Capítulo X

La hermana Athelswith volvió para informarlos de que Athelnoth se hallaba en el sacrarium oyendo el debate, y que no podía avisarle sin interrumpir todo el sínodo. Fidelma y Eadulf decidieron invertir ese tiempo en acudir también al lugar de la asamblea y ver cómo se estaba desarrollando el proceso. Desde su llegada a Streoneshalh no habían tenido oportunidad de asistir a ninguno de los discursos que se habían pronunciado. Al parecer, había sido el obispo Colmán en persona el encargado de la defensa inicial de Iona en ausencia de la abadesa Étain, y lo había hecho exponiendo a grandes rasgos cuáles eran las enseñanzas de los monjes de Iona, con un discurso directo y muy conciso, pero carente de toda astucia y elocuencia retórica. Por el contrario, la respuesta de Wilfrid había sido breve y sarcástica, y le había reportado una clara ventaja frente a la franqueza de su oponente.

Fidelma y Eadulf se hallaban de pie al fondo del sacrarium, cerca de una puerta lateral situada tras los bancos de los seguidores de Columba, en un intento de evitar el olor casi asfixiante del incienso.

Habían entrado en el preciso instante en que se disponía a hablar un hombre alto y de rasgos angulosos. Según informó a Fidelma una hermana que se encontraba cerca de ellos, se trataba del venerable obispo Cedd, uno de los discípulos de Aidán. La hermana refirió en un susurro que Cedd acababa de llegar del país de los sajones orientales, donde había estado de misionero, y por eso habían requerido su presencia para traducir del sajón al irlandés o a la inversa, según se terciase. El obispo era el mayor de cuatro hermanos que habían abrazado la fe gracias a Aidán. En ese momento dirigía la Iglesia de Columba en Northumbria. Chad, otro de sus hermanos, era obispo de Lastingham; los dos restantes, Caelin y Cynebill, también se hallaban en la asamblea. Chad, según señaló la hermana, se había educado en Irlanda.

– Se ha especulado mucho acerca de la fecha de nuestra celebración de la Pascua -decía Cedd en ese momento-. Nuestra graciosa reina, Eanflaed, la conmemora según lo establecido por Roma. Nuestro buen rey, Oswio, sigue los postulados de Columba. ¿Quién lleva razón y quién se equivoca? Puede darse el caso de que el rey haya terminado el ayuno cuaresmal y se halle celebrando el Sábado Santo mientras que la reina y sus seguidores se encuentran aún en Cuaresma. Ésta es una situación que no puede aprobar un hombre que esté en su sano juicio.

– Cierto -clamó el pugnaz Wilfrid, sin siquiera molestarse en abandonar su asiento-. Es una situación que será rectificada en cuanto admitáis vuestro error de cálculo en lo referente a la Pascua.

– Un «error de cálculo» que goza de la aquiescencia de Anatolio, que se encuentra entre los más eruditos de la Iglesia -respondió Cedd. A sus mejillas habían asomado dos manchas rosadas que daban una pincelada de color a su huesudo rostro de pergamino.

– ¿Anatolio de Laodicea? ¡Tonterías! -Wilfrid había acabado por levantarse, y apeló con los brazos bien extendidos a sus hermanos de Roma-. No me cabe duda de que vuestro calendario lo elaboraron los britanos, y su antigüedad no llega a los dos siglos. El de Roma, por el contrario, fue cuidadosamente calculado por Victorino de Aquitania.

– ¡Victorino! -De uno de los bancos asignados a los seguidores de Columba surgió de pronto un hombre de piel bronceada que apenas pasaba de la treintena. Tenía el cabello rubio y la expresión seria-. Todo el mundo sabe que sus cálculos eran erróneos.

La hermana que informaba a Fidelma se inclinó hacia ella.

– Ése es Cutberto de Melrose; allí ocupa el cargo de prior desde la muerte del piadoso hermano Boisil. Es uno de nuestros mejores oradores.

