Sor Fidelma se detuvo ante la puerta del aposento de la abadesa Hilda, miró a fray Eadulf e hizo un mohín.
– ¿Estáis nerviosa, hermana? -preguntó preocupado el fraile.
– ¿Quién puede no estarlo en estas circunstancias? -repuso en voz baja-. Nos enfrentamos a alguien muy astuto y poderoso, y las pruebas de que dispongo son sólo circunstanciales. Como ya os he dicho, el asesino sólo tiene un punto débil que debo aprovechar para que acabe por delatarse. Si eso falla… -se encogió de hombros-, el asesino puede escaparse de nuestras manos con toda facilidad.
– Yo estoy aquí para ayudaros.
Las palabras de Eadulf no se correspondían con ningún deseo de alardear; más bien constituían una afirmación sencilla y reconfortante. La hermana lo miró por unos instantes con una franca sonrisa de afecto y alargó una mano para tocar la suya. Eadulf puso la que le quedaba libre sobre la de la hermana mientras le sostenía la mirada. Entonces Fidelma bajó la vista antes de llamar con decisión a la puerta.
Todos se hallaban allí, tal como había solicitado: la abadesa Hilda, el obispo Colmán, el rey Oswio, la madre Abbe, sor Athelswith, el sacerdote Agatho, la hermana Gwid y Wighard, el secretario del fallecido arzobispo de Canterbury. El soberano, malhumorado, se arrellanaba en el asiento situado ante la chimenea que solía ocupar Colmán. El obispo, a su vez, se hallaba en la silla de la abadesa, tras el escritorio. Los demás asistentes se encontraban de pie, distribuidos por toda la sala.
Todos dirigieron sus miradas inquisitivas a Fidelma y Eadulf cuando éstos entraron en la estancia. La hermana saludó al rey con una inclinación de cabeza y se volvió hacia Hilda.
– Con vuestro permiso, madre abadesa.
– Empezad cuanto antes, hermana. Estamos deseando escucharos, y no me cabe ninguna duda de que sentiremos un gran alivio cuando todo esto haya acabado.
– Muy bien. -Fidelma tosió con aire nervioso, buscó una mirada de ánimo en Eadulf y comenzó a hablar.
– Lo que ha guiado desde el principio nuestra investigación acerca de la muerte de Étain ha sido el convencimiento, compartido por muchos, de que su asesinato responde a motivos políticos.
Colmán hizo una mueca irritada.
– Esa es una conclusión lógica.
Fidelma siguió hablando sin inmutarse.
– Todos habéis asumido que Étain, en cuanto principal abogada de la Iglesia de Columba, fue asesinada por alguien que quería callar su voz. Dabais por hecho que la facción romana la tenía como su enemigo más implacable, ¿no es así?
Entre los que seguían las normas de Iona se dejó oír un murmullo de asentimiento, pero Wighard se limitó a menear la cabeza.
– Es una insinuación injuriosa.
Fidelma clavó una mirada glacial en el cenobita de Kent.
– Pero sin duda se trataba de un error fácil de cometer dadas las circunstancias -se defendió.
– ¿Admitís, por tanto, que se trataba de un error? -repuso Wighard con entusiasmo recurriendo a las palabras de la hermana.
– Sí. La abadesa fue asesinada por un motivo que nada tenía que ver con sus creencias religiosas.
Colmán entornó los ojos.
– ¿Estáis diciendo que el asesino fue Athelnoth, después de todo? En ese caso, ¿es cierto que le hizo proposiciones indecentes, que ella no aceptó, y que por eso le quitó la vida, y que al saber que lo habían descubierto se suicidó arrepentido?
Fidelma esbozó una leve sonrisa.
– Su ilustrísima va demasiado rápido.
– Ése era el rumor que rondaba la abadía, y que, sospecho, tuvo su origen en la facción romana. -La voz del obispo denotaba su ira.
Agatho, el sacerdote de ojos oscuros, que hasta entonces había estado callado, rompió su silencio repentinamente, y empezó a cantar con voz estridente:
Los rumores se extienden enseguida; no existe mal que corra tan aprisa.
Entonces dejó caer la cabeza y calló tan bruscamente como había empezado.
