DÍAS DE ENSUEÑO EN EL HOTEL EXISTENCIA

Quiero hablar de felicidad y bienestar, de esos raros e inesperados momentos en que enmudece la voz interior y uno se siente en paz con el mundo.

Quiero hablar del tiempo que hace a primeros de junio, de armonía y tranquilo reposo, de petirrojos y pinzones amarillos, de azulejos que pasan como flechas entre las verdes hojas de los árboles.

Quiero hablar de los benéficos efectos del sueño, de los placeres de la comida y el vino, de lo que ocurre en la cabeza cuando a las dos de la tarde se sale a la luz del sol y se siente en el cuerpo el cálido abrazo del aire.

Quiero hablar de Tom y Lucy, de Stanley Chowder y los cuatro días que pasamos en aquel albergue rural, de lo que pensamos y soñamos en lo alto de aquella colina al sur de Vermont.

Quiero recordar los cerúleos atardeceres, los lánguidos y rosáceos amaneceres, los osos gruñendo de noche en el bosque.

Quiero traerlo todo a la memoria. Si todo es demasiado pedir, entonces sólo una parte. No, más que eso. Casi todo. Casi todo, con espacios en blanco para los recuerdos que falten.

El taciturno pero cordial Stanley Chowder, experto segador de césped, astuto jugador de póquer y demonio del pimpón, aficionado al cine clásico norteamericano, veterano de la guerra de Corea, padre de una hija de treinta y dos años, maestra de cuarto de primaria que atiende al inverosímil nombre de Honey [7] y vive en Brattleboro. Stanley, de abundante cabellera y límpidos ojos azules, tiene sesenta y siete años pero está en buena forma para su edad. Alrededor de uno ochenta, complexión fuerte y enérgico apretón de manos.

Baja la colina en su coche para recogernos y llevarnos arriba. Tras saludar a Al Hijo y Al Padre, se presenta a sí mismo y luego nos echa una mano para trasladar nuestro equipaje del maletero de mi coche a la parte trasera de su ranchera Volvo. Observo que es rápido de movimientos, sólo le falta correr cuando va y viene de un vehículo a otro. Hay en sus gestos una nerviosa y consumada eficiencia. Stanley no es una persona cachazuda. La inactividad induce a pensar, y los pensamientos pueden resultar peligrosos, como cualquiera que viva solo entenderá enseguida. Tras escuchar el relato que ha hecho Al Padre de la muerte de Peg, veo a Stanley como un personaje perdido y atormentado. Complaciente, generoso en extremo, pero a disgusto consigo mismo: un hombre destrozado tratando de rehacer su vida.

Nos despedimos de los Wilson y les agradecemos su ayuda. Al Hijo promete informamos diariamente sobre los trabajos realizados en mi coche.

Un empinado camino vecinal con árboles a ambos lados; el terreno, lleno de baches; de cuando en cuando, una rama baja roza el parabrisas mientras subimos hacia la cresta de la colina. Stanley se excusa de antemano por los problemas con que podamos encontrarnos en el hostal. Hace dos semanas que está trabajando él solo para ponerlo en condiciones, pero aún queda mucho por hacer. Pensaba abrir para el Cuatro de Julio, pero cuando Al Hijo lo llamó para contarle nuestra apurada situación, no le «habría parecido bien» negarse a alojamos por unos días. Aún no ha contratado personal alguno, pero él mismo hará las camas y se ocupará de que estemos tan cómodos como las circunstancias lo permitan. Ya ha llamado a Brattleboro para hablar con su hija, que ha dicho que vendrá al hostal todos los días para hacernos la cena. Nos asegura que su hija es buena cocinera. Tom y yo le damos las gracias por su amabilidad. Absorto en esos múltiples asuntos, Stanley no se da cuenta de que Lucy no ha pronunciado una sola palabra.


Una mansión blanca de tres pisos con dieciséis habitaciones y un porche que rodea la casa. Un letrero a la entrada del camino dice THE CHOWDER INN, pero en cierto modo comprendo que acabamos de llegar al Hotel Existencia. De momento, decido no comunicar a Tom esa idea.


Antes de que nos conduzcan a nuestras habitaciones, Tom llama a Pamela desde el salón de la planta baja para explicarle lo que nos ha pasado. Stanley está arriba, haciendo las camas. Lucy se aleja hacia el sofá, y un momento después se arrodilla para acariciar al perro de Stanley, un labrador negro de avanzada edad llamado Spot [8]. Sin pretenderlo, pienso en Harry y en esa absurda frase que me ronda por la cabeza desde hace dos semanas: La cruz marca el lugar. El lugar se ha convertido ahora en un animal de cuatro patas, y mientras veo cómo el perro da unos lametazos a Lucy en la cara, me quedo cerca de Tom por si acaso me pasa el teléfono para que hable con Pamela. No lo hace, pero al escuchar lo que le dice, me sorprende la irritada respuesta de Pamela a la noticia de que nuestra llegada a Burlington se ha retrasado. Cualquiera diría que la avería del coche es culpa nuestra. Como si no ocurrieran imprevistos todo el tiempo. Pero Pamela acaba de pasar hora y media en el supermercado y en este momento «anda de coronilla» en la cocina para tener la cena preparada antes de que lleguemos. Como señal de hospitalidad y bienvenida, se le ha ocurrido una cena por todo lo alto, de muchos platos, que incluye de todo, desde gazpacho [9] hasta tarta de nueces casera, y se molesta, mejor dicho, se pone furiosa al enterarse de que ha estado trabajando para nada. Tom se disculpa una docena de veces, pero ella sigue regañándolo a pesar de todo. ¿Es ésa la nueva y mejorada Pamela de quien tanto he oído hablar? Si se lleva un chasco así cada vez que surge un pequeño contratiempo, ¿qué clase de madre adoptiva va a ser para Lucy? Lo último que la niña necesita es una burguesa neurótica que esté encima de ella todo el tiempo con requerimientos imperiosos y desmedidos.

Incluso antes de que Tom cuelgue el teléfono, decido que la Solución Burlington ha fenecido. Tacho el nombre de Pamela de la lista y me nombro a mí mismo tutor provisional de Lucy. Pero ¿acaso estoy yo más capacitado que Pamela para cuidar de Lucy? No, en múltiples aspectos seguro que no, pero en mi fuero interno sé que soy responsable de ella. Me guste o no.

Tom cuelga y sacude la cabeza.

– Vaya cabreo que ha cogido la señora -observa.

– Olvídate de Pamela -le sugiero.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que no vamos a Burlington.

– Ah. ¿Desde cuándo?

– Desde ahora mismo. Nos quedaremos aquí hasta que arreglen el coche, y luego volveremos a Brooklyn todos juntos.

– ¿Y qué piensas hacer con Lucy?

– Se viene a vivir conmigo, a mi apartamento.

– Cuando lo hablamos ayer, me dijiste que no tenías interés alguno.

– He cambiado de idea.

– Así que hemos venido hasta aquí para nada.

– En realidad, no. Mira a tu alrededor, Tom. Hemos aterrizado en el paraíso. Un par de días de descanso y sosiego, y volveremos a casa como nuevos.

Lucy no está a más de tres metros de nosotros cuando intercambiamos esas palabras, y oye hasta la última sílaba de lo que decimos. Cuando me vuelvo a mirarla, me está tirando besos con las dos manos, extendiendo los brazos a cada presión de los labios, como una prima donna en la noche de estreno. Me alegra verla tan contenta, pero también me asusta un poco. ¿Sé acaso dónde me estoy metiendo?

De pronto, recuerdo una frase de una película que vi a finales de los setenta. El título se me escapa, tanto la trama como los personajes han caído en el olvido, pero esas palabras me siguen resonando en la cabeza como si las hubiera oído ayer. «Los niños son un consuelo para todo; salvo para el hecho de tenerlos.»

