Capítulo XII

Agatho era un hombre enjuto y nervudo de rostro macilento. Tenía la piel morena y no lucía un afeitado muy concienzudo. Sus ojos negros armonizaban con el azabache de su mata de pelo; sus labios, aunque delgados, tenían un rojo intenso, como si el monje hubiese resaltado su color aplicándose zumo de bayas. A Fidelma le llamó la atención sobremanera lo largo de sus pestañas, que delimitaban una mirada entornada, como los párpados de un ave de presa.

El sacerdote frunció el sobrecejo al entrar a la habitación.

– Estoy aquí en contra de mi voluntad -manifestó en la lingua franca latina.

– Haré que conste vuestra protesta, Agatho -repuso Fidelma en la misma lengua-. ¿A quién deseáis que le sea comunicada, al rey, al obispo Colmán o a la abadesa Hilda?

El religioso elevó el rostro en un gesto de desdén, dando a entender que era indigno de él responder a tal pregunta, y se limitó a sentarse.

– Queríais interrogarme, ¿no es así?

– Al parecer, sois la última persona que vio con vida a la abadesa Étain en su cubiculum -señaló Eadulf sin más preámbulos.

Agatho rió entre dientes, aunque más bien parecía apenado.

– No es cierto.

Fidelma arrugó el entrecejo

– ¿Cómo? -espetó ansiosa.

– La última persona que vio a la abadesa hubo de ser la persona que la asesinó.

Fidelma miró de hito en hito sus ojos entrecerrados, fríos y faltos de expresión. Le resultaba difícil discernir si la estaba desafiando o simplemente se burlaba de ella.

– Es cierto -dijo Eadulf-, y nuestra misión es descubrir quién es esa persona. ¿A qué hora abandonasteis su celda?

– Exactamente a las cuatro.

– ¿Exactamente?

De nuevo apareció en sus labios aquella sonrisa triste.

– Al menos, eso fue lo que pude ver en la clepsidra de la temible hermana Athelswith.

– Bien -admitió Eadulf-. ¿Para qué fuisteis a visitarla?

– Seré sincero. Yo pertenezco a la facción romana, y estaba convencido de que la abadesa Étain se hallaba en un error al haberse ofrecido para defender las heréticas convicciones de la Iglesia de Columba. Fui a verla para exponerle mi punto de vista.

Fidelma clavó en él su mirada.

– ¿Sólo para eso?

– Sí, sólo para eso.

– ¿Y cómo pensabais lograr que la abadesa cambiase de opinión tan rápidamente?

Agatho miró a su alrededor con aire cómplice y sonrió.

– Le mostré esto. -Entonces tomó su crumena, una pequeña bolsa que llevaba al cuello con una correa, y vació el contenido sobre la palma de su mano.

Eadulf se inclinó hacia delante, con el ceño arrugado.

– Parece una astilla de madera.

Agatho lo miró despectivo.

– Es el lignum Sanctae Crucis -declaró en un susurro con voz sobrecogida, al tiempo que esbozaba una genuflexión.

– ¿De verdad? ¿Un fragmento de la Cruz auténtica? -musitó Eadulf, abrumado por tan venerable objeto.

– Eso he dicho -repuso distante.

Los ojos de Fidelma brillaron, y durante unos instantes sintió que le temblaban los labios.

– ¿Y cómo esperabais, suponiendo que estéis en lo cierto, que vuestra reliquia convenciese a la abadesa para que apoyase a Roma y no a Iona? -preguntó con ademán solemne.

– Es evidente. Cuando reconociese este fragmento de la Cruz verdadera en mis manos no tardaría en darse cuenta de que yo soy el elegido, de que era Cristo quien hablaba a través de mi persona, de igual manera que hizo con Pablo de Tarso -afirmó con voz calmada y autocomplaciente.

Eadulf miró desconcertado a Fidelma, tras lo cual volvió a preguntar al sacerdote:

– ¿Que Cristo os ha elegido? ¿Qué queréis decir con eso?

Agatho hizo un gesto de desdén, como si el monje fuese estúpido.

