REVELACIONES INQUIETANTES

A Harry le costó setenta y dos horas convencer a Flora de que volviera a tomar su medicación, y una semana entera persuadirla de que volviera con su madre a Chicago. Al día siguiente de su marcha, Harry invitó a Tom a cenar con él en la Mike amp; Toni Steak House, en la Quinta Avenida, y por primera vez desde su salida de la cárcel nueve años antes descubrió el pastel sobre su pasado: toda la cruda y necia historia de su disipada vida, pasando de la risa al llanto mientras se desahogaba frente a su incrédulo empleado.

Empezó en Chicago como dependiente en la sección de perfumería de Marshail Field's. Al cabo de dos años, ascendió a la posición algo más prestigiosa de ayudante de escaparatista, y sin duda ahí se habría quedado de no haber sido por su inverosímil matrimonio con Bette (pronúnciese bet) Dombrowski, hija menor del millonario Kad Dombrowski, popularmente conocido como el Rey de los Pañales del Midwest. La galería de arte que Harry abrió al año siguiente se montó enteramente con la fortuna de Bette, pero el hecho de que ese dinero le procurara unas comodidades y una posición social impensables hasta entonces no significaba que se casó con ella únicamente por su riqueza o que inició su nueva vida simulando lo que no era. Nunca dejó de ser absolutamente sincero con ella sobre la cuestión de sus tendencias sexuales, pero ni siquiera eso impidió que Bette viese en Harry al hombre más deseable que había conocido en la vida. Entonces ella ya andaba por los treinta y tantos años, era una mujer escasamente atractiva y sin experiencia que llevaba camino de convertirse en una eterna solterona, y sabía que si no se hacía valer y se casaba con Harry, estaba destinada a pasarse el resto de la vida en casa de su padre, donde se convertiría en objeto de menosprecio, la desmañada tía de los hijos de sus hermanos, una exiliada en el seno de su propia familia. Afortunadamente, las relaciones sexuales tenían para ella menos importancia que el cariño, y soñaba con compartir su vida con un hombre que le ofreciese algo de la animación y la confianza que a ella le faltaban. Si Harry quería permitirse algún escarceo o irse clandestinamente de jarana, ella no pondría objeciones. A condición, le dijo, de que siguieran casados y entendiera lo mucho que le quería.

Había habido mujeres en la vida de Harry. Desde los primeros años de la adolescencia, su historia sexual había sido un variado catálogo de deseos y apetitos que recaían a ambos lados de la barrera. Harry estaba contento de ser así, se alegraba de su inmunidad al prejuicio que lo hubiera obligado a pasarse la vida desdeñando los encantos de la mitad del género humano, pero hasta que Bette le propuso matrimonio en 1967, nunca se le había ocurrido que podría comprometerse con alguien, y mucho menos convertirse en marido. Harry se había enamorado muchas veces en el pasado, pero rara vez lo habían amado a él, y el ardor de Bette lo asombraba. No sólo se le entregaba sin reservas, sino que además le otorgaba total libertad.

