Capítulo XI

Fidelma levantó una ceja incrédula al tiempo que devolvía la mirada a Athelnoth.

– Entonces, ¿dejasteis el broche en vuestra bolsa?

– Sí, ayer por la tarde.

– ¿Quién podría haberlo cogido?

– No tengo ni idea; nadie sabía que estaba en mi poder.

Eadulf estaba a punto de hacer un comentario intencionado, pero Fidelma se lo impidió.

– Muy bien, Athelnoth; buscadlo con detenimiento y avisadnos en cuanto lo encontréis.

Cuando salieron de la celda del sacerdote, Eadulf la miró con gesto de asombro.

– Sin duda no os lo habéis creído.

La hermana se encogió de hombros.

– ¿Creéis vos que ha dicho la verdad?

– ¡No, por Dios bendito! ¡Claro que no!

– Entonces, al parecer, la hermana Gwid estaba en lo cierto: Athelnoth visitó a Étain por alguna razón que nada tenía que ver con un broche.

– Sí, claro. No hay duda de que Athelnoth miente.

– Pero ¿demuestra eso que fue él quien mató a Étain?

– No -admitió Eadulf-, pero nos ofrece un móvil perfecto para un crimen, ¿no es así?

– Es cierto, pero hay algo que no acaba de encajar. Estaba convencida de que se estaba inventando lo del broche hasta que aseguró que aún lo conservaba en su cubiculum. Si estaba mintiendo, él mismo nos estaba ofreciendo la oportunidad de desenmascararlo.

– Se hallaba bajo presión, y no tenía más remedio que inventar una excusa rápida. Seguramente fue lo primero que se le ocurrió, y no cayó en la cuenta de que se trataba de una historia nada consistente.

– Sí, es una buena teoría. De cualquier manera, podemos permitirnos dejar que se las componga solo durante un rato. ¿Conocéis a algún miembro del clero sajón que pueda darnos referencias acerca del sacerdote? Por ejemplo, alguno de los que lo acompañó cuando fue a encontrarse con Étain a la frontera de Rheged. Me gustaría recabar más información sobre su persona.

– Buena idea. Aprovecharé la comida de la tarde para hacer algunas preguntas. Mientras tanto, ¿por qué no interrogamos al monje Seaxwulf?

Fidelma hizo un gesto de asentimiento.

– ¿Por qué no? Él y Agatho se encuentran entre los últimos que vieron con vida a la abadesa. Volvamos a la officina de la hermana Athelswith; ella se encargará de avisar a Seaxwulf.

Cuando se dirigían hacia los aposentos de los invitados llegó a sus oídos el ruido de un griterío lejano. Eadulf, perplejo, apretó los labios.

– ¿Otro problema?

– No lo sé, pero sin duda no lo averiguaremos si nos quedamos aquí -observó Fidelma, y casi al mismo tiempo empezó a caminar hacia el lugar de donde provenía el ruido.

En uno de los ventanales que se abrían en los muros de la abadía encontraron a un grupo de hermanos asomados para ver lo que sucedía abajo. Eadulf se abrió paso hasta una ventana e hizo sitio también para Fidelma. A la hermana le llevó un breve lapso de tiempo darse cuenta de lo que estaba pasando. Alrededor de lo que parecía un hatajo de harapos tendido en el suelo se había congregado una multitud de gente furiosa, que vociferaba y le lanzaba piedras, si bien mantenían curiosamente una buena distancia entre aquella cosa y ellos. Cuando Fidelma creyó ver un leve movimiento de los harapos se dio cuenta horrorizada de que aquello era una persona. Aquel corrillo de gente estaba lapidando a un hombre.

– ¿Qué ocurre? -quiso saber.

Eadulf preguntó a uno de los hermanos, que contestó preso del pánico:

– Es una víctima de la peste amarilla, la plaga que está destrozando esta región, diezmando la población de hombres, mujeres y niños de cualquier raza, sexo y posición. Ese desdichado ha debido de vagar hasta aquí en busca de ayuda, y se ha acercado en exceso al mercado que los comerciantes han levantado bajo los muros de la abadía.

La hermana Fidelma observaba el espectáculo aterrorizada.

– ¿Queréis decir que están lapidando a una persona enferma y moribunda? ¿Y nadie va a poner fin a esta atrocidad?

Eadulf, avergonzado, se mordió un labio.

– ¿Seríais vos capaz de enfrentaros a esa turba histérica? -Señaló al lugar donde la multitud seguía gritando al bulto andrajoso, que había dejado de moverse-. En cualquier caso, ya es demasiado tarde.

La hermana apretó los labios: la falta de movimiento de los harapos confirmaba la observación de Eadulf.

