Capítulo XIII

– ¿Qué habéis dicho? -preguntó anonadada Fidelma, que no estaba segura de haberla oído bien.

– Deusdedit, el arzobispo de Canterbury, está muerto en su cubiculum. Por favor, hermana, venid enseguida.

A Fidelma le costó trabajo tragar saliva. ¿Otro crimen? Y además, el arzobispo en persona. ¿Qué locura era aquélla? Miró de hito en hito el rostro atenazado por el pánico de la hermana Athelswith y dio un paso adelante para tomarla del brazo.

– Serenaos, hermana. ¿Se lo habéis contado a alguien más?

– No, no. Mi inquietud es tanta que sólo he pensado en vos, porque… porque…

Era obvio que la anciana se hallaba confundida.

– ¿Habéis mandado buscar al médico? -la interrumpió Fidelma.

La hermana negó con la cabeza.

– El hermano Edgar, nuestro médico, se encuentra en Witebia, intentando salvar al hijo del señor del clan. No disponemos de ningún otro médico.

– En ese caso, id a buscar enseguida al hermano Eadulf. Posee algunas nociones de medicina. Después, dirigíos a la abadesa Hilda e informadla de lo que ha ocurrido. Decid a ambos que acudan de inmediato al cubiculum de Deusdedit.

Sor Athelswith asintió como un autómata y desapareció. Fidelma atravesó corriendo la domus hospitalis en dirección al aposento de Deusdedit. Sabía dónde se hallaba porque sor Athelswith se lo había indicado cuando le mostró la distribución de las habitaciones de los invitados. Se detuvo ante la puerta, que la hermana había dejado entreabierta al salir precipitadamente. La abrió y echó un vistazo al interior.

Deusdedit se hallaba en el lecho. Enseguida se dio cuenta de que nadie, fuera del arzobispo, había tocado la ropa de cama. Sus brazos se encontraban cruzados en una postura que no mostraba signo alguno de violencia, y sus ojos estaban cerrados, como si estuviese sumido en un placentero sueño. Su piel mostraba una textura semejante al pergamino y un tono amarillento. Entonces recordó que el arzobispo no tenía buen aspecto las veces que había tenido oportunidad de verlo en el sacrarium.

Hizo ademán de entrar en la habitación, pero una mano se lo impidió asiéndola con fuerza del hombro. Sobresaltada, dejó escapar una exclamación antes de volverse. Entonces se encontró con el rostro querúbico de Wighard, el secretario de Deusdedit, que le advirtió con voz sibilante:

– No entréis, hermana. Hacedlo por vuestra vida.

Fidelma lo miró desconcertada.

– ¿Qué queréis decir?

– Deusdedit ha muerto a causa de la peste amarilla.

La hermana se quedó con la boca abierta.

– ¿De la peste amarilla? ¿Cómo lo sabéis?

Wighard aspiró por la nariz y, adelantándose, cerró la puerta.

– Hace unos días que empecé a sospechar que el arzobispo había contraído la enfermedad; sus ojos amarillentos y la textura de su piel así parecían indicarlo. Se quejaba con excesiva frecuencia de que se sentía débil, le faltaba el apetito y sufría de estreñimiento. Ya he visto demasiadas víctimas este año como para no reconocer los síntomas.

Fidelma sintió un escalofrío según empezaba a darse cuenta de las consecuencias de lo que le estaba diciendo el secretario.

– ¿Cuánto hace que lo sabéis? -exigió al lúgubre religioso.

El secretario del arzobispo esbozó una mueca afligida.

– Algunos días, como ya os he dicho. Creo que me di cuenta durante el viaje.

– ¿Y aun así permitisteis que acudiera a la abadía y conviviera con los monjes -inquirió llena de indignación- sin considerar el riesgo de que contagiase a alguien? ¿No habría estado mejor en un lugar donde pudiese recibir los cuidados necesarios y seguir un tratamiento apropiado?

– Era de vital importancia que Deusdedit, como heredero del bendito Agustín de Roma, que vino a llevar a nuestro pueblo al redil romano, asistiese al sínodo -repuso Wighard con terquedad.

– ¿No os pareció un precio elevado? -espetó la hermana.

– El sínodo es más importante que el estado de salud de un hombre.

En ese momento llegó la abadesa Hilda.

– ¿Otro muerto? -preguntó a modo de saludo, mientras sus ojos iban errabundos de Fidelma a Wighard-. ¿Qué terrible noticia acaba de darme sor Athelswith?