También había, por supuesto, ciertos inconvenientes que superar. La familia de Bette, en primer lugar, y la despótica interferencia del fanfarrón de su padre, que periódicamente amenazaba con excluir del testamento a la hija a menos que se divorciara de aquel «repelente mariquita». Y luego, quizá aún más perturbadora, estaba la cuestión de la propia Bette. No la personalidad ni el carácter de Bette, sino su cuerpo, su apariencia física, con sus pequeños y bizqueantes ojos, los desagradables pelos negros que adornaban sus carnosos antebrazos. Harry poseía un gusto instintivo y altamente desarrollado para lo bello, y nunca se había enamorado de alguien que no fuera mínimamente atractivo. Si algo le hizo dudar si casarse con ella, fue la cuestión de su aspecto. Pero Bette era tan buena, y estaba siempre tan pendiente de él, que Harry dio el paso, consciente de que su primera misión como hombre casado sería la de convertir a su esposa en el facsímil de una mujer que fuera capaz -con la luz adecuada y en las circunstancias propicias- de suscitar en él una chispa de deseo. Algunas de aquellas mejoras fueron bastante fáciles de lograr. Sustituir sus gafas por lentes de contacto; poner al día su guardarropa; someter sus brazos y piernas a penosos tratamientos de depilación a intervalos regulares. Pero había otros factores, ajenos a la intervención de Harry, que dependían exclusivamente de los esfuerzos de su flamante esposa. Y Bette los realizó. Con toda la disciplina y abnegación de una hermana de la caridad, se puso a dieta y logró perder casi una quinta parte de su peso durante el primer año de matrimonio, pasando de sus antiestéticos setenta kilos a unos estilizados cincuenta y siete. Harry se conmovió ante la constancia de su voluntariosa Galatea, y a medida que Bette se transformaba bajo los cuidados y la atenta mirada de su marido, la creciente admiración que sentían el uno por el otro se convirtió en amistad firme y duradera. El nacimiento de Flora en 1969 no fue el resultado de una sola sesión preparada con esmero. Durante los primeros años de matrimonio Harry y Bette mantuvieron relaciones con la frecuencia suficiente para hacer que el embarazo fuese casi inevitable, un hecho consumado a priori. ¿Quién entre los amigos de Harry habría sido capaz de predecir tal cambio? Se había casado con Bette porque le había prometido libertad, pero una vez que empezaron a vivir juntos, descubrió que no tenía interés alguno en ejercerla.

La galería abrió sus puertas en febrero de 1968. Significaba, a sus treinta y cuatro años, el cumplimiento de un antiguo sueño, y Harry puso todo su empeño en que el negocio fuera un éxito. Chicago no constituía el centro del mundo artístico, pero tampoco era un páramo cultural, y en la ciudad había suficiente dinero en circulación para que una persona inteligente pudiera acabar con algo en el bolsillo. Tras un periodo de profunda reflexión, decidió poner a su galería el nombre de Dunkel Frères. Harry no tenía hermanos, pero consideró que aquel nombre daba cierto aroma de viejo mundo a la empresa, sugiriendo una larga tradición familiar en la compraventa de obras de arte. Tal como lo veía él, la conjunción entre el nombre alemán y el adjetivo francés crearía en la imaginación de sus clientes una llamativa y agradable confusión. Unos pensarían que la mezcla de lenguas se debía a ciertos antecedentes alsacianos. Otros atribuirían su procedencia a una familia judeoalemana que había emigrado a Francia. Y también habría quienes no tendrían la menor idea de qué pensar. Nadie estaría nunca seguro de los orígenes de Harry; y cuando alguien logra rodearse de un aura de misterio, siempre le resulta fácil manejar al público.

Se especializó en la obra de jóvenes artistas: cuadros, sobre todo, pero también esculturas e instalaciones, junto con un par de happenings, que aún estaban de moda a finales de los sesenta. La galería patrocinaba lecturas de poesía y soirées musicales, y como a Harry le interesaban todas las formas de lo bello, la galería Dunkel Freres no permanecía anclada en una estrecha posición estética. Pop y op, minimalismo y abstracción, pintura geométrica y fotografía, videoarte y neoexpresionismo: a medida que pasaban los años, Harry y su hermano fantasma expusieron obras que representaban todas las ideas y tendencias de la época. En su mayor parte, las exposiciones fueron un estrepitoso fracaso. Eso era de esperar, pero más peligrosa para el futuro de la galería fue la deserción de una media docena de auténticos artistas que Harry había ido descubriendo. Brindaba a un joven su primera oportunidad, promocionaba su obra con su habitual olfato y estilo, le creaba un mercado, empezaba a sacarle unos buenos dividendos, y luego, al cabo de dos o tres exposiciones, el artista levantaba el campo y se marchaba a una galería de Nueva York. Ése era el problema de vivir en Chicago, y en el caso de los que tenían verdadero talento Harry lo entendía perfectamente, era un paso que debían dar.