Mientras Stanley nos lleva al último piso para enseñamos nuestras habitaciones, explica que Peg, la difunta señora Chowder («fallecida hace ya cuatro años»), se encargó de elegir los muebles, la ropa de cama, el papel pintado, las persianas venecianas, las alfombras, las lámparas, las cortinas, así como la multitud de pequeños objetos que se ven sobre las diversas mesas, mesillas y cómodas: tapetes de encaje, ceniceros, palmatorias, libros.

– Una mujer de gusto impecable -concluye.

Para mí, la decoración es un tanto recargada, un nostálgico intento de recrear el ambiente de una Nueva Inglaterra de antaño que en realidad era mucho más severa y apagada que las habitaciones juveniles y agradables que ahora tengo ante los ojos. Pero no importa. Todo parece limpio y cómodo, y hay un elemento que compensa y atenúa la nota dominante en la decoración cursi y desfasada: los cuadros que cuelgan de las paredes. Contrariamente a lo que cabría esperar, no hay una selección de bordados enmarcados, ni acuarelas de pobre ejecución de paisajes nevados de Vermont, ni grabados de Currier e Ives. Las paredes están cubiertas de fotografías en blanco y negro de veinte por veinticinco de antiguas estrellas cómicas de Hollywood. Es la única contribución de Stanley al aspecto de las habitaciones, pero eso es lo que marca la diferencia, inyectando una dosis de ingenio y ligereza en la formalidad del ambiente. De las tres habitaciones que nos ha preparado, una está dedicada a los Hermanos Marx, otra a Buster Keaton, y la última a Laurel y Hardy. Tom y yo dejamos que Lucy elija primero, y la niña se queda con Stan y Ollie al fondo del pasillo. Tom se decide por Buster, y yo acabo en medio de los dos, con Groucho, Harpo, Chico, Zeppo y Margaret Dumont.


Primera inspección del terreno. Inmediatamente después de deshacer el equipaje, salimos a ver el famoso césped de Stanley. Durante varios minutos, me inunda una oleada de sensaciones cambiantes. La impresión de la blanda y bien cuidada hierba bajo los pies. El zumbido de un tábano que me pasa cerca de la oreja. El olor a hierba. El aroma a lilas y madreselva. El rojo vivo de los tulipanes plantados alrededor de la casa. El aire empieza a vibrar, y un momento después una leve brisa me acaricia el rostro.

Paseo con mis tres compañeros y el perro, cavilando sobre cosas absurdas. Stanley nos informa de que la propiedad se extiende a lo largo y ancho de más de cuarenta hectáreas, y me imagino lo fácil que sería construir más casas si la población del Hotel Existencia superase la capacidad del edificio principal. Me estoy contagiando del sueño de Tom y deleitándome con las posibilidades. Veinticinco hectáreas de bosque. Un estanque. Un descuidado huerto de manzanas, una serie de colmenas abandonadas, una cabaña en el bosque para destilar sirope de arce. Y la hierba del césped de Stanley: la preciosa, interminable hierba, que se extiende a todo nuestro alrededor y más allá.

Nunca se hará realidad, digo para mis adentros. El plan de Harry está destinado al fracaso, y aunque no fuera así, ¿por qué doy por sentado que Stanley estaría dispuesto a vender su casa? Pero por otro lado, ¿y si Stanley se queda con nosotros y se asocia a la empresa? ¿Es la clase de persona que comprendería las aspiraciones de Tom? Llego a la conclusión de que tengo que conocerlo mejor, debo pasar todo el tiempo que pueda en su compañía.

Al cabo de unos veinte minutos o así, volvemos a la casa dando un rodeo. Stanley se apresura hacia el garaje para sacarnos unas hamacas, y cuando nos tumbamos, se disculpa y entra en el edificio. Tiene trabajo que hacer, pero los primeros huéspedes de pago del Chowder Inn son libres para holgazanear al sol todo el tiempo que quieran.

Durante unos minutos, miro cómo Lucy corretea por el césped, tirando palos al perro. A mi izquierda, Tom lee una obra dramática de Don DeLillo. Alzo la vista al cielo y observo las nubes que pasan. Un halcón describe un círculo y luego desaparece. Cuando vuelve, cierro los ojos. En cuestión de segundos, me quedo profundamente dormido.


A las cinco de la tarde, Honey Chowder hace su primera aparición, parando frente a la casa con el coche lleno de comestibles y dos cajas de vino. Para entonces, Tom y yo nos hemos levantado de las hamacas y estamos sentados en el porche, hablando de política. Interrumpimos nuestras condenas a Bush II y el Partido Republicano, bajamos los escalones hacia el Honda blanco, y nos presentamos a la hija de Stanley.

Es una mujer robusta, con el rostro salpicado de pecas, brazos fornidos y un apretón de manos que tritura los huesos. Rebosa seguridad en sí misma, sentido del humor y buena voluntad. Un poco autoritaria, quizá, pero ¿qué cabe esperar de una maestra de cuarto de primaria? Tiene una voz fuerte y algo ronca, pero me gusta su predisposición a la risa, su falta de complejos ante la dimensión de su personalidad. Llego a la conclusión de que es una chica competente, habilidosa, y sin duda divertida en la cama. No es guapa, pero tampoco fea. Radiantes ojos azules, labios carnosos, abundante cabellera entre rubia y cobriza. Mientras la ayudamos a descargar las bolsas de comestibles del maletero del coche, veo que mira a Tom con algo más que una distante curiosidad. El muy zopenco no nota nada, pero empiezo a preguntarme si esa joven mandona e inteligente no es la respuesta a mis oraciones. No una etérea B. P. M., sino una mujer soltera desesperada por cazar a un hombre. Un tornado. Una moza ansiosa, con mucha labia. Una apisonadora capaz de aplanar a nuestro muchacho.

Por segunda vez esta tarde, decido reservarme lo que pienso y no decir nada a Tom.


Tal como nos ha prometido Stanley, Honey nos prepara una cena excelente. Sopa de berros, lomo de cerdo asado, judías verdes con almendras, y de postre créme caramel, todo ello generosamente regado con buen vino. Siento una punzada de remordimiento por Pamela y el abortado festín que nos estaba preparando, pero dudo que el menú de Burlington hubiera podido superar lo que guarnece la mesa del Chowder Inn.

La victoriosa Lucy, ya liberada de su amenazante cautiverio, se presenta a cenar con su vestido de cuadros rojos y blancos, los zapatos negros de charol y los calcetines de volantes. No sé si es que a Stanley no le afecta el comportamiento de los demás o si es demasiado discreto, pero sigue sin hacer comentarios sobre el silencio de Lucy. Llevamos diez minutos comiendo, sin embargo, cuando su hija, mujer perspicaz y sin pelos en la lengua empieza a hacer preguntas. '

– ¿Qué le pasa a esta niña? ¿Es que no sabe hablar?

– Claro que sabe -contesto-. Lo que pasa es que no quiere.

– ¿Que no quiere hablar? -se extraña Honey-. ¿Qué significa eso?

– Es una prueba -explico, soltando la primera mentira que se me pasa por la cabeza-. Lucy y yo estábamos hablando el otro día sobre cosas difíciles, y llegamos a la conclusión de que no hablar es de las cosas más difíciles que se pueden hacer. Lucy acordó no decir una palabra en tres días. Si cumple su palabra, le he prometido que le daré cincuenta dólares. ¿No es así, Lucy?

Lucy asiente con la cabeza.

– ¿Y cuántos días te quedan? -continúo.

Lucy levanta dos dedos.

Ah, digo para mis adentros, ahí lo tenemos. Por fin ha confesado la niña. Dentro de dos días concluirá la tortura.