– Sí, otro muerto; pero esta vez no se trata de un crimen -respondió Fidelma-. Al parecer, Deusdedit había contraído la peste amarilla.

Hilda la miró entre incrédula y horrorizada.

– ¡Han traído la peste amarilla a Streoneshalh! -Hilda esbozó una breve genuflexión-. Dios nos ampare. ¿Es verdad eso, Wighard?

– Ojalá no lo fuera, madre abadesa -repuso Wighard, incómodo-, pero sí, así es.

– Parece ser que nuestros hermanos de Roma juzgaban más importante contar en el sínodo con un caudillo espiritual que reparar en el riesgo de contagio -señaló Fidelma en tono cáustico-. Ahora nadie puede determinar hasta dónde se extenderá la enfermedad.

Wighard estaba abriendo la boca para contestar cuando apareció corriendo la hermana Athelswith.

– ¿Dónde está fray Eadulf? -preguntó Fidelma.

– Estará con nosotros en breve -logró articular la hermana entre jadeos-. Ha ido a recoger algunos instrumentos con los que examinar el cadáver.

– No será necesario -observó Wighard frunciendo el sobrecejo-, de verdad os lo digo.

– De cualquier manera, debemos asegurarnos de que ha sido ésa la causa de su muerte y encontrar una manera de evitar que se extienda la enfermedad -afirmó Fidelma.

Apenas había acabado de hablar cuando vieron a Eadulf que se acercaba a la carrera por el pasillo.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó lleno de congoja-. Sor Athelswith asegura que hay otro cadáver. ¿Otro degollado?

Wighard intentó explicarse, pero Fidelma se lo impidió.

– Deusdedit ha muerto -y aceleró su discurso al ver los ojos desorbitados de Eadulf-. Wighard cree que ha sido por la peste amarilla. El médico de la abadía está ausente. ¿Podríais verificar la causa de su muerte?

El hermano titubeó, y a sus ojos asomó un gesto de preocupación. Por fin apretó los labios con ademán resuelto y asintió con la cabeza, si bien no logró disimular cierta actitud displicente. Tras lo que parecieron unos segundos de preparación, abrió la puerta y desapareció en el interior del cubiculum.

Poco después volvió a salir.

– Peste amarilla -confirmó a secas-. Conozco bien los síntomas.

– ¿Cuál es vuestro consejo? -preguntó enseguida la abadesa Hilda, haciendo patente su angustia-. Hay cientos de personas en la abadía; ¿cómo podemos impedir que se extienda?

– Habría que retirar el cuerpo cuanto antes y quemarlo a la orilla del mar. Después deberíais hacer desinfectar el cubiculum, que no podrá usarse durante un tiempo, hasta que se disipe el peligro de contagio: unos cuantos días como mínimo.

Wighard se mostró ávido por ofrecer una reparación.

– Será mejor que nadie, aparte de nosotros cuatro, conozca lo sucedido: no es conveniente que cunda el pánico antes de que acabe el sínodo. Podríamos decir que Deusdedit ha sufrido un infarto, y contar la verdad una vez que los participantes en el debate hayan llegado a una conclusión. Yo me encargaré de encontrar a esclavos que realicen las labores pertinentes. Siempre es mejor que se contaminen ellos a que lo haga uno de nosotros o los hermanos.

– Eso ahora no tiene importancia -repuso Eadulf tajante-. Si alguien tenía que contagiarse, tened por seguro que ya lo ha hecho. ¿Por qué no nos pusisteis sobre aviso si sospechabais que Deusdedit sufría la enfermedad?

Wighard agachó la cabeza, pero no emitió respuesta alguna.

– Esto no es más que otro mal presagio, Wighard -observó Hilda alarmada.

– No -repuso el rollizo clérigo-. Yo no creo en los presagios. Buscaré a los esclavos para que saquen de aquí el cuerpo del arzobispo. -Dicho esto, se volvió para cumplir con su cometido.

Eadulf se dirigió a la abadesa.

– No dejéis que nadie ocupe este cubiculum hasta que se haya limpiado a fondo, como ya os he dicho. Y aseguraos de que todo aquel que haya tenido trato con el arzobispo consuma una infusión de borraja, acedera o tanaceto, y que repita este tratamiento tres veces al día durante una semana como mínimo. ¿Disponéis de estas hierbas en la abadía?

Hilda asintió; entonces Eadulf tomó a Fidelma del brazo y la condujo apresuradamente a lo largo del pasillo.