Todas las miradas se posaron en él atónitas. Fidelma parpadeó en dirección a Eadulf, a modo de advertencia. Faltaba poco. Se acercaba el momento en que tendría que echar toda la carne en el asador. Se irguió y, sin hacer caso de la interrupción de Agatho, retomó el hilo de su razonamiento.
– Su ilustrísima, el obispo de Lindisfarne, acierta en cuanto al motivo, pero yerra en lo que respecta a la persona.
Colmán resopló indignado.
– ¿Un crimen pasional? ¡Bah! Yo siempre he mantenido que hombres y mujeres deberían vivir separados. Está escrito en el Libro de Job: «Con mis ojos hice el pacto de no fijarme en doncella». Habríamos de prohibir estas casas dobles, como hizo el piadoso Finnian de Glonard, quien se negó a fijarse en mujer alguna.
La madre Abbe estaba roja de indignación.
– Si por vos fuera, Colmán de Lindisfarne, pasaríamos la vida sufriendo. ¡Sin duda aplaudís la actitud de Enda, que una vez hechos sus votos, rehusaba hablar incluso con su propia hermana, Faenche, si no los separaba una cortina!
– Es preferible una vida de sufrimiento que una de depravación y hedonismo -repuso acalorado el obispo.
El rostro de Abbe se encendió aún más, y la abadesa se exaltó tanto que parecía estar a punto de ahogarse. Abría la boca para hablar, pero le faltaban las palabras. Fidelma interrumpió la discusión con tono severo.
– Hermanos, parece que estamos olvidando el propósito de nuestra reunión hoy aquí.
Oswio, que había exhibido una sonrisa amarga durante la riña de los dos religiosos, se mostró de acuerdo.
– Sí, Fidelma de Kildare -terció-. Esto empieza a parecerse a la asamblea del sacrarium. Decidnos, si sabéis, por qué hemos tenido que asistir a la muerte de vuestra abadesa, a la muerte del arzobispo de Canterbury, a la de Athelnoth, a la de Seaxwulf e incluso a la de mi propio primogénito, Alhfrith. La muerte recorre Streoneshalh como si fuera una plaga. ¿Es que ha caído alguna maldición sobre esta abadía?
– En este asunto nada tienen que ver las maldiciones. Y vos mismo conocéis la razón de la muerte de Alhfrith, Oswio. Soy consciente de que mientras una parte de vos llora la pérdida de un hijo, la otra se alegra de haber escapado a las garras de una conspiración de traidores -respondió ella-. Y sólo Dios puede responder de la muerte de Deusdedit, arzobispo de Canterbury. Pero las muertes de Étain, Athelnoth y Seaxwulf son obra de una sola mano que nada tuvo que ver en las otras.
El silencio se apoderó de la estancia mientras los asistentes aguardaban expectantes. Fidelma los miró uno a uno, y todos le devolvieron la mirada con aire desafiante.
– Hablad pues; decidnos a quién pertenece esa mano.
Fidelma se volvió hacia Oswio, que había hablado con voz severa.
– Lo diré, a su tiempo, y sólo si no hay más interrupciones.
Agatho levantó la cabeza y sonrió, al tiempo que elevaba la mano para trazar en el aire la señal de la cruz.
– Amén. ¡La verdad saldrá a la luz, Deo volente!
La abadesa Hilda se mordió el labio.
– ¿Tenéis algún inconveniente en que sor Athelswith acompañe al hermano Agatho a su cubiculum, sor Fidelma? Al parecer, no se encuentra bien tras la presión de estas últimas semanas.
– ¿Que no me encuentro bien? ¡Cuando un hombre no se encuentra bien, su propia bondad está enferma! -gritó el aludido con una sonrisa repentina-. Aunque el sueño del enfermo tiene ojos penetrantes.
Fidelma vaciló un instante para después sacudir la cabeza.
– Es mejor que Agatho escuche lo que tengo que decir.
Hilda respiró hondo para mostrar su desaprobación. Tras un momento, Fidelma continuó.