Honey entorna los ojos, a la vez recelosa y alarmada. Al fin y al cabo trabaja con niños, y nota que algo falla. Pero yo soy un desconocido para ella, y en lugar de insistir sobre el extraño y morboso juego que he inventado con la pequeña, aborda el problema desde otro punto de vista.

– ¿Por qué no está en el colegio esta niña? -pregunta-. Estamos a lunes, cinco de junio. Hasta dentro de tres semanas no empiezan las vacaciones de verano.

– Porque… -empiezo a decir, tratando apresuradamente de inventar otra bola-… Lucy va a un colegio privado… y el curso es más corto que en los colegios públicos. El viernes fue su último día de clase.

Una vez más, estoy seguro de que Honey no me cree. Pero a menos que se pase de la raya y cometa una grosería inaceptable, no puede seguir interrogándome sobre asuntos que no la conciernen. Me gusta esta mujer maciza y franca, y también su padre, el viejo Chowder, que está sentado frente a mí, despachando tranquilamente la cena y saboreando el vino, pero no tengo intención de sacar a relucir nuestros secretos de familia. No es que me avergüence de ser quienes somos, pero, por Dios, me digo a mí mismo, vaya familia que formamos. Menudo hatajo de almas en pena, tan variopinto y confuso. Qué ejemplo tan asombroso de imperfección humana. Un padre cuya hija no quiere tener nada más que ver con él. Un hermano que no ha visto a su hermana ni sabido nada de ella en tres años. Y una niña que se ha fugado de casa y sé niega a hablar. No, no vaya revelar a los Chowder la verdad de nuestro pequeño clan, tan escindido y calamitoso. Esta noche, no estoy dispuesto. Esta noche no; ni nunca, seguramente.

Tom debe de estar pensando algo parecido, porque se apresura a intervenir intentando desviar la conversación hacia otro tema. Empieza preguntando a Honey por su trabajo. Cuánto tiempo lleva en la enseñanza, por qué quiso ser maestra, qué le parece el sistema que siguen en Brattleboro, y todo eso. Sus preguntas son anodinas, de una atrofiada trivialidad, y al observar su expresión mientras habla con ella, veo que Honey no le interesa para nada: ni como mujer, ni como persona siquiera. Pero la Chowder es demasiado fuerte para dejar que la indiferencia de Tom le impida responder con gracia e inteligencia, y pronto es ella quien lleva la voz cantante, acribillando a nuestro muchacho con docenas de preguntas delicadas. Su agresividad hace que Tom se tambalee durante unos momentos, pero cuando cae en la cuenta de que su interlocutora es tan inteligente como él, se pone a la altura de las circunstancias y empieza a replicar como sólo él sabe. Stanley y yo apenas decimos palabra, pero a ambos nos divierte ese asalto de esgrima verbal que se ha iniciado ante nuestros ojos. Inevitablemente, la conversación se desvía hacia el tema de la política y las próximas elecciones de noviembre. Tom clama contra la creciente influencia de la derecha en Estados Unidos. Menciona la casi destrucción de Clinton, el movimiento antiabortista, la camarilla de las armas, la propaganda fascista de las tertulias radiofónicas, la cobardía de la prensa, la prohibición de enseñar el evolucionismo en algunos estados.

– Vamos hacia atrás -afirma-. Cada día que pasa, perdemos un pedazo de nuestro país. Si Bush sale elegido, no nos quedará nada.

Para mi sorpresa, Honey está totalmente de acuerdo con él. La paz reina durante treinta segundos aproximadamente, y luego ella anuncia su intención de votar por Nader.

– No hagas eso -la previene Tom-. Un voto a Nader es un voto para Bush.

– De eso nada -objeta Honey-. Es un voto para Nader. Además, Gore ganará en Vermont. Si no estuviera segura de eso, votaría por él. De ese modo puedo manifestar mi humilde protesta y evitar que Bush llegue a la presidencia.

– De Vermont no tengo idea -replica Tom-, pero sí sé que va a ser una elección reñida. Si en los estados decisivos hay mucha gente que piensa como tú, ganará Bush.

Honey se esfuerza por reprimir una sonrisa. Tom es tan puñeteramente serio que se muere por darle un corte con alguna observación descabellada y estrambótica para que deje de pontificar. Ya veo venir el chiste, y cruzo los dedos para que sea bueno.

– ¿Sabes lo que pasó la última vez que el pueblo escuchó a un bush [10] -pregunta Honey.

Nadie dice una palabra.

– Que estuvo cuarenta años vagando en el desierto.

Por mucho que le pese, Tom se echa a reír.

El combate singular llega a una conclusión súbita y decisiva, y Honey es la clara vencedora.

No quiero dejarme llevar por la emoción, pero creo que Tom ha encontrado la horma de su zapato. Que algo salga de todo eso es otra historia, una historia que el tiempo y las misteriosas atracciones de la carne contarán. Tomo nota de que debo estar atento a lo que pueda pasar.


A la mañana siguiente, temprano, llamo a la estación de servicio para hablar con Al Hijo, pero resulta que sigue sin hallar la solución al enigma del coche.

– Ahora mismo estoy trabajando en él -me informa-. En cuanto sepa de qué va, lo llamaré.

Me maravillo de lo poco que me afecta la noticia. Si acaso, me alegro de quedarme otro día en lo alto de nuestra colina, de no tener que pensar todavía en volver a Nueva York.

He de averiguar algo esta mañana, pero no consigo que Stanley se quede quieto el tiempo suficiente para entablar con él una conversación como es debido. Nos prepara el desayuno y nos lo sirve, pero en cuanto pone los platos en la mesa, sale precipitadamente de la cocina y sube a hacer las camas. Después de eso, se ocupa de diversas tareas de la casa: poner bombillas, sacudir alfombras, arreglar el marco de alguna ventana. No hay nada que hacer, salvo esperar a que más tarde se presente una ocasión.

El aire de la mañana es fresco, y hay neblina. Nos ponemos un jersey para salir al porche y contemplar el húmedo césped, empapado de rocío. Las nubes acabarán por fundirse y tendremos otra tarde radiante, pero de momento los árboles y matorrales apenas son visibles.

Lucy ha encontrado un libro en su habitación, y se lo trae al porche. Es un pequeño volumen de bolsillo, y como tapa el título con la mano, le digo que me lo enseñe para ver qué es. Los jinetes de la pradera roja, de Zane Grey. Le pregunto si es bueno, y asiente vigorosamente con la cabeza. No sólo bueno, parece decirme, sino una obra maestra de todos los tiempos.

Me parece una curiosa elección para una niña de nueve años pero ¿quién soy yo para ponerle pegas? A la niña le gusta leer digo para mí, y considero eso como un hecho positivo, una prueba de que nuestra pequeña fugitiva no tiene la mente atrofiada.

Tom se sienta en una silla a mi lado mientras Lucy estira las piernas en la mecedora con su novela del Oeste. El muchacho enciende su cigarrillo de después de las comidas y pregunta:

– ¿Crees que Al Hijo arreglará el coche algún día?

– Probablemente -contesto-. Pero yo no tengo prisa por salir de aquí. ¿Y tú?

– No, no mucha. Me empieza a gustar este sitio.

– ¿Te acuerdas de la cena con Harry la semana pasada?

– ¿Cuando te derramaste el vino tinto en los pantalones? ¿Cómo se me podría olvidar?

– He estado pensando en algunas de las cosas que dijiste aquella noche.

– Que yo recuerde, dije muchas cosas. Tonterías, en su mayor parte. Chorradas monumentales.

– No te encontrabas en tu mejor momento. Pero no dijiste ninguna estupidez.

– O tú estabas muy borracho para darte cuenta.