– El problema -murmuró- es que las plantas más indicadas para esta espantosa enfermedad sólo pueden encontrarse durante los meses de junio y julio o el resto del verano. Acostumbro a viajar con algunos preparados en mi alforja, y poseo una mixtura de vara de oro y linaria que, una vez disuelta en agua hirviendo y tras dejarse enfriar, constituye una bebida eficaz contra la peste amarilla. También os recomiendo que ingiráis cantidades abundantes de perejil, crudo a ser posible.

Fidelma lo miró durante un breve lapso de tiempo, y de pronto sonrió ante su evidente aprensión.

– Parecéis muy preocupado por mi salud, Eadulf.

El sajón arrugó el ceño momentáneamente.

– Por supuesto. Tenemos mucho trabajo por delante -repuso para zanjar la cuestión. Al llegar al dormitorium que compartía con otros hermanos que, como él, no gozaban de ninguna posición relevante, desapareció en su interior y volvió a salir con una pequeña alforja de cuero o pera.

El monje condujo a Fidelma hasta las cocinas, en las que al menos treinta hermanos se afanaban entre humeantes ollas para abastecer de comida a los habitantes de la abadía y a sus invitados. Fidelma arrugó la nariz ante la mezcla de hedor a carne rancia y un número indecible de olores diversos difíciles de describir. Estuvo a punto de perder el aliento cuando llegó a su olfato el tufo de col en descomposición. Eadulf pidió al cocinero de rostro adusto un cazo de hierro para calentar agua, y el coquinario se ofreció a enviarles a un ayudante. Ante su sorpresa, fue la hermana Gwid la que apareció con el recipiente.

– ¿Qué hacéis aquí, hermana Gwid? -quiso saber Fidelma.

La desgarbada picta esbozó una sonrisa triste.

– Como mis conocimientos de griego ya no son necesarios, he buscado quehacer en las cocinas hasta que decida lo que haré en adelante. Creo que cuando concluya el sínodo me uniré a cualquiera de los grupos que regresen a Dalriada y posiblemente vuelva a Iona. -Alargó el cazo a Eadulf-. ¿Necesitáis algo más?

El hermano meneó la cabeza, tras lo cual la larguirucha monja volvió a enfrascarse en su labor en el extremo más alejado de la sala.

– Pobre muchacha -observó Fidelma casi en un susurro-. Me da lástima: la muerte de Étain ha supuesto un duro golpe para ella.

– Ya tendréis tiempo más adelante de mostraros compasiva -la reprobó Eadulf-. Ahora lo que hay que hacer es tomar cualquier medida a nuestro alcance para evitar que la peste pueda extenderse. -Entonces puso el agua a hervir y preparó las hierbas bajo la mirada atenta de Fidelma.

– ¿Habláis en serio cuando os referís a las propiedades de vuestra tisana frente al posible contagio de la peste amarilla? -preguntó mientras el hermano removía las hierbas en su brebaje.

Eadulf se mostró irritado ante el comentario.

– Lo creáis o no, funciona.

La hermana esperó en silencio mientras Eadulf preparaba la pócima, la vertía en un amplio recipiente de barro y, de ahí, a dos tazas de cerámica, de las que ofreció una a Fidelma. Por último levantó la que había reservado para él a modo de silencioso brindis. Ella le correspondió con una sonrisa antes de acercarse la infusión a los labios. Tenía un sabor repugnante, y su expresión no pudo ocultar este hecho.

– Se trata de un viejo remedio -añadió Eadulf, desarmándola con una sonrisa.

La hermana le devolvió el gesto, visiblemente arrepentida, y observó:

– El sabor es lo de menos, siempre que funcione. De cualquier manera, será mejor que salgamos de aquí y demos un paseo entre las fragancias del claustro. Los olores de la cocina me están produciendo fuertes dolores de cabeza.

– De acuerdo, pero antes, llevemos a vuestro cubiculum el recipiente con la tisana.

Una vez en la celda de Fidelma, mientras depositaba el bebedizo, añadió solemne:

– Debéis beberos un vaso cada noche antes de ir a dormir. -Y cuando se encontraron de nuevo en la quietud del claustro concluyó-: Tenéis suficiente para una semana.

– ¿Todo eso lo aprendisteis en la escuela de medicina de Tuaim Brecain? -preguntó la hermana.

Eadulf inclinó la cabeza.

