LA SORPRESA DEL BANCO DE ESPERMA

Dio la casualidad de que la masturbación fue uno de los temas de la conversación que Tom y yo mantuvimos mientras almorzábamos al día siguiente (en un restaurante japonés esta vez, ya que Marina libraba en el Diner). Todo empezó cuando le pregunté si había conseguido localizar a su hermana. Por lo que yo sabía, la última vez que alguien de la familia la había visto fue antes de la muerte de June, cuando volvió a Nueva Jersey a reclamar a la pequeña Lucy. Eso fue en 1992, hacía ya más de ocho años, y teniendo en cuenta que Tom no la había mencionado para nada el día anterior, supuse que en cierto modo mi sobrina había desaparecido de la faz de la tierra, y que nunca volveríamos a saber de ella.

Nada de eso. A finales de 1993, menos de un año después del entierro de mi hermana, Tom y un par de compañeros suyos de universidad, ya licenciados, adoptaron un plan para ganarse un dinerito contante y sonante. En los alrededores de Ann Arbor había una clínica de inseminación artificial, y los tres decidieron ofrecer sus servicios como donantes al banco de esperma. Se lo tomaron como una aventura divertida, y ninguno de ellos se paró a considerar las consecuencias de lo que iban a hacer: llenar tubos de semen eyaculado que sirviera para que ciertas mujeres a las que nunca habían visto ni tenido entre sus brazos se quedaran embarazadas, y luego dieran a luz a unas criaturas -sus hijos- cuyos nombres, vida y destino constituirían un eterno misterio para ellos.

Condujeron a cada uno a una salita particular, y con objeto de infundirles una buena disposición de ánimo, la clínica tuvo la amabilidad de proporcionar a los donantes un montón de revistas pornográficas: una serie de fotos de chicas desnudas en atrayentes posturas eróticas. Dada la naturaleza de la bestia masculina, tales imágenes rara vez dejan de provocar consistentes y palpitantes erecciones. Tomándose en serio lo que hacía, como siempre, Tom se sentó diligentemente en la cama y empezó a hojear las revistas. Al cabo de unos minutos, tenía los pantalones y los calzoncillos en torno a los tobillos, la mano derecha en la polla y la izquierda en la revista, y a medida que iba pasando páginas, estaba claro que culminar la tarea sólo era cuestión de tiempo. Entonces, en una publicación que después identificó como Midnight Blue, vio a su hermana. No cabía duda de que se trataba de Aurora: con una sola mirada, Tom supo quién era. Ni siquiera se había molestado en disimular su nombre. El reportaje de seis páginas y más de una docena de fotografías se titulaba «Rory la Magnífica», y en él aparecía en varios estadios de desnudez y provocación: engalanada con un camisón transparente en una fotografía, con liguero y medias negras en otra, botas de cuero hasta la rodilla en otra, pero en la cuarta página era pura Rory de los pies a la cabeza, acariciándose los pechos menudos, tocándose los genitales, sacando el culo, separando las piernas de tal modo que no dejaba nada a la imaginación, y en todas las fotos estaba sonriendo, incluso riendo abiertamente, los ojos iluminados por una exuberante oleada de candor y felicidad, sin rastro alguno de reticencia ni malestar, con aspecto de estar pasándoselo como nunca.

– Casi me muero -contó Tom-. En un abrir y cerrar de ojos, la picha se me puso completamente blanda. Me subí los pantalones, me abroché el cinturón y salí de allí todo lo rápido que pude. Me quedé para el arrastre, Nathan. Mi hermana pequeña posando desnuda en una revista porno. Y verlo en esas horribles circunstancias: de sopetón, en aquella puñetera clínica justo en el momento en que estoy tratando de hacerme una paja. Me puse enfermo, me dieron ganas de vomitar. No sólo porque era odioso ver a Rory así, sino porque hacía dos años que no tenía noticias de ella, y aquellas fotos parecían confirmar mis peores pesadillas sobre lo que le había pasado. Sólo tenía veintidós años, pero ya había caído en la forma más baja y degradante de ganarse la vida: vender su cuerpo por dinero. Era tan deprimente que me habría pasado un mes llorando.

