EN CARNE Y HUESO

Cuando estábamos a una manzana de la librería, de pronto se me ocurrió que la visita de Flora a Brooklyn significaba que Harry seguía en contacto con su ex mujer y su hija: en claro incumplimiento del contrato que había firmado con Dombrowski. En ese caso, ¿por qué el viejo no se le había echado encima para reclamar la propiedad del edificio de la Séptima Avenida? Si no había entendido mal su convenio, eso habría dado motivos al padre de Bette para coger a Harry de la oreja, ponerlo de patitas en la calle y quedarse con el Brightman's Attic. ¿Se me había escapado algo, pregunté a Tom, o había otro aspecto de la historia que se le había olvidado contarme?

No, Tom no se había dejado nada en el tintero. El contrato ya no era válido por la sencilla razón de que Dombrowski había muerto.

– ¿Murió de causas naturales -le pregunté-, o lo mató Harry?

– Muy gracioso -repuso Tom.

– Tú eres quien ha planteado esa cuestión, no yo. ¿Recuerdas? Dijiste que Harry había jurado que iba a matar a Dombrowski en cuanto saliera de la cárcel.

– Se dicen muchas cosas, pero eso no significa que haya intención de hacerlas. Dombrowski estiró la pata hace tres años. Tenía noventa y un años, y murió de un ataque.

– Según Harry.

Tom se rió ante aquella observación, pero al mismo tiempo noté que le empezaba a molestar un poco mi tono frívolo y sarcástico.

– Vale ya, Nathan. Sí, según Harry. Todo es según Harry. Lo sabes tan bien como yo.

– No te sientas culpable, Tom. No vaya traicionarte.

– ¿Traicionarme? Pero ¿de qué estás hablando?

– Te estás arrepintiendo de haberme revelado los secretos de Harry. Él te contó su historia, y ahora tú quebrantas su confianza contándomela a mí. No te apures, tío. A veces podré comportarme como un imbécil, pero no voy a soltar prenda. ¿Vale? No tengo ni puñetera idea de quién es Harry Dunkel. La única persona a quien voy a estrechar hoy la mano es Harry Brightman.

Lo encontramos en su despacho de la primera planta, sentado tras un amplio escritorio de caoba y hablando con alguien por teléfono. Llevaba una chaqueta de pana púrpura, según recuerdo, con un pañuelo de sed multicolor sobresaliendo del bolsillo superior izquierdo. El pañuelo parecía una rara flor tropical, un ornamento que inmediatamente llamaba la atención en el ambiente parduzco gris de la estancia cubierta de libros. Se me escapan ahora otros detalles de su vestimenta, pero la ropa de Harry no me interesaba tanto como examinar su rostro ancho y mofletudo, sus ojos azules, extremadamente redondos y algo saltones, y la curiosa configuración de sus dientes superiores: abiertos en abanico como los de una calabaza de Halloween, separados por pequeños espacios. Era un hombre menudo y extraño, pensé, un presumido con cabeza de cucurbitácea, sin el más mínimo rastro de vello en dedos y manos; sólo su voz de barítono suave y retumbante atenuaba su excesivo atildamiento.

Sin dejar de hablar por teléfono con aquella voz, Harry saludó a Tom con un gesto, y luego alzó el dedo índice en el aire, comunicándole en silencio que estaría con nosotros dentro de un momento. No acerté a saber cuál era el tema de la conversación, ya que Brightman hablaba menos que su invisible interlocutor, pero deduje que estaba discutiendo con un cliente o colega suyo la venta de una edición príncipe del siglo XIX. El título de la obra, sin embargo, no se mencionó, y pronto empecé a pensar en otra cosa. Por hacer algo, me puse a deambular por la habitación, inspeccionando las estanterías cargadas de libros. A ojo de buen cubero, debía de haber entre setecientos y ochocientos volúmenes en aquel espacio tan cuidadosamente organizado, con obras que iban de autores bastante antiguos (Dickens y Thackeray) a relativamente modernos (Faulkner y Gaddis). Los libros más antiguos estaban en su mayoría encuadernados en piel, mientras que los contemporáneos tenían forros transparentes para proteger la cubierta. En comparación con el revoltijo y el caos del piso de abajo, la primera planta era un paraíso de orden y tranquilidad, y el valor total de la colección debía ascender a unos buenos cientos de miles. Teniendo en cuenta que diez años atrás no tenía dónde caerse muerto, al antiguo señor Dunkel las cosas le habían ido bastante bien; estupendamente, en realidad.

