Capítulo XVII

Al llegar a la cámara de la abadesa Hilda, Fidelma y Eadulf supieron que el rey había estado esperándolos, hasta que lo habían convocado al sacrarium. La hermana que se encontró con ellos a la puerta de la estancia comunicó a la madre Abbe que también se requería su presencia de manera inmediata, ya que el sínodo estaba llegando a su final, y todo estaba preparado para que se presentasen las exposiciones finales. No obstante, los informó casi sin aliento, el rey deseaba que Fidelma y Eadulf comparecieran ante él en cuanto finalizase la sesión. Fue el fraile quien sugirió que fueran al sacrarium para escuchar las últimas etapas del debate y esperar allí a Oswio. El rostro de Fidelma mostraba un aspecto curioso, una expresión que, como Eadulf ya sabía bien, indicaba que se hallaba sumida en profundas reflexiones. Ésa fue la razón de que el hermano hubiese de repetir varias veces su sugerencia hasta captar su atención.

– Imagino que todo el mundo tendrá noticia del defectorum masculino que da al mar, ¿verdad? -La pregunta iba destinada a la domina, que abrió las manos con gesto aturdido.

– Por lo que yo sé, todos los que viven en esta abadía. Su existencia no es ningún secreto.

– ¿Y qué me decís de los que visitan la abadía? -insistió-. Yo, por ejemplo, no lo conocía.

– Es cierto -asintió la anciana-, tal información sólo suelen recibirla los invitados masculinos, pues es solamente para hombres. A nuestros hermanos les parece más discreto que el defectorum que se halla tras el patio del monasteriolum.

– Entiendo. Pero, en ese caso, ¿qué sucede si una hermana que deambule por allí se introduce en él por accidente? Al fin y al cabo, en la entrada no hay indicación alguna.

– La mayoría de las hermanas hace uso del edificio que se encuentra al otro lado del monasteriolum. No tienen ninguna necesidad de entrar en el hypogeum a no ser que trabajen en las cocinas. Y las que trabajan allí saben de su existencia. Por lo tanto, no hay ninguna necesidad de colocar una indicación en el túnel.

La hermana Fidelma volvió a entregarse a sus reflexiones, y se dio la vuelta maquinalmente para seguir a Eadulf hasta el sacrarium.

La atmósfera del sínodo se había vuelto muy tensa, y la abadesa Hilda se hallaba de pie, dirigiéndose a los bancos repletos de religiosos.

– Queridos hermanos en Cristo -estaba diciendo en el momento en que Eadulf y Fidelma entraron en silencio por la puerta situada tras los bancos abarrotados de los representantes de la Iglesia de Columba-, ha llegado el turno de presentar las alegaciones finales.

Colmán se levantó, tan brusco como siempre. Había elegido ser el primero en hablar, lo que a Fidelma le pareció una decisión imprudente, pues la audiencia siempre escucha al que habla en último lugar.

– Hermanos, en el transcurso de estos días habéis tenido oportunidad de oír por qué razón nosotros, los seguidores de Columba, mantenemos nuestras propias costumbres en lo que respecta a la fecha de la Pascua. Nuestra Iglesia respeta en esto la autoridad de san Juan el Divino, hijo de Zebedeo, que abandonó el mar de Galilea para seguir al Mesías. Fue él el discípulo más amado de Cristo, el que descansó en su pecho durante la última cena. Y Jesús no lo abandonó; cuando el Hijo del Dios verdadero expiraba en la cruz, tuvo fuerza suficiente para confiarle a él, a san Juan, el cuidado de su Madre, la santísima Virgen María.

»Fue ese mismo Juan quien corrió, seguido de Pedro, a la tumba del Señor la mañana de su divina resurrección, y al verla vacía, él fue el primero en creer y, desde allí, el primero en ver al Señor resucitado en el Tiberíades. San Juan fue el bendecido por Cristo.

