Capítulo VI

La puerta se abrió sin ninguna ceremonia cuando sor Fidelma aún se hallaba en un estado de profunda conmoción provocado por la noticia. No obstante, logró ver vagamente que Colmán hacía ademán de incorporarse de su asiento, y se volvió para ver quién podía hacer que el obispo se levantara.

Oswio, rey de Northumbria, entró en la habitación.

Todo había pasado muy rápido, demasiado rápido para que Fidelma pudiese aceptar que su amiga, la que había sido su compañera durante años y se acababa de convertir en su abadesa, hubiese sufrido una muerte tan cruel. Se esforzó por reprimir el terrible dolor que le había provocado la noticia, pues de nada podía servirle ya a Étain. Su mente empezó a trabajar con gran rapidez; la abadesa Hilda había reclamado su experiencia y su talento, y la pena no haría más que empañar sus facultades. Ya tendría tiempo para lamentarse más adelante.

Intentó centrar sus pensamientos en la persona que acababa de entrar en la estancia. Visto de cerca, el rey de Northumbria no era tan atractivo como le había parecido a una cierta distancia. Era alto y musculoso, pero su cabello rubio era más bien de un color ceniciento con tonos pajizos. Sin duda, el soberano era casi un sexagenario. Tenía la piel amarillenta y la nariz y las mejillas surcadas por brillantes líneas rojas provocadas por vasos sanguíneos reventados. Sus ojos estaban hundidos y su frente profusamente arrugada. Fidelma había oído que todos los reyes northumbrios habían sufrido una muerte violenta en la batalla, y sin duda se trataba de una herencia poco agradable de esperar.

Oswio recorrió la estancia con una mirada que casi podría ser de angustia, hasta que sus ojos encontraron a la hermana Fidelma.

– Tengo entendido que sois dálaigh de los tribunales irlandeses de brehons.

Fidelma quedó sorprendida de la fluidez con que el rey hablaba la lengua de Irlanda, casi tan bien como un nativo. Entonces recordó que había recibido su educación en Iona, durante el exilio, y se dio cuenta de que no debía asombrarse por el dominio de su idioma.

– Poseo el grado de anruth.

Colmán se acercó arrastrando los pies para ofrecer una explicación:

– Eso quiere decir que…

Oswio se volvió hacia él con gesto impaciente.

– Sé lo que quiere decir, ilustrísima. Los que gozan de dicha posición representan el grado más noble del conocimiento, y pueden discutir de igual a igual con los soberanos, incluido el mismo rey supremo. -Pagado de sí mismo, sonrió al avergonzado obispo antes de volver a dirigirse a la hermana Fidelma-. De cualquier manera, incluso yo estoy sorprendido de encontrar una mente de tal erudición sobre unos hombros tan jóvenes.

La hermana reprimió un suspiro.

– He estudiado ocho años con el brehon Morann de Tara, uno de los más grandes jueces de mi país.

Oswio asintió distraído.

– No pongo en duda vuestra capacidad, y ya he sido informado de vuestra reputación por su ilustrísima, el obispo Colmán. ¿Sabéis que necesitamos vuestra ayuda?

Fidelma inclinó la cabeza.

– Me han informado del asesinato de la abadesa Étain, que amén de mi superiora era mi amiga, y estoy dispuesta a prestar toda mi ayuda.

– La abadesa debía abrir el debate de esta asamblea en nombre de la Iglesia de Iona, como ya sabéis. Mi reino está sumido en constantes discrepancias, hermana Fidelma. Se trata de un asunto complicado. Ya han empezado a correr rumores de toda índole, y tanta especulación sólo puede provocar revueltas. Si la abadesa ha sido asesinada por un miembro de la facción romana, como parece probable, este crimen puede suscitar una ruptura violenta entre mis gentes, lo que sin duda supondrá un golpe mortal para la fe de Cristo en este reino. Podría incluso dar pie a una guerra civil que dividiese al pueblo de manera irreconciliable. ¿Os hacéis cargo?

– Por supuesto -repuso Fidelma-. Con todo, debemos tener en cuenta algo mucho más serio.

Oswio elevó las cejas en un gesto de asombro.

– ¿Más serio que las repercusiones políticas, que afectarían tanto a Iona (quizás incluso al primado de Armagh) como a la misma Roma?

– Sí, todavía más serio -aseveró Fidelma impasible-. Quienquiera que haya matado a Étain de Kildare debe ser llevado ante la justicia. Eso es lo más correcto desde el punto de vista moral; lo que otros hagan con el resultado es asunto suyo. La búsqueda de la verdad es algo más serio que cualquier otra consideración.

Durante unos instantes, la respuesta dejó a Oswio sin saber qué decir. Luego asomó a su rostro una sonrisa de arrepentimiento.