– ¿Error? -preguntó Wilfrid con una mueca despectiva-. ¿De qué error habláis?

– Nosotros seguimos fielmente los cálculos que se acordaron originariamente en el Sínodo de Arlés y las prácticas rituales de los primeros cristianos. Es Roma la que está equivocada. Roma es la que se ha alejado de la fecha original de la Pascua al adoptar los nuevos cálculos debidos a Victorino de Aquitania. Éste no llevó a cabo más que algunas enmiendas en tiempos del papa Hilario; ni siquiera hizo el cálculo completo.

– ¡Sí! -gritó con vehemencia la madre Abbe de Coldingham, hermana de Oswio-. Y durante el papado de Félix III, Dionisio el Exiguo volvió a proponer más enmiendas. Durante los últimos trescientos años, aproximadamente, Roma no ha hecho más que tergiversar las normas relativas a la celebración de la Pascua que se establecieron en el Concilio de Arlés con el consenso de toda la cristiandad. Nosotros, por el contrario, nos mantenemos fieles a los cálculos originales que allí se adoptaron.

– ¡Perjuráis ante Dios! -espetó furibundo Agilbert, el obispo franco.

Esto originó un gran revuelo en la sala, que acalló el venerable Cedd cuando, con un gesto, indicó que pretendía retomar su discurso.

– Hermanos, debemos mostrarnos benevolentes los unos con los otros en un lugar como éste. Estoy convencido de que los que se oponen a la Iglesia de Columba lo hacen desde la ignorancia. Después del Concilio de Arlés, el mundo cristiano acordó basar nuestro calendario de la celebración pascual en el de la tierra en la que Cristo nació y llegó a la madurez. Por lo tanto, se decidió seguir el calendario lunar judío y la Pascua de este pueblo, que coincide con el momento en que fue crucificado nuestro Salvador. Esto se produjo en el mes de nisán, séptimo del calendario judío, que marca el inicio de la primavera y que se corresponde con marzo o abril.

»Es por esto por lo que nosotros llamamos Pascua a nuestra celebración, pues viene del hebreo Pésaj. El mismo san Pablo, en su Carta a los Corintios, se refiere a Cristo como su cordero pascual, es decir, su sacrificio, porque de todos es sabido que fue ejecutado en dicha fiesta, que, de acuerdo con los cálculos antiguos, se celebraba el decimocuarto día de nisán. En virtud de éstos, nosotros hacemos depender su celebración del domingo que cae entre los días decimocuarto y vigésimo a partir de la primera luna llena tras el equinoccio de primavera.

– Sin embargo, Roma determinó que era inconcebible hacer coincidir una festividad cristiana con una judía -interrumpió Wilfrid.

– En efecto -repuso Cedd sin perder la calma-. Pero a nuestro parecer esa decisión, acordada en el Concilio de Nicea, carece por completo de sentido, dado que el mismísimo Cristo era judío…

Sus palabras se vieron interrumpidas por un murmullo horrorizado. Cedd paseó su mirada por la asamblea con aire satisfecho.

– ¿No es así? -preguntó en tono sarcástico-. ¿O es que era nubio? ¿Sajón, acaso? ¿Franco, quizá? ¿En qué tierra vio la luz y se hizo un hombre, si no fue en la de los judíos?

– ¡Era el Hijo de Dios! -La voz de Wilfrid se elevó enfurecida.

– Y el Hijo de Dios decidió nacer en la tierra de Israel, de padres terrenales judíos, y los primeros en recibir su palabra fueron precisamente los miembros del pueblo elegido de Dios. Cuando éstos lo mataron (y sólo entonces), rechazaron su palabra, y fue en ese momento cuando la acogieron los gentiles. En ese caso, ¿no es algo inusitado ignorar el hecho de que Cristo fue crucificado durante una celebración judía y asignar para que el mundo cristiano conmemore su muerte una fecha arbitraria que no guarda relación alguna con la fecha en la que se produjo en realidad?

La madre Abbe meneaba la cabeza en señal de asentimiento.