– Yo sólo digo lo que es cierto; tened fe. Se me ordenó que fuese al bosque cercano a Witebia, y al llegar a un claro, una voz me dijo que recogiese una astilla que había en el suelo, pues era el lignum Sanctae Crucis. Luego me pidió que predicase a los que vivían engañados y confundidos. ¡Tened fe y todo nos será revelado!

– ¿Tenía fe la abadesa Étain? -preguntó Fidelma con delicadeza.

Agatho se volvió hacia ella, con los ojos aún entornados.

– No, por desgracia. Todavía se hallaba prisionera, pues no era capaz de ver la verdad.

– ¿Prisionera? -Eadulf parecía francamente confundido.

– ¿No fue el apóstol san Juan el que dijo: «La verdad os hará libres»? Étain estaba recluida; no conocía la fe. El gran san Agustín escribió que la fe es creer lo que uno no es capaz de ver, y quien goza de ella podrá, como recompensa, ver aquello en lo que cree.

– ¿Qué hicisteis cuando la madre Étain rechazó vuestros argumentos? -se apresuró a preguntar Eadulf.

Agatho se enderezó indignado.

– Me fui; ¿qué más podía hacer? No quería contaminarme con su falta de fe.

– ¿Cuánto duró vuestro encuentro?

El sacerdote se encogió de hombros.

– No más de diez minutos. Le mostré la Cruz verdadera y le dije que Cristo hablaba a través de mí y que debía abrazar el credo de Roma. Cuando empezó a tratarme como si fuera un niño, me fui, consciente de que no había esperanza alguna de que se redimiese. Eso fue todo.

Eadulf volvió a intercambiar una mirada con Fidelma, tras lo cual dedicó a Agatho una sonrisa.

– De acuerdo. No tenemos más preguntas: podéis marcharos.

El sacerdote volvió a introducir la astilla en su crumena.

– Y vosotros, ¿creéis ahora, después de ver la Cruz?

Eadulf mantuvo fija su sonrisa, tal vez demasiado fija, al tiempo que respondía:

– Por supuesto. Más adelante hablaremos con vos a ese respecto, Agatho.

Cuando el aludido abandonó la sala, Eadulf lanzó a Fidelma una mirada de preocupación.

– ¡Como una cabra! El pobre está chiflado por completo.

– Si tenemos siempre presente que todos hemos nacido chiflados -repuso Fidelma con aire flemático-, podremos hallar la explicación a muchos de los misterios del mundo.

– Pero, visto su comportamiento, no me extrañaría que Agatho hubiese asesinado a la abadesa cuando ésta se negó a aceptar su fe.

– Quizás, aunque a mí no me convence. De cualquier manera, todo esto nos lleva a una conclusión ineludible.

Eadulf la miró.

– Es evidente -observó ella sonriendo-. La hermana Athelswith no vio a todos los visitantes. Y empiezo a preguntarme si vio al que mató a Étain.

Alguien llamó suavemente a la puerta. Se trataba de sor Athelswith, que, asomando la cabeza, dijo con aprensión:

– El rey Oswio reclama vuestra inmediata presencia en los aposentos de la madre Hilda.

Sor Fidelma y el hermano Eadulf se hallaban de pie en silencio ante el rey. No había nadie más en la sala, y Oswio se apartó de la ventana desde la que había estado observando el embarcadero, tras lo cual relajó ligeramente las arrugas de preocupación que mostraba su frente.

– He mandado buscaros porque quería saber si teníais alguna noticia que comunicarme. ¿Estáis ya más cerca de descubrir al culpable?

Fidelma pudo sentir la tensión que impregnaba su voz.

– Aún no contamos con nada concreto de lo que poder informaros, Oswio de Northumbria -respondió.

El rey se mordió un labio, y sus arrugas se hicieron más profundas.

– ¿No podéis contarme nada en absoluto? -La pregunta tenía mucho de súplica.

– Nada que pueda tener alguna utilidad -repuso la hermana sin perder la calma-. Debemos proceder con toda precaución. ¿Ha ocurrido algo que os acucie y os obligue a querer que el asunto se resuelva con más rapidez de lo que deseabais en un principio?

El rey elevó sus anchos hombros en un gesto difícil de interpretar.