»Cuando el Salvador confió a san Juan el cuidado de su Madre y su familia, le asignó asimismo la labor de cuidar de su Iglesia. Por esa razón nosotros aceptamos las prácticas de san Juan, por esa razón es él nuestro camino hacia Cristo.

Dicho esto, Colmán volvió a tomar asiento en medio de un manso aplauso proveniente de los bancos donde se hallaban los seguidores de Columba. Wilfrid se puso en pie, con aire satisfecho y una sonrisa asomando a los labios.

– Hemos oído a los representantes de Columba citar al apóstol san Juan como la autoridad suprema de la que depende su doctrina. O quizá sea más acertado decir «de la que pende», debido a su escasa consistencia.

De los bancos de Columba surgió un murmullo de rabia. La abadesa Hilda hizo un gesto con la mano para restablecer el silencio.

– Debemos mostrar a Wilfrid de Ripon el mismo respeto que hemos mostrado a Colmán, obispo de Northumbria -los reprendió con voz suave.

Wilfrid sonreía abiertamente, como un cazador que tiene a su presa a la vista.

– La fecha pascual que observamos los seguidores de Roma es la que celebran todos los que habitan dicha ciudad, la ciudad en la que vivieron los santos apóstoles Pablo y Pedro, y en la que enseñaron, sufrieron y recibieron sepultura. La nuestra es una costumbre de uso común en Italia, la Galia, el reino franco e Iberia, tierras que he tenido la oportunidad de conocer y donde he estudiado y predicado. En cualquier parte del mundo, naciones que poseen lenguas diferentes siguen la misma costumbre y la siguen al mismo tiempo. ¡Estas gentes constituyen la única excepción! -Apuntó con decisión a los bancos de la Iglesia de Columba-. Me refiero a los irlandeses, pictos y britanos, y a aquellos de nuestro pueblo que han decidido seguir su falsa doctrina. La única disculpa que tienen por tal ignorancia es que proceden de las dos islas más remotas del océano Occidental, y tan sólo de partes de ellas. Debido a su lejanía, permanecen aisladas del conocimiento verdadero y se hallan envueltas en una lucha constante frente al resto del mundo. Puede que sean santos, pero también son pocos, demasiado pocos para pretender imponerse a la Iglesia universal de Cristo.

Colmán se levantó, rojo de ira.

– ¡Eso no son más que evasivas, Wilfrid de Ripon! Yo he justificado a la Iglesia de Columba mediante la autoridad de san Juan el Divino. Haced vos lo mismo, o guardad silencio.

El murmullo de un aplauso llenó la sala.

– Muy bien. Roma exige obediencia por parte de toda la cristiandad porque fue precisamente Roma la ciudad en la que Simón, hijo de Jonás y discípulo de Cristo, decidió fundar su Iglesia. Se trata del mismo Simón al que nosotros llamamos Pedro y al que Jesús llamó Petros, «piedra». En Roma predicó san Pedro, en Roma sufrió persecución y en Roma murió como mártir. La autoridad de ese san Pedro es la que seguimos nosotros, y para justificar mis argumentos leeré un fragmento del Evangelio según san Mateo.

Se volvió para recoger el libro que le tendía Wighard, tras lo cual lo abrió por la página señalada y comenzó a leer:

– «Replicando Jesús le dijo: "Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del reino de los Cielos…".»

Hizo una pausa para mirar a su alrededor.

– ¡Nuestra autoridad deriva de san Pedro, que posee las llaves de la puerta del mismo reino de los Cielos! -Wilfrid tomó asiento, alentado por un entusiasta aplauso de sus seguidores.

Una vez extinguidos los aplausos, volvió a hacerse el silencio en la sala. Entonces Eadulf llamó la atención de Fidelma y señaló al estrado, de donde la madre Abbe se acababa de levantar para salir apresuradamente del sacrarium.

De nuevo todos los ojos se posaron en la abadesa Hilda, que había vuelto a ponerse en pie.