Pero Harry era un hombre afortunado. En 1976, un pintor de treinta y dos años llamado Alec Smith entró en la galería con un paquete de diapositivas. Harry estaba ausente aquel día, pero a la tarde siguiente la recepcionista le entregó el sobre, y cuando quitó la funda de una transparencia y la acercó a la ventana para echarle un rápido vistazo -sin esperar gran cosa, preparado para la decepción-, comprendió que estaba ante algo grande. La obra de Smith lo tenía todo. Audacia, color, energía y luz. En una vorágine de pinceladas, las figuras restallaban como latigazos, vibraban con un incandescente rugido de emoción, un grito tan hondo, tan sincero y apasionado, que sugería a la vez júbilo y desesperación. Aquellos lienzos no se parecían a nada de lo que Harry había visto hasta entonces, y le produjeron una impresión tan fuerte que le empezaron a temblar las manos. Se sentó, examinó las cuarenta y siete diapositivas con un visor portátil, y luego cogió inmediatamente el teléfono y llamó a Smith para proponerle una exposición.

A diferencia de otros artistas jóvenes que Harry había patrocinado, Smith no quería nada con Nueva York. Ya había vivido seis años allí, y tras ser rechazado por todas las galerías de la ciudad, volvió a Chicago convertido en un hombre cargado de resentimiento y amargura, lleno de desprecio hacia el mundo del arte y todas las emputecidas y avarientas sanguijuelas que lo movían. Harry se refería a él como su «genio gruñón», pero a pesar del carácter insolente y a veces agresivo de Smith, en el fondo aquel bravucón tenía verdadera clase. Entendía el sentido de la lealtad, y una vez que se puso bajo el patrocinio de Dunkel Freres, jamás se le ocurrió la idea de buscar otro. Harry era quien lo había rescatado del olvido, y por tanto Harry seguiría siendo su marchante durante toda la vida.

Harry había encontrado su primer y único artista importante, y durante ocho años la galería fue solvente gracias a la obra de Smith. Tras el éxito de la exposición de 1976 (al cabo de dos semanas ya se habían vendido los diecisiete cuadros y treinta y un dibujos), Smith se largó a México con su mujer y su hijo pequeño y compró una casa en Oaxaca. A partir de entonces, el artista se negó a moverse de allí, y jamás volvió a poner los pies en Estados Unidos, ni siquiera para asistir a las exposiciones de su obra que todos los años se celebraban en Chicago, y mucho menos a las retrospectivas que montaban los museos de diversas ciudades del país cuando su fama empezó a crecer. Cuando necesitaba verlo, Harry no tenía más remedio que ir a México -cogía el avión unas dos veces al año-, pero en general se mantenían en contacto por carta y esporádicas llamadas telefónicas. Nada de eso planteaba problemas al director de Dunkel Freres. La producción de Smith era prodigiosa, y cada dos meses llegaban a la galería de Chicago nuevas cajas de cuadros y dibujos, que se vendían por sumas cada vez más jugosas y elevadas. Era un sistema ideal, y sin duda habría continuado durante muchos años más si Smith no se hubiera puesto hasta las cejas de tequila tres noches antes de cumplir los cuarenta para saltar luego del tejado de su casa. Su mujer aseguró que era una broma que había salido mal; su amante, que se trataba de un suicidio. Fuera lo que fuese, Alec Smith había muerto, y la nave de Harry Dunkel estaba al borde del naufragio.

Para entonces había aparecido un joven artista llamado Gordon Dryer. Harry le había montado la primera exposición justo seis semanas antes de que se produjera la catástrofe; no porque su obra le pareciese admirable (abstracciones severas, demasiado racionalistas, que no suscitaban ni ventas ni críticas positivas), sino por la presencia física de Dryer, que resultaba irresistible. Con treinta años, pero sin aparentar más de dieciocho, tenía un rostro delicado, femenino, manos pequeñas, blancas como el mármol, y unos labios que Harry sintió deseos de besar desde el primer momento que los vio. Tras dieciséis años de vida conyugal con Bette, el futuro jefe de Tom por fin sucumbió. No sólo a un enamoramiento fugaz e insignificante, sino a una embriaguez en toda la extensión de la palabra, a un amor increíble y apasionado. Y el ambicioso Dryer, desesperado por exponer su obra en Dunkel Freres, se dejó seducir por el rechoncho cincuentón de Harry. O puede que ocurriera a la inversa, y fuera Dryer quien sedujo al galerista. Pasara lo que pasase, el hecho se produjo cuando el dueño de la galería acudió al estudio del artista a ver sus últimos lienzos. El guapo niño-hombre adivinó enseguida las intenciones de Harry, y al cabo de veinte minutos de charla insustancial sobre los méritos del minimalismo geométrico, con toda naturalidad se puso de rodillas y le desabrochó la bragueta.