– Étain me comunicó que tenía intención de abandonar el cargo de abadesa de Kildare tan pronto como volviese a Irlanda una vez concluido este sínodo. Era una mujer de excelentes dotes, como todos sabéis, puesto que la invitasteis a que asistiera al debate como principal portavoz de la Iglesia de Colmcille, al que aquí llamáis Columba. Aunque no hubiese pertenecido a la familia de Brígida, habría logrado una posición elevada por méritos propios. Contrajo matrimonio siendo muy joven, pero quedó viuda y, siguiendo la tradición familiar, se hizo religiosa.
«Gracias a su asombrosa erudición, acabó siendo elegida para el puesto de abadesa de Kildare, la abadía fundada por Brígida, su ilustre familiar, hija de Dubhtach.
– Todos conocemos la reputación y autoridad de que gozaba Étain -interrumpió Hilda con aire impaciente.
Fidelma la fulminó con la mirada, tras lo cual se volvió a hacer el silencio.
– Yo acababa de llegar a Streoneshalh -siguió diciendo tras unos instantes- cuando tuve la oportunidad de verla y hablar con ella. Me confió que había conocido a un hombre al que amaba y con quien quería compartir su vida, por lo que tenía decidido renunciar a su abadiato, para así poder ir a vivir con él a una de esas casas dobles en las que hombres y mujeres se dedican, junto con su descendencia, a la obra de Dios.
»En un primer momento cometí la estupidez y la equivocación de dar por hecho que el hombre al que amaba la abadesa se hallaba en Irlanda.
– Lo cual no es más que una suposición muy natural -terció Eadulf, hablando por vez primera-, pues, como ya sabréis, Étain nunca había salido de los límites de Irlanda.
Fidelma dedicó al fraile una mirada de agradecimiento.
– Fray Eadulf me conforta intentando justificar mis errores -observó casi en un murmullo-, pero lo cierto es que no deberíamos dar nada por sentado. De hecho, la abadesa se había enamorado de un sajón, y su amor era correspondido por él.
En ese momento logró captar la atención de todos los presentes.
– Étain había conocido al hermano Athelnoth en la abadía de Emly, donde fue profesora de filosofía hasta el año pasado.
– Athelnoth pasó seis meses en dicha abadía, en el reino irlandés de Munster -aclaró Eadulf.
Colmán asintió con la cabeza.
– Cierto. Ésa fue precisamente la razón por la que lo elegí para que fuese a Catraeth en su busca y la escoltase hasta Streoneshalh: porque conocía a Étain.
– En efecto, la conocía -convino Fidelma-, aunque lo negó tras el asesinato de la abadesa. ¿Por qué razón? ¿Sólo porque era un acérrimo defensor de la doctrina romana y temía salir perjudicado si se le asociaba con Étain? Lo dudo.
– Por supuesto, muchos de los seguidores de Roma recibieron su educación en Irlanda -señaló Oswio-. Aquí tenemos incluso hermanos irlandeses, como Tuda, que pertenecen a la facción romana. Desde luego, ésa no es ninguna razón para negar tener amigos entre los adeptos de Columba.
– Athelnoth negó conocerla porque era él el hombre con el que Étain iba a contraer matrimonio -afirmó la hermana pausadamente.
Abbe dio un bufido para hacer notar su indignación, y añadió:
– ¿Cómo pudo Étain pensar siquiera en mantener una relación con un hombre así?
Fidelma le respondió con una sonrisa:
– Vos, que predicáis que el amor es el don más grande que dio Dios a la humanidad, deberíais ser capaz de contestar vuestra propia pregunta, abadesa de Coldingham.
La aludida levantó la barbilla. A sus mejillas asomó un ligero rubor.
– Ahora me doy cuenta -continuó diciendo Fidelma-, cuando rememoro la conversación que mantuve con Étain, de que me dio todas las claves para resolver un asesinato, el suyo, que aún no había sucedido. Me dijo que se había enamorado de un extraño, y di por sentado que se trataba de un extraño en el sentido amplio de alguien a quien no hacía mucho que había conocido, en lugar de imaginar que se refería a un extranjero. Me dijo que ya habían intercambiado los obsequios matrimoniales, y debí haber recordado antes que en el clan Eoghanacht es costumbre que dichos regalos sean broches. Más tarde, Eadulf halló la fíbula de Étain en un sacculus que Athelnoth llevaba pegado al cuerpo.
