Capítulo XVI

Eadulf la condujo a la bodega por el camino más corto, a través de un pasadizo con escaleras que partía de las cocinas. De haberlo conocido, Fidelma se habría ahorrado un tiempo considerable en lugar de haberse visto obligada a atravesar las oscuras catacumbas. La hermana contuvo el aliento cuando atravesaron las cocinas y su eterno hedor, en el que dominaba el olor a hierbas y col hervida en descomposición. Dichas emanaciones los siguieron mientras bajaban la escalera de caracol que conducía a los sótanos.

Fidelma fue directamente hacia el barril y buscó el taburete que había usado la otra vez para asomarse al interior. Le llevó unos instantes subirse a él con cuidado, mientras Eadulf la observaba nervioso, sujetando en alto una lámpara de aceite que proporcionaba mucha más luz que la vela.

En esta ocasión, lo más funesto que había dentro era el líquido oscuro del vino. La hermana se inclinó hacia delante para ampliar su campo de visión, pero no pudo ver nada más que una turbia superficie carmesí. Entonces echó un vistazo a su alrededor hasta dar con una pértiga que se hallaba a pocos metros y que imaginó debía de servir para medir el líquido de los toneles, pues tenía grabada una serie de marcas. La tomó y, tras introducirla en el barril, tanteó con ella el líquido por si el cuerpo se encontraba en el fondo.

Pero la pértiga no topó con nada; nada había en el tonel que no debiera estar allí. Sintió un leve mareo provocado por los vapores del vino, así que bajó del escabel y caminó alrededor del tonel. Se detuvo para palpar la superficie de madera de roble, y pudo percibir que había una parte húmeda. Olió la punta de sus dedos: el aroma del vino era inconfundible.

– Iluminad el suelo -ordenó a Eadulf.

El fraile obedeció; el suelo estaba mojado y mostraba señales de que habían arrastrado algo por su superficie.

– Nuestro amigo sacó el cadáver del barril y lo llevó… hacia allí. Vamos.

Se puso en marcha con gran decisión, siguiendo las reveladoras huellas del suelo de piedra. Eadulf la siguió. Había dos marcas paralelas sobre el polvo, y de vez en cuando podían observarse pequeños charcos. Todo parecía indicar que quien se había llevado el cadáver lo había asido por los brazos, de tal manera que los pies habían dejado un surco en el pavimento.

El rastro los llevó hasta un pasadizo que conducía al exterior del hypogeum. Estaba excavado en la roca arenisca original, y se estrechaba hasta tal punto que no dejaba espacio para más de dos personas juntas. Fidelma hizo ademán de introducirse en él, pero, ante su sorpresa, Eadulf la sujetó por el brazo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

– Según tengo entendido, estamos ante la entrada del más popular de los defectora masculinos, hermana -repuso el fraile; la hermana pudo ver cómo se ruborizaba incluso bajo la deficiente luz de la lámpara.

– ¿Un evacuatorio?

Eadulf asintió con un gesto. La hermana tomó aire y volvió a entrar en el túnel.

– Por desgracia, el pudor es ahora un lujo que ni los hermanos ni yo podemos permitirnos. Ésta es la dirección que siguió el asesino con el cadáver de Seaxwulf.

Resignado, Eadulf la siguió en su apresurado caminar a través del estrecho pasadizo excavado en la roca.

Daba la impresión de ser interminable. Pasado un rato, Fidelma se detuvo, y aguzó el oído con el fin de examinar el ruido discordante que habían captado sus sentidos.

– ¿Qué es eso?

Eadulf arrugó el ceño.

– ¿Un trueno?

El tenue sonido que reverberaba en el pasadizo parecía, en efecto, el rugido de un trueno distante.

– Los truenos no son tan regulares ni tan persistentes -observó la hermana, tras lo cual echó a andar de nuevo.

La leve brisa que los había acompañado en su recorrido por los sótanos de la abadía y también por el túnel empezó a hacerse más fría y penetrante a medida que avanzaban. Al doblar una esquina del túnel de factura humana los golpeó una repentina ráfaga de aire frío y húmedo, que hizo que la lámpara parpadease y se apagara inmediatamente después. Entonces les llegó el abrumador olor del mar: el aroma característico de la sal acompañado del de las algas.