– Hermanos en Cristo, las alegaciones finales han sido presentadas. Ahora es a nuestro señor soberano, el rey Oswio, bretwalda de todos los reinos por la gracia de Dios, a quien corresponde dar a conocer su decisión acerca de cuál de las dos Iglesias, la de Columba o la romana, debe guiar a nuestro reino. Vos debéis ahora hacer pública vuestra sentencia.

Se volvió hacia Oswio con gesto expectante, y lo mismo hizo el resto de los asistentes al sínodo.

Fidelma observó que el alto rey de cabello rubio permanecía en su asiento, a todas luces nervioso y preocupado. Meditó durante algunos segundos que parecieron horas, mordiéndose el labio al tiempo que su vista vagaba por entre los rostros de los presentes. Entonces se levantó sin ninguna prisa, y con una voz extrañamente aguda que intentaba ocultar su angustia, manifestó:

– No haré pública mi decisión hasta mañana a mediodía.

Frente al coro de protestas que inundó la sala, el rey dio media vuelta y abandonó el sacrarium sin detenerse. Alhfrith, su hijo, se había levantado, haciendo lo posible por ocultar su indignación tras una expresión de normalidad, y salió corriendo de la capilla. Eanflaed, la esposa de Oswio, parecía controlar sus sentimientos con mayor facilidad, pero no era capaz de evitar que su sonrisa se tiñese de amargura mientras entablaba conversación con Romano, su capellán. El otro hijo de Oswio, Ecgfrith, también sonreía al reunir a su séquito para abandonar la sala.

Desde los bancos de ambas facciones, los hermanos se lanzaban improperios en una cruda discusión. Fidelma y Eadulf intercambiaron una rápida mirada y se dirigieron hacia la salida.

Una vez fuera, el fraile murmuró:

– Parece que nuestros hermanos esperaban una decisión más inmediata. ¿Os habéis dado cuenta de que la madre Abbe ha abandonado la sala antes de que el rey se hubiera pronunciado y que Taran ni siquiera ha comparecido?

Fidelma apenas habló durante el camino a la cámara de la abadesa Hilda. Cuando llegaron, Oswio ya se hallaba allí. Estaba pálido y tenía tensas las facciones.

– ¡Por fin! -exclamó-. Llevo casi toda la mañana esperándoos. ¿Dónde habéis estado? Ya no importa: quería hablar con vosotros antes de la última sesión del sínodo.

Fidelma se mostró imperturbable ante la irritación del rey.

– ¿Os han dicho que ha habido otro asesinato?

Oswio arrugó el sobrecejo.

– ¿Otro? ¿Os referís a la muerte de Athelnoth?

– No. Estoy hablando de Seaxwulf, el secretario de Wilfrid de Ripon.

Oswio meneó la cabeza lentamente.

– No os entiendo. Anoche fue asesinado Athelnoth, y ahora, según me informáis, Seaxwulf. ¿Con qué fin? Hilda me ha dicho que al principio pensasteis que Athelnoth se había suicidado arrepentido por la muerte de Étain.

Eadulf se ruborizó ligeramente.

– Me temo que fui yo quien llegó a esa conclusión precipitada, aunque no tardé en darme cuenta de que estaba equivocado.

Oswio inspiró con disgusto.

– Yo os podría haber dicho que os equivocabais -observó tajante-: Athelnoth era un hombre de fiar.

– ¿Cómo estáis tan seguro? -inquirió Fidelma en el mismo tono.

– Porque él era mi confidente. Ya os he dicho que vivimos tiempos nada seguros, y que hay ciertas facciones que anhelan destronarme y pretenden usar este sínodo para provocar una guerra civil en el reino.

El soberano hizo una pausa, como si esperase una confirmación; sin embargo, Fidelma lo invitó a continuar con un gesto.

– La situación me ha obligado a andarme con cien ojos. Athelnoth era una de mis mejores fuentes de información y de consejo. Ayer lo envié a visitar a mi ejército, que se halla acampado en Ecga's Tun.

Los ojos de Eadulf se iluminaron.