– Aprendí mucho en vuestro país, Fidelma. En Tuaim Brecain vi cosas que hasta entonces había juzgado imposibles: médicos que abrían el cráneo a hombres y mujeres para extirparles un tumor, y lo más sorprendente es que, tras la operación, esas personas continuaban con vida.

Fidelma hizo una mueca indiferente.

– La escuela de Tuaim Brecain goza de un gran reconocimiento en todo el mundo. Todavía se profesa una suerte de temor reverencial al ilustre Bracan Mac Findloga, que fundó el centro hace dos siglos. ¿Aspirabais a convertiros en médico?

– No. -Eadulf sacudió la cabeza-. Sólo ansiaba conocimientos, cualquier tipo de conocimientos. En mi país, yo era hijo de un gerefa hereditario, un juez de ámbito local; sin embargo, lo que buscaba era el saber. Quería saberlo todo. Intenté engullir el conocimiento como hace la abeja con el néctar, yendo de flor en flor, sin quedarme demasiado tiempo en ninguna. No me puedo considerar especialista en nada; más bien tengo algunas nociones de muchas disciplinas diferentes. Y de cuando en cuando resulta útil.

Eadulf dejó escapar esa sonrisa breve y juvenil que solía asomar en su rostro.

– Vos sois especialista en derecho, sor Fidelma. Conocéis la ley como la palma de vuestra mano.

– Pero en nuestras escuelas eclesiásticas también se nos exige una educación general antes de poder graduarnos.

– Vos sois anruth. Sé que se puede traducir por algo así como el «estadio noble», y que en la escala académica de vuestro país sólo hay un peldaño por encima; pero, ¿qué significa exactamente?

Fidelma sonrió.

– El anruth tiene una formación de al menos ocho años, a menudo nueve, y además de convertirse en un maestro de la doctrina debe tener nociones de poesía, literatura, topografía histórica y muchas cosas más.

Eadulf soltó un suspiro.

– Por desgracia, no poseemos centros docentes comparables a los vuestros. Hasta la llegada de la doctrina cristiana y la fundación de las abadías ni siquiera conocíamos la escritura y la lectura.

– Más vale tarde que nunca.

Eadulf rió entre dientes.

– Ésa es una gran verdad, Fidelma. Y es por eso por lo que yo tengo esta sed insaciable de saber.

Se detuvo, y ambos se sentaron en silencio. Sin embargo, aunque pareciera extraño (al menos en lo que concernía a Fidelma), no se trataba de un silencio incómodo, sino que más bien era un silencio amistoso, lleno de compañerismo. De pronto, acababa de identificar la sensación que había estado experimentando, pues ellos dos eran precisamente eso: compañeros de adversidades. Sonrió, feliz de haber terminado de una vez por todas con el caos en que estaba sumida su mente.

– Deberíamos retomar nuestra investigación -se atrevió a decir-. La muerte de Deusdedit no nos ha acercado precisamente a la resolución del asesinato de Étain.

Eadulf chasqueó los dedos, lo que hizo que la hermana diese un respingo.

– ¡Qué imbécil! -exclamó con un gruñido-. Me quedo aquí, enfrascado en mis propios pensamientos, cuando tenemos entre manos un caso tan apremiante.

La hermana arrugó el ceño sorprendida ante el súbito arranque de autocrítica por parte del monje, que continuó diciendo:

– Me pedisteis que buscara información acerca del hermano Athelnoth.

A Fidelma le costó unos segundos hacer retroceder su mente hasta el momento en que empezaron a sospechar del sacerdote.

– ¿Y habéis descubierto algo?

– Nos mintió.

– Eso ya lo sabíamos -observó Fidelma-. ¿Habéis descubierto algo concreto en relación con sus mentiras?

– Tal como acordamos, he hecho algunas averiguaciones entre los otros hermanos. ¿Recordáis que aseguraba haber conocido a Étain cuando fue a encontrarse con ella, por orden de Colmán, a la frontera de Rheged, desde donde tenía que escoltarla hasta Streoneshalh?

Fidelma asintió.

– Vos me referisteis que Étain había sido una princesa Eoghanacht y que entró en la orden religiosa tras la muerte de su marido.

– Sí.

– Y también que impartió clases en la abadía del piadoso Ailbe de Emly antes de convertirse en abadesa de Kildare.

Fidelma volvió a inclinar la cabeza pacientemente.

– Así como que fue nombrada abadesa…

– … hace sólo dos meses. ¿Adónde queréis ir a parar, Eadulf?

