ADIÓS A LA CORTE

Poco después, me lo llevé a comer al Cosmic Diner. Pedimos café con hielo y unos sándwiches de pavo de dos pisos a la maravillosa Marina, con la que coqueteé de forma más abierta que de costumbre tal vez porque quería impresionar a Tom, o quizá sencillamente porque me sentía bastante animado. No me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a mi buen doctor Pulgarcito, y ahora resultaba que éramos vecinos, que vivíamos, por pura casualidad, a sólo dos manzanas de distancia en el antiguo reino de Brooklyn, en Nueva York.

Llevaba cinco meses en el Brightman's Attic, me explicó, y el motivo por el que no habíamos coincidido antes era porque él siempre estaba en la planta de arriba, elaborando los catálogos mensuales de la sección de libros raros y manuscritos de la librería de Harry, que era mucho más lucrativa que la venta de libros de segunda mano de la planta baja. Tom no era un empleado, y nunca se ocupaba de la caja, pero como el que trabajaba allí normalmente había tenido que ir al médico aquella mañana, Harry había pedido a Tom que lo sustituyera hasta su vuelta.

El trabajo no era como para enorgullecerse, prosiguió Tom, pero sí mejor que conducir un taxi, cosa que había hecho al dejar el doctorado y volver a Nueva York.

– ¿Cuándo fue eso? -pregunté, haciendo lo posible por disimular mi decepción.

– Hace dos años y medio -contestó-. Hice todos los cursos y pasé los orales, pero luego me quedé atascado con la tesis. Quise abarcar demasiado, tío Nat.

– Deja ya eso de tío Nat, Tom. Llámame Nathan, como todo el mundo. Ahora que tu madre está muerta, ya no tengo la impresión de ser tío de nadie.

– Como quieras, Nathan. Pero sigues siendo mi tío, te guste o no. La tía Edith probablemente ya no es mi tía, pero aunque la releguemos a la categoría de ex tía, Rachel continúa sien do mi prima, y tú sigues siendo mi tío.

– Tú llámame Nathan, Tom.

– Lo haré, tío Nat, te lo prometo. De ahora en adelante, siempre te llamaré Nathan. A cambio, quiero que me llames Tom. Nada de doctor Pulgarcito, ¿de acuerdo? No hagas que me sienta incómodo.

– Pero siempre te he llamado así. Incluso cuando eras pequeño.

– Y yo siempre te he llamado tío Nat, ¿no?

– Tienes toda la razón. Me rindo.

– Hemos entrado en una nueva era, Nathan. En la época posterior a la familia, a los estudios, al pasado de Glass y Wood.

– ¿Posterior al pasado?

– Pasamos al ahora. Y también al después. Pero ya nada de pensar en el pasado.

– Agua pasada, Tom.

El ex doctor Pulgarcito cerró los ojos, echó la cabeza atrás y alzó un dedo en el aire, como quien trata de recordar algo hace mucho olvidado. Entonces, en un tono sombrío y burlescamente teatral, recitó los primeros versos del Adiós a la corte, de Raleigh:

Como sueños vanos, así mis gozos ya expirados,

sin retorno ya mis días de halago,

mi amor perdido, y el capricho relegado:

sólo pena, no queda más pasado.

PURGATORIO

A nadie se le ocurre de pequeño que su destino es ser taxista, pero en el caso de Tom ese trabajo le sirvió como una forma particularmente penosa de expiación, una manera de purgar el derrumbamiento de sus ambiciones más queridas. No es que alguna vez hubiese esperado gran cosa de la vida, pero lo poco que quería resultó estar fuera de su alcance: acabar su doctorado, encontrar un puesto en el departamento de inglés de alguna universidad, y luego pasarse cuarenta o cincuenta años dando clase y escribiendo sobre literatura. En eso se cifraban todas sus aspiraciones, además de tener una mujer, quizá, y una pareja de críos para rematar el asunto. No era pedir demasiado, pero al cabo de tres años de esforzarse en escribir la tesis, Tom comprendió finalmente que no tenía capacidad para llevarla a buen término. O que, si la tenía, ya no estaba seguro de que valiera la pena. De modo que se marchó de Ann Arbor y volvió a Nueva York, con veintiocho años y sin la menor idea de adónde iba ni del giro que su vida estaba a punto de dar.