– Cuando se aseguren de que ha muerto, no tardarán en dispersarse, y entonces alguien arrastrará el cuerpo lo más lejos posible para quemarlo. Ya han muerto demasiados a causa de esta plaga como para que podamos razonar con esos patanes.

Por lo que sabía Fidelma, la peste amarilla era una forma extrema de ictericia, que había asolado Europa durante varios años y estaba devastando desde hacía un tiempo Britania e Irlanda. A este último reino, donde era conocida como buidhe chonaill, había llegado hacía ocho años, anunciada según los eruditos por un eclipse total de sol. Atacaba sobre todo durante la época más calurosa del verano y ya había eliminado a más de la mitad de la población de Irlanda. Entre sus víctimas se hallaban dos reyes supremos, los reyezuelos del Ulster y Munster y un gran número de personas de posición. También habían sucumbido a sus embates miembros de la alta jerarquía eclesiástica, como Fechin de Fobhar, Ronan, Aileran el Sabio, Cronan, Manchan y Ultan de Clonard. Habían muerto tantos progenitores dejando a sus descendientes en manos del hambre que Ultan y Ardbraccan habían decidido fundar un orfelinato donde alimentar y criar a esas jóvenes víctimas de la peste.

Fidelma conocía muy bien los horrores de esa plaga.

– ¿Qué son vuestros campesinos sajones?, ¿animales? -Sorbió en un gesto de desprecio-. ¿Cómo pueden tratar así a un semejante? Y lo que es peor: ¿Cómo pueden unos hermanos de Cristo limitarse a observar un suceso como éste con la misma actitud con la que asistirían a un insignificante espectáculo de feria?

Indiferentes, los hermanos que abarrotaban las ventanas para contemplar la tragedia habían empezado a dispersarse y se disponían a regresar a sus respectivas tareas. Parecían ignorar la abierta crítica de la hermana; al menos, ninguno daba muestras de haberla entendido.

– Nuestras costumbres son diferentes de las vuestras -observó Eadulf cargado de paciencia-. Puedo afirmarlo porque he visto los santuarios que habéis erigido en Irlanda para los enfermos y los desvalidos. Quizás algún día nosotros acabemos aprendiendo de ellos; sin embargo, os halláis en un país en el que la gente teme la enfermedad y la muerte. La peste amarilla está considerada un mal enorme, que arrasa todo lo que encuentra, y el pueblo tiende a destruir aquello de lo que tiene miedo. Yo he visto a hombres que sacaban a sus propias madres a la fría intemperie porque mostraban síntomas de la enfermedad.

Fidelma estaba a punto de contestarle, pero enseguida se dio cuenta de que no tenía ningún sentido; el hermano tenía razón: las costumbres de los northumbrios eran diferentes de las de su propio pueblo.

– Vayamos a buscar a Seaxwulf -concluyó apartándose de la ventana.

Debajo, el griterío se hacía menos perceptible. La muchedumbre empezaba a dejar caer sus piedras y volvía al regocijo del mercado que se extendía al pie de los muros de la abadía. El hatajo de harapos permanecía acurrucado, inmóvil sobre el charco de barro en el que había caído tras la primera tanda de pedradas.


Cuando Seaxwulf entró a la habitación, Fidelma reconoció en él al joven monje de pelo pajizo que acompañaba a Wilfrid en el sacrarium. Se trataba de un muchacho de tez suave, incapaz de contener una risita nerviosa cada vez que le dirigían una pregunta sin ambages. Sus ojos eran celestes, y tenía la curiosa costumbre de pestañear en todo momento y hablar con un ceceo sibilante en un tono de voz atiplado. Todo esto hacía que Fidelma hubiera de recordarse constantemente que hablaba con un hombre y no con una doncella presumida. Era como si la naturaleza le hubiese gastado una broma pesada confiriéndole una extraña indecisión sexual. No parecía fácil adivinar su edad, aunque la hermana dio por hecho que estaba iniciando la veintena, a pesar de que apenas había señales de que por el vello aterciopelado de sus mejillas hubiese pasado nunca una cuchilla de afeitar.

Fue el hermano Eadulf el encargado de interrogarlo en sajón mientras Fidelma se esforzaba por seguir la conversación gracias a sus aún insuficientes pero cada día más amplios conocimientos de la lengua.

– Vos visitasteis a la abadesa Étain el día de su muerte -afirmó contundente.

Seaxwulf soltó una leve risita antes de posar una mano esbelta sobre sus delgados labios. Por encima de ésta, sus ojos claros los miraron con un ademán casi coqueto.