El fraile asintió con entusiasmo.
– Y luego encontramos la de Athelnoth en el cadáver de Seaxwulf -añadió-. En ambos cadáveres hallamos sendos trozos de vitela que recogían poemas de amor extraídos de un libro de poesía griega.
Oswio se mostró desconcertado.
– ¿Estáis diciendo que el culpable fue Seaxwulf?
Fidelma sacudió la cabeza.
– No. El broche que tenía Athelnoth era una pieza de artesanía irlandesa. No cabe duda de que se trataba de la ofrenda matrimonial de la abadesa Étain. Por su parte, el que encontramos con el cadáver de Seaxwulf era de factura sajona: era la fíbula con la que Athelnoth había correspondido a su prometida. El asesino la cogió del cuerpo de la abadesa junto con el poema que más tarde encontraríamos en el sacculus de Seaxwulf.
»Este último lo halló después de que hubiese sido robado, y pretendía enseñármelo cuando lo asesinaron. Todo indica que pensaba revelarme el nombre del asesino, pero el asesino descubrió que se había hecho con la prueba que lo incriminaría y lo mató antes de que pudiera hablar. Yo llegué a la cita con Seaxwulf cuando el asesino aún no había tenido tiempo para recuperar la fíbula y el trozo de vitela con el poema acusador.
– ¿Acusador? -preguntó Hilda-. Pero ¿a quién acusaba?
Eadulf empezaba a ponerse nervioso. Hasta ese momento, la persona que Fidelma le había señalado como sospechosa parecía tener nervios de acero. En su expresión, tranquila pero vigilante, no había ningún signo de temor.
– Aclaremos este asunto -intervino Wighard con expresión severa-. ¿Estáis diciendo que Étain fue asesinada por alguien que la amaba y sentía celos? Sin embargo, según vos, éste no fue Athelnoth, su prometido. ¿Él fue asesinado por la misma persona que mató a la abadesa y que posteriormente hizo lo mismo con Seaxwulf? ¿Por qué?
Eadulf pensó que debía colaborar.
– Athelnoth fue asesinado no sólo por ser el hombre al que amaba Étain, sino también porque podía extender un dedo acusador en la dirección acertada. Seaxwulf descubrió la identidad del criminal cuando encontró la fíbula y el poema en su sacculus. Los sustrajo sin saber qué implicaban, y cuando lo supo buscó a Fidelma para contárselo. Por eso también lo mataron.
Oswio suspiró exasperado.
– Esto ya se ha complicado demasiado. Es hora de que nos digáis quién es el amante celoso de Étain. ¿Quién es ese hombre?
Sor Fidelma esbozó una sonrisa melancólica.
– ¿Quién ha dicho que se trate de un hombre?
Se volvió lentamente hacia el lugar en el que se encontraba Gwid, en silencio, con el rostro macilento, la expresión glacial y los dientes apretados. Sus ojos negros devolvieron a Fidelma una mirada cargada de odio.
– Hermana Gwid, ¿os importaría explicar cómo os habéis hecho en el hábito ese desgarrón que habéis intentado zurcir? ¿Es quizá de cuando os escondisteis bajo el lecho de Athelnoth para evitar que os viese sor Athelswith?
Antes de que nadie pudiese darse cuenta de lo que hacía, Gwid sacó un cuchillo de entre sus ropajes y se lo lanzó con todas sus fuerzas. Todo pareció suceder de forma ralentizada. La reacción inesperada de la picta sorprendió tanto a Fidelma que quedó petrificada. Pudo oír un ronco grito de alarma e inmediatamente después quedó sin aliento a causa del peso de un cuerpo que la golpeó y dio con ella en el suelo.
Entonces se oyó un chillido estridente. La fuerza de la caída hizo que se estremeciera de dolor al caer al pavimento de piedra, donde se encontró abrazada por un jadeante Eadulf, que se había lanzado hacia ella para apartarla de la trayectoria del letal cuchillo. La hermana levantó la cabeza en un intento de localizar el origen del chillido.