– Lo estuviera o no, tengo que saber una cosa. ¿Decías en serio eso de marcharte de la ciudad, o no eran más que palabras?

– Lo dije en serio, aunque no dejaba de ser mera palabrería.

– Eso es imposible. O una cosa u otra.

– Lo dije en serio, pero por otra parte soy consciente de que ese sueño nunca se hará realidad. Por tanto, no era más que hablar por hablar.

– ¿Y qué me dices del plan de Harry?

– Palabras, nada más. A estas alturas debías saber eso de Harry. Si hay alguien que siempre habla por hablar, ése es nuestro buen amigo Harry Brightman.

– No te lo discuto. Pero pongamos por caso que decía la verdad, imagínatelo. Figúrate que va a ganar mucho dinero y que estaría dispuesto a invertido en una casa de campo. ¿Qué dirías entonces?

– Diría: «Venga, vamos a hacerlo.»

– Bien. Ahora piénsalo detenidamente. Si pudieras comprar un sitio en cualquier parte del mundo, ¿dónde querrías que fuese?

– Todavía no he llegado a pensar en eso. Pero tendría que ser algún sitio aislado. Donde no hubiera gente alrededor.

– ¿Un sitio parecido al Chowder Inn?

– Sí. Ahora que lo dices, esto nos iría de maravilla.

– ¿Por qué no preguntamos a Stanley si quiere venderlo?

– ¿Para qué? No tenemos suficiente dinero para comprado.

– Te olvidas de Harry.

– No, no me olvido de él. Harry tiene sus cualidades, pero es la última persona a quien recurriría para algo así.

– Reconozco que hay una probabilidad entre un millón, pero sólo en el supuesto de que salga lo de Harry, ¿por qué no hablar con Stanley? Sólo por gusto. Si dice que le interesa, al menos sabremos el aspecto que tiene el Hotel Existencia.

– Aunque nunca vivamos aquí.

– Exacto. Aunque jamás volvamos en lo que nos queda de vida.


Resulta que Stanley lleva años pensando en vender la casa. Sólo la inercia y la apatía le han impedido «coger el toro por los cuernos», dice, pero si le ofrecieran un buen precio, no tardaría ni un minuto en mandarlo todo a hacer gárgaras. Ya no puede seguir viviendo con el fantasma de Peg. No puede soportar los crudos inviernos. No aguanta el aislamiento. Está hasta el gorro de Vermont, y sólo sueña con irse a vivir al trópico, a alguna isla caribeña donde haga calor todos los días del año.

Entonces, ¿por qué trabajar tanto para poner rápidamente a punto el Chowder Inn?, le pregunto. Por nada, contesta. No tiene nada mejor que hacer, y es una forma de combatir el aburrimiento.

Hora del almuerzo. Estamos los cuatro sentados a la mesa del comedor, comiendo fiambres, fruta y queso. Ahora que ha levantado la niebla, el sol entra a raudales por las ventanas abiertas, y los objetos de la habitación parecen más definidos, más vívidos, más llenos de color. Nuestro anfitrión desahoga sus penas con nosotros, pero yo me siento increíblemente feliz por estar donde estoy, dentro de mi propio cuerpo, mirando las casas que hay sobre la mesa, notando cómo el aire entra y sale de mis pulmones, saboreando el simple hecho de estar vivo. Es una lástima que se acabe la vida, digo para mí, qué pena que no podamos vivir para siempre.

Tom explica que en estos momentos no tenemos dinero para hacer una oferta por la casa, pero que tal vez estemos en condiciones de hacerla en las próximas semanas. Stanley dice que no sabe lo que vale la propiedad, pero que puede ponerse en contacto con una agencia inmobiliaria de la zona y averiguarlo. No sé si cree una palabra de lo que decimos, pero sólo con poder imaginarse una nueva vida parece haberse convertido en una persona diferente.

¿Por qué he alimentado este disparate? Todo depende de la venta de una falsificación del manuscrito de La letra escarlata, y no sólo estoy en contra de los planes delictivos de Harry, sino que para empezar tampoco tengo fe en ellos. Y lo que es más: aun cuando la tuviera, no me apetece nada trasladarme a Vermont. Hace poco tiempo que he empezado una nueva vida, y estoy muy contento de la decisión que tomé de instalarme en Brooklyn. Después de tantos años viviendo en el extrarradio, creo que la ciudad me va bien, y ya he empezado a tomarle cariño a mi barrio, con su cambiante mezcla de blanco, marrón y negro, su intrincado coro de acentos extranjeros, sus niños y sus árboles, sus laboriosas familias de clase media, sus parejas de lesbianas, sus tiendas de comestibles coreanas, el santón hindú de bata blanca que me saluda con una inclinación siempre que nos cruzamos por la calle, sus enanos y lisiados, sus ancianos pensionistas que avanzan paso a paso por la acera, las campanas de sus iglesias y sus diez mil perros, la furtiva población de vagabundos sin hogar, carroñeros solitarios que deambulan por las calles empujando sus carritos de la compra, hurgando en la basura en busca de botellas.

Si no quiero perder de vista todo eso, ¿por qué he obligado a Tom a mantener una absurda conversación sobre bienes inmuebles con Stanley Chowder? Para complacerlo, supongo. A fin de demostrarle que puede contar conmigo para llevar a cabo su proyecto, aunque ambos seamos conscientes de que los cimientos del nuevo Hotel Existencia no son sino «mera palabrería». Le llevo la corriente para que vea que estoy de su lado, y como Tom aprecia el gesto, también me sigue la corriente a mí. De esa recíproca manera nos engañamos lúcidamente a nosotros mismos. Como de todo esto no saldrá nada, podemos dedicarnos a soñar con toda tranquilidad sin tener que preocuparnos de las consecuencias. Ahora que hemos arrastrado a Stanley a nuestro pequeño juego, esto casi empieza a ser real. Pero no lo es. Sólo abundancia de palabras huecas y fantasía imposible, una idea tan falsa como el manuscrito de Hawthorne, que probablemente ni siquiera existe. Pero eso no quiere decir que el juego no resulte divertido. Hay que estar muerto para no disfrutar hablando de ideas descabelladas, ¿y qué mejor sitio para ello que en lo alto de una colina en medio de una región perdida de Nueva Inglaterra?

Después de almorzar, el rejuvenecido Stanley me reta a una. Partida de pimpón en el cobertizo. Le digo que estoy desentrenado, que hace años que no juego, pero no se conforma con mi respuesta. El ejercicio me sentará bien, afirma, «hará que la vida vuelva a fluir», así que de mala gana acepto jugar una partida o dos. Lucy nos acompaña cobertizo para asistir a la competición, pero Tom se queda a leer en el porche, sentado en una silla y fumando un cigarrillo.

Enseguida compruebo que Stanley no juega al pimpón que yo conozco. Las raquetas y la pelota son iguales, pero una vez en sus manos el ejercicio de salón pasa a ser un deporte verdadero y agotador, una variante miniaturizada y demoníaca del tenis. Saca con un efecto devastador, imposible de devolver, se pone a tres metros de la mesa y responde a cada lanzamiento mío como si yo no desplegara más destreza que un niño de cuatro años. Me gana tres veces seguidas -veintiuno a cero, veintiuno a cero y veintiuno a cero-, y cuando concluye la gran paliza, no puedo hacer otra cosa que inclinarme humildemente ante el vencedor antes de salir hecho polvo del cobertizo.


Empapado en sudor, vuelvo a la casa para darme una ducha rápida y cambiarme de ropa. Al subir los escalones del porche con Lucy, Tom me informa de que ha llamado a Brooklyn hace quince minutos. Harry ha salido a hacer una gestión, pero Tom ha dejado recado a Rufus de que nos llame cuando vuelva.

– Para ver si sigue interesado -explica Tom-. No tiene sentido despertar esperanzas en Stanley si Harry ha cambiado de idea.