– Vos siempre tan perspicaz, Fidelma. Sí, cada vez aumenta más la tensión. -Oswio, vacilante, lanzó un suspiro-. La amenaza de una guerra civil se cierne sobre nuestras cabezas. Mi hijo Alhfrith está conspirando contra mi persona; incluso hay rumores de que está reclutando guerreros para expulsar por la fuerza a los religiosos irlandeses. A su vez, según se rumorea, mi hija Aelflaed está reuniendo a los seguidores de Columba con el fin de defender las abadías de sus ataques. La chispa más insignificante puede hacer que todo el reino arda en llamas. Ambos bandos acusan al opuesto de la muerte de Étain de Kildare. ¿Qué debo decirles?

La voz del rey hacía patente su desesperación, hasta tal punto que Fidelma casi sintió lástima por el monarca.

– Todavía no podemos deciros nada, majestad -insistió Eadulf.

– Pero ya habéis interrogado a todo el que la vio antes de su muerte.

Los labios de Fidelma dibujaron una sonrisa triste.

– No cabe duda de que conocéis este hecho de parte de una fuente fiable. ¿Se trata quizá de sor Athelswith?

Oswio, a todas luces incómodo, asintió con un gesto.

– ¿Acaso es un secreto?

– En absoluto, Oswio -repuso Fidelma-, pero la hermana Athelswith debería tener más cuidado al informar de nuestras actividades. De lo contrario, podrían ser conocidas por la persona equivocada. Aún hay alguien a quien no hemos interrogado.

– Fui yo quien rogó expresamente a la hermana Athelswith que me avisase cuando hubierais concluido los interrogatorios -dijo Oswio en actitud defensiva.

– Acabáis de afirmar que vuestro hijo Alhfrith está conspirando contra vos -observó Fidelma-. ¿Estáis completamente seguro?

Oswio levantó los brazos y volvió a dejarlos caer en un intento de expresar su indecisión.

– Los hijos ambiciosos no son precisamente amigos íntimos de un rey -replicó pesaroso-. ¿Qué otra ambición pueden tener sino la de convertirse en rey?

– ¿Alhfrith desea hacerse con el trono?

– Lo nombré reyezuelo de Deira con la intención de aplacar sus ambiciones, pero lo que él anhela es gobernar todo el reino de Northumbria. Yo lo sé, y él sabe que lo sé. Y aun así, nos limitamos a representar los papeles de padre e hijo sumiso. Pero tarde o temprano llegará el día en que… -Se encogió de hombros en un gesto elocuente.

– Una investigación como ésta requiere su tiempo -afirmó Fidelma en tono tranquilizador-. Son muchas las consideraciones que hemos de tener en cuenta.

Oswio la miró de hito en hito durante unos instantes, tras lo cual hizo una mueca.

– Por supuesto tenéis razón, hermana: no tengo ningún derecho a presionaros. Vos buscáis la verdad, y mi intención es evitar que mi reino se divida y acabe destruyéndose a sí mismo.

– ¿De verdad pensáis que vuestros súbditos están tan inclinados hacia uno u otro bando como para luchar entre ellos? -quiso saber Eadulf.

Oswio sacudió la cabeza.

– Lo que amenaza con romper la paz de que disfruta esta tierra no es la religión en sí, sino quienes la manipulan, y Alhfrith es muy capaz de mover a las multitudes para servirse de ellas y hacerse con el poder que tanto ansia. Cuantas más especulaciones se haga la gente acerca del asesino de Étain de Kildare, más fácil les será formular teorías absurdas capaces de exacerbar los prejuicios del vulgo.

– Todo lo que podemos deciros, Oswio, es que seréis el primero en saberlo cuando nos hallemos cerca de la solución -concluyó Fidelma.

– Muy bien, me conformaré con esa garantía. Pero no olvidéis que muchos de los rumores ya han cruzado nuestras fronteras. Es mucho lo que depende de esta asamblea y de las decisiones que en ella se tomen.


En el claustro, mientras regresaban de los aposentos de la abadesa Hilda hacia la domus hospitalis, Eadulf dijo de improviso:

– Creo que vuestras sospechas son ciertas, Fidelma: deberíamos interrogar a Taran.

Fidelma levantó las cejas al tiempo que esbozaba una sonrisa burlona.

– ¿Y sabéis cuáles son mis sospechas, Eadulf?