Cuando se ha vivido tanto como yo, se tiende a creer que ya se ha visto todo, que no hay nada que te pueda escandalizar. Nos sentimos ufanos del supuesto conocimiento que tenemos del mundo, y entonces, de vez en cuando, surge algo que nos hace salir bruscamente de ese cómodo caparazón de superioridad, que nos vuelve a recordar que no entendemos ni lo más mínimo de la vida. Mi pobre sobrina. La lotería genética se había portado demasiado bien con ella, le habían tocado todos los premios. A diferencia de Tom, que había heredado la contextura de los Wood, Aurora era una Class de pies a cabeza, y en nuestra familia somos altos y delgados, de rasgos angulosos. Se había convertido en una copia exacta de su madre: una belleza morena, de piernas largas, tan fina y ágil como la propia June. Tan opuesta a su hermano como la Natacha de Guerra y paz a Pierre, voluminoso y sin gracia. Ni que decir tiene que todo el mundo quiere ser atractivo, pero en una mujer la belleza puede convertirse a veces en una maldición, sobre todo cuando se es una chica como Aurora, con los estudios colgados, sin marido pero con una hija de tres años que mantener y un carácter alocado y rebelde que la impulsa a despreciar el mundo y no temer ningún peligro. Si anda corta de dinero y su belleza es lo único que puede vender, ¿por qué no desnudarse y exhibirse ante la cámara? Siempre que la situación no se vaya de las manos, aceptar una oferta como ésa puede significar la diferencia entre comer y no comer, entre vivir como es debido y malvivir.

– A lo mejor sólo lo hizo esa vez -aventuré, haciendo lo posible por consolar a Tom-. Ya sabes, no le llega para pagar los recibos y viene un fotógrafo y le hace esa proposición. Un buen fajo de billetes por un solo día de trabajo.

Tom sacudió la cabeza, y por la sombría expresión de su rostro comprendí que mi observación no servía ni para hacerse vanas ilusiones. Tom no conocía todos los detalles, pero estaba seguro de que aquella sesión fotográfica para Midnight Blue no era ni el principio ni el fin de la historia. Aurora había sido bailarina de top-less en Queens (en el Carden of Earthly Delights, precisamente, el mismo club en que Tom había dejado a los empresarios borrachos la noche de su trigésimo cumpleaños), había trabajado en más de una docena de películas pornográficas y posado en seis o siete ocasiones para revistas eróticas. Su carrera en el mundo de la pornografía había durado sus buenos dieciocho meses, y como le pagaban bien, probablemente habría seguido haciéndolo si no hubiera ocurrido algo sólo nueve o diez semanas después de que Tom descubriera sus fotografías en Midnight Blue.

– Nada malo, espero -le dije.

– Peor que malo -repuso Tom, súbitamente al borde de las lágrimas-. La violaron en grupo en el plató de una película. El director, el cámara y la mitad del equipo.

– Joder

– Le dieron un buen repaso, Nathan. Acabó sangrando tanto, que tuvo que ir al hospital.

– Con qué gusto mataría a los cabrones que le hicieron eso.

– Y yo. Aunque me conformaría con meterlos en la cárcel, pero ella se negó a denunciarlos. Lo único que quería era marcharse, largarse de Nueva York. Entonces fue cuando tuve noticias de ella. Me escribió una carta al departamento de inglés de la universidad, y cuando vi el lío en que andaba metida, la llamé y le dije que cogiera a Lucy y se viniera a Michigan a vivir conmigo. Es buena persona, Nathan. Tú lo sabes. Y yo también. Todo el mundo que la conoce un poco lo sabe. No hay nada malo en ella. Será un poco indómita, quizá, un tanto cabezota, pero del todo inocente y confiada, la persona menos cínica del mundo. Y mejor para ella que no le diera vergüenza trabajar en películas porno. Dice que era divertido. ¡Divertido! ¿Te imaginas? No entendía que ese mundo está plagado de cabrones, de la peor gente que hay.