He estado en el cobertizo menos de una hora, pero noto que en ese breve intervalo Tom ha estado pensando mucho. Algo en sus ojos me dice que la charla que hemos mantenido con Stanley en el almuerzo ha cambiado su postura con respecto al nuevo Hotel Existencia. Empieza a creer que es factible. Empieza a albergar esperanzas.

Da la casualidad de que el teléfono suena en el instante mismo en que entro en el vestíbulo. Lo cojo, y es el propio Brightman, que parlotea alegremente al otro extremo de la línea. Le hablo de la avería del coche, del Chowder Inn y del entusiasmo de Stanley por hacer un trato con nosotros.

– Éste es el sitio -prosigo-. La idea de Tom quizá resultaba un poco extraña en aquel restaurante de la ciudad, pero cuando estás aquí todo parece bastante razonable. Por eso te ha llamado. Para saber si todavía te apuntas.

– ¿Que si me apunto? -brama enfadadísimo Harry, en tono de actor decimonónico-. Cerramos el trato con un apretón de manos, ¿no?

– No, que yo recuerde.

– Bueno, a lo mejor no fue un verdadero apretón de manos, físicamente hablando. Pero a los tres nos pareció bien. Eso sí lo recuerdo perfectamente.

– Un apretón de manos imaginario.

– Eso es. Un apretón de manos imaginario. Un acuerdo mental.

– Todo dependiendo de tu pequeña operación, claro está.

– Pues claro. Ni que decir tiene.

– De manera que estás decidido a seguir adelante.

– Ya sé que tienes tus dudas, pero las cosas se están empezando a aclarar.

– ¿De veras?

– Sí. Y me complace comunicarte una excelente noticia. No creas que no me he tomado en serio tu consejo, Nathan. Le dije a Gordon que lo estaba pensando mejor, y que si no me organizaba un encuentro con el esquivo señor Metropolis, me retiraba del asunto.

– ¿Y?

– Y lo he conocido. Gordon lo trajo a la tienda y me lo presentó. Un individuo de lo más interesante. Apenas dijo una palabra, pero me di cuenta de que estaba en presencia de un verdadero profesional.

– ¿Te llevó alguna muestra de su trabajo?

– Una carta de amor de Charles Dickens a su amante. Espléndida demostración.

– Te deseo suerte, Harry. Si no por ti, al menos por Tom.

– Vas a estar orgulloso de mí, Nathan. Después de nuestra conversación del otro día, he pensado que necesito adoptar ciertas precauciones. Sólo por si se tuercen las cosas. No es que vayan a salir mal, pero cuando se ha vivido tanto como yo, sería una estupidez no considerar todas las posibilidades.

– Me parece que no te comprendo.

– No tienes por qué. Ahora no, en cualquier caso. Cuando llegue el momento, si es que llega, lo entenderás todo. Probablemente sea el paso más inteligente que he dado en la vida. Un espléndido gesto, Nathan. El derroche de los derroches. Un prodigioso salto del ángel hacia la grandeza eterna.

No sé de qué me habla. Harry está en pleno discurso grandilocuente, haciendo alarde de sus enigmáticas declaraciones únicamente por el caprichoso placer de escucharse a sí mismo, y no tiene sentido prolongar la conversación. Tom, que se ha acercado, está junto a mí. Sin molestarme en añadir una palabra más, le paso el teléfono y subo a darme una ducha.


A la mañana siguiente, Lucy abre por fin la boca y se pone a hablar.

Estoy esperando respuestas y revelaciones, el descubrimiento de múltiples misterios, un gran rayo de luz atravesando las tinieblas. No sé cómo se me ha ocurrido pensar que el lenguaje sería un vehículo de comunicación más eficaz que los gestos y movimientos de cabeza. Lucy ha resistido nuestros intentos de sonsacarle algo durante tres días consecutivos, y una vez que se toma la molestia de hablar, sus palabras apenas sirven de más ayuda que su silencio.

Empiezo por preguntarle dónde vive.

– En Carolina -responde, arrastrando las sílabas con el mismo acento provinciano del Sur que advertí en su voz el lunes por la mañana.

– ¿Carolina del Norte o Carolina del Sur?

– Carolina Carolina.

– Eso no existe, Lucy. Lo sabes perfectamente. Ya eres una niña mayor. Una de dos, Carolina del Norte o Carolina del Sur.

– No te enfades, tío Nat. Mamá me dijo que no lo dijera.

– ¿Fue idea de tu madre lo de que fueras a Brooklyn, a casa de tu tío Tom?

– Mamá dijo que me fuera, así que me fui.

– ¿Te dio pena dejarla?

– Mucha pena. Yo quiero a mi mamá, pero ella sabe lo que está bien.

– ¿Y qué me dices de tu padre? ¿Él también sabe lo que está bien?

– Pues claro. Es el hombre más justo del mundo.

– ¿Por qué no hablabas, Lucy? ¿Qué te ha hecho guardar silencio durante tantos días?

– Ha sido por mamá. Para que sepa que pienso en ella. Así es como hacemos las cosas en casa. Papá dice que el silencio purifica el espíritu, que nos prepara para recibir la palabra de Dios.

– ¿Quieres a tu padre tanto como a tu madre?

– No es mi verdadero padre. Soy adoptada. Pero he salido de la tripa de mamá. Me llevó nueve meses dentro de ella, así que soy sólo de ella.

– ¿Te dijo por qué quería que vinieras al Norte?

– Me dijo vete, así que me fui.

– ¿No te parece que Tom y yo deberíamos hablar con ella? Es su hermano, ya lo sabes, y yo soy su tío. Mi hermana era su madre.

– Lo sé. La abuela June. Viví con ella, pero ya se ha muerto.

– Si me das el teléfono de tu casa, las cosas serán mucho más sencillas para todos. No te mandaré de vuelta si no quieres ir. Sólo me interesa hablar con tu madre.

– No tenemos teléfono.

– ¿Cómo?

– A papá no le gustan los teléfonos. Una vez tuvimos uno, pero acabó devolviéndolo a la tienda.

– Muy bien, vale. ¿Me das tu dirección, entonces? Debes saberla.

– Sí, la sé. Pero mamá me dijo que no la dijera, y cuando mamá me dice algo, yo lo hago.


Esa conversación, exasperante y crucial, tiene lugar a las siete de la mañana. Lucy me ha despertado llamando a mi puerta, y se sienta a mi lado en la cama mientras yo me froto los ojos y acometo mi inútil interrogatorio. Tras la otra puerta, en la habitación Buster Keaton, Tom sigue durmiendo, pero cuando baja a desayunar una hora después, no tiene más éxito que yo en la tarea de sacarle información. Juntos, seguimos acribillándola a preguntas durante casi toda la mañana, pero la niña demuestra su temple y no cede un ápice. Ni siquiera nos dice en qué trabaja su padre («Tiene un trabajo») ni si su madre sigue teniendo el tatuaje en el hombro izquierdo («Nunca la he visto sin ropa»). El único hecho que decide poner en nuestro conocimiento no guarda relación con nuestros propósitos: su mejor amiga se llama Audrey Fitzsimmons. Nos enteramos de que Audrey lleva gafas, pero echando pulsos es la mejor de la clase de cuarto. No sólo gana a todas las chicas, sino que también es más fuerte que cualquier chico.

Frustrados, acabamos por darnos por vencidos, pero no antes de que Lucy me recuerde que he prometido pagarle cincuenta dólares en cuanto empezara a hablar de nuevo.

– Yo nunca he dicho eso -protesto.

– Sí que lo has dicho -contesta ella-. La otra noche, cenando. Cuando Honey te preguntó por qué no hablaba yo.

– Intentaba protegerte. No lo decía en serio.