El monje sonrió con ironía; parecía satisfecho de sí mismo.

– El año pasado, Athelnoth pasó seis meses en la abadía de Emly. He dado con un fraile que fue compañero suyo. Ambos fueron juntos a Emly, y juntos volvieron a Northumbria.

Fidelma lo miró con los ojos desorbitados.

– ¿Athelnoth estudió en Emly? En tal caso, debió de haber conocido a Étain allí, y sin duda haber adquirido nociones de irlandés, a pesar de lo cual negó ambas cosas.

– Es decir, que a fin de cuentas, la hermana Gwid tenía razón -afirmó Eadulf-: Athelnoth conocía a Étain, y es evidente que la deseaba. -Su voz rezumaba autosatisfacción-. Y ante la vergüenza de sentirse rechazado por ella, la mató.

– Los hechos no nos llevan necesariamente a esa conclusión -señaló Fidelma-, pero he de reconocer que es una deducción muy plausible.

Eadulf estiró las manos.

– Bueno, yo estoy convencido de que la historia del broche era falsa. Athelnoth no dejó de mentir en todo el interrogatorio.

De súbito Fidelma hizo una mueca.

– Hay algo más que hemos pasado por alto: si Athelnoth estuvo en Emly el año pasado, debió de conocer también a Gwid, pues ella también era alumna de Étain.

Eadulf, seguro de sí mismo, dejó escapar una sonrisa afectada.

– No; ya he pensado en eso. Athelnoth estuvo en Emly antes que Gwid; se fue un mes antes de que llegase la hermana. Pregunté a Gwid cuándo asistió a dicho centro y luego lo comparé con las fechas en que había estado allí Athelnoth. Su compañero de estudios se ha mostrado muy servicial a este respecto.

Fidelma se puso en pie, incapaz de reprimir una ligera sensación de nerviosismo.

– Vamos a reclamar la presencia de Athelnoth para que nos aclare este misterio.


La hermana Athelswith asomó la cabeza por la puerta de la officina.

– No he logrado localizar al hermano Athelnoth, sor Fidelma -observó-. No se halla en la domus hospitalis ni tampoco en el sacrarium.

Fidelma, exasperada, repuso:

– Debe de estar en alguna parte, dentro de la abadía.

– Haré que lo busque alguna hermana. -Sor Athelswith se dio la vuelta y se alejó a la carrera.

– Habríamos de examinar el sacrarium personalmente -sugirió Eadulf-. Tal vez la hermana no ha mirado bien. No es difícil que se le haya escapado entre tanta gente como hay allí reunida.

– Cuando menos, tendremos la oportunidad de encontrarnos con el hermano Taran y hablar con él -convino Fidelma, al tiempo que se levantaba.

Los gritos provenientes del interior del sacrarium se podían oír a través de las puertas cerradas. Cuando entraron, pudieron comprobar que el debate se hallaba en plena ebullición. Wilfrid, de pie, descargaba furiosos golpes contra el atril de madera que tenía delante.

– ¡Yo os digo que es un disparate! ¡No es más que una invención de Cass Mac Glaiss, el porquero mayor de vuestro rey pagano, el irlandés Loegaire!

– ¡Mentís! -Cutberto también estaba en pie, rojo de ira.

Jacobo, el anciano, el James que había llegado de Roma al reino de Kent cincuenta años antes acompañando al misionero Paulino, se había levantado a su vez, con la ayuda de los que lo acompañaban. Se tambaleaba, con aire inseguro, y apoyaba encorvado ambas manos en un bastón. Al verlo de pie, se hizo el silencio entre los bancos restantes. Callaron incluso los seguidores de la doctrina de Columba. Evidentemente Jacobo era toda una autoridad, pues constituía el vínculo viviente con el piadoso Agustín, al que había enviado Gregorio Magno para predicar a los paganos de los reinos sajones.

Esperó a que la gigantesca capilla estuviese por completo sumida en el silencio para empezar a hablar con una voz aguda y rasgada:

– Os pido disculpas en nombre de mi joven amigo Wilfrid de Ripon.

Un murmullo de sorpresa se extendió entre los presentes, y el aludido levantó la cabeza, visiblemente irritado.

– Sí -prosiguió impasible el anciano-. Wilfrid se equivoca con respecto al origen de la tonsura que han adoptado irlandeses y bótanos.

Todos estaban pendientes de su discurso.