Así que Aurora cogió a la pequeña Lucy y se marchó al Midwest, donde se instaló con Tom en los dos últimos pisos de una casa alquilada. Aurora había ganado bastante dinero antes de mudarse, pero la mayoría se le había ido en alquiler, ropa y una niñera a jornada completa para Lucy, lo que significaba que sus ahorros estaban casi agotados. Tom tenía su beca, pero vivía con un reducido presupuesto de estudiante de posgrado, y sólo llegaba a fin de mes trabajando a tiempo parcial en la biblioteca de la universidad. Hablaron de llamar a su padre a California y pedirle un préstamo, pero al final decidieron que no. Y lo mismo en lo que se refería a su padrastro, Philip Zorn, que vivía en Nueva Jersey. Sus desagradables barrabasadas de adolescente habían hecho estragos en la familia, y Aurora y Tom se mostraron reacios a recurrir a alguien que acabó despreciando a su hija adoptiva a causa de las grandes trifulcas de los primeros tiempos. Tom nunca dijo una palabra de ello a su hermana, pero sabía que en el fondo Zorn culpaba a Aurora de la muerte de su madre. June había pasado largo tiempo abrumada por las preocupaciones y la desesperación, y la única recompensa a todo ese sufrimiento había sido el inesperado regalo de poder criar a su pequeña nieta. Pero eso también se lo arrebataron, y Zorn creía que la angustia de tener que separarse de la niña fue lo que le causó la muerte. Era una interpretación sentimental de la historia, desde luego, pero ¿quién se atrevería a quitarle la razón? Para ser completamente sinceros, el día del entierro también a mí se me pasó esa idea por la cabeza.

Rory no quería limosnas, así que empezó a trabajar de camarera en el restaurante francés más caro de la ciudad. No tenía experiencia, pero cautivó al dueño con su sonrisa, sus largas piernas y su preciosa cara, y como era inteligente, enseguida se enteró de todo y en cuestión de días llegó a dominar el oficio. Aquello era lo contrario de la desenfrenada vida que llevaba en Nueva York, pero lo último que Aurora deseaba entonces era más agitación. Escarmentada y llena de moretones, todavía obsesionada con la crueldad de que había sido objeto, no quería más que una tregua tranquila y sin incidentes, una ocasión para recobrar las fuerzas. Tom mencionó pesadillas, súbitos accesos de llanto, largos y melancólicos silencios. Pese a todo, también recordaba los meses que Rory pasó con él como una época feliz, un periodo de gran solidaridad y afecto mutuo durante el cual, aprovechando que la tenía de nuevo a su lado, disfrutó del absoluto placer de asumir otra vez el papel de hermano mayor. Era su amigo y protector, su guía y su apoyo, su áncora de salvación.

Mientras iba recuperando las energías y el ánimo de antaño, Aurora pensó en la posibilidad de prepararse para un examen de ingreso en la universidad. Tom la alentó a que llevara adelante el plan, prometiendo ayudada si le resultaba difícil. Nunca es tarde, le repetía, nunca lo es para empezar de nuevo; pero en cierto sentido sí lo era. Pasaron las semanas, y al ver que Rory seguía aplazando la decisión, Tom comprendió que en realidad no estaba muy entusiasmada con la idea. En los días que libraba en el restaurante, empezó a actuar en las veladas de grupos noveles de un club de su barrio, cantando blues con tres músicos que había conocido una noche cuando les servía la cena, y el cuarteto no tardó mucho en cuajar. Se pusieron el nombre de Un Mundo Feliz, y en cuanto Tom los vio actuar, supo que el fugaz propósito de Rory de proseguir su formación se había venido abajo. Su hermana sabía cantar. Siempre había tenido buena voz, pero ahora, con los años y los pulmones sometidos al alquitrán y el humo de cincuenta mil cigarrillos, había adquirido otro timbre, distinto y cautivador: algo profundo, gutural, lleno de sensualidad, una inocencia dolorosa y maltratada que obligaba a erguirse en el asiento y escuchar con atención. Tom se alegraba por ella, pero a la vez estaba asustado. Al cabo de un mes se había liado con el bajista, y sabía que sólo era cuestión de tiempo antes de que cogiera a Lucy y se marchara con el grupo a una ciudad más grande: Chicago o Nueva York, Los Ángeles o San Francisco, cualquier sitio de Estados Unidos que no fuese Ann Arbor, en Michigan. Ilusa o no, Aurora se consideraba una estrella, y nunca se sentiría satisfecha ni realizada a menos que el mundo se fijara en ella. Tom lo veía muy claro, y por eso no hizo más que un leve intento, meramente formal, de convencerla para que no se fuera. Ayer, películas porno; hoy, blues; mañana, Dios sabe qué. Rogó por que el bajista, que la casualidad quiso que también se llamara Tom, no fuera tan estúpido como parecía.