Al principio, el taxi no fue más que una solución provisional, una medida de urgencia para pagar el alquiler mientras encontraba otra cosa. Buscó durante varias semanas, pero justo entonces todos los puestos docentes en la enseñanza privada estaban ocupados, y una vez que se acostumbró a su agotador turno de doce horas diarias, cada vez se sentía menos motivado para buscar otro trabajo. Lo que era provisional empezó a parecer definitivo, y aunque por un lado Tom se daba cuenta de que se estaba yendo a la mierda, por otro pensaba que aquel trabajo quizá le serviría de algo, que si prestaba atención a lo que hacía y a los motivos que lo impulsaban a hacerlo, el taxi le enseñaría ciertas cosas que no podría aprender en ningún otro sitio.

No siempre tenía una idea clara de cuáles eran esas cosas, pero mientras daba vueltas por las avenidas en su traqueteante Dodge amarillo de cinco de la tarde a cinco de la madrugada durante seis días a la semana, no cabía duda de que las iba aprendiendo bien. Los inconvenientes del trabajo eran tan manifiestos, tan ubicuos, tan insoportables, que si no encontraba el modo de no hacerles caso, se estaba condenando a una vida de amargura y resentimiento sin fin. El prolongado horario, la escasa paga, el peligro físico, la falta de ejercicio: ésos eran los factores principales, y aspirar a modificarlos era tan impensable como creer que podía cambiarse el tiempo. ¿Cuántas veces había oído aquella frase a su madre cuando era pequeño? «No se puede cambiar el tiempo, Tom», insistía June, queriendo decir que algunas cosas son sencillamente lo que son, y que no hay más remedio que aceptarlo. Tom entendía aquel principio, pero eso nunca le impidió maldecir las tormentas de nieve ni los vientos fríos que azotaban su menudo y estremecido cuerpo. Ahora la nieve volvía a caer. Su vida se había convertido en una larga lucha contra los elementos, y si alguna vez había surgido un momento que permitiera quejarse justificadamente del tiempo, ese momento era aquél. Pero Tom no se quejó. Y no sintió lástima de sí mismo. Había encontrado un medio para expiar su estupidez, y si era capaz de sobrevivir a la experiencia sin descorazonarse demasiado, entonces quizá habría cierta esperanza para él. Si se empeñaba en seguir con el taxi, no era por hacer de la necesidad virtud. Buscaba un medio de precipitar ciertos acontecimientos ignotos, y hasta que supiera cuáles eran, no tendría derecho a liberarse de aquella esclavitud.

Vivía en un apartamento de una sola habitación en la esquina de la Octava Avenida con la calle Tres, un subarriendo a largo plazo conseguido gracias a un amigo de un amigo suyo que se había ido de Nueva York a trabajar a otra ciudad, Pittsburg o Plattsburgh, Tom nunca recordaba cuál era. Se trataba de una lúgubre celda semejante a un armario empotrado, con una ducha metálica en el baño, dos ventanas que daban a un muro de ladrillo, y una cocinita mínima que incluía un pequeño frigorífico y un hornillo de gas de dos fuegos. Una estantería, una silla, una mesa y un colchón en el suelo. Era el apartamento más pequeño en que había vivido nunca, pero como sólo pagaba cuatrocientos veintisiete dólares de alquiler mensual, Tom se sentía afortunado por tenerlo. En cualquier caso, el primer año no pasó mucho tiempo en él. Prefería andar por ahí, yendo a ver a antiguos amigos del instituto y la universidad que habían ido a parar a Nueva York, haciendo nuevas amistades a través de las viejas, gastándose el dinero en bares, saliendo con mujeres cuando surgía la ocasión, y en general tratando de llevar una vida normal; o algo que se pareciese a una vida normal. La mayoría de las veces, aquellos intentos de sociabilidad terminaban en un incómodo silencio. Sus antiguos amigos, que lo recordaban como un estudiante excepcional de conversación ingeniosa y divertida, se quedaban pasmados con lo que le había ocurrido.