– Nuestros hermanos viven engañados; la tonsura que lucen sus cabezas es la que llevaba Simón el Mago, el samaritano que quiso comprar el poder del Espíritu Santo y recibió una merecida reprimenda por parte de san Pedro. Siendo aún joven, llegué a esta tierra acompañando a Paulino. Nuestra tonsura era la misma que coronaba la cabeza de nuestro santo padre, Gregorio Magno; la misma que llevaban Agustín y sus compañeros. Podéis imaginar cuán grande fue nuestra indignación al ver que los bótanos y nuestros hermanos de Irlanda habían adoptado un símbolo tan contrario a la fe.

»Y yo os pregunto, hermano Cutberto: si aspiráis a la eterna corona de la vida, ¿por qué os empecináis en adornar vuestra cabeza con el trasunto de una corona imperfecta que contradice por completo vuestra fe?

Cutberto dio un salto visiblemente encolerizado.

– Con vuestro permiso, venerable Jacobo, ésta es la tonsura atribuida al santo apóstol Juan, y a nadie más; y como podéis observar, guarda semejanza con una corona o un círculo.

El anciano meneó la cabeza.

– Eso si os miro de frente, hermano; pero si inclináis la cabeza o adoptáis cualquier otra posición…

Arrugando el ceño, Cutberto obedeció, lo que provocó un estallido de risas en los bancos ocupados por los seguidores de Roma.

– Mirad: una corona imperfecta, semicircular. Decurtatam eam, quam tu videre putabas, invenies coronam! * -gritó el anciano.

Cutberto se sentó de golpe, con el rostro encendido. Jacobo señaló el pequeño círculo tonsurado de su propia coronilla.

– He aquí el verdadero círculo, el símbolo de la corona de espinas que goza de la bendición de san Pedro, la piedra sobre la cual se erige nuestra Iglesia. Incluso algunas congregaciones de entre los britanos lo aceptan como tal. Los que huyeron de esta tierra para establecerse en la lejana Iberia, en las tierras de Galicia, adoptaron la corona spinea, después de que hace treinta años el Concilio de Toledo exigiese la supresión de tan bárbara costumbre entre el clero de origen britano.

Jacobo volvió a tomar asiento con una sonrisa de autosatisfacción.

Fidelma comprobó enojada cómo se hacía el silencio en el bando de Columba. No conseguía explicarse por qué nadie tomaba la palabra para exponer la profunda significación mística de la tonsura que defendían sus seguidores. Los guerreros de Irlanda y Britania consideraban que el hecho de ser privados de dicha parte del cabello era un acto sumamente deshonroso, que los hacía indignos de ser llamados siquiera hombres. En los remotos tiempos de los druidas, la tonsura (o airbacc giunnae) era muy semejante. Para las gentes de Irlanda, tenía un sentido místico muy marcado. La hermana dio un paso al frente, y estaba abriendo la boca para tomar la palabra cuando sintió la mano de Eadulf que la asía por el brazo.

Tras dar un respingo, se dio la vuelta. Eadulf señaló con la cabeza un punto situado al otro lado del sacrarium: el hermano Taran salía en ese momento por la puerta lateral. Fidelma se mordió el labio, y estaba a punto de volverse de nuevo en dirección a la sala del debate cuando se levantó otro hermano y comenzó a protestar en voz alta. Entonces, viendo que sería imposible atravesar el sacrarium para seguir a Taran, decidió que lo mejor era salir por la misma puerta que habían usado para entrar y tratar de interceptarlo.

Indicó a Eadulf que la siguiera, pero cuando rodearon por fin los muros del sacrarium Taran se había esfumado.

– No debe de andar lejos -aseguró Eadulf, perceptiblemente molesto.

– Probemos en aquella dirección. -La hermana señaló el camino del monasteriolum.

Atravesaron corriendo el claustro hasta desembocar en el patio que precedía al edificio dedicado al estudio.

– ¡Esperad! -susurró Fidelma de improviso, al tiempo que sujetaba a Eadulf y lo ocultaba entre las sombras.

En el centro del patio podían verse las figuras de Wulfric y el hermano Seaxwulf, como si esperasen a Taran, que caminaba presuroso hacia ellos.

Seaxwulf dijo algo e inmediatamente se dio la vuelta para dirigirse al monasteriolum. Fidelma reparó por primera vez en la extraña forma de andar del hermano, con la espalda curvada, en una postura que a todas luces lo mortificaba. Entonces recordó lo que les había contado la madre Abbe acerca del castigo que había infligido el abad Wilfrid a su secretario por ladrón. No pudo evitar sentir un escalofrío al imaginar las heridas que le debía de haber causado la flagelación a la que lo habían sometido.