– Entonces, es que eres un mentiroso. Papá dice que los mentirosos son los gusanos más repugnantes del mundo. ¿Es esa lo que eres, tío Nat? ¿Un maldito y asqueroso gusano?

Tom, que justo un momento antes ha estado a punto de retorcerle el cuello, suelta de pronto una carcajada.

– Será mejor que apoquines -me recomienda-. No querrás que te pierda el respeto, ¿verdad, Nathan?

– Eso -insiste Lucy-. Tú quieres que te quiera, ¿no es cierto tío Nat?

De mala gana, saco la cartera y le doy los cincuenta dólares.

– Menuda granuja estás hecha, Lucy

– Ya lo sé -responde ella, guardándose los billetes en el bolsillo y honrándome con una de sus inmensas sonrisas-. Mamá siempre me dice que tengo que hacerme valer. Un trato es un trato, ¿no? Si dejara que no cumplieras lo prometido, ya no te caería bien. Me tomarías por una blandengue.

– ¿Por qué piensas que me caes bien? -le pregunto.

– Porque soy muy rica -afirma ella-. Y porque cambiaste de opinión con lo de Pamela.

Puede que todo tenga mucha gracia, pero cuando se va corriendo a jugar con el perro, me vuelvo hacia Tom y le pregunto:

– ¿Cómo coño vamos a hacer que hable?

– Ya habla -me recuerda él-. Sólo que no dice lo que tiene que decir.

– Quizá deba amenazarla.

– Ése no es tu estilo, Nathan.

– No sé. ¿Y si le digo que te vuelto a cambiar de opinión? Si no Contesta a nuestras preguntas, la llevamos donde Pamela y la dejamos allí. y nada de peros.

– Lo tienes difícil.

– Estoy preocupado por Rory, Tom. Si la niña no cede, nunca vamos a enteramos de lo que pasa.

– Yo también estoy preocupado. Durante estos tres últimos años, no he hecho otra cosa que preocuparme. Pero asustando a Lucy no conseguiremos nada. La niña ya ha pasado lo suyo.

Esa misma mañana, a las once, llama Al Hijo desde el garaje y me dice que el problema esta resuelto. Azúcar en el depósito y los conductos de la gasolina, me informa. Ese dictamen me resulta tan desconcertante, que apenas caigo en lo que me está diciendo.

– Azúcar -repite-. Parece que alguien ha echado unas cincuenta latas de Coca-Cola en el depósito. Si se quiere estropear el coche a alguien, no hay manera más rápida y sencilla de hacerlo.

– ¡Santo Dios! -exclamo-. ¿Me está diciendo que lo han hecho a propósito?

– Eso es lo que le estoy diciendo. Las latas de Coca-Cola no tienen piernas, ¿verdad? No tienen manos ni dedos para abrirse ellas solas. La única explicación es que a alguien se le metió en la cabeza hacerle una buena a su coche.

– Tuvo que ser cuando estábamos comiendo. El coche funcionó bien hasta que lo dejamos aparcado frente al restaurante, La pregunta es: ¿por qué querría alguien hacemos algo así?

– Centenares de razones, señor Glass, Unos críos con ganas de alborotar, quizá. Ya sabe, una pandilla de adolescentes aburridos a los que les da por hacer una diablura. Esa especie de vandalismo se da mucho por aquí. O a lo mejor ha sido alguien que odia a los de Nueva York. Ve la matrícula del coche y decide darle una lección.

– Eso es ridículo.

– No le sorprenda. En esta parte de Vermont hay mucho resentimiento contra gente de otros estados. Sobre todo de Nueva York y Boston, pero he visto cómo algunos tarados la emprendían con gente de New Hampshire. Ocurrió justo el otro día, en el bar de Rick, junto a la Route 30. Entra un tío de Keene, de New Hampshire, que está a un paso de la frontera de Vermont, y uno de los borrachos de por aquí, no voy a mencionar nombres, le rompe una silla en la cabeza. «¡Vermont para los de Vermont!», grita. «¡Vete a tomar por culo a New Hampshire!» y empiezan a darse tortazos. Por lo que me han contado, el lío podría haber durado toda la noche si la poli no hubiera intervenido.

– Cualquiera que le oiga, diría que estamos viviendo en Yugoslavia.

– Ya, sé a lo que se refiere. A cualquier imbécil le da por defender un territorio, y que se vaya preparando todo el que no sea de su tribu.

Al Hijo sigue un par de minutos con lo mismo, lamentando el estado del mundo en tono incrédulo y compungido, y me lo imagino sacudiendo la cabeza a medida que va pronunciando las palabras. Al fin reanudamos la conversación sobre mi saboteado sedán verde, y me anuncia que se dispone a purgar el motor y los conductos del combustible. Voy a tener que poner bujías nuevas, una nueva tapa del delco y varias piezas más, pero lo único que me importa es que el viejo cacharro esté arreglado y funcionando otra vez. Al Hijo asegura que al final de la jornada estará como nuevo. Si su padre y él tienen tiempo, subirán a la colina en dos coches para entregarme el Cutlass antes de que anochezca. Si no, vendrán mañana por la mañana. No me molesto en preguntarle cuánto va a costar la reparación. Mis pensamientos han volado de momento a Sarajevo y Kosovo, a la carnicería de los miles de víctimas inocentes que murieron por la sencilla razón de que, en teoría, eran diferentes de sus verdugos.


Sombríos pensamientos me acechan hasta la hora de comer, y deambulo solo por la propiedad, dejando que Tom y Lucy se las arreglen por su cuenta. Es el único periodo deprimente de mi estancia en el Chowder Inn, pero esta mañana no ha salido nada bien, y de pronto siento que el mundo me acosa por todas partes. Las hábiles evasivas de Lucy, tan hermética; la creciente ansiedad por su madre; la maliciosa agresión contra mi coche; la inacabable reflexión sobre matanzas en lugares lejanos: todas esas cosas me vienen a la cabeza para recordarme que no hay escapatoria de las desdichas que asolan esta tierra. Ni siquiera en la colina más remota de la región sur de Vermont. Ni siquiera detrás de las puertas cerradas a cal y canto de un refugio imaginario llamado Hotel Existencia.

Me pongo a buscar un argumento positivo, alguna idea que nivele los platillos de la balanza, y acabo pensando en Tom y Honey. Nada es seguro en este momento, pero en la cena de anoche noté una considerable relajación en la actitud de mi sobrino hacia ella. Honey lleva años rogando a su padre que se vaya a vivir a otra parte, y cuando Stanley le habló de nuestro posible interés en comprar la casa, alzó su copa y nos dio las gracias con un brindis. Luego se volvió a Tom y le preguntó por qué demonios quería cambiar la vida que llevaba en la ciudad por un camino de tierra en Vermont. En vez de burlarse de ella con alguna respuesta capciosa, le dio una explicación completa y ponderada, reiterando muchas de las razones que había aducido en aquella cena con Harry en la calle Smith, aunque en cierto modo fue más elocuente ayer de lo que lo había sido aquella noche en Brooklyn: más insistente, más persuasivo en el examen de su desesperación sobre el futuro de Estados Unidos. Tom mostró su aspecto más chispeante, y mientras observaba cómo lo miraba Honey al otro lado de la mesa, vi que se le agolpaban unas diminutas lágrimas en el rabillo del ojo, y entonces comprendí, supe más allá de cualquier sombra de duda, que la lozana y generosa hija de Stanley estaba loca por mi sobrino.

Pero ¿y Tom? Noté que había empezado a fijarse en ella, a hablarle en un tono menos cauto y agresivo, pero ¿qué significaba eso? Podía ser un indicio de un interés creciente, pero también una muestra de buena educación.