Tom ya no pertenecía al grupo de los elegidos, y su caída parecía debilitar su confianza en ellos mismos, abriendo la puerta a un nuevo pesimismo sobre sus propias perspectivas de futuro. El hecho de que Tom hubiera engordado, de que su antigua condición de regordete estuviera ahora al borde de una bochornosa gordura, no arreglaba precisamente las cosas, pero aún más inquietante era comprobar que no tenía planes de ninguna clase, que jamás hablaba de lo que pensaba hacer para superar los problemas que él mismo se había creado y salir de nuevo adelante. Siempre que mencionaba su nueva ocupación, la describía en términos extraños, casi religiosos, teorizando sobre cuestiones tales como la energía espiritual y la importancia de encontrar el propio camino a través de la paciencia y la humildad, y eso confundía aún más a sus amigos, haciendo que se removieran inquietos en el asiento. Aquel trabajo no había embotado la inteligencia de Tom, pero ya nadie quería oír lo que tenía que decir, y menos aún las mujeres con las que hablaba, que esperaban de los jóvenes una plétora de ideas audaces y planes ingeniosos para conquistar el mundo. Tom las desconcertaba con sus dudas y su continuo examen de conciencia, con su actitud vacilante y sus oscuras disquisiciones sobre el carácter de la realidad. Ya dejaba bastante que desear el hecho de que se ganara la vida conduciendo un taxi, pero un taxista filósofo que además de vestirse con ropa del ejército tenía una buena barriga, era demasiado pedir. No dejaba de ser un tipo agradable, desde luego, y a nadie le caía antipático, pero no era un candidato aceptable; para casarse, no. Ni siquiera para una aventura fugaz.

Empezó a mostrarse cada vez más retraído. Pasó otro año, y tan completo era su aislamiento para entonces que el muchacho acabó pasando solo su trigésimo cumpleaños. Lo cierto era que se había olvidado de toda, esa cuestión de los aniversarios, y como nadie lo llamó para felicitarlo ni expresarle sus buenos deseos, no se acordó hasta las dos de la madrugada siguiente. En aquel momento se encontraba en pleno Queens, y acababa de dejar a dos empresarios borrachos en un club de strip-tease llamado Garden of Earthly Delights, y para celebrar el comienzo de la cuarta década de su existencia se dirigió al Metropolitan Diner de Northern Boulevard, se sentó en la barra y pidió un batido de chocolate con leche, dos hamburguesas y una ración de patatas fritas.

Si no llega a ser por Harry Brightman, quién sabe cuánto tiempo habría seguido en aquel purgatorio. La librería de Harry estaba situada en la Séptima Avenida, sólo a unas manzanas de donde vivía Tom, que había adquirido la costumbre de ir todos los días al Brightman's Attic. Rara vez compraba algo, pero antes de iniciar su turno de trabajo le gustaba pasar media hora o incluso una entera hojeando los libros usados en la planta baja. En las estanterías se amontonaban miles de libros -de todo tipo, desde diccionarios agotados a olvidados éxitos de librería, pasando por ediciones de las obras completas de Shakespeare encuadernadas en piel-, y Tom siempre se había sentido a gusto en aquella especie de mausoleo de papel, curioseando entre los montones de libros desechados y aspirando el polvoriento olor a viejo. En una de sus primeras visitas hizo una pregunta a Harry sobre cierta biografía de Kafka, y a partir de ahí entablaron conversación. Ésa fue la primera de una serie de innumerables y pequeñas charlas, y aun cuando Harry no andaba siempre por allí cuando llegaba Tom (solía estar la mayor parte del tiempo en la planta de arriba), en los meses siguientes hablaron lo suficiente para que Harry supiese el nombre de su ciudad natal, conociese el tema de su frustrada tesis (Clarel, el poema épico de Melville, monumental e ilegible), y hubiese asimilado el hecho de que a Tom no le interesaba mantener relaciones amorosas con un hombre. Pese a esta última decepción, Harry no tardó mucho en comprender que Tom sería el encargado ideal para su sección de libros raros y manuscritos en la planta de arriba. No le ofreció el empleo una vez, sino una docena de veces, y a pesar de las reiteradas negativas de Tom, Harry nunca abandonó la esperanza de que un día contestara afirmativamente. Sabía que Tom estaba en hibernación, luchando ciegamente contra el tenebroso ángel de la desesperación, y que las cosas terminarían cambiando. Todo eso era cierto, aunque Tom no fuera consciente de ello todavía. Pero en cuanto llegara a comprenderlo, todos aquellos disparates sobre el taxi acabarían siendo como la ropa sucia del día anterior.