– ¿Ah, sí? -Su voz tenía un tono extrañamente sensual.

Eadulf resopló disgustado.

– ¿Con qué intención acudisteis a su celda?

El interpelado volvió a pestañear y a emitir una risita nerviosa.

– Es un secreto.

– Ya no -lo contradijo Eadulf-. Contamos con la venia de vuestro rey, de vuestro obispo y de la abadesa de esta casa para abrirnos paso hacia la verdad. Tenéis la obligación de informarnos -añadió con voz clara e incisiva.

Seaxwulf parpadeó e hizo un fingido mohín de disgusto.

– ¡Está bien! -Su voz se había vuelto semejante a la de un niño malhumorado-. Fui allí a instancias de Wilfrid de Ripon. Como sabéis, soy su secretario y su hombre de confianza.

– ¿Y cuáles eran vuestras intenciones? -insistió Eadulf.

El joven se detuvo y arrugó el entrecejo, en actitud algo enfurruñada.

– Eso se lo deberíais preguntar al abad Wilfrid.

– Sin embargo, os lo pregunto a vos -espetó Eadulf-. Y espero una respuesta inmediata.

Seaxwulf adelantó el labio inferior. La hermana Fidelma tuvo que fijar la vista en el suelo con el fin de ocultar su regocijo ante los gestos de aquel curioso monje.

– Fui a negociar con la abadesa de parte de Wilfrid.

En ese momento les interrumpió Fidelma, que no estaba segura de haber oído bien.

– ¿A negociar? -preguntó vehemente.

– Sí. En virtud de su condición de principales abogados de Roma y Columba, Wilfrid y la abadesa Étain tenían la firme intención de ponerse de acuerdo en determinados aspectos antes del inicio de la asamblea.

Fidelma abrió bien los ojos.

– ¿Que la abadesa Étain mantenía negociaciones con Wilfrid de Ripon? -preguntó a través de Eadulf.

Seaxwulf encogió sus estrechos hombros.

– Puede ahorrarse mucho tiempo y energía si se llega a un acuerdo antes del debate.

– ¿Estáis afirmando entonces que se pretendía pactar los puntos en los que existía alguna disensión antes de discutirlos en público?

De nuevo tuvo Eadulf que traducir la pregunta a la lengua sajona y la respuesta a la irlandesa. Seaxwulf levantó las cejas dando a entender que sobraba cualquier explicación.

– Por supuesto.

– ¿Y la abadesa se prestaba a tales convenios? -Fidelma no podía evitar asombrarse ante la idea de que se estuviesen llevando a cabo negociaciones al margen del debate público. No parecía honrado que los dos bandos enfrentados tomasen decisiones previas sin tratarlas ante el sínodo.

El joven monje se encogió de hombros lánguidamente.

– Yo he estado en Roma, y allí es frecuente este procedimiento. ¿Qué sentido tiene perder el tiempo riñendo en público cuando podéis lograr vuestro propósito mediante un convenio privado?

– ¿Y hasta qué punto habían llegado dichos acuerdos? -inquirió Fidelma a través de Eadulf.

– No muy lejos -repuso el hermano en tono confidencial-. Habíamos llegado a un consenso en lo referente a la tonsura. Como ya sabéis, Roma considera que la de vuestra Iglesia de Columba es de carácter bárbaro. Nosotros nos hemos decidido por la elegida por san Pedro, que afeitó su cabeza en conmemoración de la corona de espinas de Cristo. La abadesa Étain estaba considerando aceptar que la Iglesia de Columba se equivocaba con respecto a la naturaleza de su tonsura.

Fidelma tragó saliva con dificultad.

– Pero eso es imposible -murmuró.

Seaxwulf sonrió, complacido por su reacción.

– Por supuesto que no. La abadesa estaba dispuesta a ceder en ese punto a cambio de una concesión por nuestra parte en lo referente a la manera de impartir la bendición. Para esto, los seguidores de Roma extendemos el pulgar y los dedos índice y medio para representar la Trinidad, mientras que los que pertenecéis a la Iglesia de Columba empleáis los dedos índice, anular y meñique. Wilfrid debía acceder a considerar válidas ambas formas.

Fidelma frunció los labios en un intento por disimular su sorpresa.

– ¿Cuánto tiempo habían durado estas negociaciones?

– ¡Oh! Desde el mismo momento en que la abadesa Étain llegó a este monasterio. Dos o tres días; no podría decíroslo con exactitud. -El monje bajó la vista y la dirigió con disgusto hacia sus manos extendidas, como si observase por primera vez sus uñas y desaprobase su manicura.

Fidelma lanzó una mirada a Eadulf.