Era Agatho, que se hallaba de pie detrás de ella. El arma de Gwid se había ido a clavar en su hombro, y la túnica del religioso empezaba a teñirse de sangre. Incrédulo, permaneció unos instantes mirando la empuñadura, y entonces rompió a sollozar y a dar gemidos.
Gwid corrió hacia la puerta, pero el ciclópeo rey Oswio llegó antes que ella e intentó reducirla. La hermana era fuerte, hasta tal punto que logró apartar al soberano. Estaba hecha una furia, así que Oswio se vio forzado a sacar la espada para mantenerla a raya, al mismo tiempo que llamaba a sus guardias. Hicieron falta dos de ellos para arrastrarla fuera de la cámara. La hermana no dejaba de gritar mientras se la llevaban, siguiendo las órdenes del rey, para encerrarla en una celda bajo estrecha vigilancia.
El rey examinó con aire compungido los rasguños que había dejado en sus antebrazos el forcejeo con Gwid. Luego dirigió la mirada hacia el lugar donde Eadulf ayudaba a Fidelma a ponerse en pie.
– Esto bien merece una explicación, hermana -declaró, para añadir inmediatamente, en tono más amable-: ¿Estáis herida?
Eadulf, solícito y algo mimoso, le había procurado una copa de vino, que ella rechazó.
– Es Agatho el que está herido.
Se volvieron hacia donde se hallaba el hermano. Junto a él, sor Athelswith hacía lo posible por restañarle la herida. Agatho se reía, a pesar del puñal que aún tenía clavado en el hombro y de la sangre que empapaba sus vestiduras, y canturreaba con su voz estridente:
– ¿Quién, si no los dioses, puede vivir para siempre indolente?
– Lo llevaré a fray Edgar, nuestro médico -se ofreció la domina.
– Sí. -Fidelma subrayó su conformidad con una sonrisa-. El hermano Edgar no tendrá dificultades para tratar la herida provocada por el cuchillo, pero me temo que no podrá hacer gran cosa por la mente de este desdichado -Dicho esto, se volvió hacia los otros mientras la anciana acompañaba a Agatho, y observó con un mohín:
– Había olvidado lo veloz y fuerte que puede llegar a ser la hermana Gwid. -Su voz tenía algo de disculpa-. No esperaba ni por asomo que reaccionase con tanta violencia.
La madre Abbe la miró malhumorada.
– ¿De verdad estáis diciendo que la hermana ha cometido por sí sola todos estos horribles crímenes?
– En efecto, y ella misma acaba de ofrecernos la prueba definitiva de su culpabilidad.
– De eso no cabe duda -convino la abadesa Hilda, cuyo rostro reflejaba aún el estado de conmoción en que la había sumido aquel desenlace-. Sin embargo, ¡una mujer… con tanta fuerza…!
Fidelma sonrió a Eadulf diciendo:
– Ahora sí que beberé vuestro vino.
El fraile, aún preocupado, le tendió la copa, que ella le devolvió tras apurarla.
– Sabía que Gwid adoraba a Étain, y que incluso se acicalaba cuando estaba con ella, pero cometí un grave error al suponer que buscaba su amistad sólo porque sentía hacia ella un gran respeto y admiración. Nos volvemos muy sabios cuando ya todo ha sucedido. La hermana asistió en Emly a las clases de Étain, y con el tiempo la profesora se convirtió en el objeto de la admiración de la alumna, una muchacha desdichada y solitaria que, dicho sea de paso, había vivido cinco años en este reino en calidad de esclava, pues, siendo aún una niña, la habían hecho prisionera y arrebatado de la tierra de sus padres.
»A1 parecer, Gwid sintió un gran pesar cuando Étain dejó Emly para aceptar el abadiato de Kildare. No pudo acompañarla, porque aún había de permanecer un mes más en la abadía. Cuando por fin tuvo la oportunidad de seguirla, se enteró de que Étain tenía pensado dirigirse a Northumbria a fin de participar en el debate, y decidió emprender el viaje de Irlanda a Iona. Allí, en Iona, fue donde yo conocí a Gwid, que afirmó ser la secretaria de Étain para así poder viajar con nosotros hasta Streoneshalh.