Tras la reacción no muy entusiasta a la exposición de Dryer, se multiplicaron las bajadas de cremallera, y poco tiempo después Harry acudía varias veces por semana al estudio del pintor. A Dryer le inquietaba que Harry lo borrase de su catálogo de artistas, y aparte de su propio cuerpo no tenía nada que ofrecer a cambio. Harry estaba demasiado loco por él para comprender que lo estaban utilizando, pero aunque hubiera caído en la cuenta, probablemente le habría dado lo mismo. Tal es la insensatez del corazón humano. Ocultó a Bette la relación, y como la quinceañera Flora ya empezaba a manifestar los primeros e insidiosos síntomas de esquizofrenia, pasaba tanto tiempo en casa como sus asuntos le permitían. La tarde era para Gordon, pero por la noche volvía a introducirse en el papel de marido y padre consciente de sus deberes. En esos momentos la noticia de la muerte de Smith le cayó como un mazazo, y Harry fue presa del pánico. Aún quedaba una serie de obras por vender, pero al cabo de seis meses o un año las existencias se agotarían. ¿Y entonces, qué? Tal como estaban las cosas, Dunkel Frères a duras penas se mantenía a flote, y Bette ya había invertido demasiado dinero en la galería para que Harry fuese ahora a pedirle más. Con Smith repentinamente desaparecido, la galería estaba condenada a irse a pique. Si no era hoy, sería mañana, y si no, pasado mañana. Porque lo cierto era que Harry no había logrado aprender lo más mínimo sobre la forma de llevar un negocio. Había confiado en el cascarrabias de Smith para mantener los derroches y extravagancias que se permitía (suntuosas fiestas y cenas para doscientas personas, reactores privados y coches con chófer, absurdas y arriesgadas apuestas por artistas de segunda y tercera clase, estipendios mensuales a pintores que no vendían un cuadro), pero la gallina de los huevos de oro había dado el salto del ángel en México, y en lo sucesivo ya no habría más opulencia.

Entonces fue cuando a Dryer se le ocurrió un plan para solucionar los problemas de Harry. Lo de poner el culo y mamarla sólo le serviría hasta cierto punto, pensó, pero si podía hacerse realmente indispensable, su carrera como artista estaría asegurada. Pese al frío intelectualismo de su obra, Dryer poseía un enorme talento natural como dibujante y colorista. Lo había suprimido en nombre de una idea, una concepción del arte que valoraba el rigor y la exactitud por encima de todo lo demás. Odiaba el efusivo romanticismo de Smith, con sus gestos recargados e impulsos pseudoheroicos, pero eso no significaba que fuera incapaz de imitar su estilo cuando quisiera. ¿Por qué no seguir creando la obra de Smith después de la muerte del artista? Los últimos cuadros y dibujos del joven maestro, desaparecido en la flor de la vida. Una exposición pública supondría un riesgo excesivo, desde luego (la viuda de Smith se enteraría y acabaría descubriendo el engaño), pero Harry podría vender las obras en la trastienda de la galería a los más fervientes coleccionistas de Smith, y siempre que Valerie Smith no se enterase de nada, el chanchullo podría arrojar un beneficio neto del cien por cien.