– Creo que acabamos de topar con un factor que no conocíamos y que puede alterar nuestra visión de este asunto -afirmó de forma pausada y en irlandés, consciente de que Seaxwulf ignoraba dicha lengua.

Eadulf puso mala cara.

– ¿En qué sentido?

– ¿Cómo creéis que reaccionarían muchos de los hermanos si supiesen que se estaban llevando a cabo tales negociaciones entre bastidores sin contar con su aprobación y sin que ellos tuviesen siquiera conocimiento de su existencia? De haber sabido que una de las facciones estaba dispuesta a ceder en determinado punto a cambio de otra concesión por parte del bando opuesto, ¿no se habría encarnizado aún más el enfrentamiento entre los hermanos? En tal caso, no es descabellado pensar que alguien pudiera haberse sentido tan encolerizado como para intentar poner fin a las negociaciones.

– Es cierto…, aunque saberlo no nos sirve de mucho.

– ¿Por qué no?

– Porque quiere decir que aún nos quedan cientos de sospechosos, tanto de la facción de Columba como de la romana.

– En ese caso, tendremos que dar con la manera de reducir el número.

Eadulf asintió con un ligero movimiento de cabeza, tras lo cual se volvió al joven monje rubio.

– ¿Quién tenía conocimiento de vuestras negociaciones con la abadesa?

Seaxwulf volvió a hacer un mohín semejante al de un niño que desea mantener intrigados a sus interlocutores.

– Se llevaron a cabo en secreto.

– ¿Nadie más sabía de su existencia, a excepción de vos y Wilfrid de Ripon?

– Y la abadesa Étain.

– ¿Y qué me decís de Gwid, su secretaria? -terció Fidelma por mediación de Eadulf.

Seaxwulf dejó escapar una risita desdeñosa.

– ¿Gwid? La abadesa no la consideraba precisamente digna de confianza. De hecho me confió que no compartía con ella información alguna sobre estos asuntos reservados, y menos aún sobre sus conversaciones con Wilfrid de Ripon.

Fidelma ocultó su asombro.

– ¿Qué os hace afirmar que la hermana Gwid no era digna de su confianza?

– Si lo hubiese sido, sin duda habría tomado parte en las negociaciones. La única vez que las vi juntas se estaban gritando, aunque no tengo ni idea de lo que se decían, ya que hablaban en vuestra lengua de Irlanda.

– En tal caso -dijo Eadulf-, ¿no había nadie más al tanto de dichas conversaciones?

Seaxwulf hizo una mueca torpe.

– No lo creo. Aunque… Al salir del cubiculum de Étain me crucé con la madre Abbe, que ocupaba la cámara contigua. Me dirigió una mirada recelosa. Yo no dije nada y me fui a ocuparme de mis asuntos. La vi introducirse en el habitáculo de Étain, y pude oír cómo discutían a voces. Ignoro si había adivinado el propósito de mi visita o no, aunque sospecho que estaba al corriente de que Étain y Wilfrid se hallaban envueltos en tales negociaciones.

Fidelma decidió insistir en este punto.

– Así que Abbe discutió con Étain cuando vos salisteis de su habitáculo.

– Eso parece; lo único que puedo aseguraros es que las oí gritar.

– ¿Y volvisteis a ver a la abadesa Étain?

Seaxwulf sacudió la cabeza.

– Fui a informar a Wilfrid de que la abadesa estaba dispuesta a reconocer la autoridad de san Pedro con respecto a la tonsura. Después ambos fuimos convocados a la asamblea, así que nos dirigimos al sacrarium. Poco después nos enteramos del asesinato de la abadesa.

Fidelma exhaló un suspiro prolongado. Por último miró a Seaxwulf y añadió con un gesto:

– Muy bien; podéis marcharos.

Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, Eadulf se volvió hacia la hermana, con los ojos castaños brillantes por la emoción.

– ¡La madre Abbe! ¡La hermana del mismísimo Oswio! Una visita al cubiculum de Étain que escapó al ojo avizor de sor Athelswith. Lo cual es muy comprensible, pues su habitación se hallaba al lado de la de aquélla.

Sor Fidelma no parecía muy satisfecha.

– Tendremos que hablar con ella. Está claro que tenía un móvil. Abbe es una seguidora poderosa de la orden de Columba. Si sospechaba que Étain estaba haciendo concesiones sin el consentimiento previo de los seguidores de su Iglesia, podía tener una razón para enfurecerse, y este sentimiento puede llegar a desembocar en un crimen.

Eadulf asintió con entusiasmo.

– Entonces, quizá sea cierta nuestra sospecha inicial de que el asesinato estuvo motivado por la cólera que ha desatado el debate, con la salvedad de que el asesino pertenecía a su propia doctrina y no a la facción romana.