Un breve momento del final de la velada. Conteste o no a esa pregunta, lo expongo como último elemento de prueba.

Cuando terminamos el postre, Lucy ya había subido a acostarse, Y los cuatro adultos, todos un poco bebidos, seguimos sentados a la mesa. Stanley propuso una partida amistosa de póquer, y mientras barajaba las cartas y hablaba de su nueva vida en el trópico (sentado bajo una palmera al atardecer con un cóctel de ron en una mano y un Montecristo en la otra, viendo cómo las olas avanzaban y retrocedían sobre la blanca orilla), procedió tranquilamente a quitarnos hasta la camisa, ganando tres de las cuatro manos que jugamos. Tras la paliza que me había dado al pimpón por la tarde, ¿qué otra cosa podría haber esperado? Parecía que no había nada en que no se luciera aquel individuo, Y tanto Tom como Honey se reían de su propia ineptitud, apostando de manera cada vez más descabellada a medida que Stanley continuaba dejándonos en ridículo. Era una especie de risa cómplice, me pareció, y me esforcé por no secundarios mientras estudiaba a los dos jóvenes tras el parapeto de las cartas. Luego, cuando la partida estaba acabando, Tom dijo algo que me sorprendió.

– No vuelvas a Brattleboro -recomendó a Honey-. Es más de medianoche y has bebido demasiado.

¿Nada más que buena educación, o un taimado plan para llevársela a la cama?

– Puedo conducir por esa carretera con los ojos cerrados -contestó Honey-. No te preocupes por mí.

A continuación explicó que al día siguiente tenía que levantarse más pronto que de costumbre (algo que ver con una reunión de padres de alumnos), pero noté que la solicitud de Tom la había emocionado, o al menos eso me pareció. Luego se despidió y nos dio un beso. Primero a su padre, luego a mí -un leve roce con los labios en la mejilla- y por último a Tom. El muchacho no sólo recibió un beso en los labios, sino también un abrazo: un abrazo cálido, que duró varios segundos más de lo que la situación parecía requerir.

– Buenas noches -dijo Honey, diciéndonos adiós con la mano mientras se dirigía a la puerta-. Hasta mañana, chicos.


Se presenta al día siguiente a las cuatro, trayendo cinco langostas, tres botellas de champán y dos postres diferentes. Nuestra jefa de cocina, de tan notable talento, nos prepara otro festín, y ahora que Lucy está dispuesta a sumarse a la conversación la maestra y la alumna de cuarto de primaria hablan de cosas del colegio durante buena parte de la cena, mencionando sin orden ni concierto los títulos de sus libros favoritos. Al Hijo y Al Padre todavía no han aparecido con mi coche, pero anuncio que mi Olds está arreglado y que mañana estará en nuestras manos. Con tanta charla y buen humor en torno a la mesa, omito mencionar la causa de la avería, porque no quiero estropear el ambiente sacando a colación un asunto tan desagradable. Tom ya lo sabe todo, pero él también se muestra reacio a informar sobre la mala pasada que nos han jugado. Honey y Lucy cantan canciones tontas mientras parten su langosta, y ¿para qué voy a aguarles la diversión con una desalentadora historia de resentimientos de clase y animosidad provinciana?

Cuando llevo arriba a Lucy para acostarla, caigo en la cuenta de que estoy muy cansado para trasnochar otra vez y quedarme con los otros a trasegar copa tras copa de vino. Los Chowder aguantan la bebida y Tom, con su gran volumen y sus prodigiosos apetitos, no les va en absoluto a la zaga, pero yo soy un ex paciente de cáncer, delgaducho y con poco aguante, y temo levantarme con resaca mañana por la mañana.

Me siento al borde de la cama de Lucy y le leo la novela de Zane Grey hasta que cierra los ojos y se queda dormida. Cuando voy a mi habitación, que es la de al lado, oigo risas procedentes del comedor. Me llegan unas palabras de Stanley, algo sobre estar «hecho polvo», y luego Honey añade no sé qué de «la habitación Charlie Chaplin» y «a lo mejor no es mala idea». Es difícil saber de lo que están hablando, pero ésta podría ser una posibilidad: Stanley está a punto de irse a la cama, y Honey ha bebido demasiado para conducir y piensa quedarse a dormir en el hostal. Si no me equivoco, la habitación Charlie Chaplin es la que está al lado de la de Tom.

Me meto en la cama y empiezo a leer Senectud, de Italo Svevo. Es la segunda novela de ese autor que leo en menos de dos semanas, pero La conciencia de Zeno me produjo tal impresión que decidí leer cualquier cosa de Svevo que cayera en mis manos. Ese libro, cuyo título en italiano es Senilita, me parece perfecto para un viejo chocho como yo. Un hombre de edad madura y su joven amante. Las penas del amor. Esperanzas truncadas. Cada dos párrafos, me detengo un momento y pienso en Marina González, sintiendo un vacío ante la idea de no volver a verla más. Estoy tentado de masturbarme, pero resisto el impulso porque los oxidados muelles del somier me delatarían. Sin embargo, de cuando en cuando meto la mano bajo las sábanas y me toco un momento la polla. Sólo para asegurarme de que la sigo teniendo, para comprobar que mi antigua amiga no me ha abandonado.

Media hora después, oigo que alguien sube pesadamente las escaleras. Dos pares de piernas, dos voces susurrantes: Tom y Honey. Vienen por el pasillo en dirección a mi puerta, luego se detienen. Me esfuerzo por percibir unas palabras de su conversación, pero hablan en voz muy queda y no alcanzo a entender nada. Al fin, oigo que Tom dice «buenas noches», y un momento después se abre y se cierra la puerta de la habitación Charlie Chaplin. Al cabo de tres segundos, ocurre lo mismo con la puerta de la habitación Buster Keaton.

La pared de separación entre el cuarto de Tom y el mío es muy fina -un ligerísimo tabique de pladur-, y se oye hasta el más leve ruido. Oigo cómo se quita los zapatos y se desabrocha el cinturón, cómo se lava los dientes en el lavabo, le oigo suspirar, tararear, meterse bajo las mantas de su chirriante cama. Estoy a punto de cerrar el libro y apagar la luz, pero nada más alargar el brazo hacia la lámpara oigo que llaman suavemente a la puerta de Tom. La voz de Honey dice: «¿Estás dormido?» Tom dice que no, y cuando Honey pregunta si puede entrar, nuestro muchacho contesta que sí, y al pronunciar esa sílaba el propósito oculto que nos llevó a salir de la autopista y coger la Route 30 está a punto de cumplirse.

Los ruidos se oyen con tal nitidez, que no tengo dificultad en seguir todos los detalles de la actividad que se desarrolla al otro lado del tabique.

– No pienses cosas raras -advierte Honey-. Esto no lo hago todos los días.

– Lo sé -contesta Tom.

– Sólo que hace mucho tiempo desde la última vez.

– Lo mismo digo. Pero que mucho.

Oigo cómo ella se mete en la cama a su lado, y no se me escapa nada de lo que sucede a continuación. El encuentro sexual es un asunto empalagoso y extraño, ¿para qué molestarse en describir los sorbetones y gemidos que siguieron? Tom y Honey se merecen su intimidad, y por ese motivo concluiré aquí mi relación de los acontecimientos de esta noche. Si hay lectores a quienes no les parece bien, les pido que cierren los ojos y recurran a la imaginación.