Concluyó la conversación telefónica, y cuando Tom le explicó quién era yo, Harry Brightman se levantó de la butaca y me estrechó la mano. Todo cordialidad, exhibiendo los dientes de calabaza de Halloween en una sonrisa de cálida acogida, el modelo mismo del decoro y los buenos modales.

– Ah -dijo-, el famoso tío Nat. Tom habla mucho de usted.

– Ahora soy justo Nathan -repuse-. Hace unas horas que hemos prescindido de eso del tío.

– ¿Justo Nathan -inquirió Harry, frunciendo el ceño en fingida consternación- o Nathan a secas? Estoy algo confuso.

– Nathan -dije-. Nathan Glass.

Harry se llevó el dedo índice a la mejilla, adoptando la postura de un hombre abstraído en sus pensamientos.

– Qué interesante. Tom Wood y Nathan Glass. Madera y Cristal. Si yo me cambiara de nombre y me llamara Steel, podríamos abrir un estudio de arquitectura y llamarnos Wood, Glass y Steel. Ja, ja. Eso me gusta. Madera, vidrio y acero. Se lo construimos como quiera.

– O yo podría cambiarme de nombre y ponerme Dick -apunté-, entonces seríamos Tom, Dick y Harry. [3]

– Entre personas bien educadas nunca se pronuncia esa palabra -dijo Harry, fingiendo escandalizarse al oírme decir dick dos veces-. Se dice órgano masculino. En caso necesario, puede aceptarse la palabra pene. Pero dick no, Nathan. Eso de picha es muy vulgar.

Me volví hacia Tom y dije:

– Debe ser divertido trabajar con un jefe así.

– Ni un instante de aburrimiento -contestó Tom-. Es lo que se dice la juerga personificada.

Harry sonrió, lanzando luego una afectuosa mirada a Tom.

– Sí, sí -confirmó-. Ser librero es tan divertido, que a veces nos duele el estómago de tanto reímos. Y tú, Nathan, ¿en qué trabajas? No, retiro lo dicho. Ya me ha informado Tom. Eres agente de seguros.

– Ex agente de seguros -puntualicé-. Me he acogido a la jubilación anticipada_

– Otro ex -se lamentó Harry, emitiendo un suspiro de nostalgia-. A nuestra edad, Nathan, no somos más que una serie de ex. N'est-ce pas? En mi caso, probablemente podría recitar de un tirón más de una docena. Ex marido. Ex marchante. Ex marino. Ex escaparatista. Ex vendedor de perfumería. Ex millonario. Ex residente en Buffalo. Ex residente en Chicago. Ex presidiario. A lo largo de mi existencia he tenido mis líos y pasado mis apuros, como todo el mundo. No me duele admitirlo. Tom conoce todo mi pasado, y lo que Tom sabe, quiero que tú también lo sepas. Para mí, Tom es como de la familia, y al ser pariente de Tom, tú también eres de la familia. Tú, Nat, el ex tío de Tom, el que ahora es Nathan a secas. He pagado mi deuda con la sociedad, y tengo la conciencia tranquila. Pero la equis de ex, amigo mío, es la cruz que nos marca. Ahora y siempre, la cruz marca el lugar.

No estaba preparado para que Harry saliera reconociendo su culpa con tanta naturalidad. Tom me había advertido de que su jefe era un hombre plagado de contradicciones y sorpresas, pero en el contexto de una conversación tan absurda y extravagante, el hecho de que de buenas a primeras le hubiese parecido bien confiar en un completo desconocido me dejó perplejo. A lo mejor era porque ya se lo había confesado todo a Tom, pensé. Había encontrado valor para descubrir el pastel, por decirlo así, y ya que lo había hecho una vez, quizá no le resultaba tan difícil repetido. No estaba seguro, pero de momento me parecía la única hipótesis que tenía sentido. Habría preferido considerar la cuestión con más detenimiento, pero las circunstancias lo impidieron. La conversación siguió aquel curso acelerado, llena de las mismas observaciones tontas de antes, las mismas ocurrencias ridículas, las mismas bromas estúpidas y gestos pseudohistriónicos, y en el fondo tuve que admitir que aquel granuja con cabeza de cucurbitácea me había causado una espléndida impresión. Su charla resultaba un tanto agotadora, quizá, pero no decepcionaba. Cuando salí de la librería, ya había invitado a cenar a Tom y a Harry el sábado por la noche.