Los rasgos de Fidelma reflejaron su disgusto.

– Nuestra misión no es la de absolver o condenar a la facción romana, sino la de descubrir la verdad.

– Y eso es precisamente lo que yo persigo -se apresuró a contestar Eadulf-; pero Abbe parece una sospechosa bastante probable…

– Por el momento, la palabra de Seaxwulf es el único indicio del que disponemos con respecto a su presencia en la celda de Étain después de que él se hubiera marchado. Y no olvidéis que, según la hermana Athelswith, fue el sacerdote Agatho quien visitó a la abadesa tras Seaxwulf. De ser esto cierto, Étain aún vivía cuando Abbe salió de su habitáculo.

La campana empezó a anunciar el inicio de la cena, la principal comida del día. Eadulf se mostró cariacontecido.

– Me había olvidado de Agatho -murmuró con aire contrito.

– Yo no -declaró la hermana con firmeza-. Hablaremos con Abbe después de la comida vespertina.


En realidad Fidelma no tenía hambre. Su mente estaba demasiado atareada, así que no había comido otra cosa que fruta y un trozo de paximatium, el pan elaborado con masa medio levantada, e inmediatamente se había retirado a su cubiculum en busca de unos momentos de descanso. La mayor parte de los hermanos se hallaba en el refectorio, por lo que la domus hospitalis se había convertido en un lugar tranquilo que invitaba a la reflexión. Reunió mentalmente la información de que disponía para intentar ponerla en orden y buscarle algún sentido. Con todo, no lograba dar con una explicación. Su maestro, el brehon Morann de Tara, siempre había inculcado a sus discípulos la idea de que antes de tratar de hallar una solución era necesario conocer todas las pruebas. No obstante, a Fidelma le era difícil controlar el sentimiento de impaciencia que se había apoderado de ella.

Acabó por levantarse del catre, y decidió dar un paseo por los acantilados con la esperanza de que el aire fresco del atardecer despejase su mente. Abandonó la domus hospitalis y cruzó el patio que llevaba al monasteriolum, la parte de la abadía destinada al estudio y la enseñanza de los hermanos. Alguien había pintado en la pared: DOCENDO DISCIMUS. Fidelma sonrió. Era cierto: se aprende enseñando.

Dentro del monasteriolum se hallaba la bibliotheca de la abadía, lugar que Fidelma ya había visitado para entregar el volumen enviado como regalo por el abad Cumméne de Iona. La biblioteca contaba con un fondo impresionante, pues Hilda había puesto todo su empeño en ampliarla y reunir en ella tantos libros como le era posible, con la firme intención de difundir la alfabetización entre su pueblo.

El sol se hallaba casi oculto tras las colinas y hacía que las sombras se extendiesen entre los edificios como largos dedos oscuros. La noche no tardaría en envolver todo el conjunto. Quedaba tiempo suficiente, sin embargo, para dar un paseo y regresar a la officina de la hermana Athelswith para encontrarse con la madre Abbe.

Al atravesar el claustro que daba a la puerta lateral de la abadía, desde la que arrancaba un camino en dirección a los acantilados, se fijó en un monje que caminaba delante de ella, con la cabeza oculta por el cucullus. Instintivamente, Fidelma detuvo sus pasos; le pareció curioso ver a un hermano con cogulla dentro de la abadía. En ese momento apareció otra figura procedente de la puerta de enfrente. La hermana retrocedió hasta quedar oculta por las sombras del claustro abovedado, con el latido algo acelerado sin otra razón lógica que la de haber reconocido en el segundo sujeto al jefe de clan de Frihop, Wulfric, el del rostro zorruno.

Fidelma pudo oír un saludo en sajón, y se inclinó hacia delante deseando tener un mayor conocimiento del idioma. El hermano se detuvo, y al parecer los dos individuos empezaron a reír. ¿Por qué no? ¿Qué tenían de siniestro un señor de clan sajón y un monje de su misma patria intercambiando cumplidos? Sin embargo, era un sexto sentido lo que inquietaba a Fidelma. Sus ojos se entrecerraron. Mientras conversaban, los dos hombres lanzaban miradas a su alrededor como si temiesen ser espiados. Sus voces mantenían un tono que hacía pensar en una conspiración. Por último se dieron la mano, tras lo cual Wulfric se dirigió a la puerta por la que había aparecido mientras que el hermano se dispuso a volver sobre sus pasos.

