«IGUAL QUE TONY»

Cumplí mi promesa y no dije nada a Joyce, pero si guardaba el secreto era tanto para ayudar a las chicas como para protegerme a mí mismo. En caso de que Joyce descubriera la verdad, no estaba muy seguro de cómo iba a reaccionar. Sospechaba que no con calma, y entonces una posible consecuencia de su cólera sería buscar a alguien a quien echar la culpa. ¿Y quién mejor para representar el papel de chivo expiatorio que el tío de Aurora, el gorrón chapucero que la había convencido para introducir en el núcleo mismo de la familia Mazzucchelli a su corrompida sobrina, la cual se las había arreglado para convertir a la inocente Nancy en una ferviente y apasionada lesbiana? Me imaginé que Joyce acabaría echándolas a las dos de la casa, y en el consiguiente tumulto familiar yo me vería obligado a defender a la hija de mi hermana, lo que me enfrentaría a Joyce hasta el punto de que yo también terminaría de patitas en la calle. Para entonces llevábamos un año juntos, y sabe Dios que aquello era lo último que deseaba.

Un domingo tranquilo y caluroso, justo después de las vacaciones de verano, quedamos por la noche en mi casa para cenar y ver películas. Después de llamar a un restaurante tailandés para pedir la cena, se volvió hacia mí y me dijo:

– No te vas a creer lo que se traen entre manos.

– ¿A quiénes te refieres? -pregunté.

– A Nancy y Aurora.

– No sé. Hacen joyas y luego las venden. Cuidan de sus hijos. Lo normal.

– Se acuestan juntas, Nathan. Están enrolladas.

– ¿Cómo lo sabes?

– Las he pillado. El jueves por la noche me quedé aquí, ¿te acuerdas? A la mañana siguiente me levanté pronto, y en vez de irme derecha a trabajar, volví a casa a cambiarme de ropa. Por la tarde iba a venir el fontanero, y subí a la habitación de Nancy para recordárselo. Abrí la puerta, y allí estaban las dos, desnudas encima de las sábanas, dormidas y abrazadas la una a la otra.

– ¿Se despertaron?

– No. Cerré la puerta sin hacer ruido, y luego bajé la escalera de puntillas. ¿Qué iba a hacer? Estoy deshecha, me dan ganas de cortarme las venas. Pobre Tony. Por primera vez desde que dejó este mundo, me alegro de que esté muerto. Me alegro de que no viva para ver esta… esta monstruosidad. Se le habría partido el alma. Su propia hija acostándose con otra mujer. Cada vez que lo pienso me dan ganas de vomitar.

– No hay mucho que puedas hacer, Joyce. Nancy es una mujer hecha y derecha, y puede acostarse con quien le dé la gana. Y lo mismo puede decirse de Aurora. Las dos lo han pasado muy mal. Ambas llevan a la espalda la carga de una ruptura matrimonial, y es probable que estén un poco hartas de los hombres. Eso no significa que sean lesbianas, ni tampoco que su relación sea para toda la vida. Si encuentran consuelo la una en la otra durante una temporada, ¿qué tiene eso de malo?

– Lo malo es que es repugnante y antinatural. No entiendo cómo puedes tomártelo con tanta tranquilidad, Nathan, de verdad que no. Es como si no te importara.

– La gente siente lo que siente. ¿Quién soy yo para decir si aciertan o se equivocan?

– Pareces un activista de los derechos de los homosexuales. Dentro de nada me dirás que has estado liado con hombres.

– Me cortaría el brazo derecho antes de irme a la cama con un hombre.

– Entonces, ¿por qué defiendes a Nancy y Aurora?

– Primero porque ellas no son yo. Y porque son mujeres.

– ¿Y qué significa eso?

– No estoy seguro. Pero como a mí me gustan tanto las mujeres, puedo entender por qué una mujer puede sentirse atraída por otra.

– Eres un cerdo, Nathan. Eso te excita, ¿verdad?

– Yo no he dicho eso.

– ¿Es eso lo que haces por la noche cuando estás aquí solo? ¿Sentarte ahí a ver películas porno de lesbianas?

– Hmmm. Nunca se me ha ocurrido. Debe ser más divertido que sentarme a escribir mi estúpido libro.

– No me tomes el pelo. Estoy al borde de un ataque de nervios, y tú gastando bromas.

– Porque no es asunto nuestro, por eso.

– Nancy es mi hija…

– Y Rory mi sobrina. ¿Y qué? No nos pertenecen. Sólo las tenemos en préstamo.

– ¿Qué voy a hacer, Nathan?