Wulfric y el picto observaron al hermano sajón hasta verlo desaparecer por la puerta del monasteriolum. Entonces Taran metió la mano dentro de su hábito para sacar un objeto que dio a Wulfric. Éste lo miró y lo introdujo dentro de su túnica, tras lo cual dijo algo en voz baja y rió entre dientes. Después se volvió para dirigirse a paso rápido hacia la puerta lateral.

El hermano Taran lo contempló durante unos instantes con las manos apoyadas en las caderas. Luego dio media vuelta sin ninguna prisa y cruzó de nuevo el patio, en dirección al lugar en que se hallaban Fidelma y Eadulf.

En ese momento, la hermana salió de las sombras, arrastrando consigo al sajón. Al verlos, Taran se sobresaltó, e inmediatamente miró hacia atrás por encima del hombro, sin duda para comprobar que Wulfric había desaparecido. Como no vio rastro alguno de su presencia, se volvió hacia ellos y los saludó con una sonrisa confiada.

– Hace un día excelente, ¿verdad, sor Fidelma? ¿No es así, fray Eadulf? He oído que estáis llevando a cabo una investigación. De hecho, todos en la abadía hablan de ella; se ha convertido en un debate tan polémico como el propio sínodo.

La monja prefirió no responder a su intento de mostrarse amigable.

– Estábamos dando un paseo; necesitábamos alejarnos de la monotonía sombría de nuestras celdas. Como bien habéis dicho, hace un día espléndido, y nos alegramos de haberos encontrado.

– ¿Ah, sí? ¿Me estabais buscando? -preguntó el picto, poniéndose de pronto en guardia.

– Vos visitasteis el cubiculum de Étain el día de su muerte, ¿no es cierto?

El rostro de Taran mostró una fugaz sombra de sorpresa.

– Bueno…, sí -admitió-. ¿Por qué lo queréis saber? -Sonrió-. Ah, claro, ¡qué estúpido! Sí, fui a verla, pero eso fue a primera hora de la mañana.

– ¿Para qué? -inquirió Eadulf.

– Se trata de algo personal.

– ¿Personal? -La voz de Fidelma era áspera y cortante.

– Conozco… Conocía a la abadesa Étain, y pensé que debía hacerle saber que me hallaba en Streoneshalh, así como desearle suerte para el debate.

– ¿Cuándo la conocisteis? -preguntó la hermana-. No me dijisteis nada durante el viaje desde Iona.

– Vos no me lo preguntasteis -repuso Taran con aplomo-. Ya sabéis que recibí parte de mi formación en Irlanda. Estudié filosofía en Emly, y durante un tiempo tuve como profesora a la entonces hermana Étain.

– Así que también vos estudiasteis en Emly. -Fidelma levantó las cejas-. Como centro de erudición tiene fama merecida…, y al parecer todo el mundo ha estudiado en él. ¿Conocisteis allí a la hermana Gwid?

Taran parpadeó, y cuando se recobró de su asombro sacudió la cabeza.

– No, ni siquiera tenía noticia de que hubiese estudiado en Emly. ¿Por qué no me dijo nada?

– Tal vez porque no se lo preguntasteis -no pudo evitar responder Fidelma.

– ¿Conocisteis a Athelnoth en Emly? -inquirió Eadulf.

– A él sí que lo conocí. Yo estaba acabando mis estudios cuando llegó, y coincidimos allí durante un mes aproximadamente. Pero ¿habéis dicho que la hermana Gwid también estudió en Emly?

– Sólo durante un tiempo -respondió Fidelma-. Después de abandonar el centro, ¿habíais vuelto a ver a Étain?

– No, pero siempre he sentido un gran respeto por ella. Como profesora era excelente, y cuando me enteré de que se hallaba aquí no dudé en buscarla. Ni siquiera sabía que la habían nombrado abadesa de Kildare. Por eso no se me pasó por la cabeza que pudiese tener alguna relación con vos, sor Fidelma.

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis con ella el día de su muerte? -preguntó Eadulf.

Taran apretó los labios mientras meditaba.

– No mucho, creo. Convinimos en vernos algo más tarde, pues se hallaba muy atareada preparando su discurso de apertura para el debate y no tenía tiempo para hablar.