Cuando el inevitable momento llegó, Un Mundo Feliz y su pequeña mascota subieron a una furgoneta Plymouth de segunda mano, que ya tenía ciento treinta mil kilómetros, y se dirigieron a California, a Berkeley. Pasaron siete meses hasta que Tom volvió a tener noticias de ella: una llamada telefónica en plena noche, y su voz al otro lado de la línea cantándole «Cumpleaños feliz», tan dulce e inocente como siempre.

Y luego, nada. Aurora se esfumó tan absoluta y misteriosamente como antes de su aparición en Michigan, y pese a todos sus esfuerzos Tom no llegaba a entender por qué. ¿Es que no era su amigo? ¿Acaso no podía contar con él en cualquier lío en que se viera metida? Se sintió dolido, luego furioso, deprimido después, y a medida que los dilatados meses de silencio se prolongaban hasta sumar más de un año, el suplicio que padecía se transformó en un hondo y creciente abatimiento, en la convicción de que algo horrible le había ocurrido. En el otoño de 1997, renunció definitivamente a la tesis doctoral. La víspera de su marcha de Ann Arbor, recogió todos sus apuntes, sus esquemas y sus listas, los incontables borradores de su desastre de trece capítulos, y una por una fue quemando todas las hojas en un bidón de petróleo en el patio. En cuanto se extinguió la gran hoguera melvilleana, uno de sus compañeros lo llevó en coche a la estación de autobuses, y una hora después se encontraba de camino a Nueva York. A las tres semanas de su llegada, empezó su época de taxista, y a continuación, seis semanas después, recibió una llamada de Aurora. Ni desesperada ni angustiada, explicó Tom, ni en grandes apuros ni con necesidad de dinero: simplemente quería verlo.

Se vieron al día siguiente para comer, y durante los primeros veinte o treinta minutos Tom no pudo dejar de mirarla. Ya tenía veintiséis años y seguía siendo preciosa, más guapa que cualquier mujer que hubiera conocido, pero había cambiado por completo de aspecto. Continuaba pareciéndose a su hermana, pero la mujer que se sentaba frente a él era una Aurora diferente, y Tom no llegaba a decidir si prefería la nueva versión o la antigua. En el pasado, solía llevar larga y suelta su espléndida melena; se ponía maquillaje, joyas, anillos en cada dedo, y tenía arte para vestirse con ropa imaginativa, heterodoxa: botas de cuero verde y zapatillas chinas, chaquetas de motociclista y blusas de seda, guantes de encaje y estrafalarios pañuelos de cuello; un estiro entre punk y distinguido, que parecía expresar su condición juvenil y su actitud de a la mierda todo. Ahora, en comparación, su apariencia era correcta y formal. Llevaba el pelo más corto, a lo paje; no iba maquillada salvo por un tenue toque de lápiz de labios; y su atuendo era en exceso convencional: falda tableada de color azul, suéter blanco de cachemir, y unos zapatos marrones de tacón sin nada de particular. Ningún pendiente, sólo un anillo en el dedo anular de la mano derecha, y nada en torno al cuello. Tom no se atrevía a preguntarle, pero dudaba si seguía teniendo el tatuaje del águila en el hombro izquierdo; o si, en algún esfuerzo para purificarse, para borrar todo rastro de su vida anterior, se había sometido al penoso procedimiento de suprimir el abigarrado pájaro multicolor.