Sor Fidelma se apretó contra las sombras del claustro, detrás de un arco sostenido por columnas. Con aire resuelto, el monje se encaminó en ángulo recto hacia donde se encontraba la hermana, cruzando el patio en dirección al monasteriolum. Según lo hacía, se echó hacia atrás la cogulla, como si ésta ya hubiese cumplido su cometido y el fraile temiese llamar la atención llevándola en el interior de la abadía. Fidelma no pudo reprimir un sobresalto que le robó el aliento al reconocer al hombre, que lucía la tonsura de Columba. Era el hermano Taran.


Abbe era una mujer corpulenta, de aspecto muy semejante al de su hermano Oswio. Su edad rondaba los cincuenta y cinco años, las arrugas surcaban su rostro con profusión y sus ojos azules eran brillantes aunque más bien acuosos. Al igual que sus tres hermanos, había sufrido el exilio en Iona tras la muerte de su padre, el rey de Bernicia, a manos de su rival Eduino de Deira, que acabaría uniendo los dos reinos en uno solo «al norte del río Humber», Northumbria. Cuando sus hermanos, Eanfrith, Oswaldo y Oswio, regresaron para reclamar dicho reino a la muerte de Eduino, Abbe los acompañó en calidad de religiosa bautizada en la fe de la Iglesia de Columba. Estableció un monasterio en Coldingham, una casa doble para hombres y mujeres situada en un promontorio, y fue confirmada como su abadesa por su hermano Oswaldo, que se había hecho con el trono tras la muerte de su hermano mayor, Eanfrith.

Fidelma había oído hablar mucho de Coldingham, pues se había granjeado una dudosa reputación de casa dedicada a la búsqueda de placeres hedonistas. Se decía que la madre Abbe creía de forma demasiado literal en el Dios del amor. Incluso había llegado a oír que los cubicula, construidos para la plegaria y la contemplación, se habían consagrado a celebraciones en las que se bebía y se atendían los placeres de la carne.

Sentada ante Fidelma, la abadesa miraba a la hermana con aire divertido, pero aprobatorio.

– Mi hermano Oswio, el rey, me ha informado de vuestro propósito. -Hablaba un irlandés fluido y correcto, ya que ésta era la única lengua que había aprendido durante su infancia en Iona. Se volvió hacia Eadulf-. Vos, si no me equivoco, recibisteis parte de vuestra formación en Irlanda.

Eadulf esbozó una breve sonrisa al tiempo que asentía con la cabeza.

– Podéis hablar en irlandés, pues lo entiendo bien.

– Bien -declaró con un suspiro. Volvió a dirigir a Fidelma una mirada de aprobación-. Sois muy atractiva, muchacha. Sabed que las puertas de Coldingham siempre están abiertas para gente como vos.

Fidelma sintió el rubor asomando a sus mejillas. Abbe inclinó la cabeza hacia un lado y rió entre dientes.

– ¿Desaprobáis mi conducta?

– No me siento ofendida -repuso.

– Hacéis bien, hermana. No creáis todo lo que oís de nuestra abadía. Nos regimos por la norma dum vivimus, vivamus, «mientras vivimos, vivamos». La nuestra no es más que una casa de hombres y mujeres dedicados a la vida, que es el mayor regalo de Dios. Él ha hecho al hombre y a la mujer para que se amen. ¿Qué mejor forma de adorarle que ser instrumentos de su gran designio, siervos de su obra que viven, trabajan y rezan juntos? ¿O es que no dice el Evangelio de san Juan: «No cabe temor en el amor; antes bien, el amor pleno expulsa el temor»?

Fidelma se removió incómoda en su asiento.

– Madre abadesa, yo no estoy en posición de poner en tela de juicio la manera en que gobernáis vuestra casa ni las reglas que seguís para ello. Estoy aquí para investigar la muerte de Étain de Kildare.

Abbe lanzó un suspiro.

– ¡Étain! Ella sí que era una mujer: una mujer que sabía vivir.

– Y con todo, ahora está muerta, madre abadesa -terció Eadulf.

– Lo sé. -Sus ojos no se apartaban de Fidelma-. Y me gustaría saber qué tiene eso que ver conmigo.

– Vos mantuvisteis una discusión con ella -afirmó sor Fidelma sin más ambages.

Abbe parpadeó, aunque no pareció alterarse en lo más mínimo. Y tampoco hizo comentario alguno.

– ¿Podéis decirnos por qué discutisteis con la abadesa de Kildare? -la incitó Eadulf.

