La hermana Fidelma se hallaba nadando en aguas cristalinas, y podía sentir sobre su cuerpo el calor de las pequeñas olas mientras se impulsaba con movimientos lánguidos. Sobre ella, del cielo zafíreo pendía el disco dorado del sol, alto y brillante, que calentaba las aguas con sus rayos. A su oído llegaba el piar de los pájaros que cantaban en el verde de los árboles que poblaban la ribera. Se sentía en paz con el mundo, satisfecha. Entonces, sintió de pronto algo que le agarraba la pierna. Pensando que se trataba de una rama que se le había enredado en el tobillo, lo agitó para zafarse. Sin embargo, cada vez se hallaba más atrapada, y sintió cómo tiraban de ella hacia abajo. La vista empezó a oscurecérsele, estaban tirando de ella hacia el fondo, lentamente, hacia abajo. Forcejeó y luchó por tomar aliento, luchó…
Se despertó empapada en sudor. Alguien tiraba de ella de forma acuciante, y ella se resistía.
Sor Athelswith, de pie ante ella, sostenía un candelero con una vela encendida. Fidelma parpadeó; le llevó unos segundos orientarse, tras los cuales levantó una mano para secarse el sudor de la cara.
– Habéis tenido pesadillas, hermana -advirtió la anciana domina en tono reprobatorio.
Sor Fidelma bostezó, y pudo ver cómo su respiración tomaba forma ante la luz vacilante. Aún estaba oscuro, y la fría atmósfera de la madrugada la hizo estremecerse.
– ¿He importunado a los demás huéspedes? -preguntó. Al darse cuenta de que la intranquila monja no podía haber entrado en su cubiculum sólo para despertarla porque estaba soñando, añadió-: ¿Qué sucede?
Se hacía difícil identificar la expresión de sor Athelswith en la penumbra.
– Debéis acompañarme de inmediato, hermana -repuso con un susurro. Su voz tensa hacía pensar que tenía algún problema en la garganta.
Con el entrecejo arrugado, Fidelma tiró de la manta y sintió el frío de la madrugada como un golpe contra su cuerpo.
– ¿Tengo tiempo de vestirme? -preguntó, mientras alcanzaba sus vestiduras.
– Será mejor que me acompañéis cuanto antes; la abadesa Hilda os está esperando, al igual que a fray Eadulf, a quien ya he mandado llamar.
La mente de Fidelma empezó a pensar lo más rápido que pudo.
– ¿Ha habido otra víctima de la peste amarilla?
– No, no ha sido precisamente la peste amarilla.
Intrigada, la hermana decidió ponerse a la carrera el hábito y el velo sobre el atuendo de noche antes de seguir a la agitada figura de sor Athelswith, que la guiaba sosteniendo la vela en alto.
Para su sorpresa, la domina no tomó el camino que llevaba a la habitación de la abadesa, sino que se dirigía en dirección al dormitorium masculino. Finalmente se detuvo ante la puerta de uno de los cubicula y, tras abrirla apartando la mirada, hizo entrar a la hermana. Nada más traspasar el umbral, Fidelma se dio cuenta de que ya había estado antes en aquella celda, en ese momento iluminada por dos velas.
La primera persona a la que vio fue el hermano Eadulf, desaliñado, con el pelo alborotado y una expresión de sorpresa adormecida en el rostro. Detrás de él se hallaba la figura adusta de la abadesa, con las manos cruzadas ante sus vestiduras y la cabeza gacha.
– ¿Qué sucede? -inquirió Fidelma al tiempo que entraba en el habitáculo.
Eadulf se limitó a cerrar la puerta con la punta de su sandalia, y señalar con un gesto su parte de detrás. Al darse la vuelta, la hermana no pudo evitar que se le abriese la boca. Allí, en la pared de al lado de la puerta, se hallaba el cuerpo de Athelnoth, colgado de las perchas destinadas a sostener su ropa y su zurrón. Por eso le había resultado familiar el cubiculum: era el de Athelnoth.
Fidelma dio un paso atrás, y entrecerró los párpados en un intento de dominar su sorpresa. Athelnoth llevaba puestas las prendas de dormir; tenía el recio cordón de su hábito enrollado alrededor del cuello, y uno de sus extremos estaba atado a una de las perchas de madera de la pared, a unos dos metros de altura. Los dedos de sus pies descalzos rozaban ligeramente el suelo, sin hacer apenas contacto con él. A su lado yacía volcado un pequeño escabel. El rostro de Athelnoth se había ennegrecido, y la lengua asomaba por su boca.
– Un suicidio, aquí en Streoneshalh. -Fue la abadesa la que rompió el silencio, en un tono horrorizado a la vez que reprobatorio.