Harry se resistió al principio. Sabía que a Gordon se le había ocurrido algo brillante, pero la idea lo asustaba; no porque estuviera en contra, sino porque no creía que el muchacho tuviese la capacidad de llevar a cabo la estafa. Y si las falsificaciones no salían perfectas, réplicas exactas de las obras de Smith, probablemente acabaría en la cárcel. Dryer se encogió de hombros, como si sólo fuera algo que se le había pasado por la cabeza, y empezó a hablar de otra cosa. Cinco días después, cuando Harry volvió al estudio en una de sus visitas vespertinas, Dryer descubrió su primer original de Alec Smith, y el estupefacto marchante se vio obligado a admitir que había subestimado la capacidad de su joven protégé. Dryer se había erigido en el doble de Smith, desterrando hasta la última brizna de su propia personalidad con objeto de introducirse en la mente y el corazón de un muerto. Fue todo un número, un acto de brujería psicológica que llenó de respeto y terror la mente del pobre Harry. No sólo había captado Dryer la forma y el estilo de uno de los lienzos de Smith, copiando los crudos trazos de espátula, la densa coloración y el accidental hilillo de gotas aquí y allá, sino que había ido un poco más lejos de lo que el desaparecido pintor había llegado nunca. Era el siguiente cuadro de Smith, pensó Harry, el que habría empezado en la mañana del doce de enero de no haberse matado en la noche del día once saltando del tejado de su casa.

Durante los seis meses siguientes, Dryer produjo veintisiete cuadros más, aparte de varias docenas de dibujos a tinta y bocetos al carboncillo. Entonces, lenta y metódicamente, conteniendo con firmeza su entusiasmo en un inusitado alarde de prudencia y dominio de sí mismo, Harry engatusó a diversos coleccionistas del mundo entero y empezó a colocar las falsificaciones. El negocio continuó durante más de un año, periodo en el cual se despacharon veinte cuadros que produjeron cerca de dos millones de dólares limpios. Como Harry era la cabeza visible de la operación -y por tanto quien arriesgaba la reputación-, los falsificadores convinieron en un reparto del setenta por ciento para uno y el treinta por ciento restante para el otro. Quince años después, cuando Harry se desahogó confesándose a Tom mientras cenaban en Brooklyn, describió aquellos meses como la época más estimulante y terrorífica de su vida. Se encontraba inmerso en un estado de continuo pánico, explicó, y sin embargo, pese al horror y al convencimiento de que acabarían atrapándolo, era feliz, mucho más de lo que nunca había sido. Cada vez que lograba vender otro falso Smith al director de una empresa japonesa o a un constructor argentino, su arrebatado y sufrido corazón saltaba a través de cuarenta y siete aros de alegría.

En la primavera de 1986, Valerie Smith vendió su casa de Oaxaca y volvió a Estados Unidos con sus tres hijos. Pese a su matrimonio tempestuoso y a veces violento con el mujeriego Smith, siempre había sido una defensora incondicional de su obra, y conocía hasta el último cuadro que su marido había pintado desde los veinte años hasta su muerte en 1984. A raíz de la primera exposición en Dunkel Freres, el matrimonio había hecho amistad con un cirujano plástico llamado Andrew Levitt, acaudalado coleccionista que había comprado a Harry dos cuadros en 1976 y reunido un total de catorce Smith cuando Valerie fue a cenar a su casa de Highland Park diez años después. ¿Cómo podría Harry haber adivinado que volvería a Chicago? ¿Cómo podría haber sabido que Levitt -el mismo Levitt a quien había vendido un magnífico Smith falso sólo tres meses antes- la iba a invitar a su casa? Huelga mencionar que el adinerado doctor mostró orgullosamente su nueva adquisición en la pared del salón, y ni que decir tiene que la perspicaz viuda comprendió al instante lo que aquella obra significaba en realidad. Nunca le había caído bien Harry, pero le había concedido el beneficio de la duda en atención a Alec, consciente de que el vuelco que había dado la carrera de su marido se debía en gran medida al director de Dunkel Freres. Pero ahora su marido estaba muerto, Harry no se traía nada bueno entre manos, y la enfurecida Valerie Denton Smith tenía el firme propósito de acabar con él.