– Si sabéis que discutí con Étain, no me cabe la menor duda de que habréis descubierto también el porqué -respondió, con una voz severa que daba muestras de su inflexibilidad-. Crecí a la sombra de los muros de la abadía de Colmcille en Iona. Allí me educaron los hermanos de Cristo provenientes de Irlanda. Se debió más a mi insistencia que a la de mi hermano Oswaldo que este reino suplicase en primer lugar a Ségéne, abad de Iona, que enviase misioneros que convirtieran a nuestros súbditos paganos y les revelaran el camino de Cristo. Incluso después de que el primer misionero (llamado Colmán, como su ilustrísima) volviese a Iona afirmando que nuestro reino estaba más allá de toda redención cristiana, fui yo quien volvió a rogar a Ségéne, y fue así como el bendito Aidán empezó a predicar en esta tierra.

»He sido testigo de la conversión del reino y de la paulatina propagación de la palabra de Dios, primero por obra de Aidán, luego de Finán y por último de Colmán. Y ahora toda esta labor se halla en peligro a causa del capricho de Wilfrid y algunos más. Yo he prestado mi adhesión a la verdadera Iglesia de Columba y lo seguiré haciendo con independencia de lo que se decida aquí en Streoneshalh.

– Entonces, ¿cuál fue el motivo de la disputa que mantuvisteis con Étain de Kildare? -la instigó Eadulf, retomando la pregunta.

– Imagino que ese baboso de Seaxwulf, que no es ni siquiera un hombre, os habrá contado que descubrí que Étain estaba llevando a cabo negociaciones con Wilfrid de Ripon. ¡Negociaciones! ¡Maquinaciones ad captandum vulgus!

– Seaxwulf nos ha dicho que él estaba haciendo de intermediario entre Étain y Wilfrid, y que éstos pretendían llegar a un acuerdo antes del inicio del gran debate.

Abbe dejó escapar un gruñido indicando su repulsión.

– ¡Seaxwulf! ¡Ese despreciable ladronzuelo chismoso!

– ¿Ladrón? -La voz de Eadulf se volvió severa-. ¿No es una palabra demasiado dura para describir a un hermano?

Abbe se encogió de hombros.

– Es la palabra correcta. Hace dos días, cuando empezamos a congregarnos en esta casa, dos de nuestros hermanos lo sorprendieron registrando las pertenencias de varios cenobitas en el dormitorium. Lo llevaron ante Wilfrid, su abad, de quien es secretario. Admitió haber infringido el octavo mandamiento, por lo que aquél hizo que fuese castigado. Lo llevaron afuera y flagelaron su espalda con una vara de abedul hasta que quedó en carne viva y llena de sangre. Sólo el hecho de ser el secretario de Wilfrid lo libró de que se le mutilase la mano. Con todo, el abad no consintió en relegarlo del puesto.

Fidelma sintió un escalofrío ante la crueldad de los castigos sajones. Haciendo caso omiso de su expresión de disgusto, la madre Abbe prosiguió su relación.

– Cuentan los rumores que Seaxwulf es como una urraca: se siente atraído por cualquier objeto brillante y exótico que no le pertenece.

Fidelma cruzó una mirada con Eadulf.

– ¿Estáis diciendo entonces que no es digno de confianza?, ¿que podría estar mintiendo?

– No. Al menos, no en lo que respecta a su trabajo de correveidile entre Wilfrid y Étain. Wilfrid tiene toda su confianza puesta en Seaxwulf, e imagino que eso se debe a que podría hacer que matasen o mutilasen a Seaxwulf con sólo desearlo. El miedo es la mejor garantía de fidelidad.

»Pero Étain de Kildare no tenía ninguna autoridad para mantener esas negociaciones en nombre de los seguidores de Columba. Cuando vi a ese gusano intrigante de Seaxwulf saliendo a escondidas de su celda, imaginé enseguida lo que estaba sucediendo. Así que fui directamente a ver a Étain para pedirle que fuera honesta: nos estaba traicionando.

¿Y cómo reaccionó ante vuestra amonestación?

– Montó en cólera, aunque admitió con franqueza que yo estaba en lo cierto. Se justificó diciendo que era preferible llegar a un acuerdo acerca de cuestiones poco relevantes, con el fin de infundir a sus oponentes una sensación falsa de seguridad, a empezar el debate como toros con los cuernos trabados.

De pronto, la madre Abbe entornó los ojos.

– Ahora lo entiendo. Vos pensáis que la causa de su asesinato puede hallarse en la disputa que mantuvimos, y que yo…

De pronto, la abadesa dejó escapar una risita, y Fidelma se sintió examinada por sus ojos brillantes. Sin embargo, se limitó a responder con calma:

– A veces, las discusiones desembocan en crímenes cuando uno de los implicados pierde el dominio de sí mismo.

La madre Abbe volvió a mostrarse burlona. Parecía estar divirtiéndose de veras.