«Durante todo este tiempo he tenido ante mis ojos indicios de lo que estaba sucediendo. Cuando me encontré aquí con Étain se mostró vacilante a la hora de reconocer que Gwid era su secretaria. De hecho, como aseguró mas tarde Athelnoth, Gwid no la había seguido a instancias de la abadesa, sino por iniciativa propia. El sacerdote estaba convencido de que Étain ofreció a Gwid dicho cargo después de haber llegado a Streoneshalh, y sólo por compasión. Por supuesto, no nos dijo por qué estaba tan seguro, ya que se habría visto obligado a revelar su relación con Étain.
»Sin embargo, Seaxwulf, el secretario de Wilfrid, nos proporcionó la confirmación de este hecho cuando aseguró que Gwid no gozaba en realidad de la confianza de Étain. Ni siquiera estaba al corriente de las negociaciones que la abadesa mantenía en secreto con Wilfrid. Al conocer la existencia de dichas reuniones quedamos tan horrorizados que pasamos por alto ese punto, fundamental en la investigación.
Fidelma hizo una pausa, se sirvió otra copa de vino y bebió con gesto meditabundo.
– Gwid profesaba a Étain una adulación fuera de lo normal, una pasión que la abadesa nunca podría corresponder. Y ésta me lo comunicó, pero yo no fui capaz de verlo. Me dijo que Gwid, toda una erudita de la lengua griega, pasaba más tiempo rindiendo culto a la poesía de Safo que interpretando los Evangelios. Debí, puesto que conozco dicha lengua, haber supuesto cuál era el sentido último de este comentario.
Oswio interrumpió.
– Yo no sé griego. ¿Quién es Safo?
– Una poetisa de la antigua Grecia -intervino Eadulf.
– Una poetisa lírica nacida en Eresos, en la isla de Lesbos. Reunió a su alrededor a un grupo de mujeres y muchachas, y sus poemas reflejan la intensidad apasionada de su amor hacia ellas, así como del que ellas le profesaban. El poeta Anacreonte sostiene que se trataba de amor sexual, pues se debe a Safo que el nombre de la isla, Lesbos, haya dado origen al término que denota la homosexualidad femenina.
La abadesa Hilda se mostró incómoda.
– ¿Estáis diciendo que la hermana Gwid profesaba a Étain una… un… un amor anormal?
– Sí, y se trataba de una pasión desesperada. En prueba de su amor, envió a la abadesa copias de dos poemas de Safo. Étain dio uno de ellos a su propio amado, Athelnoth. Imagino que lo hizo con la intención de ponerlo al corriente de lo que sucedía, pues él nos habló de hasta qué punto la admiraba Gwid. El otro lo guardó ella misma.
»Poco antes de que se inaugurara el sínodo, Étain le comunicó a Gwid que no podía corresponder a su amor, que estaba enamorada de Athelnoth y que, cuando el debate acabase, pensaba ir a vivir con él en una casa doble.
– Entonces Gwid montó en cólera -terció Eadulf-. Todos habéis podido ver con qué facilidad ha perdido los estribos. Sin duda es una mujer de gran fuerza, más fuerte, de hecho, que muchos de nosotros, os lo garantizo. Atacó a Étain, que era una mujer de complexión más bien ligera, y la degolló. Luego se hizo con la fíbula que Athelnoth le había regalado como ofrenda matrimonial e intentó recuperar los dos poemas que le había dado ella a la abadesa. Sin embargo, sólo logró encontrar uno, pues el otro ya se hallaba en poder del sacerdote.
– Recuerdo que el primer día del debate llegó tarde al sacrarium -añadió Fidelma-. Había estado corriendo, y apareció colorada y sin aliento. Venía de matar a Étain.
– Mientras la abadesa fue célibe, Gwid se conformó con ser su esclava complaciente. Era feliz sólo con estar a su lado. Sin embargo, cuando le dijo que estaba enamorada de Athelnoth… -Eadulf se encogió de hombros.