– Debemos de hallarnos cerca de la costa -apuntó Fidelma, que tuvo que elevar la voz para que la oyera Eadulf-. ¿Podéis encender la lámpara?

– No -repuso el hermano consternado-. No tengo nada con lo que encenderla.

Se hallaban sumidos en una oscuridad que, en un principio, juzgaron tan negra como la pez. Sin embargo, sus ojos no tardaron en acostumbrarse a la penumbra, y de improviso pudieron ver una leve luz grisácea que se extendía ante ellos.

– Ahí delante debe de haber una abertura -gritó el fraile.

– Continuemos.

Eadulf no podía ver otra cosa que la oscura silueta de la hermana avanzando.

– Andad con cuidado -le dijo-. Y manteneos pegada a la pared para no caeros.

Fidelma no pareció oír su advertencia y avanzó decidida, casi a tientas. El estruendo se hizo más perceptible, y entonces pudo ver que se trataba del mar; la entrada del túnel se extendía casi hasta la costa. Podía oír su fragor jadeante contra los guijarros, y el salvaje estrépito de las olas que golpeaban las rocas. Entonces apretó la marcha al comprender por qué habían arrastrado el cuerpo de Seaxwulf a través de aquel pasadizo que desembocaba en el mar: el asesino había arrojado su cadáver a las olas. La luz se hizo cada vez más clara, y el sonido se volvió ensordecedor.

Dobló un nuevo recodo e, incapaz de ver nada, notó cómo caía sobre ella en cascada un chorro de agua de mar. Instintivamente dio un paso hacia delante, y se encontró con que su pie ya no se apoyaba sobre la superficie rocosa. Sintió que estaba suspendida en el aire, y entonces una mano enérgica la tomó por el brazo y tiró de ella hacia atrás.

Por fin se halló de nuevo en tierra firme, al lado de Eadulf.

Tras el recodo que había doblado la hermana el túnel se retorcía y acababa abruptamente en la boca de una pequeña cueva, a la que separaba de las rocas y el mar una caída de unos treinta metros, quizá más. Fidelma sintió un escalofrío al darse cuenta de la proximidad de la catástrofe.

– Os he dicho que tengáis cuidado, hermana -le reprochó Eadulf, que aún asía su brazo con la mano.

– Ya estoy bien.

Eadulf se encogió de hombros y en seguida le soltó el brazo.

– Una revuelta peligrosa: la luz repentina y el agua os han cegado.

– Ya estoy bien -repitió ella, molesta por su propia torpeza-. Y cada vez tengo más claro por qué los hermanos usan este lugar para defecar: el mar lo mantiene constantemente limpio. Un enclave excelente.

Se dio la vuelta sin sonrojo para examinar la boca de la cueva. Supuso que se hallaba situada en los acantilados sobre los que descansaba la abadía y que miraban a los mares grises y amenazadores del norte.

– Al menos ahora sabemos dónde ha ido a parar el cadáver de Seaxwulf -dijo, al tiempo que señalaba la blanca espuma de las olas que rompían en las rocas que podían ver debajo de ellos. Tuvo que elevar la voz para que se oyera su voz por encima del agitado bramar de las aguas.

– Pero seguimos sin tener idea de adónde puede haber ido la persona que ha traído hasta aquí el cuerpo -apuntó Eadulf-. Había huellas que entraban en el túnel, pero no hemos visto ninguna que saliese de él. Si el asesino hubiese vuelto por el mismo camino, habría algún rastro superpuesto al primero.

Fidelma miró con admiración al fraile.

– Según parece, no hemos llegado aquí mucho después que el asesino, que tal vez nos haya oído atravesar el pasadizo, y eso lo ha movido a elegir otro camino de regreso. Lo que significa -observó mientras escudriñaba en la penumbra- que debe de haber otra salida.

De pronto soltó un gruñido de satisfacción y señaló un lateral de la cueva, donde había una serie de escalones de piedra que subían excavados en la roca. Se dirigió hacia ellos, aunque no pudo evitar resbalar ligeramente, pues la roca estaba húmeda por la espuma marina. Haciendo lo posible por mantener el equilibrio, empezó a ascender, dando por hecho que Eadulf la seguiría.