– Yo he llegado a oír que los seguidores de Roma pretenden cambiar también nuestro día de descanso porque coincide con el sabbath hebreo -observó mordaz.

Wilfrid apretó los labios llevado por la ira.

– El domingo, primer día de la semana, es el día idóneo para dedicarlo al reposo, ya que simboliza la resurrección de Cristo.

– Sin embargo, la tradición ha preferido siempre el sábado como día de descanso por ser el último -arguyó otro hermano, que la monja situada al lado de Fidelma identificó como Chad, el abad de Lastingham.

– Todas esas enmiendas que ha ido haciendo Roma nos alejan cada vez más de la fecha original, y convierten nuestras ceremonias conmemorativas y aniversarios en algo arbitrario y despojado de toda significación -gritó Abbe-. ¿Por qué no aceptamos que Roma está equivocada?

Wilfrid tuvo que esperar a que cesasen los aplausos de los partidarios de Columba. Se hallaba turbado por la erudición del anciano Cedd, y prefirió adoptar una actitud burlona.

– Así que Roma está equivocada -repuso con una mueca de desprecio-. En ese caso, Jerusalén no lo está en menor medida, ni Alejandría, ni Antioquía… El mundo entero está equivocado, excepto los irlandeses y los bótanos, que parecen conocer la verdad.

El joven abad Chad se levantó al oír estas palabras.

– El noble Wilfrid de Ripon -empezó a decir con un tono de voz cáustico- debería tener presente que las Iglesias orientales ya han rechazado los nuevos cómputos de Roma referentes a la celebración de la Pascua, para seguir los que hemos adoptado nosotros. A ellos no se les ocurre mofarse de Anatolio de Laodicea. Ni la Iglesia de los irlandeses y bótanos ni las orientales se han alejado de las fechas originales que se establecieron en Arlés. Sólo Roma se empeña en corregirlas.

– Los seguidores de Roma hablan como si ésta fuese el centro de todas las cosas. -El obispo Colmán, al ver que se hallaba en clara ventaja, se decidió a tomar parte en el debate-. Parecen convencidos de que nosotros somos los que llevamos el paso cambiado con el resto de la cristiandad. Con todo, las Iglesias de Egipto y Siria y las de más al este se negaron a seguir los dictados de Roma en su Concilio de Calcedonia por…

Los crecientes gritos de protesta que se elevaron de los asientos ocupados por los religiosos de Roma lo obligaron a callar. Finalmente, Oswio se puso de pie con la mano en alto y se empezó a restablecer el silencio de forma gradual.

– Hermanos, el debate de esta mañana ha sido largo y arduo, y no hay duda de que nos ha ofrecido bastante materia de reflexión. Ha llegado el momento de descansar y proporcionar alimento a nuestros cuerpos y espíritus. Dedicaremos la sobremesa a meditar y volveremos a reunirnos aquí esta tarde.

Los asistentes a la asamblea se levantaron y empezaron a dispersarse poco a poco, si bien seguían discutiendo entre ellos.

– ¿Quién es Athelnoth? -preguntó Fidelma a su confidente.

La hermana se volvió y examinó los diferentes grupos de religiosos con el sobrecejo ligeramente arrugado.

– Es aquél, hermana; el que está al lado del hombre del pelo pajizo, al fondo de la sala.

Después de hacer una señal a Eadulf con la mirada, Fidelma se dio la vuelta y se abrió camino entre la multitud, que no había dejado de discutir, hacia la persona que le había indicado la hermana. Se hallaba de pie, un paso por detrás de la pequeña figura del belicoso Wilfrid de Ripon, como si estuviese esperando su turno para hablar con él. A su lado había un monje rubio que sostenía al alcance de su vista varios libros y documentos.

– ¿Hermano Athelnoth? -preguntó Fidelma una vez llegada a su altura.