– Así que fue allí donde pasó Athelnoth todo el día de ayer, y ésa es la razón por la que no regresó hasta bien entrada la noche.

Oswio apretó los labios al tiempo que fruncía el ceño ante el inciso del fraile.

– Trajo noticias importantes para mí: nuevas sobre una conspiración que se está preparando con el fin de asesinarme y arrebatarme el poder. Me he visto obligado a enviar a mi ejército para contrarrestar un ataque de las huestes enemigas.

A Fidelma se le encendió la mirada.

– Ahora empiezo a ver claras algunas cosas.

– La situación es más clara aún de lo que pensáis. -El soberano se hallaba descorazonado-. Esta mañana mis guardas han dado muerte a Wulfric, el jefe de clan, junto con veinte de sus guerreros. Intentaban entrar subrepticiamente en la abadía a través del túnel que da a la parte más alta del acantilado. Como sabéis, a medianoche se cierran todas las entradas hasta el ángelus de la mañana, que es anunciado a las seis en punto. Durante ese tiempo se prohíbe el acceso a la abadía de cualquier guerrero armado. Athelnoth estaba convencido de que Wulfric contaba con un cómplice entre los hermanos, que esperaba el momento de poder ayudarlos, a él y a sus asesinos, y conducirlos hasta mis aposentos.

– Es cierto: todo está mucho más claro -observó Fidelma.

Eadulf frunció el ceño intentando imaginar en qué pensaba la hermana.

– No logro entenderlo.

– Es muy sencillo -repuso ella-. Creo, Oswio de Northumbria, que la persona dispuesta a dejar entrar esta mañana a vuestros asesinos es el hermano Taran, un monje picto.

– ¿Qué os hace pensar eso? -preguntó Oswio-. ¿Qué puede impulsar a un picto a involucrarse en las maquinaciones de los rebeldes northumbrios para destronar a su rey?

– En primer lugar, conozco la amistad que lo une con Wulfric, y sé que mintió acerca de dicha relación. Incluso durante el viaje, cuando yo me topé por primera vez con el jefe de clan, después de que hubiese asesinado al hermano Aelfric, tuve la impresión de que Wulfric conocía a Taran, lo que me hace suponer que la conspiración llevaba tiempo fraguándose. Y más tarde pude ser testigo de un cordial encuentro entre ambos, que Taran no dudó en negar. Estoy convencida de que Taran desea contemplar la destrucción de Northumbria, o al menos ver el reino dividido por guerras intestinas.

– Pero ¿por qué? -preguntó el rey con curiosidad.

– Porque los pictos, como llamáis vosotros a los cruthin, albergan un gran rencor, y su odio es tan viejo como fiero. En cierta ocasión, Taran me refirió que su padre, un jefe de la tribu gododdin, y su madre fueron asesinados por vuestro hermano Oswaldo. El fraile cree en la ley del ojo por ojo, diente por diente; por eso se dispuso a ayudar a los que pensaban asesinaros.

– ¿Dónde está ahora ese hermano Taran?

– La última vez que lo vimos se dirigía hacia el fondeadero, y parecía tener prisa -terció Eadulf-. ¿Creéis que iba en busca de una embarcación, Fidelma? No ha asistido a la última sesión del sínodo.

– ¿Ordeno a mis guerreros que lo persigan? -preguntó Oswio-. ¿Estarán a tiempo de alcanzarlo?

– Ahora es inofensivo -le aseguró la hermana-. Ya debe de hallarse en alta mar; sin duda ha huido a su patria, la tierra de los cruthin. No creo que vuelva a causar más problemas a vuestro reino en el futuro. No obtendréis otra cosa que la venganza con perseguirlo y castigarlo.

– Entonces -meditó Eadulf con aire pausado-, ¿estáis diciendo que todo ha sido parte de una conjura para derrocar a Oswio? ¿Incluso la muerte de Étain? Pero ¿por qué? No logro entenderlo.