– Así habla un representante de la ley. Cómo echaba de menos los discursos de los brehons de vuestro país, los jueces que se hallan por encima del rey y de su corte. Aquí, el rey es la ley, y nadie puede discutir la palabra del soberano.

Fidelma hizo una mueca indiferente.

– Ya he oído hablar de los defectos de vuestro sistema sajón.

– ¡Hija mía! -exclamó la abadesa escandalizada-. Recordad que estáis hablando con el rey.

Sin embargo, Oswio sonreía.

– Querida prima Hilda, no la reprendáis. Actúa de acuerdo con su propia cultura. En Irlanda, el rey no es quien hace las leyes; ni siquiera gobierna por derecho divino. Es sólo un administrador de la ley que han heredado generación tras generación. Cualquier abogado, ya sea un anruth o un ollamh, tiene la potestad de discutir cuestiones legales con la más alta dignidad real del país. ¿No es eso cierto, hermana Fidelma?

La hermana contestó con una sonrisa tensa, y añadió:

– Gozáis de un profundo conocimiento de nuestro sistema, Oswio, rey de Northumbria.

– Y parece que vos tenéis una mente aguda y no mostráis temor ante ninguna de las facciones -observó el rey-. Eso es bueno. Mi prima Hilda os ha rogado sin duda que asumáis la tarea de descubrir quién ha asesinado a Étain de Kildare. ¿Cuál es vuestra respuesta? ¿Lo haréis?

La puerta se abrió de golpe. Entonces apareció en el umbral la hermana Gwid, con su torpe cuerpo retorcido en una extraña contorsión. Tenía el cabello despeinado bajo la toca; su boca temblaba, sus ojos estaban inyectados en sangre y las lágrimas fluían por sus pálidas mejillas flácidas. Permaneció sollozando durante un momento, dirigiendo salvajes miradas a cada uno de los rostros reunidos en la estancia.

– ¿Qué de…? -empezó a decir Oswio lleno de estupor.

– ¿Es cierto? ¡Oh Dios, dime que no es verdad! -gimoteó afligida la hermana, retorciendo sus huesudas manos en medio del dolor-. ¿Ha muerto la abadesa Étain?

Sor Fidelma, una vez recuperada de la sorpresa, corrió hacia ella, la tomó por el brazo y la sacó del aposento. Fuera, en el pasillo, señaló a la religiosa de aspecto preocupado que asistía a la abadesa Hilda y que al parecer había intentado evitar que la hermana Gwid irrumpiera en la habitación.

– Es cierto, Gwid -dijo suavemente, llena de compasión por su compañera. Haciendo una seña a la inquieta cenobita, añadió-: Dejad que esta hermana os conduzca a vuestro dormitorium. Acostaos, yo intentaré ir a veros en cuanto pueda.

La corpulenta picta dejó que la guiasen por el pasillo, aunque sus anchos hombros volvían a convulsionarse por la angustia.

La hermana Fidelma vaciló unos instantes antes de volver a la estancia.

– La hermana Gwid era alumna de la abadesa Étain en Emly -afirmó a modo de disculpa cuando se encontró con las miradas inquisidoras de los que habían permanecido dentro-. Asistía al debate en calidad de secretaria de la abadesa, hacia la que sentía una profunda admiración. Su muerte ha supuesto para ella una conmoción terrible. Cada uno de nosotros tiene una manera diferente de afrontar el dolor.

La abadesa Hilda expresó su comprensión con un suspiro.

– Iré enseguida a alentar a esa pobre niña -afirmó-. Pero antes debemos ponernos de acuerdo en este asunto.

Oswio asintió con un gesto.

– ¿Qué decís de la proposición, Fidelma de Kildare?

La hermana se mordió el labio y meneó la cabeza.

– La abadesa Hilda ya me ha comunicado que desea que emprenda una investigación. Y lo haré, no por razones políticas, sino por la ley y su moral, y por la amistad que me unía a Étain.

– Bien dicho -observó Oswio-. De cualquier manera, será imposible dejar la política al margen. Este asesinato, y más aún teniendo en cuenta el prestigio de la víctima, podría ser un ardid para perturbar el debate que nos ocupa. La interpretación más obvia parece ser la de que Étain, en cuanto principal representante de la fe de Colmcille, ha sido cruelmente asesinada por algún partidario de Roma. Por otra parte, quizás es eso lo que el asesino quiere que pensemos, para que así los asistentes al sínodo respalden a Iona frente a Roma movidos por la compasión.