Eran más de las cuatro cuando llegué a casa. Seguía preocupado por Rachel, pero aún era pronto para llamarla (hasta las seis no volvía del trabajo). Y mientras me imaginaba cogiendo el teléfono y marcando el número de mi hija, comprendí que probablemente daba igual. Nuestras relaciones se habían vuelto tan frías que la consideré capaz de colgarme otra vez, y temía la perspectiva de que me hiciera un nuevo desprecio. En vez de llamarla, decidí escribirle una carta. Era un medio más seguro de abordar la cuestión, y si no ponía mi nombre y dirección en el remite, había posibilidades de que abriera el sobre y leyera la carta en vez de romperla y tirarla a la basura.

Creí que sería sencillo, pero tuve que intentarlo seis o siete veces antes de encontrar el tono adecuado. Pedir perdón a alguien es un asunto complejo, un ejercicio de delicado equilibrio entre el terco orgullo y el apesadumbrado cargo de conciencia, y a menos que uno sea realmente capaz de abrirse a la otra persona, toda disculpa adquiere un timbre falso y vacío. Mientras elaboraba los diversos borradores de la carta (con la moral cada vez más por los suelos, culpándome por todo lo que me había salido mal en la vida, flagelándome el alma atribulada y corrompida como un penitente medieval), me acordé de un libro que Tom me había enviado por mi cumpleaños ocho o nueve años atrás, en la época dorada en que June aún vivía y él seguía siendo el brillante y prometedor doctor Pulgarcito. Era una biografía de Ludwig Wittgenstein, filósofo del que había oído hablar pero al que nunca había leído: circunstancia nada inhabitual, teniendo en cuenta que mis lecturas se limitaban a la narrativa, sin la más mínima incursión en otros ámbitos. Me pareció un libro absorbente, bien escrito, en el que había una historia que destacaba sobre todas las demás y que no se me ha olvidado nunca. Según el autor, Ray Monk, después de haber escrito su Tractatus cuando era soldado en la Primera Guerra Mundial, Wittgenstein consideró que había resuelto todos los problemas de la filosofía y ya no podía ir más lejos en la materia. Se colocó de maestro de escuela en un pueblo perdido en las montañas de Austria, pero resultó que no tenía cualidades para el puesto. Severo, malhumorado, violento incluso, regañaba continuamente a los niños y les pegaba cuando no se sabían la lección. No los cachetes de rigor, sino puñetazos en la cabeza y en la cara, palizas impulsadas por la cólera, que acabaron causando graves traumas a una serie de chicos. Corrió la voz sobre aquella indignante conducta, y Wittgenstein se vio obligado a renunciar a su puesto. Pasaron los años, al menos veinte, si no me equivoco, y para entonces Wittgenstein vivía en Cambridge, dedicado de nuevo a la filosofía y convertido ya en un personaje famoso y respetado. Por motivos que ya he olvidado, atravesó una crisis espiritual y sufrió un desequilibrio nervioso. Cuando empezó a recuperarse, decidió que el único modo de recobrar la salud consistía en volver al pasado y pedir humildes disculpas a cada persona a la que hubiera ofendido o perjudicado. Quería purgar la culpa que le corroía las entrañas, limpiar su conciencia y empezar de nuevo. Como es lógico, ese camino lo condujo de nuevo al pequeño pueblo de montaña en Austria. Todos sus antiguos alumnos ya eran adultos, hombres y mujeres de veinticinco a treinta años, pero el tiempo no había atenuado el recuerdo del violento maestro. Uno por uno, Wittgenstein llamó a su puerta y les pidió perdón por su intolerable crueldad de dos décadas atrás. En ocasiones, llegó literalmente a hincarse de rodillas y suplicar, implorando la absolución de los pecados que había cometido. Cabría imaginar que una persona que se viera ante tales muestras de sincero arrepentimiento sentiría compasión por el doliente peregrino y acabaría transigiendo, pero de todos los antiguos alumnos de Wittgenstein, ni uno solo estuvo dispuesto a perdonarlo. El dolor que había causado era demasiado profundo, y su odio hacia el maestro trascendía toda posibilidad de gracia.

Pese a todo, yo tenía la casi total seguridad de que Rachel no me odiaba. Estaba decepcionada, molesta, cabreada conmigo, pero no creo que su animosidad fuera suficiente para crear una fisura permanente entre los dos. Sin embargo, no podía correr riesgos, y cuando me puse a redactar el borrador final de la carta, me hallaba en un estado de absoluto y total arrepentimiento. «Perdona al idiota de tu padre por hablar más de la cuenta», empecé, «y decir cosas que ahora lamenta muchísimo. Tú eres la persona que más me importa en el mundo. Eres sangre de mi sangre, te llevo en lo más hondo de mi corazón, y me atormenta pensar que un comentario estúpido pueda haber creado ese resentimiento entre nosotros. Sin ti, no soy nada. Sin ti, no soy nadie. Mi querida, mi amada Rachel, te ruego que des al necio de tu padre una ocasión de redimirse.»