– Permitidme una pregunta, Oswio. -Fidelma pareció ignorar al fraile-. Vuestra hermana, la madre Abbe, no ha esperado siquiera a que expreséis vuestra decisión. ¿Sabéis a qué se debe tal comportamiento?

Oswio se encogió de hombros.

– Sabía que no me iba a pronunciar de momento. Ya se lo había dicho.

– Pero vuestros hijos, como por ejemplo Alhfrith, y vuestra esposa no lo sabían.

– No. No tuve tiempo de explicárselo.

– Pero ¿qué hay de la conspiración? -volvió a preguntar Eadulf-. Sigo sin ver qué relación tiene con todo esto la muerte de Étain.

– La explicación… -Fidelma se vio interrumpida a mitad de la frase porque la puerta se abrió de golpe y entró Alhfrith, que llegó seguido de una Hilda de rostro acongojado y un Colmán de aspecto lúgubre. El aire hostil del hijo de Oswio hacía evidente que se hallaba resentido.

– ¿A qué viene este retraso, padre? -preguntó sin más preámbulos-. Todo el reino de Northumbria está pendiente de vuestra decisión.

Oswio mostró una sonrisa amarga.

– Y vos estabais muy persuadido de que me pronunciaría a favor de la Iglesia de Columba y os daría pie para sublevar al reino contra mí en nombre de Roma.

Alhfrith se sorprendió en un primer momento, pero inmediatamente volvió a adoptar una expresión adusta.

– Así que vuestra demora no es más que una artimaña para ganar tiempo -observó con desprecio-. Lástima que no podáis posponer indefinidamente vuestro fallo. ¡Sois débil, pero aun así debéis tomar una decisión!

Oswio estaba rojo de ira, aunque su voz se mostraba sosegada.

– ¿No os extrañáis de que aún esté con vida? -preguntó fríamente.

Alhfrith vaciló, e inmediatamente sus ojos adoptaron una expresión precavida.

– No sé de qué estáis hablando. -Su voz era la de un fanfarrón.

– No es necesario que busquéis a Wulfric: ha muerto junto con todos sus asesinos. Y no esperéis que el ejército de rebeldes que ha partido de Helm's Leah siguiendo vuestras órdenes llegue a esta abadía; en el camino se encontrarán con mis huestes.

El rostro de Alhfrith se había convertido en una máscara gris.

– Seguís siendo débil, vejestorio -dijo.

La abadesa Hilda levantó la voz para protestar, pero Oswio la hizo callar con un gesto.

– A pesar de que sois mi hijo, carne de mi carne, parecéis olvidar que yo soy vuestro soberano -repuso clavándole una mirada gélida.

El reyezuelo de Deira sacó la barbilla con aire hostil, consciente de que ya no tenía nada que perder.

– Luché a vuestro lado en el río Winwaed hace diez años. Allí os mostrasteis fuerte, padre; pero os habéis debilitado desde entonces. Sé que os inclinaríais por Iona antes que por Roma, como también lo saben Wilfrid y otros muchos.

– Todos ellos podrán comprobar pronto cuán fuerte soy -respondió Oswio con calma-. Y también sabrán que habéis traicionado a vuestro padre, el rey.

La cólera empezó a apoderarse de Alhfrith cuando tomó conciencia de que habían desbaratado el plan que con tanto esmero había fraguado. Fidelma se dio cuenta de que no lograría reprimir sus sentimientos por más tiempo, así que advirtió con un grito a Eadulf, que se hallaba cerca del hijo de Oswio.

Antes de que nadie pudiese darse cuenta, Alhfrith había sacado un cuchillo y se había lanzado contra su padre en lo que tenía visos de ser un ataque mortal. Eadulf intentó agarrar el brazo en que empuñaba el cuchillo, pero Oswio ya había sacado su espada para defenderse. El impulso de Alhfrith arrastró con él al fraile, y el hijo del rey cayó hacia delante, con todo el peso de Eadulf sobre la espalda.