Fidelma observó pensativa a Oswio. No era ningún insensato: ante ella tenía a un rey que había gobernado con mano de hierro a los northumbrios durante más de veinte años, rechazando cada intento por parte de los otros reyes sajones de invadir su reino, conquistarlo y expulsarlo a él del trono. De esa manera había logrado que la mayoría de soberanos sajones, al menos en teoría, lo considerase su señor, y que incluso el obispo de Roma se dirigiese a él como «rey de los sajones». La hermana era bien consciente de la agudeza de su inteligencia.

– Y queréis que yo determine qué ha sucedido en realidad -observó con voz serena.

Oswio vaciló un instante y acto seguido sacudió la cabeza.

– No del todo.

Fidelma levantó una ceja inquisidora.

– Hay una condición.

– Soy abogada de los tribunales brehon, y no trabajo bajo ninguna otra condición que mi deber de descubrir la verdad. -Sus ojos mostraban un destello amenazador.

La abadesa Hilda estaba patentemente escandalizada.

– Hermana, habéis olvidado por completo que no estáis en vuestro país, y que sus leyes no tienen ninguna aplicación aquí. Debéis tratar al rey con respeto.

Oswio, sin embargo, volvió a sonreír, y miró a Hilda al tiempo que movía la cabeza.

– Sor Fidelma y yo nos entendemos bien, Hilda. Y no me cabe la menor duda de que nos profesamos mutuo respeto. No obstante, debo insistir en que se cumpla esa condición, pues, como ya he dicho, éste es un asunto político, del que depende el futuro de nuestros reinos y la religión que adoptarán.

– No acabo de entender… -empezó a decir Fidelma ligeramente desconcertada.

– Dejad que os lo aclare, en ese caso -interrumpió Oswio-: los rumores que ya han empezado a circular por la abadía pueden dividirse en dos. Según uno de ellos, la facción romana ha recurrido a este horrible método para silenciar a uno de los abogados más eruditos de la Iglesia de Colmcille; según el otro, se trata de un ardid de los defensores de ésta para dar al traste con la asamblea y asegurarse de que sea Iona, y no Roma, la que se imponga en Northumbria.

– Sí, eso lo entiendo.

– Mi hermana Aelflaed, educada entre las religiosas de Iona, ya ha hablado de poner soldados en pie de guerra para exterminar a los que desean expulsarlos. Mi hijo Alhfrith y su esposa, Cyneburh, están conspirando para usar sus huestes con el fin de derrocar a los seguidores de Iona. Y mi hijo pequeño… -Se detuvo para dejar escapar una risotada amarga-. Mi hijo Ecgfrith, al que sólo le interesa el poder, se limita a observar en espera de la mejor oportunidad, de una debilidad que pueda aprovechar para arrebatarme el trono. ¿Veis ahora por qué es tan relevante este asunto?

La hermana Fidelma levantó un hombro para dejarlo caer inmediatamente.

– Pero sigo sin entender cuál es la condición que debéis imponerme. Soy perfectamente capaz de investigar este misterio.

– Para demostrar a ambas facciones que yo, Oswio de Northumbria, me muestro ecuánime a la hora de aplicar la ley, no puedo permitir que la muerte de la abadesa Étain sea investigada sólo por un representante de la Iglesia de Colmcille, de igual manera que no podría consentir que fuese investigada sólo por uno de la de Roma.

Fidelma dio muestras de perplejidad.

– Entonces, ¿qué es lo que proponéis?

– Que vos, hermana, unáis vuestros esfuerzos a los de un seguidor de la doctrina de Roma. Si investigáis unidos, nadie podrá acusarnos de tendenciosos cuando se hagan públicos los resultados. ¿Estáis de acuerdo en este punto?

Por un momento, la hermana se quedó mirando al rey.

– Es la primera vez que oigo poner en duda la imparcialidad de un dálaigh de los tribunales brehon. El lema de nuestra profesión es: «La verdad contra el mundo». Tanto si es alguien de mi Iglesia quien se encarga de la investigación como si pertenece a la de Roma, los resultados serán exactamente iguales. He jurado mantener la verdad, por desagradable que ésta pueda llegar a ser. -Hizo una pausa, tras la cual se encogió de hombros-. Con todo… Con todo, vuestra sugerencia no deja de ser lógica. La acepto. Pero ¿con quién voy a trabajar? He de confesaros que apenas hablo sajón y, por otra parte, soy consciente de que pocos sajones tienen alguna noción de latín, griego o hebreo, lenguas que yo hablo con cierta fluidez.

El rostro de Oswio se relajó en una sonrisa.

– Eso no constituye ningún problema. En la comitiva del arzobispo de Canterbury se halla un joven al que este cometido le viene como anillo al dedo.

La abadesa Hilda se volvió hacia su primo con interés.

– ¿De quién se trata?