– No hay rabia tan poderosa como la que provoca un amor desdeñado -comentó Fidelma-. Gwid es una joven de gran fuerza, y a la vez posee una gran inteligencia y astucia. Por eso decidió hacer que todas las sospechas recayeran en Athelnoth. Entonces cayó en la cuenta de que Étain debía de haberle dado a él el otro poema, y la cólera volvió a apoderarse de ella al pensar en que la abadesa había traicionado su amor y la había puesto en ridículo delante de un simple hombre. De hecho, llegó a decirme que estaba convencida de que Étain había encontrado en su asesino la absolución de lo que Gwid consideraba un pecado. No lo dijo de forma tan directa, pero de cualquier manera, debería haberlo interpretado correctamente en su momento.
Oswio estaba atónito.
– Así que también se sintió obligada a matar a Athelnoth.
Fidelma asintió.
– Tenía fuerza suficiente para, después de dejarlo inconsciente con un golpe, colgarlo de la percha de su cubiculum y estrangularlo para hacer que pareciera un suicidio.
– Sin embargo -volvió a interrumpir el fraile-, sor Athelswith oyó ruidos en la celda y llamó a la puerta. Gwid tuvo el tiempo justo para esconderse bajo el lecho antes de que la abriera. La domina vio a Athelnoth y corrió a avisar de su muerte. Gwid se halló ante un dilema, pues apenas tenía tiempo para buscar el broche y la vitela que contenía el segundo poema.
– Pero ¿cómo llegaron a manos de Seaxwulf la fíbula y el poema? Me refiero a la otra fíbula y el otro poema. -Era la voz de Wighard-. Habéis dicho que Gwid los cogió del cadáver de Étain.
Sor Athelswith regresó a la cámara y, con un gesto, invitó a Fidelma a continuar.
– Fray Seaxwulf padecía un grave problema: tenía la mente de una urraca. Se sentía atraído por los objetos preciosos, y ya había recibido una reprimenda, con su correspondiente castigo, por intentar robar en el dormitorium de los hermanos. Wilfrid ordenó que lo azotasen con una vara de abedul. A pesar de ello, Seaxwulf debió de registrar poco después las posesiones de las cenobitas. Sabía distinguir las joyas de gran valor, y descubrió la fíbula de Étain entre los efectos personales de Gwid. Estaba envuelta en una vitela que contenía un poema amoroso en griego. Se llevó ambos objetos, pues el poema lo había intrigado. Lo buscó en la biblioteca y descubrió que era obra de Safo. Incluso me preguntó a mí acerca de la costumbre irlandesa de que los amantes se intercambiaran obsequios. No descubrí adónde quería llegar hasta que fue demasiado tarde. Es evidente que había empezado a sospechar de Gwid, y tras enterarse del asesinato de Athelnoth vino en mi busca. Me encontró en el refectorio, rodeada de hermanas. Para que sólo yo pudiera entenderlo, se dirigió a mí en griego, pero olvidó que Gwid, que estaba sentada a una distancia desde la que podía oírlo perfectamente, conocía esa lengua mejor que él. Cometió un error fatal, pues la hermana supo que debía evitar que hablase conmigo.
»Gwid lo siguió, le golpeó la cabeza y luego lo ahogó en el barril de vino. Yo llegué antes de que pudiese deshacerse del cadáver, pero cuando lo descubrí, la impresión me hizo resbalar del escabel que había usado para inspeccionar el interior del barril, y la caída me hizo perder el conocimiento. Mi grito alertó a fray Eadulf y a sor Athelswith, que acudieron enseguida a la apotheca, y entre los dos me llevaron a mi celda. Eso le dio a Gwid el tiempo que necesitaba para retirar el cadáver y arrastrarlo a través del pasadizo del defectorum situado al borde de los acantilados. Allí se deshizo de él, no sin antes haberlo registrado, por supuesto.
– En tal caso, ¿cómo es que no encontró el broche y el poema? -quiso saber la abadesa Hilda-. Tuvo tiempo suficiente de hacerlo mientras lo arrastraba desde el tonel hasta el acantilado.
Fidelma sonrió con ironía.
– Seaxwulf seguía la moda más reciente. Llevaba un sacculus cosido al hábito, y allí guardaba tanto el poema como la fíbula. La desdichada no debía de conocer la existencia de dicho adminículo. Pero tampoco le preocupaba, pues había hecho desaparecer el cuerpo del fraile y cualquier objeto que éste llevase encima, o al menos eso creía ella. Ni siquiera cayó en la cuenta de que la marea lo devolvería a tierra firme en unas seis o doce horas.