No cabía duda de que se alegraba de verlo, pero al mismo tiempo la notó reacia a hablar de algo que no fuera el presente. No le ofreció disculpas por no haber llamado en todo aquel tiempo, y cuando llegó el momento de explicar sus andanzas desde que se marchó de Ann Arbor, despachó el asunto con unas breves frases. Un Mundo Feliz se disolvió menos de un año después; ella cantó con otros dos grupos en el norte de California; hubo hombres, y luego más hombres, y empezó a aficionarse demasiado a las drogas. Por fin, dejó a Lucy con dos amigas suyas -una pareja de lesbianas casi cincuentonas que vivían en Oakland- e ingresó en una clínica de desintoxicación, donde logró restablecerse al cabo de seis meses. La historia entera contada en menos de dos minutos, y como todo fue tan rápido, Tom se quedó perplejo y no le pidió más detalles. Luego Rory se puso a hablar de un tal David Minar, el responsable de su grupo en la clínica, que ya se había curado cuando ella terminó la desintoxicación y empezó el programa de rehabilitación. Él solo, sin ayuda de nadie, fue quien la salvó, aseguró Rory, y sin él jamás habría salido adelante. Más aún, era el único hombre que había conocido que no la consideraba estúpida, que no estaba pensando en follar las veinticuatro horas del día, y que no andaba tras ella sólo por su cuerpo. Sin contar a Tom, claro estaba, pero ninguna chica podía casarse con su hermano, ¿verdad? Eso estaba prohibido, así que se iba a casar con David. Ya se habían trasladado a Filadelfia, donde vivían con su madre mientras encontraban trabajo. Lucy iba a un buen colegio, y David pensaba adoptarla en cuanto se casaran. Por eso había ido ella a Nueva York: para pedir a Tom su aprobación y preguntarle si quería ser su padrino de boda. Sí, contestó Tom, claro que quería, se sentiría muy complacido. Pero ¿y su padre, preguntó él, no le correspondía a él llevar a su hija al altar? Quizá sí, contestó Rory, pero su padre no se preocupaba de ellos, ¿verdad? No pensaba más que en su mujer y sus hijos de ahora, y además era demasiado tacaño para pagarse un billete de avión de Los Angeles a Filadelfia. No, concluyó, tenía que ser Tom. O él o nadie.

Tom le pidió que le contara más cosas de David, pero ella no dijo más que vaguedades, lo que parecía indicar que no sabía tanto de su futuro marido como debería saber. David la quería, la respetaba, la trataba bien y todo eso, pero aquellas frases no ofrecían nada sólido para que Tom se hiciera una idea de la clase de persona que era. Entonces, bajando la voz hasta casi convertida en un murmullo, Aurora añadió:

– Es muy religioso.

– ¿Religioso? ¿De qué religión? -inquirió Tom, procurando que no se notara la alarma en su voz.

– Cristiana. Ya sabes, Jesucristo y todo ese rollo.

– ¿Qué significa eso? ¿Pertenece a una Iglesia reconocida, o es uno de esos integristas, un cristiano renacido?

– Lo último, me parece.

– ¿Y qué hay de ti, Rory? ¿Tú crees en esas cosas?

– Lo intento, pero me temo que no se me da muy bien. Dice David que he de tener paciencia, que un día se me abrirán los ojos y veré la luz.

– Pero tú eres medio judía. Según la ley judaica, eres completamente judía.

– Lo sé. Por parte de mamá.

– ¿Entonces?

– Dice David que no importa. Jesucristo también era judío, y no por eso dejaba de ser hijo de Dios.

– Parece que David dice muchas cosas. ¿Es él quien te ha dicho que te cortaras el pelo y cambiaras de manera de vestir?

– Nunca me obliga a nada. Lo hice porque quise.

– Y David te animó a hacerlo.

– La modestia conviene a la mujer. Dice David que mejora mi autoestima.

– Dice David.

– Por favor, Tommy, intenta ser bueno. Sé que no lo apruebas, pero por fin he encontrado la oportunidad de ser medianamente feliz, y no voy a dejar que se me escape entre los dedos. Si David quiere que me vista así, ¿qué más da? Antes iba como una fulana. Esto me sienta mejor. Ahora me encuentro más segura, más serena. Después de todas las gilipolleces que he hecho, tengo suerte de seguir viva.