Seguí en esa vena unos cuantos párrafos más, concluyendo la carta con la buena noticia de que su primo Tom había aparecido como por arte de magia en Brooklyn y estaba impaciente por volver a verla y conocer a Terrence (su marido, oriundo de Inglaterra y profesor de biología en Rutgers). A lo mejor podíamos cenar todos juntos una noche en la ciudad. Pronto, esperaba yo. Dentro de unos días o la semana próxima: en cuanto ella estuviera libre.

Tardé más de tres horas en concluir la tarea, y me quedé agotado, tanto física como mentalmente. Pero no me gustaba tener la carta rondando por el apartamento, así que salí inmediatamente a la calle y la eché en uno de los buzones de la entrada de la oficina de correos de la Séptima Avenida. Ya era hora de cenar, pero no tenía ni pizca de hambre. Así que recorrí varias manzanas más, entré en Shea's, la tienda de vinos y licores del barrio, y compré una botella de whisky escocés y dos de vino tinto. No suelo beber mucho, pero hay momentos en la vida en que el alcohol alimenta más que la comida. Aquél era uno de ellos. Recuperar el contacto con Tom me había levantado mucho la moral, pero ahora que me encontraba solo de nuevo, caí de pronto en la cuenta de que me había convertido en una persona desamparada y digna de lástima: un pedazo de carne desconectado y sin rumbo. No soy propenso a tener lástima de mí mismo, pero más o menos durante una hora me dejé llevar por la autocompasión con todo el abandono de un adolescente taciturno. Finalmente, al cabo de dos whiskies y media botella de vino, la melancolía empezó a esfumarse y me senté al escritorio para añadir otro capítulo al Libro del desvarío humano, una anécdota exquisita relacionada con la taza del retrete y una maqui nilla de afeitar eléctrica. Se remontaba a la época en que Rachel iba al instituto y aún vivía en casa, y ocurrió en la fría tarde de un jueves, día de Acción de Gracias, cuando faltaba media hora para la llegada de unos doce invitados, prevista para las cuatro. No con poco dispendio, Edith y yo habíamos reformado el baño de la planta de arriba, y todo estaba reluciente: baldosines, armarios, botiquín, lavabo, bañera y ducha, retrete, todo era nuevo. Yo me encontraba en el dormitorio, haciéndome el nudo de la corbata de pie frente al espejo; Edith estaba abajo, en la cocina, asando el pavo en el horno y cuidando de los detalles de última hora; y Rachel, con dieciséis o diecisiete años, que se había pasado la mañana y las primeras horas de la tarde redactando un trabajo para el laboratorio de física, estaba en el baño, arreglándose a toda prisa antes de que llegaran los invitados. Acababa de ducharse en la ducha nueva y ahora estaba frente al retrete, con el pie derecho apoyado en el borde de la taza, afeitándose la pierna con una maquinilla Schick que funcionaba con pilas. En un momento dado, la maquinilla se le escurrió y cayó al agua. Metió la mano e intentó sacada, pero el artilugio se había quedado atascado en el fondo, y no podía sacarlo. Entonces abrió la puerta y gritó:

– ¡Papá! -Aún me llamaba papá por entonces-. Necesito que me ayudes.

Y papá fue a ver. Lo más gracioso de la situación era que la maquinilla seguía zumbando y vibrando dentro del agua. Era un ruido extrañamente insistente y molesto, un obstinado acompañamiento sonoro a lo que ya constituía una situación desconcertante y curiosa, quizá sin precedentes. Y, con aquel zumbido, además de inhabitual resultaba bastante cómica. Me reí al ver lo que pasaba, y cuando Rachel comprendió que no me estaba riendo de ella, se echó a reír también. Si tuviera que elegir un instante, un solo recuerdo para guardar en la memoria entre todos los momentos que he pasado con ella desde hace veintinueve años, creo que sería ése.

Las manos de Rachel eran mucho más pequeñas que las mías. Si ella no era capaz de sacar la maquinilla, no cabía esperar que yo lo consiguiera, pero lo intenté por guardar las formas. Me quité la chaqueta, me remangué, me lancé la corbata por encima del hombro izquierdo y metí la mano. El vibrante instrumento estaba tan firmemente atascado, que sacarlo parecía completamente imposible.