– De un hermano llamado Eadulf de Seaxmund's Ham, del reino de Ealdwulf en Anglia Oriental. El hermano Eadulf ha estudiado cinco años en Irlanda y dos más en la misma Roma, por lo que, además de su sajón nativo, habla irlandés, latín y griego. Por otra parte, conoce las leyes, pues, de hecho, de no haber tomado los hábitos habría sido nombrado gerefa (es decir, representante de nuestra ley) por derecho sucesorio. Según me informa el arzobispo Deusdedit, goza de un talento insuperable a la hora de resolver enigmas. ¿Opondríais alguna objeción al hecho de trabajar con un hombre de tales dotes, sor Fidelma?

– No -repuso indiferente-, siempre que ambos tengamos como objetivo el esclarecimiento de la verdad. Pero ¿se avendrá él a trabajar conmigo?

– Tendremos oportunidad de preguntárselo, pues le he hecho llegar recado de que se dirija hacia esta estancia y espere fuera. A estas alturas ya debe de hallarse aquí.

Oswio se dirigió hacia la puerta y la abrió.

La hermana abrió la boca sorprendida cuando vio entrar y hacer una reverencia al rey al joven con quien había topado en el claustro de la abadía la tarde anterior. Entonces el hermano levantó la vista y se encontró con la de sor Fidelma. Su rostro se contagió del asombro de ella por unos instantes, tras los cuales volvió a ocultar dicha emoción tras una máscara impasible.

– Éste es el hermano Eadulf. -Después de presentar al recién llegado, el rey añadió en irlandés-: Hermano Eadulf, ésta es la dálaigh de la que os he hablado, la hermana Fidelma. ¿Accederéis a trabajar con ella, sin perder de vista lo que os he referido acerca de la importancia de resolver ese misterio tan pronto como sea posible?

Los ojos castaños de fray Eadulf se cruzaron con el verde encendido de los de ella. Fidelma volvió a experimentar la misma curiosa emoción del día anterior.

– Lo haré encantado -afirmó con una voz rica y grave-, si a la hermana le parece bien.

– ¿Qué decís vos, hermana? -apremió Oswio.

– Deberíamos empezar cuanto antes -respondió sin el menor asomo de entusiasmo, ocultando el sentimiento de confusión que le había inspirado la mirada del sajón.

– En eso estoy de acuerdo -repuso Oswio-. Llevaréis a cabo esta investigación en mi nombre, lo que significa que podéis interrogar a quien os parezca necesario, sea cual sea su posición, y que mis soldados se encuentran a vuestras órdenes. Sólo añadiré, antes de dejaros, que tengáis siempre presente que el tiempo apremia. A cada hora que los rumores y especulaciones se extiendan sin freno por este lugar se incrementará el poder de los enemigos de la paz, y se hará más amenazante el peligro de una guerra civil.

Oswio los miró, les dedicó una breve sonrisa y salió de la estancia. La mente de sor Fidelma empezó a acelerarse. Debía asimilar muchas cosas, entre las cuales se hallaba la muerte de Étain. De pronto se dio cuenta de que la abadesa Hilda, Colmán y Eadulf la observaban.

– ¿Perdón? -dijo, consciente de que le debían de haber hecho una pregunta.

Hilda exhaló un suspiro.

– Os he preguntado cómo pensáis proceder.

– Lo mejor será examinar el lugar donde se ha cometido semejante atrocidad -repuso enseguida el hermano Eadulf.

Fidelma se sorprendió apretando los dientes, molesta ante el hecho de que hubiese contestado una pregunta dirigida a ella. El sajón, por supuesto, tenía toda la razón, pero la hermana no sentía ningún deseo de que le indicasen qué debía hacer. Intentó pensar en otra forma de actuar que pudiera serles útil, sólo por llevarle la contraria, pero no lo logró.

– Sí -repuso con desgana-. Iremos al cubiculum de la abadesa Étain. ¿Se ha tocado algo allí desde que fue descubierto el cuerpo?

Hilda sacudió la cabeza.

– Nada, que yo sepa. ¿Deseáis que os acompañe?

– No es necesario -dijo Fidelma rápidamente, para evitar que el hermano Eadulf volviese a responder por ella-. Si necesitamos algo, os lo haremos saber.

Dicho esto, se volvió sin mirar a Eadulf y se dirigió decidida hacia la puerta. El fraile hizo una reverencia a la abadesa y al obispo Colmán y se apresuró a seguirla.

Colmán apretó los labios cuando la puerta se cerró.

– Es como poner a un lobo y un zorro juntos para cazar una liebre -observó con voz pausada.

La abadesa Hilda le dirigió una leve sonrisa.

– Me gustaría saber quién consideráis que es el lobo y quién el zorro.

Загрузка...