Harry lo negó todo. Sin embargo, con siete obras falsas aún guardadas en el almacén de la galería, a la policía no le resultó difícil encontrar pruebas para acusarlo. El siguió declarando su inocencia, pero entonces Gordon se largó de la ciudad, y a raíz de esa traición Harry se acobardó. En un acceso de desesperación y lástima de sí mismo, se derrumbó y acabó contando a Bette toda la verdad. Otro error, otro paso en falso en una larga serie de traspiés y desaciertos. Por primera vez en todos los años que la conocía, Bette arremetió con furia contra él: una violenta diatriba que incluía palabras tales como enfermo, codicioso, repugnante y pervertido. Se disculpó enseguida, pero el daño ya estaba hecho, y aunque sintió compasión por él y contrató a uno de los mejores abogados de la ciudad para defenderlo, Harry comprendió que su vida estaba deshecha. La investigación se prolongó durante diez meses, un lento proceso de acumulación de pruebas que fueron recogiéndose en lugares tan apartados como Nueva York y Exalte, Amsterdarn y Tokio, Londres y Buenos Aires, después de lo cual el fiscal del distrito del condado de Cook acusó a Harry de treinta y nueve delitos de fraude. La prensa publicó la noticia en grandes titulares en portada. Harry se enfrentaba a una condena de entre diez y quince años en caso de que perdiera el juicio. Siguiendo el consejo de su abogado, optó por declararse culpable, y entonces, para reducir aún más la sentencia, implicó a Gordon Dryer en la estafa, sosteniendo que la idea fue del pintor desde el principio, y que él mismo se vio obligado a ser cómplice de Dryer cuando éste amenazó con descubrir su relación. La recompensa por esa colaboración fue una condena máxima de cinco años, con la garantía de una considerable reducción de pena por buena conducta. La policía siguió la pista de Dryer hasta Nueva York y lo detuvo en una fiesta de fin de año en un bar de la calle Christopher, sólo unos minutos después de que comenzara 1988. Él también se declaró culpable, pero sin la posibilidad de proponer tratos ni denunciar a terceros, al ex amante de Harry le cayó una pena de siete años.

Pero lo peor aún estaba por llegar. Justo cuando Harry hacía los preparativos para ingresar en prisión, el viejo Dombrowski convenció a Bette para que presentara una demanda de divorcio. Empleó las mismas tácticas intimidatorias que había utilizado en el pasado -amenazando con excluirla de su testamento, con interrumpir su asignación-, pero esta vez lo decía en serio. Bette ya no estaba enamorada de Harry, pero tampoco se había planteado abandonarlo. A pesar del escándalo, pese a la deshonra que Harry había traído sobre sí, ni una sola vez se le había pasado por la cabeza poner fin a su matrimonio. El problema era Flora. Rondando los diecinueve, ya había estado ingresada en dos clínicas mentales privadas, y las perspectivas de una recuperación siquiera parcial eran nulas. Una atención médica de ese grado suponía unos gastos asombrosos, sumas que superaban los cien mil dólares por cada estancia, y si Bette perdía el cheque que su padre le enviaba todos los meses, la próxima vez que su hija sufriera una crisis no tendría más remedio que ingresarla en una institución pública: idea que simplemente se negaba a considerar. Harry comprendió su dilema, y como él no tenía solución alguna que proponer, aceptó de mala gana el divorcio, sin dejar de jurar que mataría al padre de Bette en cuanto saliera de la cárcel.

Se había convertido en un presidiario común, sin un céntimo, sin recursos ni planes de ninguna clase, y una vez que cumpliera su condena en Joliet, se vería tirado en la calle como un puñado de confeti. Por extraño que pareciese, fue su muy odiado suegro quien intervino para salvarlo; pero le salió caro, tan excesiva e implacablemente caro, que Harry nunca se recuperó de la vergüenza y repulsión que sintió al aceptar la propuesta del viejo. Sin embargo, no pudo resistirse. Se sentía demasiado vulnerable, demasiado atemorizado por el futuro para rechazarla, pero en cuanto estampó su firma en el contrato, supo que acababa de vender su alma al diablo y que se había condenado para siempre.