– ¿Cuándo lo habéis descubierto? -preguntó Fidelma con voz calmada.
– Hace una media hora -repuso Eadulf-. Al parecer regresó a la abadía ya de noche. Habréis notado que la clepsidra, el reloj de agua que con tanto esmero vigila la buena domina, se halla al final del pasillo en que está situada esta celda. Sor Athelswith se dirigía a ponerlo en hora cuando oyó un ruido proveniente de aquí. Sin duda se trataba del escabel, al que el hermano debía de haber dado una patada. Oyó otros sonidos extraños, que con toda seguridad correspondían a la agonía de este pobre diablo. Llamó a la puerta para preguntar qué sucedía, y al no recibir respuesta alguna, la abrió. Entonces se encontró con el cuerpo de Athelnoth tal como lo veis ahora. Inmediatamente se dirigió a la abadesa Hilda, y la madre abadesa pensó que se nos debía informar enseguida.
La aludida confirmó el testimonio del hermano con un ligero movimiento de cabeza.
– Por lo que tengo entendido, interrogasteis a Athelnoth acerca del asesinato de la abadesa Étain. Fray Eadulf me ha asegurado que teníais la intención de hablar de nuevo con él, pues se hallaba bajo seria sospecha. El hermano afirma que Athelnoth os mintió.
La hermana Fidelma asintió con un gesto ausente, tras lo cual se volvió hacia el ahorcado. Tomó una vela de encima de la mesa y la levantó con el fin de ver el cadáver con más claridad. Sus ojos glaucos lo examinaron de cerca y luego se fijaron en el escabel de tres patas. Fidelma dio un paso adelante, lo recogió y lo colocó cerca del cuerpo, tras lo cual se subió en él con cierta precaución. Desde esa altura observó la nuca del difunto. Cuando bajó del taburete quedó pensativa durante unos instantes, con los labios comprimidos, antes de dirigirse a Hilda.
– Madre abadesa, ¿os importaría que os informásemos de lo que sabemos más tarde? Sospecho que esta muerte tiene que ver, en efecto, con el asesinato de la abadesa Étain; pero aún debemos determinar hasta qué punto están relacionados ambos sucesos.
Hilda vaciló, miró a Eadulf, frunció el entrecejo y finalmente asintió.
– Muy bien, pero debéis apresuraros a buscar una respuesta a este misterio. Hay demasiadas cosas en juego.
Sor Fidelma guardó silencio hasta que la abadesa hubo salido de la habitación. Entonces se encontró con el rostro de Eadulf, que la miraba lleno de curiosidad.
– La conclusión es obvia, hermana -se atrevió a decir-. Teníamos razón al pensar que Athelnoth asesinó a Étain como consecuencia de que la abadesa rechazase sus proposiciones licenciosas. Después de que lo interrogásemos, sabedor de que lo habíamos descubierto, no pudo soportar los remordimientos y decidió quitarse la vida.
La monja observó el cadáver con los labios fruncidos.
– Parece obvio -repuso después de un breve lapso de tiempo. Entonces dio un paso en dirección a la puerta de la celda y la abrió.
Sor Athelswith esperaba fuera.
– Decidme, hermana: ¿dónde os hallabais exactamente cuando oísteis el ruido procedente de esta celda?
La anciana domina balanceó la cabeza.
– Me encontraba al final del pasillo, comprobando el mecanismo de la clepsidra.
– Y desde que lo oísteis hasta que visteis el cuerpo, ¿perdisteis de vista en algún momento la puerta de este cubiculum?
La monja arrugó el sobrecejo mientras hacía un esfuerzo por entender la pregunta.
– Cuando oí el ruido permanecí inmóvil intentando discernir de dónde provenía. Me llevó unos momentos localizar la celda; entonces recorrí el pasillo a paso lento, y fue mientras me acercaba cuando oí el segundo ruido. Entonces llamé a la puerta y pregunté: «¿Ocurre algo?». No hubo ninguna respuesta, así que entré.
Fidelma parecía pensativa.
– Ya; así que durante todo ese tiempo pudisteis ver la puerta continuamente.
– Sí.
– Gracias. Podéis seguir con vuestras tareas si lo deseáis. Si os necesitamos, sabremos localizaros.
Sor Athelswith movió de nuevo la cabeza y desapareció. Eadulf aún se hallaba en la misma posición, con las cejas muy juntas en ademán perplejo. Fidelma lo ignoró; se situó tras la puerta cerrada y se dispuso a inspeccionar el cubiculum.
Era igual que el resto de alojamientos: una celda estrecha y diminuta, amueblada con un catre pequeño de madera; la forma de la almohada y las mantas revueltas indicaban que el religioso había estado durmiendo. También había una mesa y el escabel. La hermana recorrió la habitación con la mirada; la ventana no era más que una pequeña abertura con rejas a unos dos metros del suelo.