– Decís que la hermana Gwid se las arregló para arrastrar el cuerpo de Seaxwulf a lo largo de todo el pasillo y lanzarlo al mar. ¿Realmente tiene tanta fuerza? -preguntó Hilda-. Y además, ¿cómo podía conocer la existencia del defectorum sin pertenecer a esta abadía? Está reservado a los miembros masculinos del monasterio, y por lo general sólo se informa de su localización a los invitados de dicho sexo.
– Sor Athelswith me dijo que para salvaguardar el recato de los frailes, se les da esta información también a las hermanas que trabajan en la cocina, de manera que no puedan entrar allí por error. Tras la muerte de Étain, Gwid empezó a trabajar en la cocina con el fin de ocupar su tiempo.
La anciana domina se ruborizó.
– Es cierto -confesó-. La hermana me preguntó si podía dedicarse a dicha labor el tiempo que durase su estancia aquí. Yo accedí, pues sentía lástima por la muchacha. La domina de las cocinas debió de informarle, como es natural, de la situación del defectorum masculino.
– Al principio nos dejamos confundir por las intrigas políticas de vuestro hijo Alhfrith -reconoció Eadulf-, y dimos por hecho que él, o tal vez Taran o Wulfric, debían de tener alguna relación con los crímenes.
Sor Fidelma extendió las manos en un gesto concluyente.
– Pero ya todo está resuelto.
Eadulf sonrió con aire lúgubre.
– Una mujer despechada es como un río en cuya corriente se interpone un tronco de manera que lo vuelve agitado y sucio, violento y lleno de turbulencias. Así era Gwid.
Colmán suspiró.
– Publicio Siro decía que la mujer sabe odiar y amar, pero no conoce término medio.
Abbe profirió una carcajada desdeñosa.
– Siro, como la mayoría de los hombres, no era más que un estúpido.
Oswio se puso en pie.
– Bueno, ha sido precisamente una mujer la que ha dado con la pista de esta desalmada -declaró. Después añadió con una mueca-: Aun así, si la hermana no hubiese mostrado tener un temperamento tan inestable, no habríais tenido otra cosa que pruebas circunstanciales. Es verdad que todo encajaba a la perfección, pero ¿habríais sido capaz de demostrar su culpabilidad si Gwid lo hubiese negado todo?
Fidelma le sonrió.
– Eso ya nunca lo sabremos, Oswio de Northumbria, pero yo diría que sí. ¿Sabéis algo acerca del arte de la caligrafía?
Oswio negó con la cabeza.
– Yo he tenido la oportunidad de estudiar dicha arte con Sinlán de Kildare -prosiguió la religiosa-. Es fácil, para alguien experto, distinguir los rasgos propios de un copista en su escritura, en la forma de hacer cada una de las letras, en los refinados trazos de las iniciales o en la cursiva. En mi opinión, es evidente que fue Gwid quien copió ambos poemas.
– En tal caso, Fidelma de Kildare, debemos estaros agradecidos -dijo Colmán con aire solemne-. Nuestra deuda con vos es inmensa.
– Fray Eadulf y yo hemos llevado a cabo esta investigación como si fuésemos una sola persona -repuso la hermana con cierta torpeza-. Ha sido un trabajo en equipo.
Regaló al fraile una sonrisa, que éste devolvió antes de encogerse de hombros y manifestar:
– Sor Fidelma peca de modesta. Yo no he hecho gran cosa.
– Lo suficiente para que todo pueda ser comunicado a la asamblea antes de que me pronuncie esta misma mañana -repuso el rey con gran decisión-. Lo suficiente para suavizar mis palabras, con las que trataré de disipar la desconfianza que anida en las mentes de nuestros hermanos.
Hizo una pausa, tras la cual dejó escapar una risotada triste.
– Siento que se me ha quitado un gran peso de encima, pues el asesinato de la abadesa Étain de Kildare no se cometió en nombre de Roma ni de Columba, sino en el de la lujuria, que es el más mezquino de los móviles.