Tom dio marcha atrás, cambió de tono y aquella tarde se despidieron con fuertes abrazos y fervientes besos, jurando que nunca más volverían a perderse de vista. Tom estaba seguro de que esta vez Aurora hablaba en serio, pero la fecha de la boda se aproximaba cada vez más y él seguía sin recibir la invitación: ni carta, ni llamada telefónica, ni aviso de ningún tipo. Cuando llamó al número con el prefijo de Filadelfia que ella le había garabateado en una servilleta de papel mientras comían, una voz mecánica le comunicó que aquel teléfono no pertenecía a ningún abonado. Intentó localizarla a través del servicio de información de la zona, pero ninguno de los tres David Minor con los que habló conocía a una mujer llamada Aurora Wood. Como siempre, Tom se culpó a sí mismo. Sus negativos comentarios sobre la religiosidad de Minor probablemente habían molestado a Rory, y si a ella le hubiera dado por hablar a su prometido de su hermano ateo de Nueva York, quizá él le habría prohibido invitarlo a la boda. Por lo poco que Tom sabía sobre Minor, parecía esa clase de individuo: uno de esos fanáticos prepotentes que imponían la ley a los demás, un gilipollas con pretensiones de superioridad moral.

– ¿Has vuelto a tener noticias de ella?

– Nada -contestó Tom-. Hace ya tres años que comimos juntos, y no tengo ni idea de dónde estará.

– ¿Y el número de teléfono que te dio? ¿Crees que era el suyo?

– Rory tendrá sus defectos, pero no es embustera.

– Entonces, si se han mudado de casa, podrás ponerte en contacto con ella a través de la madre.

– Lo he intentado, pero no he conseguido nada.

– Qué raro.

– No creas. ¿Y si la madre se llama de otra manera? Al fin y al cabo, los maridos se mueren. La gente se divorcia. A lo mejor se ha vuelto a casar y utiliza el apellido del segundo marido.

– Lo siento por ti, Tom.

– No lo sientas. No vale la pena. Si Rory quisiera verme, me llamaría. A estas alturas ya estoy más o menos resignado. La echo de menos, claro, pero ¿qué coño puedo hacer?

– ¿Y tu padre? ¿Cuándo lo has visto por última vez?

– Hace unos dos años. Vino a Nueva York, por algo de un artículo en que estaba trabajando, y me invitó a cenar.

– ¿Y qué pasó?

– Pues, bueno, ya sabes cómo es. No resulta muy fácil hablar con él.

– ¿Y qué me dices de los Zorn? ¿Los sigues viendo?

– De vez en cuando. Philip me invita todos los años a Nueva Jersey para pasar el día de Acción de Gracias. No me caía muy simpático cuando estaba casado con mi madre, pero poco a poco he ido cambiando de opinión sobre él. A su muerte se quedó destrozado, y cuando comprendí cuánto la quería, ya no pude tenerle rencor. Así que ahora mantenemos una especie de amistad afable y respetuosa. Y con Pamela, lo mismo. Siempre la he tenido por una esnob sin cerebro alguno, una de esas personas que sólo se interesan por la universidad a la que has ido y por la cantidad de dinero que ganas, pero parece que ha mejorado con los años. Ya tiene treinta y cinco o treinta y seis años, y vive en Vermont con su marido, que es abogado, y sus dos hijos. Si quieres venir a Nueva Jersey conmigo este día de Acción de Gracias, seguro que estarán encantados de verte.

– Tengo que pensarlo, Tom. En este momento, Rachel y tú sois los únicos miembros de la familia que puedo tragar. Otro ex pariente más, y seguro que me asfixio.

– ¿Cómo está la prima Rachel? Ni siquiera te he preguntado por ella.

– Ah, ésa es la cuestión, muchacho. En cuanto a ella, parece que está estupendamente. Tiene un buen trabajo, un marido como es debido, un apartamento cómodo. Pero tuvimos un pequeño rifirrafe hace un par de meses, y aún estamos lejos de hacer las paces. Resumiendo, que a lo mejor no vuelve a dirigirme la palabra.

– Lo siento por ti, Nathan.

– No lo sientas. No vale la pena. Preferiría que me dejaras sentido por ti.

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