Mientras Eadulf la observaba con perplejidad, Fidelma se puso repentinamente de rodillas y miró bajo la cama de madera. Había allí un espacio de más o menos medio metro. La hermana extendió el brazo, cogió una de las velas y la acercó al suelo. Había polvo debajo del catre, pero no estaba intacto, y en algunas partes podían apreciarse manchas de sangre. Levantó la vista con una sonrisa triunfal.
– No es del todo negativo que el albergue de sor Athelswith adolezca de cierto desaseo. Deberíamos agradecer el hábito que tienen nuestras hermanas de no barrer bajo los lechos.
– No os entiendo -respondió Eadulf-. ¿Hay polvo? ¿Y por qué vamos a ser afortunados por eso?
Pero Fidelma se hallaba ya examinando algo más: una astilla que sobresalía de una de las patas del catre, en la que se habían quedado adheridas algunas hebras de lana ordinaria.
Se puso en pie tras soltar un suspiro.
– ¿Y bien? -inquirió Eadulf.
Fidelma le sonrió.
– ¿Qué podéis deducir de este lugar?
El hermano se encogió de hombros.
– Como ya os he dicho, es evidente que Athelnoth se ha suicidado, acosado por los remordimientos, tras saber que lo habíamos descubierto.
Fidelma sacudió la cabeza para expresar su desacuerdo.
– ¿No os parece extraño que Athelnoth no hubiese mostrado signo alguno de remordimiento cuando habló con nosotros anteayer?
– No; se trata de un sentimiento cuya gestación bien puede ser larga.
– Cierto, pero ¿tampoco os parece extraño que el hermano saliese de la abadía ayer por la mañana para no volver hasta ya entrada la noche? ¿Adónde fue? ¿Con qué intención? Luego, una vez logrado su objetivo, regresa a la abadía, lo prepara todo para acostarse y se va a la cama (pues, como habréis observado, alguien ha dormido en el catre). Antes de que amanezca se levanta, y en ese momento el remordimiento lo atenaza hasta tal punto que decide quitarse la vida. ¿Es eso lo que pensáis?
Eadulf torció el gesto en actitud defensiva.
– Reconozco que hay algo extraño en todo esto; me encantaría saber adónde fue. Pero el resto encaja perfectamente: los remordimientos son impredecibles, y pueden cambiar el destino de una persona de la manera más sorprendente.
– Pero nunca harán que una persona se golpee a sí misma en la nuca antes de ahorcarse.
El hermano la miró con ojos asombrados. Fidelma, sin alterarse, le ofreció la vela.
– Comprobadlo vos mismo.
El monje sajón se dio la vuelta y subió al taburete, que estaba donde lo había dejado la hermana. Entonces levantó la vela y pudo ver la mancha oscura que mostraba la nuca del ahorcado, y su pelo enredado a causa de la sangre.
– Esto no es ninguna prueba -afirmó con un gruñido displicente-. Mientras agonizaba pudo haberse golpeado la cabeza contra la pared.
– En ese caso, también habría sangre en el muro. ¿Dónde está?
Eadulf echó un vistazo, pero no logró encontrar ninguna mancha. Entonces se volvió perplejo hacia la hermana.
– ¿Estáis diciendo que alguien lo golpeó en la nuca y luego lo dejó en esta posición para que se asfixiase?
– Debieron de usar una estaca o algo parecido.
– ¿Estáis diciendo que lo han asesinado y lo han dispuesto todo de manera que parezca un suicidio?
– Sí, eso es precisamente lo que pienso.
– Pero ¿cómo?
– Quien cometió el crimen entró a la celda, golpeó al hermano en la cabeza y se las arregló para colgarlo de la percha mientras aún estaba inconsciente.
– ¿Y luego se fue, tan tranquilo?
– O tan tranquila -puntualizó Fidelma.
Eadulf descendió del escabel e hizo una mueca muy poco alegre.
– Habéis olvidado una cosa, hermana: aquí no hay donde esconderse, y sor Athelswith se hallaba en el pasillo cuando oyó los ruidos provocados por Athelnoth. No perdió la puerta de vista en ningún momento, y asegura que en ese tiempo no salió nadie de este cubiculum.
Fidelma respondió al tono sarcástico del hermano con un gesto de desdén.