Deus avertat! Dios no lo quiera. Eso es ridículo: para mí, la vida es demasiado valiosa para desperdiciarla en asuntos triviales.

– Pero, a vuestro parecer, la derrota a la que puede enfrentarse la Iglesia de Columba en Northumbria no es precisamente un asunto trivial -la presionó Eadulf-. Para vos es algo muy serio y personal. De hecho, estabais convencida de que Étain estaba traicionando a su Iglesia y, con ella, a todo aquello en lo que creéis.

Por un momento, la abadesa bajó la guardia y lanzó al hermano una mirada cargada de odio. Las facciones de su rostro se congelaron como si fueran un ídolo de Medusa. Inmediatamente cambió el gesto y forzó una sonrisa carente de entusiasmo.

– No merecía morir por eso: su castigo habría sido contemplar la destrucción de su propia Iglesia.

– ¿A qué hora abandonasteis a la abadesa? -inquirió Fidelma.

– ¿Cómo?

– Tras la discusión, ¿a qué hora salisteis del cubiculum de Étain?

Abbe guardó silencio mientras meditaba la pregunta en busca de una respuesta precisa.

– No lo recuerdo con exactitud, aunque no estuve con ella más de diez minutos.

– ¿Os vio alguien salir de su celda? ¿Sor Athelswith, por ejemplo?

– No creo.

La hermana interrogó a Eadulf con la mirada, y recibió de éste un gesto de asentimiento.

– Muy bien, madre abadesa. -Fidelma se puso en pie, y Abbe siguió su ejemplo-. Quizá deseemos haceros algunas preguntas más tarde.

La madre les dedicó una sonrisa.

– No temáis: no me alejaré. -Y añadió-: Hermana, de veras habríais de hacernos una visita a Coldingham y comprobar por vos misma hasta qué punto puede disfrutarse la vida. Sois demasiado hermosa, joven y exuberante para aceptar de por vida ese celibato que tanto parece complacer a los romanos. ¿No fue san Agustín de Hipona el que escribió en sus Confesiones: «Concédeme castidad y continencia, pero no ahora»?

Con una risa ronca, la madre Abbe abandonó la sala. Fidelma, roja de indignación, se volvió hacia Eadulf, y al cruzarse con su mirada divertida, su virtud ultrajada dio paso a una ira incontenible.

– ¿Y bien? -espetó.

Eadulf mostró una amplia sonrisa.

– No creo que Abbe haya sido capaz de matar a Étain -repuso apresuradamente.

– ¿Por qué no? -replicó ella con sequedad.

– Sencillamente porque es una mujer.

– ¿Y creéis que una mujer es incapaz de cometer un asesinato? -se burló la hermana.

Eadulf sacudió la cabeza.

– No, pero como os dije cuando examinamos el cadáver de Étain, no creo que una mujer tenga la fuerza necesaria para sujetar a la abadesa mientras le corta el cuello de la manera en que lo hizo el asesino.

Fidelma se mordió el labio y empezó a calmarse. A fin de cuentas, se dijo, no tenía sentido dejarse llevar por la ira. Sin duda la afirmación de la madre Abbe no era más que un cumplido, y de cualquier manera no estaba exenta de razón. Con todo, no era su actitud lo que la exasperaba: se trataba de algo más arraigado en su interior que no lograba comprender. Permaneció unos instantes mirando a Eadulf, y cuando el monje sajón, atónito, le devolvió la mirada, Fidelma fue la primera en apartar la suya.

– ¿Qué me diríais si os comunicase que he visto al hermano Taran, un monje de Columba, conversando con Wulfric en la puerta lateral de la abadía esta misma tarde, en lo que a todas luces parecía una confabulación?

Eadulf levantó una ceja.

– ¿De veras?

Fidelma asintió con una leve inclinación de cabeza.

– Imagino que debe de haber muchas explicaciones para un encuentro como ése.

– Sin duda -aceptó Fidelma-, pero no sé de ninguna que me convenza.

– El hermano Taran fue uno de los que visitó a la abadesa Étain, ¿no es verdad?

– Sí, y aún no lo hemos interrogado.

– No había ninguna prisa. Al parecer entró en el cubiculum de Étain por la mañana, mucho antes de la última vez que la vieron con vida. El último visitante del que tenemos noticia fue Agatho.

Fidelma se mostró dubitativa.

– Creo que deberíamos hablar con Taran enseguida -declaró al fin.

– A mí, sin embargo, me parece más acertado llamar primero a Agatho -repuso el hermano-. Él es sin duda el principal sospechoso.

Ante la sorpresa de Eadulf, Fidelma accedió sin mostrar objeción alguna.

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