El aludido, que se hallaba de espaldas, dio un respingo; los músculos de su cuello se tensaron de inmediato. Entonces se volvió con el ceño fruncido. No era un hombre alto, pues apenas pasaba del metro sesenta, pero daba la impresión de poseer un claro dominio sobre sus compañeros. Tenía la cara ancha, la frente alta e inclinada, la nariz aguileña y los ojos negros. A juicio de Fidelma, debía de haber muchas mujeres que lo considerasen un hombre atractivo; sin embargo, ella lo encontraba demasiado taciturno e incluso siniestro.

– ¿Me habéis llamado, hermana? -preguntó en voz baja, resonante y agradable.

Fidelma supo que Eadulf había llegado al oír a su espalda el resuello provocado por el esfuerzo de abrirse paso entre los congregados.

– Sí, queremos hablar con vos.

– Me temo que no es un buen momento. -Sus palabras tenían un tono de distante superioridad. Había empezado a hablarle a sor Fidelma, pero cambió de interlocutor en cuanto vio al monje sajón, siguiendo la costumbre sajona que tanto la irritaba de dar preferencia a cualquier hombre frente a una mujer-. Estoy esperando para hablar con el abad Wilfrid.

El hermano Eadulf le contestó antes de que Fidelma tuviera tiempo de hacerlo, pues posiblemente había leído en su mirada la rabia que la consumía.

– No nos llevará más de unos minutos, hermano. Se trata de la muerte de la abadesa Étain.

Athelnoth parecía tener dificultades para dominar la expresión de su rostro. Ésta experimentó un cambio momentáneo, pero volvió a la normalidad antes de que la hermana Fidelma pudiese estar segura de cuál era su significado.

– ¿Qué tenéis vosotros que ver con ese asunto? -repuso en un tono algo agresivo.

– Oswio, rey de esta tierra, Colmán, obispo de Northumbria, y Hilda, abadesa de Streoneshalh, nos han otorgado potestad para investigarlo. -La respuesta de Fidelma fue pausada, pero lo suficientemente clara para dejar callado a Athelnoth, incapaz de discutir tales autoridades.

– ¿Qué queréis de mí? -quiso saber.

A Fidelma le resultó más aceptable el tono defensivo que había adoptado su pregunta.

– Busquemos un lugar donde podamos hablar sin tener que elevar demasiado la voz -repuso Eadulf al tiempo que señalaba la puerta lateral del sacrarium, alejada de los religiosos que aún no se habían retirado al refectorio y continuaban con sus argumentaciones.

El sacerdote se mostró indeciso; echó una mirada a Wilfrid, que se hallaba enfrascado en una conversación con Agilbert y la rolliza figura de Wighard, quien sostenía de un brazo al frágil arzobispo de Canterbury, Deusdedit. Todos estaban demasiado absortos para darse cuenta de la presencia de nadie más. Conteniendo un suspiro, Athelnoth se dio la vuelta y caminó con los dos hermanos hacia la puerta. Una vez allí, salieron al hortus holitorius, el vasto huerto que abastecía a la cocina y se extendía más allá del sacrarium.

El cálido sol de mayo proporcionaba a los vegetales una luz intensa y llenaba el aire de la fragancia de una miríada de especias y otras plantas.

– Demos un breve paseo para respirar el aire puro de Dios y alejarnos del ambiente cerrado de la asamblea -propuso Eadulf en tono casi untuoso.

Cada uno de los dos hermanos caminaba a un lado de Athelnoth.

– ¿Conocíais a la abadesa Étain? -preguntó Eadulf como por casualidad.

El sacerdote le dirigió una mirada furtiva.

– Depende de lo que queráis decir.

– Será mejor que formule la pregunta de otro modo -repuso enseguida-. ¿Hasta qué punto conocíais a Étain de Kildare?

Athelnoth arrugó el entrecejo. Vaciló unos instantes, durante los cuales su rostro empezó a ruborizarse. Entonces respondió brevemente:

– No mucho.

– Pero ¿hasta qué punto? -insistió Fidelma, encantada con la forma en que el monje sajón había empezado el interrogatorio.