– Por supuesto que no he olvidado ese hecho. Sor Athelswith oyó en efecto lo que sucedía en el interior de esta celda, y llamó a la puerta para preguntar qué estaba ocurriendo. Eso alertó al asesino, que recogió la estaca y se escondió en el único lugar disponible: debajo del catre. Algunas hebras del atuendo del agresor quedaron adheridas a la pata astillada del lecho, y de la estaca cayeron algunas gotas de sangre. Podéis constatarlo vos mismo. Cuando entró la hermana Athelswith en la habitación sólo se fijó, por supuesto, en el cadáver de Athelnoth. Inmediatamente después salió corriendo en busca de la abadesa Hilda, lo que permitió al asesino escapar sin ningún problema.
Eadulf sintió cómo sus mejillas se ruborizaban. A Fidelma cualquier deducción le resultaba sencilla.
– Os pido disculpas -repuso lentamente-. Pensaba que mis ojos estaban acostumbrados a desvelar enigmas como éste.
– No tiene importancia. -La hermana no pudo evitar sentir cierta culpabilidad ante la expresión desconsolada del fraile-. Lo más importante es que la verdad salga a la luz.
– ¿Podemos obtener alguna información de los restos de tejido? -preguntó Eadulf de forma apresurada.
– No demasiada, por desgracia. Pertenecen a una tela bastante común; podrían ser de cualquiera. Sin embargo, quizá podamos encontrarnos con alguien que luzca en sus vestiduras un roto o manchas de polvo que puedan ayudarnos a identificarlo.
El fraile se frotó el caballete de la nariz.
– Pero lo que aún no sabemos es qué interés podía tener el asesino en matar a Athelnoth.
– Tal vez sabía algo que podría incriminar a quien mató a Étain… o el asesino pensaba que sabía algo, y lo mató para impedir que nos lo contase. -Después de vacilar un instante, observó decidida-: Será mejor que informemos a la madre abadesa de que aún nos queda mucho que investigar de este asunto.
La abadesa Hilda los saludó con una inusitada sonrisa de satisfacción.
– El rey Oswio se alegrará de vuestra labor -afirmó al tiempo que les señalaba dos asientos situados ante las brasas de turba que ardían en la chimenea.
Sor Fidelma lanzó a Eadulf una mirada elocuente.
– ¿Nuestra labor?
– Por supuesto -siguió diciendo complacida-. Al fin se ha resuelto el misterio. Athelnoth, el muy miserable, mató a la abadesa Étain y, acosado por los remordimientos, anoche acabó por quitarse la vida. Y su móvil no era otro que el deseo carnal, por lo que no es necesario buscar implicaciones políticas o eclesiales. Eso es lo que me dijo fray Eadulf.
El hermano se puso rojo de vergüenza.
– Cuando os aseguré tal cosa, madre abadesa, había pasado por alto algún que otro hecho relevante.
Fidelma decidió dejar que el monje sajón saliese solo del aprieto en que se había metido. Las cejas de Hilda, mientras tanto, dibujaban una expresión de evidente disgusto.
– ¿Estáis diciéndome que cometisteis un error al asegurarme que el caso estaba resuelto?
Eadulf asintió con gesto apocado. La abadesa encajó la mandíbula con tanta fuerza que Fidelma se estremeció al oír los dientes entrechocar.
– Y ahora, ¿estáis cometiendo otro error? -quiso saber.
El fraile miraba desesperado a la hermana, que finalmente sintió lástima por él.
– Madre abadesa, el hermano Eadulf no conocía todos los hechos. La muerte de Athelnoth no ha sido más que otro asesinato, y la persona que lo ha cometido aún anda suelta por la abadía.
Hilda cerró los ojos, incapaz de reprimir un gemido ligero que salió de sus labios apretados.
– ¿Qué voy a decirle a Oswio? Hoy se cumplen tres días de debate, y las dos facciones empiezan a profesarse una inquina cada vez más fuerte. Ya ha habido al menos tres reyertas entre hermanos de Columba y de Roma. Fuera de la abadía, los rumores se propagan por todas partes como incendios en un bosque. Todos corremos el riesgo de abrasarnos en ellos. ¿Os dais cuenta de la importancia de este debate?
– Por supuesto, madre abadesa -repuso firmemente Fidelma-, pero no nos hará ningún bien inventar una conclusión tan alejada de la verdad.
– ¡Quieran los Cielos concederme paciencia! -espetó Hilda-. Me estoy refiriendo a una guerra civil que partiría en dos el país. -Mostraba un rostro cansado.
– Sé muy bien cuál es la situación -le aseguró Fidelma, que empezaba a compadecerse de la carga que debía de estar soportando la abadesa-. Pero la verdad debe prevalecer sobre todo eso.
– Pero ¿qué le digo a Oswio? -repitió Hilda casi implorando.
– Decidle que la investigación no ha acabado -contestó Fidelma-. En cuanto haya alguna novedad, seréis los primeros en conocerla.