Por entonces ya llevaba casi dos años en la cárcel, y las condiciones de Dombrowski no podían haber sido más simples. Harry se mudaría a otra región del país, y a cambio de una cantidad de dinero suficiente para establecerse y montar un negocio, se comprometería a no volver nunca más a Chicago ni a ponerse de nuevo en contacto con Bette ni Flora. Dombrowski consideraba a Harry un degenerado, un ejemplar de alguna subespecie degradada que no podía calificarse plenamente de humana, y le hacía responsable directo de la enfermedad de Flora. Estaba loca porque Harry había fecundado a Bette con su esperma enfermizo y mutante, y ahora que había demostrado ser además un farsante y un delincuente, al salir de la cárcel se vería condenado a una vida de miseria y privaciones a menos que renunciara para siempre a reivindicar su paternidad. Harry renunció. Cedió a las monstruosas exigencias de Dombrowski, y a raíz de esa capitulación le fue posible iniciar una nueva vida. Se decidió por Brooklyn porque era Nueva York sin ser enteramente Nueva York, y las posibilidades de encontrarse allí con algún antiguo colega del mundo del arte parecían escasas. Había una librería en venta en Park Slope, en la Séptima Avenida, y aun cuando Harry no sabía nada del negocio de los libros, el establecimiento satisfacía su inclinación por las curiosidades y el desorden de almoneda. Dombrowski le compró el edificio entero, de cuatro pisos, y en junio de 1991 nació el Brightman's Attic.

Harry estaba llorando al llegar a ese punto, explicó Tom, y se pasó el resto de la cena hablando de su hija, recordando el último y angustioso día en que estuvo con ella antes de ir a la cárcel. Flora se encontraba en pleno ataque de nervios, cayendo en el delirio que la llevaría al hospital por tercera vez, pero aún mantenía la lucidez suficiente para reconocer a su padre y hablar con él en un lenguaje comprensible. En alguna parte había leído una serie de estadísticas por las que se calculaba la cantidad de gente en el mundo que nacía y moría cada segundo en un día cualquiera. Las magnitudes numéricas eran pasmosas, pero a Flora siempre se le habían dado bien las matemáticas, y enseguida extrapoló los datos de conjunto para formar grupos de diez: diez nacimientos cada cuarenta y un segundos, diez muertes cada cincuenta y ocho segundos (o lo que fuera). Ésa era la verdad de la vida, dijo a su padre mientras desayunaban aquella mañana, y con objeto de asimilar aquella verdad había decidido pasar el día sentada en la mecedora de su habitación, gritando regocijaos cada cuarenta y un segundos y afligíos cada cincuenta y ocho segundos para señalar la marcha de las diez personas que ya descansaban en paz y celebrar la llegada de los diez recién nacidos.

A Harry se le había desgarrado muchas veces el corazón, pero en aquel instante no era sino un montón de cenizas que le taponaban un agujero en el pecho. En su último día de libertad, pasó doce horas sentado en la cama viendo cómo su hija se balanceaba hacia atrás y hacia delante en la mecedora, gritando unas veces regocijaos y otras afligíos mientras seguía la trayectoria del segundero en la esfera del despertador de su mesilla de noche.

– ¡Regocijaos! -gritaba-. Regocijaos por los diez que están naciendo, que nacerán, que han nacido cada cuarenta y un segundos. Regocijaos, pero no os detengáis. Regocijaos una y otra vez, porque al menos eso es seguro, al menos eso es cierto, y al menos eso está más allá de toda duda: ahora viven diez personas que antes no existían. ¡Regocijaos!

Y entonces, aferrándose firmemente a los brazos de la mecedora mientras aceleraba el ritmo del balanceo, miraba a su padre a los ojos y gritaba:

– ¡Afligíos! Afligíos por los diez que han desaparecido. Afligíos por los diez que ya no viven, que han iniciado su viaje a lo desconocido. Afligíos infinitamente por los muertos. Afligíos por las personas que fueron buenas. Afligíos por las personas que fueron malas. Afligíos por los viejos que murieron con el cuerpo vencido. Afligíos por los jóvenes que fallecieron antes de tiempo. Afligíos por un mundo que permite que la muerte nos arranque de su seno. ¡Afligíos!

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