Alhfrith dejó escapar un grito ahogado, semejante a un sollozo, al tiempo que el arma caía de su mano.

Se hizo el silencio en la cámara; todos parecían haber quedado petrificados. Oswio tenía los ojos clavados en la punta ensangrentada de su acero, como si no pudiese dar crédito a lo que veía.

De forma gradual, el cuerpo colosal de Alhfrith, reyezuelo de Deira, empezó a desplomarse. La sangre comenzó a extenderse por su túnica, justo por encima del corazón.

Eadulf fue el primero en reaccionar; inclinándose, acercó la mano al cuello del joven para tomarle el pulso. Entonces levantó el rostro hacia Oswio, aún inmóvil, e inmediatamente después lo volvió hacia Hilda, tras lo cual meneó la cabeza. La abadesa cruzó la estancia y apoyó una mano en el brazo del soberano. Su voz se había calmado.

– No debéis reprochároslo; traía consigo su propia muerte.

Oswio sufrió una sacudida semejante a la de un hombre que despierta de un sueño, y comenzó a moverse lentamente.

– Con todo, era mi hijo -observó con voz suave.

Colmán sacudió la cabeza.

– Era el aliado de Wilfrid. Cuando éste se entere de lo sucedido, querrá levantar en armas a la facción romana.

Tras envainar su espada teñida en sangre, Oswio se dirigió a Colmán. Había recuperado su habitual energía.

– No he tenido elección. Llevaba tiempo intentando matarme para hacerse con el trono. Y no hace poco que estoy al corriente de sus conspiraciones. No guardaba fidelidad a Roma ni a Iona; sólo se limitaba a hacer uso del enfrentamiento de ambas para debilitarme. Ha sido su temperamento el que ha acabado con él.

– De cualquier manera -repuso Colmán-, ahora habréis de preocuparos de Wilfrid y Ecgfrith.

Oswio negó con la cabeza.

– Mis huestes acabarán con los rebeldes de Alhfrith antes de que acabe el día, y luego regresarán a la abadía. -Se detuvo durante un breve lapso de tiempo y luego dirigió una mirada pesarosa a su obispo-. Mi corazón está con Columba, ilustrísima; pero si me pronuncio a su favor, Wilfrid y Ecgfrith no descansarán hasta levantar a Northumbria contra su rey. Afirmarán que estoy vendiendo el reino a los irlandeses, pictos y britanos, dando la espalda a mi propia raza. ¿Qué debo hacer?

Colmán suspiró compungido.

– Por desgracia, se trata de una decisión que debéis tomar por vos mismo, Oswio. Nadie puede hacerlo en vuestro lugar.

El soberano dejó escapar una risa amarga.

– Me embaucaron para convocar este sínodo, y ahora me encuentro en él como el cangilón de una noria: no tengo otra opción que ahogarme en el agua según gira la rueda.

Fidelma sofocó un grito.

– ¿Habláis de ahogados? ¡Nos olvidábamos por completo de Seaxwulf! Aún hemos de trabajar si queremos descubrir quién asesinó a Étain, Athelnoth y Seaxwulf.

Dio media vuelta e invitó a Eadulf a que siguiera su ejemplo, dejando a los demás estupefactos con su brusca decisión.

Cuando hubieron salido de la estancia abacial dijo con premura al fraile:

– Quiero que encontréis a un pescador entre los habitantes de Witebia. Preguntad cuánto puede tardar un cuerpo lanzado desde el lugar en que se deshicieron del cadáver de Seaxwulf en aparecer en otro del que pueda recuperarse. Recemos por que se trate de horas y no de días, porque es indispensable que lo examinemos.

– Pero ¿por qué? -protestó Eadulf-. Estoy completamente desconcertado. ¿No eran Alhfrith, Taran y Wulfric quienes estaban tras los asesinatos?

Fidelma le regaló una breve sonrisa.

– Creo que la pieza que falta en este enigma se encuentra en el cuerpo de Seaxwulf. Al menos, eso espero.

Загрузка...