– La conocí hace sólo cuatro días.

Al ver que ninguno de los dos decía nada, empezó a hablar precipitadamente:

– El obispo Colmán requirió mi presencia hace una semana y me dijo que había oído que se esperaba la llegada de la abadesa Étain de Kildare, que tomaría parte en el gran sínodo. Su barco había atracado en el puerto de Ravenglass, en el reino de Rheged, y la religiosa se disponía a atravesar las altas colinas de Catraeth. Colmán me pidió que fuese a buscarla junto con algunos hermanos y la escoltase hasta Witebia, y así lo hice.

– ¿Fue ésa la primera vez que visteis a la abadesa? -preguntó sor Fidelma en busca de una confirmación.

Athelnoth frunció el ceño un instante.

– ¿Qué os mueve a hacerme esas preguntas? -dijo con cautela.

– Queremos establecer todo lo que hizo la abadesa Étain los últimos días de su vida -contestó Eadulf.

– En ese caso, sí: fue la primera vez que la vi.

Fidelma y Eadulf se miraron. Ambos estaban seguros de que el sacerdote estaba mintiendo, aunque no supiesen determinar por qué.

– Y en vuestro camino a Streoneshalh, ¿no ocurrió nada digno de mención? -quiso saber Eadulf tras un momento de silencio.

– No.

– ¿No entablasteis ninguna discusión con la abadesa o con alguno de sus acompañantes?

Athelnoth se mordió el labio.

– No sé qué queréis decir -respondió el religioso con aire hosco.

– Vamos -dijo Fidelma en tono zalamero-. Todo el mundo sabe que vos sois un ferviente defensor de la doctrina romana, y Étain actuaba como principal portavoz de los seguidores de Columba. Seguro que cambiasteis algunas impresiones. A fin de cuentas, compartisteis con ella y los que la rodeaban un viaje de dos o tres días.

El sacerdote se encogió de hombros.

– ¡Ah! Bueno, claro que tuvimos alguna que otra discusión.

– ¿Sólo alguna que otra?

Athelnoth dejó escapar un suspiro que delató su mal disimulada irritación.

– Tuvimos una. Eso es todo. Le dije lo que pensaba, lo que no creo que sea ningún crimen.

– Por supuesto que no. Pero decidme: ¿llegó esa discusión a engendrar algún tipo de violencia física?

El sacerdote se puso colorado.

– Un joven monje de Columba tuvo que ser llamado al orden. La naturaleza impetuosa de la juventud le había hecho olvidar que carecía de sabiduría y formación para discutir de otra manera que no fuera la violencia. Un jovenzuelo estúpido… En realidad, el altercado no fue más allá.

– ¿Y después de llegar a la abadía?

– Una vez aquí, fue el obispo quien se encargó de la abadesa Étain. Yo ya había cumplido con mi deber al traerla con su partida sana y salva, así que aquí acabó todo.

– ¿Seguro? -Fidelma se mostró severa.

Athelnoth la miró sin articular palabra.

– ¿La volvisteis a ver después de traerla a la seguridad de estos muros? -lo incitó Eadulf.

El sacerdote sacudió la cabeza con los labios apretados.

– Es decir -Fidelma respiró profundamente-, que no acudisteis a su celda con la intención de hablar con ella en privado.

Fidelma podía imaginarse la mente del religioso a pleno rendimiento; a juzgar por sus ojos entrecerrados, acababa de recordar al testigo que había presenciado su indiscreción.

– Bueno, sí…

– ¿Sí?

– Sí que acudí a su celda en una ocasión.

El hombre se había puesto en guardia. Sor Fidelma sintió incluso una compasión objetiva por él mientras el sacerdote se esforzaba en encontrar una excusa apropiada.

– Fue el primer día del debate, el día de su muerte, en cuanto acabó el prandium. Deseaba devolverle algo que se le había caído durante el viaje desde Catraeth.