– Pensáis que se está fraguando una conspiración, instigada por Alhfrith de Deira, con el objeto de destronar a Oswio y usar las tensiones que puedan crearse en este sínodo para provocar una guerra civil.

– En verdad es eso lo que creo -confirmó la hermana.

– A mi parecer, estáis convencida de que Alhfrith, a través de Wulfric y quizás incluso de Taran, hizo que asesinasen a Étain de Kildare con el fin de originar dicha tensión.

– Entra dentro de lo posible, y debemos esforzarnos en descubrir si es o no cierto.

Fidelma y Eadulf pasaron a la officina de la hermana Athelswith, que habían convertido en su centro de actividades, en el momento en que el tañido de la campana anunciaba el ángelus de medianoche. Fidelma lanzó un suspiro al tiempo que Eadulf sacaba su rosario.

– Se ha hecho tarde. Será mejor que hablemos con Taran mañana -anunció la hermana-. Pero no olvidéis indagar el pasado de Athelnoth; para mí no ha dejado de ser sospechoso por el momento.

El monje asintió con un gesto mientras rezaba el Avemaría:


Ora pro nobis, sancta Dei Genetrix.

Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores.


La campana que anunciaba el ientaculum, la primera comida del día, ya había dejado de sonar y se había impartido la bendición cuando sor Fidelma se deslizó hasta el lugar que le correspondía en las largas mesas de madera que llenaban el refectorio. La hermana que ese día se encargaba de decir las oraciones pertenecía a la doctrina romana y, desde el atril situado a la cabecera de la mesa, arrugó el ceño en un gesto de desaprobación mientras Fidelma tomaba asiento.

Benedicamus Domino -saludó en tono poco amigable.

Deo gratias -respondió Fidelma junto con el resto.

Entonces la hermana entonó el Beati immaculati que precedía a la lectura, y todos empezaron a comer.

Fidelma se tapó mentalmente los oídos ante la voz áspera de la monja y comenzó a ingerir de forma mecánica los cereales y la fruta que tenía delante. De cuando en cuando levantaba la vista con la intención de estudiar a los reunidos en el refectorio, aunque no logró encontrar a Eadulf. Al que sí vio fue al hermano Taran, sentado en una mesa cercana. Los rasgos oscuros del monje picto parecían más animados, y la hermana se sorprendió al comprobar que se hallaba conversando con Seaxwulf, el joven del cabello pajizo. Éste estaba de espaldas, pero su cabeza, sus hombros estrechos y sus gestos afeminados eran inconfundibles. Llevada por la curiosidad, observó la expresión de Taran mientras éste hablaba; se mostraba muy serio, algo furioso, y parecía emplear un tono apremiante. De súbito se encontró con que sus ojos negros la estaban mirando de hito en hito. Durante un momento le sostuvo la mirada, hasta que el rostro moreno del picto se vio surcado por una sonrisa afectada al tiempo que el monje la saludaba con una inclinación de cabeza. Fidelma hizo un esfuerzo por corresponder a su saludo antes de volver a centrarse en su comida.

Cuando se disponía a abandonar el refectorio encontró por fin a Eadulf, sentado en un rincón con un grupo de clérigos sajones. Parecían inmersos en una conversación de cierto relieve, por lo que prefirió no interrumpirlos y decidió salir del monasterio para dar un paseo por la costa. Le parecía que había transcurrido una eternidad desde la última vez que había respirado la fresca brisa del mar, y el intento del día anterior había sido frustrado por Taran y su encuentro, a todas luces clandestino, con Wulfric. Tenía la sensación de haber estado años enclaustrada en la abadía, aunque sabía bien que no era así, y que se trataba simplemente de un efecto de la tensión a la que se veía sometida.

Lo que más la desconcertaba era la amistad repentina que Taran había empezado a mantener primero con Wulfric y después con Seaxwulf, y se preguntó si sería un hecho relevante y si estaría de alguna manera conectado con la muerte de Étain. Se sentía insegura; el hallarse en una tierra extraña, amén de lejana, y el estar investigando la muerte de su amiga la habían sumido en un estado de intranquilidad y angustia al que no lograba sustraerse.