A Tom le gustaba hablar con Harry porque era una persona franca y con chispa, un hombre con una labia tan estimulante y contradicciones tan absurdas que no se sabía con qué iba a salir a continuación. Por su aspecto, cualquiera lo habría tomado simplemente por otro de esos sarasas maduros de Nueva York. Toda su recargada apariencia estaba calculada para dar precisamente esa impresión -cejas y pelo teñidos, pañuelos de seda al cuello, chaquetas azules con escudos de club de yates, expresiones amaneradas-, pero una vez que se le conocía un poco, resultaba que Harry era un individuo exigente y perspicaz. Había algo provocativo en aquella manera suya de hablar, ingeniosa y punzante, que infundía el deseo de replicar adecuadamente a sus taimadas preguntas sobre asuntos personales. Con Harry, limitarse a responder nunca era suficiente. Debía haber cierta gracia en lo que uno decía, la efervescencia suficiente para demostrar que no se era simplemente otro zopenco que iba a trancas y barrancas por la vida. Y en vista de que en buena parte así era como se sentía por aquel entonces, Tom tenía que hacer un esfuerzo especial por mantener el tipo a la hora de hablar con Harry. Ese esfuerzo era lo que más le atraía de sus conversaciones. A Tom le gustaba pensar deprisa, y llevar su capacidad discursiva por senderos inhabituales, verse obligado a mantenerse alerta, le resultaba tonificante. Tres o cuatro meses después de su primera charla -cuando apenas se conocían, y por tanto no eran ni amigos ni asociados-; Tom se dio cuenta de que, entre todos sus conocidos de Nueva York, con nadie hablaba más francamente que con Harry Brightman.

Y sin embargo Tom siguió resistiéndose a su ofrecimiento. Durante más de seis meses rechazó las propuestas del librero para que trabajara con él, y en ese tiempo alegó tantas razones diferentes, expuso tal cantidad de argumentos para que Harry buscara a otro, que los dos acabaron tomando a broma su reticencia. Al principio, Tom se empeñaba en defender las virtudes de su trabajo, improvisando complejas teorías sobre el valor ontológico de la vida de taxista.

– Abre un camino directo a la inconsistencia del ser -sentenciaba, esforzándose por no sonreír mientras imitaba la jerga de su pasado universitario-, un espacio único por donde acceder a las caóticas infraestructuras del universo. Te pasas la noche dando vueltas por la ciudad, sin saber nunca adónde vas a ir a parar. Un cliente sube a la parte de atrás del taxi, te dice que lo lleves a tal y tal sitio, y ahí es adonde te diriges. Riverdale, Fort Greene, Murray Hill, Far Rockaway, la otra cara de la luna. Todo destino es arbitrario, toda decisión está regida por el azar. Ya puedes ir derecho, zigzaguear, llegar lo más rápido posible, pero en el fondo no tienes ni voz ni voto en el asunto. Eres un juguete de los dioses, y no tienes voluntad propia. Sólo estás para satisfacer los caprichos de la gente.

– Y esos caprichos -decía Harry, inyectando un malicioso destello a su mirada-…, qué atrevidos deben ser esos caprichos. Apuesto a que ves cantidad de ellos en el espejo retrovisor.

– He visto de todo lo habido y por haber, Harry. Masturbación, fornicación, embriaguez en todas sus formas. Vómito y semen, mierda y meados, sangre y lágrimas. En uno u otro momento, todos los fluidos humanos se han derramado en el asiento trasero de mi taxi.

