persona seríais vos, Fidelma. Pero me temo que tendrá que ser mi secreto (y el de él) hasta que el debate haya acabado. Cuando esta gran asamblea se dé por concluida lo sabréis, pues haré pública mi renuncia al abadiato de Kildare.

En ese momento las distrajo un creciente griterío que subía a la ventana del cubiculum.

– ¿Qué diantre es eso? -preguntó sor Fidelma, frunciendo el ceño ante tan estridente ruido-. Parece una refriega al lado del muro de la abadía.

La abadesa Étain suspiró.

– He visto ya tantas reyertas entre nuestros religiosos y los hermanos de Roma desde que llegué… Ésta debe de ser una más: hombres hechos y derechos que recurren a los insultos y los puños para resolver sus diferencias de interpretación respecto a la palabra de Dios. Dicen que los religiosos, y las religiosas, se vuelven niños rencorosos cuando no logran ponerse de acuerdo.

Sor Fidelma se asomó a la ventana. A poca distancia se hallaba un mendigo rodeado de una multitud de personas, en su mayoría campesinos, según pudo inferir por sus ropas, aunque también pudo distinguir los hábitos marrones de algunos hermanos. Parecían estar zahiriendo e insultando al pobre harapiento, cuya voz se elevaba en un tono estridente casi ahogado por las burlas de aquéllos.

La hermana Fidelma levantó una ceja.

– Yo diría que el mendigo es compatriota nuestro, madre abadesa -observó.

La abadesa Étain se acercó a ella.

– Un pordiosero. Siempre acaban siendo víctimas de la arrogancia del pueblo.

– Pero escuchad lo que dice.

Las dos mujeres hicieron un esfuerzo por entender la voz áspera del mendigo, que había aumentado de volumen.

– Yo os digo que mañana el sol desaparecerá de los cielos, y cuando llegue ese momento la sangre manchará el suelo de esta abadía. ¡Id con cuidado! ¡Os lo advierto: id con cuidado! ¡Veo sangre en este lugar!

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