Caminó a lo largo del sendero que llevaba a la entrada del puerto y se dirigió a la accidentada costa. Allí vio algunas personas diseminadas, pero nadie pareció fijarse en ella mientras paseaba con la cabeza gacha, en actitud meditabunda.

Trató de analizar los hechos de que tenía conocimiento, pero ante su sorpresa se halló pensando en el monje sajón, Eadulf. Desde que había obtenido la dignidad de dálaigh de los tribunales brehon nunca había trabajado con nadie. Siempre había actuado como único árbitro de la verdad, y en ningún momento había necesitado de una segunda opinión, y mucho menos de una proveniente de un extranjero. Con todo, lo que más la intrigaba era que en el fondo no percibía a Eadulf como un extranjero, al menos en el sentido que su gente daba a esta palabra. No dudaba en achacarlo al hecho de que él hubiese pasado tanto tiempo estudiando en Durrow y Tuaim Brecain, pero esta respuesta parecía insuficiente a la hora de dar cuenta de la insólita sensación de compañerismo que empezaba a apoderarse de ella.

El reino de Northumbria era un lugar extraño, lleno de costumbres y actitudes igual de inusitadas, alejadas por completo del proceder sencillo y ordenado de los irlandeses. De pronto cayó en la cuenta de sus cavilaciones y no pudo evitar reír para sus adentros, imaginando que, sin duda, los sajones debían de pensar que su sistema era sencillo en comparación con las leyes y costumbres de los irlandeses. A su mente acudieron los versos de la Odisea de Homero:


Por mi parte no sé que haya vista mejor para nadie, sea hombre o mujer, que la tierra que tiene por propia.


No habría ido a ese país si Étain de Kildare no se lo hubiese pedido… y Étain ahora estaba muerta. Fidelma se percató de hasta qué punto sentía aversión por esa tierra y sus gentes, tan orgullosas y altaneras; la exasperaban sus actitudes marciales y lo salvaje de las penas que imponían a los malhechores. Para ellos, el castigo parecía serlo todo, y al delincuente no se le daba oportunidad alguna de redimirse o compensar a sus víctimas. Quería volver a casa, a su hogar de Kildare. Detestaba a los sajones… Aunque Eadulf era sajón.

Sintió cómo sus pensamientos se precipitaban, y se sorprendió mascullando improperios.

Eadulf no era representativo de su especie; su naturaleza era buena. Se dio cuenta de que la atraía, de que se divertía con él y admiraba su mente analítica. Aun así, no le gustaban los sajones. Aunque, claro, tampoco le gustaban muchos de sus propios compatriotas: el orgullo y la soberbia no eran exclusivos de un solo pueblo.

Dejó escapar un profundo suspiro. Fidelma se enorgullecía de poseer una mente lógica y metódica, por lo que no podía menos de sentirse desconcertada ante el torbellino de pensamientos en completo desorden que había asaltado su mente cuando debía ocuparla en analizar el asesinato de Étain. Cada sendero que recorría su entendimiento parecía desembocar en una imagen de Eadulf. ¿Por qué precisamente de Eadulf? Quizás irrumpía en sus pensamientos por el mero hecho de que tenían que trabajar juntos. De cualquier manera, en el fondo de su conciencia Fidelma sabía que debía de existir otra razón.

Cuando volvió a la abadía no logró ver a Eadulf por ninguna parte. Se dirigió a la officina de sor Athelswith y esperó, preguntándose si debía pedir a la monja que buscase al hermano Taran para empezar sola su interrogatorio. Acababa de tomar esta determinación cuando la puerta de la officina se abrió de forma violenta y la domina irrumpió dando gritos, presa de la angustia.

– ¡Sor Fidelma! ¡Sor Fidelma!

La hermana se levantó sorprendida ante la agitación de Athelswith. Ésta parecía apesadumbrada, y el rubor de su rostro hacía pensar que había llegado corriendo.

– ¿Qué sucede, hermana?

La aludida miró fijamente a Fidelma con los ojos entornados. Su rostro empalideció hasta hacerse semejante a una nevada invernal. Hubo de tomarse su tiempo para recobrar el dominio de sí misma y ser capaz de hablar.

– Se trata de Deusdedit, el arzobispo de Canterbury: se encuentra en su cubiculum… muerto.

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