– ¿Y quién limpia todo eso?

– Pues yo. Es mi trabajo.

– Bueno, jovencito, recuerda entonces -decía Harry, llevándose el dorso de la mano a la frente en un fingido desvanecimiento de diva- que, cuando vengas a trabajar a mi establecimiento, descubrirás que los libros no sangran. Y desde luego no defecan.

– También hay buenos momentos -añadía Tom, resistiéndose a que Harry dijera la última palabra-. Indelebles momentos de gracia, éxtasis minúsculos, milagros inesperados. Pasar tranquilamente por Times Square a las tres y media de la madrugada, sin nada de tráfico, y encontrarte de pronto solo en el centro del mundo, con esa lluvia de luces de neón cayéndote encima. Hacer que el velocímetro pase de ciento veinte por el Belt Parkway justo antes de amanecer y sentir cómo te inunda el olor del océano por la ventanilla abierta. O cruzar el Puente de Brooklyn en el preciso instante en que la luna llena aparece en medio del arco, y eso es lo único que se ve, la brillante esfera amarilla de la luna, tan grande que da miedo, y entonces te olvidas de que vives aquí en la tierra y te imaginas que en realidad estás flotando por el espacio. Ningún libro puede reproducir esas cosas. Estoy hablando de la verdadera trascendencia, Harry. De salir del cuerpo y entrar en la plenitud y el espesor del mundo.

– Para hacer eso no necesitas conducir un taxi, muchacho. Cualquier cacharro te serviría.

– No, es distinto. Con un coche normal, evitarías el aspecto desagradable del trabajo, y ésa es la base de toda la experiencia. El cansancio, el aburrimiento, la embrutecedora monotonía. Entonces, de pronto, sientes un súbito ramalazo de libertad, unos instantes de auténtica y absoluta dicha. Pero eso hay que pagarlo. Sin tedio, no hay gozo.

Tom no tenía idea de por qué se resistía de aquel modo a la oferta de Harry. No creía en la décima parte de las cosas que le decía, pero cada vez que volvía a salir a la luz la cuestión de cambiar de trabajo, se cerraba en banda y empezaba a soltar sus absurdos argumentos y justificaciones. Tom era consciente de que estaría mejor trabajando con Harry, pero la perspectiva de convertirse en empleado de una librería de lance no le resultaba muy halagüeña, no se parecía en nada a la idea que tenía cuando soñaba con rehacer su vida. No era un gran paso adelante, desde luego, una verdadera nimiedad comparado con todo lo que había perdido. De modo que los ofrecimientos continuaron, y cuanto más desprecio sentía Tom por su trabajo, con mayor ahínco defendía su propia inercia; y cuanto más apático se mostraba, más se despreciaba a sí mismo. La conmoción de cumplir los treinta en aquellas circunstancias funestas le hizo mella, pero no hasta el punto de impulsado a tomar medidas, y aunque su cena en la barra del Metropolitan Diner había concluido con la determinación de encontrar otro trabajo como mucho un mes después de aquella noche, cuando ese mes llegó a su fin seguía trabajando en la Compañía de Taxis Tres D. Tom siempre había tenido curiosidad por saber lo que significaban las tres D, y ahora creyó adivinado. Desolación, Destrucción, Desintegración. Informó a Harry de que consideraría su oferta, pero luego no hizo nada, igual que siempre. Si no hubiera sido por un drogata tartamudeante que en pleno colocón le puso una pistola en el cuello en la esquina de la calle Cuatro y la Avenida B una fría noche de enero, ¿quién sabe cuánto tiempo más habría durado aquel tira y afloja? Pero Tom comprendió al fin, y cuando a la mañana siguiente fue a la tienda de Harry y le comunicó que había decidido aceptar el trabajo, su época de taxista había concluido para siempre.

– Tengo treinta años -declaró a su nuevo jefe- y peso veinte kilos de más. Hace más de un año que no me acuesto con una mujer, y en las últimas doce mañanas he soñado con atascos en doce sitios distintos de la ciudad. Podría equivocarme, pero creo que estoy preparado para cambiar de vida.

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