Nos habría sido muy útil uno de esos largos alambres flexibles que utilizan los fontaneros, pero no teníamos ninguno, así que deshice una percha metálica y la introduje en el retrete. Aunque el alambre era fino, resultaba demasiado grueso para nuestro propósito y no nos sirvió de nada.

Entonces sonó el timbre de la puerta, creo recordar, y llegó el primero de los muchos parientes de Edith. Rachel seguía en albornoz, de rodillas y sentada sobre los talones, observando mis vanos esfuerzos por sacar la máquina con el alambre, y como iba pasando el tiempo, le sugerí que sería mejor que se vistiera.

– Voy a desmontar la taza y a volverla del revés -le dije-. A lo mejor puedo sacar el aparatito tirando de él por el otro lado.

Rachel sonrió, me dio unas palmaditas en la espalda como si pensara que me había vuelto loco y se puso en pie. Cuando salía del baño, le dije:

– Di a tu madre que bajaré dentro de un poco. Si te pregunta lo que estoy haciendo, dile que no es asunto suyo. Y si vuelve a preguntarte, contéstale que estoy aquí arriba luchando por la paz mundial.

Había una caja de herramientas en el armario de la ropa blanca, al lado del dormitorio, y una vez que hube cortado la llave de paso del retrete, fui por unos alicates para desatornillar la taza del suelo. No sé lo que pesaría aquello. Logré levantado un poco, pero era demasiada carga para que pudiera volverlo del revés con la seguridad de que no se me iba a caer, sobre todo en un espacio tan lleno de obstáculos. No tuve más remedio que sacarlo del baño, y como temía arañar el parqué si lo dejaba en el pasillo, decidí llevarlo abajo y dejarlo en el jardín, en la parte de atrás de la casa.

A cada paso que daba, el retrete parecía pesar un kilo más. Cuando llegué al arranque de las escaleras, me dio la impresión de llevar una cría de elefante blanco en brazos. Afortunadamente, uno de los hermanos de Edith acababa de entrar en casa, y cuando vio lo que estaba haciendo, se acercó a echarme una mano.

– ¿Qué estás haciendo, Nathan? -me preguntó.

– Llevo el retrete en brazos -contesté-. Vamos a sacarlo fuera y dejarlo en el jardín.

Ya habían llegado todos los invitados, y hasta el último de ellos se quedó boquiabierto ante el extraño espectáculo de dos hombres con camisa blanca y corbata que transitaban por las habitaciones de una casa de un barrio residencial llevando a cuestas un retrete musical en el día de Acción de Gracias. Olía a pavo por todas partes. Edith servía bebidas. Había una música de fondo, una canción de Frank Sinatra («My Way», si no recuerdo mal), y la querida Rachel, muy cohibida, nos miraba con aire avergonzado, sintiéndose culpable de estropear la fiesta de su madre, tan cuidadosamente planeada.

Sacamos fuera al elefante y lo pusimos del revés en el parduzco césped de otoño. No puedo recordar la cantidad de herramientas distintas que saqué del garaje, pero ninguna sirvió.

Ni el mango del rastrillo, ni el destornillador, ni el martillo ni el punzón: nada. Y en todo ese tiempo la maquinilla eléctrica seguía zumbando, entonando su interminable aria de una sola nota. Unos cuantos invitados se congregaron en torno a nosotros en el jardín, pero tenían hambre y frío, y empezaban a aburrirse, y uno por uno fueron entrando todos en casa. Pero yo no: Nathan Glass, el obstinado, el que no se rinde, siguió allí. Cuando acabé comprendiendo que no quedaba esperanza alguna, cogí un mazo y reduje a pedacitos la taza del retrete. La indomable maquinilla de afeitar cayó suavemente al suelo. La apagué, me la guardé en el bolsillo y al entrar en casa se la entregué a mi ruborizada hija. Que yo sepa, el condenado chisme sigue funcionando todavía.

Tras guardar la historia en la caja que llevaba la etiqueta «Percances», me despaché la otra mitad de la botella y me acosté. Para ser sincero (¿cómo puedo escribir este libro si no digo la verdad?), me dormí masturbándome. Haciendo lo posible por imaginarme a Marina González desnuda, traté de convencerme de que estaba a punto de entrar en la habitación y meterse conmigo en la cama, impaciente por entrelazar su cálido y suave cuerpo con el mío.

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