– Puedes hacer como si no supieras nada y dejadas en paz. O si no puedes darles tu consentimiento. No tiene por qué gustarte, pero ésas son las dos únicas cosas que puedes hacer.

– También las podría echar de casa, ¿no crees?

– Sí, supongo que sí. Y acabarías lamentándolo durante todos los días de tu vida. No vayas por ese camino, Joyce. Intenta encajar los golpes. Lleva la cabeza alta. Que no te tomen el pelo. Vota a los demócratas en todas las elecciones. Pasea en bici por el parque. Sueña con mi cuerpo inigualable y perfecto. Toma vitaminas. Bebe ocho vasos de agua al día. Apoya a los Mets. Ve mucho al cine. No te mates a trabajar. Haz un viaje conmigo a París. Ven al hospital cuando Rachel tenga el niño y coge en brazos a mi nieto. Cepíllate los dientes después de cada comida. No cruces la calle con el semáforo en rojo. Defiende al débil. Hazte valer. Recuerda lo hermosa que eres. Acuérdate de lo mucho que te quiero. Bebe un whisky con hielo todos los días. Respira profundamente. Mantén los ojos abiertos. No comas grasas. Sueña el sueño de los justos. Recuerda cuánto te quiero.

Su reacción ante la noticia correspondía más o menos a mis previsiones, aunque al menos Joyce no me hacía responsable de los actos de Rory, que era lo único que me interesaba en aquellos momentos. Lamentaba que hubiera abierto aquella puerta, sentía que se hubiese enterado de aquella manera tan horrorosa e imborrable, pero antes o después, le gustara o no, tendría que asimilar la situación. Llegó la cena, y dejamos de hablar de Nancy y Aurora durante un rato para concentrarnos en lo que comíamos. Recuerdo que aquella noche yo tenía más hambre que de costumbre, y en unos minutos me zampé los aperitivos y las gambas picantes con albahaca. Luego pusimos la tele y empezamos a ver una película titulada Los escoltas, una del Oeste de 1950 con Joel McCrea de protagonista. En un momento dado los vaqueros están de palique, sentados alrededor de una fogata, y el vejete de la cuadrilla (interpretado por James Whitmore, me parece) suelta una frase que me arrancó una sonora carcajada. «Me está gustando esto de envejecer», dice. «Quita las preocupaciones de la vida.» Besé a Joyce en la mejilla y musité:

– Ese imbécil no sabe lo que dice.

Y por primera vez en toda la noche hice reír a mi abatida y aún perpleja enamorada.

Diez minutos después de la carcajada de Joyce, mi vida tocaba a su fin. Estábamos sentados en el sofá, viendo la película, cuando de repente sentí un dolor en el pecho. Al principio creí que era acidez de estómago, una simple indigestión producida por la cena, pero el dolor siguió creciendo, extendiéndose por todo el tórax como si me hubieran prendido fuego a las entrañas, como si me hubiera tragado un cubo de plomo derretido, y poco después tenía un brazo dormido y tal hormigueo en la mandíbula que parecía que me habían clavado mil agujas invisibles. Había leído lo suficiente sobre ataques al corazón para saber que tenía los síntomas clásicos, y como el dolor proseguía su marcha ascendente, alcanzando cada vez mayores cotas de insoportable intensidad, di por supuesto que me había llegado la hora. Intenté levantarme, pero nada más dar dos pasos me desplomé y empecé a retorcerme en el suelo. Me agarraba el pecho con ambas manos, no podía respirar, y Joyce me tenía en sus brazos, mirándome a la cara y diciéndome que aguantara. Oí su voz a lo lejos.

– Ay, Dios mío. Ay, Dios mío, igual que Tony.

Y entonces ya no estaba allí, y la oí gritar, diciendo a alguien que enviaran una ambulancia a la calle Uno. Por increíble que parezca, no estaba asustado. El ataque me había transportado a otra dimensión, a una zona donde las cuestiones de vida y muerte carecían de importancia. Bastaba con asumir las cosas. Simplemente se aceptaba todo lo que viniera, y si aquella noche hubiera visto venir a la muerte, habría estado preparado para recibirla. Cuando los enfermeros me subieron a la ambulancia, me di cuenta de que Joyce estaba otra vez allí, frente a mí, con las mejillas llenas de lágrimas. Si no recuerdo mal, creo que logré sonreírle.

– No te me mueras, cariño -me dijo-. Por favor, Nathan, no te me mueras.

Luego se cerraron las puertas, y un momento después nos alejábamos de allí.

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