– ¿De verdad? -Eadulf se rascó una oreja-. ¿Por qué no se lo habíais devuelto antes?

– Yo… acababa de darme cuenta.

– ¿Y le devolvisteis… lo que fuera que queríais devolverle?

– Se trataba de un broche -afirmó bastante convencido-, y no llegué a devolvérselo.

– ¿Por qué razón?

– Cuando fui a visitarla no se hallaba sola, estaba acompañada.

– ¿Y por qué no le dejasteis el broche?

– Deseaba hablar con ella -repuso, tras lo cual se mordió el labio y volvió a vacilar-. Así que decidí volver más tarde.

– ¿Y lo hicisteis?

– ¿Perdón?

– ¿Volvisteis más tarde?

– Me temo que fue poco después cuando la hallaron muerta.

– En ese caso, aún tenéis su broche.

– Sí.

La hermana Fidelma alargó la mano, aunque no articuló palabra alguna.

– No lo llevo encima.

– De acuerdo -sonrió Fidelma-, os acompañaremos a vuestro cubiculum, pues imagino que es allí donde se encuentra.

Athelnoth dudó un instante, tras el cual asintió con un gesto pausado.

– Guiadnos -dijo Eadulf.

Y comenzaron a caminar juntos, precedidos por los torpes andares de Athelnoth.

– ¿Qué importancia tiene esa fíbula? -preguntó haciendo gala de una gran inseguridad.

– No podremos decíroslo hasta que no la hayamos visto -fue la respuesta calmada de Fidelma-. De momento, debemos investigar todo lo que tenga alguna relación con la abadesa.

Athelnoth reveló su irritación con un ruido nasal.

– Si lo que buscáis son sospechosos, yo puedo nombraros a uno. Cuando fui a ver a la abadesa para devolverle el broche, estaba con ella aquella hermana de aspecto extraño…

Fidelma levantó una ceja burlona.

– ¿Os referís a la hermana Gwid?

– ¡Gwid! -asintió el sacerdote-. Esa muchacha picta tan resentida, que muestra un celo exagerado por cosas insignificantes. Los pictos han sido siempre enemigos de nuestra sangre: mi padre fue asesinado en las guerras pictas. Esa monja estaba siempre con la abadesa.

– ¿Y por qué no? -repuso Eadulf-. Era su secretaria.

Athelnoth hizo una mueca que parecía de sorpresa.

– No sabía que la abadesa la hubiese nombrado su secretaria. Debió de ser por compasión, imagino. La muchacha la seguía como si fuese un perrillo faldero. Se diría que estaba convencida de que Étain era la reencarnación de alguna santa ilustre.

– Sin embargo, Étain le mandó una invitación para que viniese desde Iona y fuese su secretaria -señaló sor Fidelma-. ¿Qué sentido tiene que lo hiciese por compasión?

Athelnoth se encogió de hombros y, en silencio, volvió a guiarlos a través del claustro cubierto de sombras en dirección a su cubiculum. Se trataba de una celda pequeña y funcional, como sucedía con el resto de cubicula de la abadía; sin embargo, el hecho de que le hubiesen asignado un habitáculo independiente y no una simple cama de las del dormitorium revelaba que Athelnoth era un hombre de posición en la Iglesia de Northumbria. Fidelma no lo pasó por alto, aunque guardó silencio al respecto.

El sacerdote, vacilante, quedó de pie en el umbral. Su mirada vagaba por la desnuda habitación de piedra.

– ¿Y el broche…? -incitó Fidelma.

Athelnoth meneó la cabeza en señal de asentimiento y se dirigió al perchero de madera en el que se hallaban sus vestiduras. Tras descolgar una pera, la alforja de piel en la que guardaban sus posesiones la mayoría de los hermanos cuando viajaban, introdujo en ella la mano. Hecho esto, arrugó aún más el entrecejo y se puso a buscar con más ahínco.

Transcurridos unos instantes, se dirigió a los dos hermanos con expresión desconcertada.

– No está aquí. No logro encontrarlo.

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