Después de un rato emergió entre unas zarzamoras que crecían rodeadas de la hierba agitada por el viento de la parte alta de los acantilados, a una distancia considerable de los edificios de la abadía.

– ¡Sor Fidelma!

La hermana dio un respingo al oír una voz tan cercana.

– ¡Que me trague la tierra si sé de dónde habéis salido!

Al darse la vuelta se encontró con los ojos negros de la madre Abbe, que no salía de su asombro. A su lado se hallaba fray Taran, boquiabierto.

Fidelma no pudo contener una leve risita ante la pregunta.

– Precisamente de donde vos decís, madre -replicó.

Abbe no pareció entenderlo. Entonces volvió a dar un brinco cuando Eadulf emergió también de entre las zarzamoras que cubrían la salida del pasadizo.

– De debajo de la tierra -apostilló el fraile mientras se sacudía el polvo.

Los ojos de la abadesa parecía que iban a salirse de sus órbitas.

– ¿Adónde conduce esa abertura? ¿Qué hacíais allí abajo?

– Es una historia demasiado larga -respondió Fidelma-. ¿Lleváis mucho rato aquí?

Abbe mostró una sonrisa triste.

– No, no mucho. Estaba dando un paseo con el hermano Taran por los acantilados con el fin de respirar un poco de aire fresco antes de la sesión vespertina del debate. Ojalá Étain estuviera aún entre nosotros; ella sabía cómo calmar los ánimos. Y en estos momentos los ánimos están más bien encendidos: cada intervención los calienta aún más. Temo que nos encontremos ante un nuevo Concilio de Nicea.

Eadulf se mostró desconcertado, por lo que la abadesa le explicó:

– En el Concilio de Nicea, en una ocasión en que Arrio de Alejandría se levantaba para hablar, Nicolás de Myra se sintió tan indignado que le golpeó el rostro. Podéis imaginar el alboroto que esto originó, y el pandemónium que se produjo cuando los delegados empezaron a abandonar la sala a la carrera para no recibir una paliza de los seguidores de Arrio o de sus oponentes. En medio de tal tumulto, tengo entendido que fueron asesinados varios religiosos. No me extrañaría que en una de las sesiones del presente debate Wilfrid acabase agrediendo físicamente a Colmán.

Fidelma la miraba de hito en hito.

– ¿Habéis visto a alguien más merodeando por aquí?

Abbe sacudió la cabeza y se dirigió a su acompañante.

– ¿Y vos, hermano Taran? Ya estabais aquí cuando yo he llegado.

El fraile levantó los dedos de una mano y los apoyó en el caballete de la nariz como si así pudiese recordar mejor.

– He visto a Gwid paseando por los alrededores, y a Wighard, el secretario de Deusdedit.

– ¿Juntos o separados? -quiso saber Eadulf.

– La hermana Gwid estaba sola. Parecía tener prisa, y se dirigía al fondeadero. Wighard, sin embargo, iba de camino a la abadía, a través de los jardines cercanos a la cocina. ¿Por qué lo preguntáis?

– No importa -terció enseguida Fidelma-. También nosotros deberíamos regresar a la abadía… -Se calló, arrugando el entrecejo.

Sor Athelswith se dirigía hacia ellos a toda prisa, sujetándose la saya con el fin de correr lo más rápido que pudiera sin perder la dignidad.

– ¡Sor Fidelma! ¡Fray Eadulf! -exclamó entre jadeos, tras lo cual hizo una pausa para recuperar el aliento.

– ¿Qué ocurre, hermana? -preguntó Fidelma, concediéndole así el tiempo que necesitaba la anciana.

– El rey en persona… El rey reclama vuestra presencia de inmediato.

La madre Abbe suspiró.

– Me pregunto qué querrá mi hermano. Regresemos a la abadía para saber qué puede ser lo que lo aflige.

Taran tosió para indicar su desaprobación.

– Habréis de perdonarme, pero antes necesito visitar el fondeadero. Me uniré a vosotros más tarde en el sacrarium.

Y dicho esto se alejó por el sendero que llevaba al embarcadero.

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