– Ya -dijo Fidelma, tras lo cual esbozó una sonrisa-. Bueno, ya os hemos entretenido bastante.

Taran dedicó a cada uno una inclinación de cabeza y se marchó. Cuando había dado algunos pasos, la hermana lo llamó en un tono de voz suave:

– Por cierto, ¿habéis visto a Wulfric últimamente?

Taran viró en redondo, con las cejas muy juntas. Por un instante, Fidelma creyó adivinar una sombra de pánico en su expresión. Sin embargo, el fraile volvió a transformar al punto sus rasgos en una máscara que fruncía el ceño fingiendo no haber entendido.

– ¿Recordáis al repugnante jefe de clan con que nos topamos de camino a esta abadía, el mismo que alardeaba de haber enviado a la horca al monje de Lindisfarne?

El picto entornó los ojos, como si intentase discernir qué quería decir Fidelma. La hermana, por su parte, lo miraba de hito en hito, sin borrar la sonrisa de su rostro.

– Me… me parece que lo he visto por aquí.

– Es uno de los hombres de Alhfrith, si no me equivoco -añadió Eadulf, fingiendo que lo ayudaba a identificar a Wulfric.

– ¿De veras? -Taran intentaba parecer tan sólo remotamente interesado-. No, no lo he visto últimamente.

Sor Fidelma se dispuso a dar la vuelta para dirigirse al monasteriolum.

– Es un hombre malvado, pérfido, alguien con quien les recomiendo que se anden con mucho ojo -exclamó por encima del hombro mientras se alejaba.

Eadulf la siguió apretando el paso, sabedor de que Taran aún estaba parado, con la boca algo abierta y las cejas todavía juntas, observando inquieto cómo se alejaban.

– ¿Creéis que ha sido una buena idea ponerlo sobre aviso? -susurró el sajón, a pesar de que el otro ya no podía oírlos.

Fidelma soltó un suspiro, y cargándose de paciencia, contestó:

– No nos dirá la verdad; pero podemos hacerle pensar que sabemos más de lo que en realidad sabemos. A veces este método logra alarmar a la gente y empujarla a actuar con menos prudencia. Mientras tanto, veamos qué está tramando Seaxwulf.

Lo encontraron en la biblioteca, absorto en la lectura de un libro. En cuanto entraron, levantó la vista aturullado.

– ¿Cultivando vuestra mente, hermano? -inquirió fray Eadulf con sorna.

El aludido cerró de golpe el libro y se puso en pie. Daba muestras de indecisión, como si quisiese decir algo pero le avergonzase hacerlo. Al final se impuso su curiosidad.

– Quisiera saber algo sobre Irlanda, sor Fidelma: ¿es costumbre allí que los amantes se intercambien regalos? -preguntó de pronto.

Fidelma y Eadulf se miraron sorprendidos.

– Por lo que yo tengo entendido, ésa es la costumbre -repuso la hermana con aire serio-. ¿Tenéis en mente a alguien que pueda ser el destinatario de tal regalo?

El monje, con el rostro ruborizado, murmuró algo y al punto salió apresuradamente de la sombría sala de la biblioteca. Fidelma, con ademán inquisitivo, se inclinó sobre el escritorio y abrió el libro que había estado leyendo Seaxwulf. Sus labios dibujaron una sonrisa.

– Poesía amatoria griega. Me pregunto en qué andará metido el joven Seaxwulf.

Eadulf se aclaró la garganta en actitud más bien hosca.

– Creo que es hora de que vayamos a buscar a Athelnoth.

Fidelma volvió a dejar el libro en su lugar al tiempo que el bibliothecae praefectus, inquieto, se acercaba a ellos para recuperar el volumen.

– Quizá tengáis razón, Eadulf -concluyó ella.

Sin embargo, les fue imposible encontrar a Athelnoth dentro de la abadía. Eadulf preguntó al portero si había visto salir al hermano. El interpelado se mostró al momento muy comunicativo. Le informó de que, en efecto, el religioso había abandonado la abadía poco después de que la campana anunciase el ángelus de la mañana, aunque tenía previsto regresar esa misma noche. En tono de complicidad, añadió que Athelnoth había tomado un caballo del establo real, y nadie había protestado por su desaparición.

Para cuando sonó la campana que anunciaba la cena, la comida más importante del día, Athelnoth aún no había regresado. Fidelma llegó a la conclusión de que tendrían que esperar a la mañana siguiente para interrogarlo, si es que el monje cumplía su promesa de volver a la abadía.

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