A la mañana siguiente, Honey ya se ha ido hace mucho cuando el resto de la casa se levanta de la cama. Es otra jornada espléndida, el día más hermoso de la primavera, pero además resulta estar lleno de sorpresas, y al final los sobresaltos acabarán con la perfección del paisaje y el tiempo, arrojándolos a un apartado rincón de la memoria. Si guardo algún recuerdo de aquel día, es sólo en forma de rompecabezas deshecho, como un amasijo de impresiones aisladas. Un trozo de cielo azul por aquí; un abedul por allá, con el reflejo del sol en su corteza plateada. Nubes que semejan rostros humanos, mapas de países, animales de diez patas surgidos de un sueño. La fugaz visión de una culebra avanzando sinuosa entre la hierba. El lamento de cuatro notas de un sinsonte escondido. Las mil hojas de un álamo temblando como polillas heridas mientras el viento corre entre las ramas. Uno por uno, van apareciendo todos los elementos, pero el conjunto está ausente, las partes no se conjugan, y no puedo hacer otra cosa que buscar los restos de un día que no existe plenamente.

Empieza con la llegada de Al Hijo y Al Padre a las nueve de la mañana. Tom sigue arriba, en la habitación Buster Keaton, comatoso tras su revolcón de anoche con Honey. Lucy y yo estamos en pie desde las ocho, y nos disponemos a salir de la casa para dar un paseo cuando aparecen los Wilson en un convoy de dos vehículos: un Mustang descapotable de color rojo y mi Cutlass verde limón. Suelto la mano de Lucy para estrechársela a esos dos formales y resueltos caballeros. Me dicen que el coche ha quedado como nuevo. Al Padre me presenta la factura de sus servicios, y allí mismo le extiendo un talón. Entonces, justo cuando creo que la transacción ha concluido, Al Hijo suelta el primer bombazo del día.

– El caso es, señor Glass -dice, dando unas palmaditas al techo de mi coche-, que fue una suerte que aquel imbécil le estropeara el depósito.

– ¿Qué quiere decir? -pregunté, sin saber cómo interpretar aquella extraña afirmación.

– Cuando hablamos ayer por la mañana, pensaba acabar el trabajo en un par de horas. Por eso le dije que estaríamos en condiciones de entregarle el coche por la noche. ¿Recuerda?

– Sí, me acuerdo. Pero también me dijo que lo mismo me lo podían traer hoy.

– Sí, eso le dije, pero la explicación que le di entonces no tiene nada que ver con lo que nos ha impedido traérselo hasta ahora.

– ¿No? ¿Pues qué ha pasado?

– Fui a dar una vuelta con su Olds. Sólo para asegurarme de que todo marchaba bien. Pero no era así.

– Ah.

– Puse el coche a cien, ciento veinte, y luego traté de aflojar la marcha. Cosa muy difícil cuando fallan los frenos. Suerte que no me maté.

– Los frenos…

– Sí, los frenos. Volví a llevar el coche al garaje y eché una mirada. Los forros estaban muy desgastados, señor Glass, casi deshechos.

– Pero ¿qué me dice usted?

– Le digo que si no hubiera tenido esa otra avería con el depósito, nunca se habría enterado del problema de los frenos. Si hubiera seguido conduciendo mucho tiempo más, tarde o temprano habría tenido algún contratiempo. Un percance. Un accidente de cualquier clase. Incluso podría haberse matado.

– Así que el gilipollas que echó Coca-Cola en el depósito de gasolina en realidad nos salvó la vida.

– Eso parece. Qué increíble, ¿verdad?


Cuando los Wilson se marchan en su descapotable rojo, Lucy empieza a tirarme de la manga.

– No fue ningún gililoquesigue quien lo hizo, tío Nat -anuncia.

– ¿Gililoquesigue? -contesto-. ¿De qué estás hablando?

– Has dicho una palabrota. Yo no debo decir esas cosas.

– Ah, ya veo. Gili. Apócope de ya sabes qué.

– Sí, esa palabra que empieza con gili.

– Tienes razón, Lucy. No debería decir palabrotas en tu presencia.

– No debes decirlas, y punto. Aunque no esté yo delante.

– Quizá tengas razón. Pero estaba enfadado, y cuando una persona se enfada, no siempre es dueña de lo que dice. Un hombre malo intentó destrozarnos el coche. Sin motivo alguno. Por pura crueldad, para hacernos daño. Lamento haber utilizado esa palabra, pero es normal que me enfadara, ¿no te parece?

– No fue un hombre malo. Fue una niña mala.

– ¿Una niña? ¿Cómo lo sabes? ¿Viste lo que pasó?

Por un breve momento, vuelve a caer en su antiguo mutismo, asintiendo con la cabeza para contestar a mi pregunta. Y entonces se le llenan los ojos de lágrimas.

– ¿Por qué no me lo has dicho? -le pregunto-. Si viste cómo pasó, debías habérmelo dicho, Lucy. Podríamos haber pillado a la niña ésa y haberla metido en la cárcel. Y si esos señores del garaje hubieran sabido cuál era el problema, podrían habernos arreglado inmediatamente el coche.

– Tenía miedo -confiesa ella, agachando la cabeza, temerosa de mirarme a los ojos. Las lágrimas le corren sin parar por las mejillas, y veo cómo aterrizan en la tierra seca: extractos salados, glóbulos brillantes que se oscurecen momentáneamente y luego se disuelven en el polvo.

– ¿Miedo? ¿De qué tenías miedo?

En vez de responder a mi pregunta, se agarra a mí con la mano derecha y oculta su rostro en mi costado. Empiezo a acariciarle el pelo, y mientras siento cómo su cuerpo se estremece Contra el mío, de pronto comprendo lo que está tratando de decirme. Por un momento soy presa de una verdadera conmoción, y enseguida me invade una oleada de ira, que pasa pronto, sin dejar rastro. La cólera da lugar a la compasión, y comprendo que si ahora empiezo a regañarla, podría perder su confianza para siempre.

– ¿Por qué lo hiciste? -pregunto.

– Lo siento -dice ella, apretándose más contra mí y llorando a moco tendido en mi camisa-. Lo siento mucho, de verdad. Es como si me hubiera vuelto loca, tío Nat, y antes de saber lo que estaba haciendo, ya lo había hecho. Mamá me ha hablado de Pamela. Es mala, y no quería ir a su casa.

– No sé si es mala o no, pero al final todo ha salido bien, ¿no es verdad? Hiciste una cosa mala, Lucy. Una cosa mala, y quiero que nunca vuelvas a portarte así. Pero por esta vez, sólo por esta vez, da la casualidad de que lo malo ha sido para bien.

– ¿Cómo de una cosa que está mal puede salir algo buen? Eso es como decir que un perro es un gato, o que un ratón es un elefante.

– ¿No te acuerdas de lo que Al Hijo nos ha dicho sobre los frenos?

– Sí, me acuerdo. Te he salvado la vida, ¿verdad?

– No sólo a mí, a ti también. Además de a Tom.

Al fin, se aparta de mi camisa, se limpia las lágrimas de los ojos y me dirige una mirada pensativa, cargada de intensidad.

– No digas a tío Tom que he sido yo, ¿vale?

– ¿Por qué no?

– Porque ya no me querrá.

– Claro que te querrá.

– No. Y yo quiero que me quiera.

– Yo te sigo queriendo, ¿no?

– Tú eres diferente.

– ¿En qué sentido?

– No sé. No te tomas las cosas a la tremenda como el tío Tom. No eres tan serio.

– Es porque soy más viejo.

– Bueno, pues no se lo digas, ¿vale? Júrame que no se lo vas a decir.

– De acuerdo, Lucy. Te lo juro.

Sonríe entonces, y por primera vez desde que apareció el domingo por la mañana, vislumbro a su madre cuando era niña. Aurora. La ausente Aurora, perdida en alguna parte de la mítica tierra de Carolina Carolina, una mujer fantasma fuera del alcance de los mortales. Si ahora mismo está en algún sitio es en la cara de su hija, en la lealtad de la niña hacia ella, en la inquebrantable promesa de Lucy de no revelamos su paradero.


Tom se levanta al fin. Me resulta difícil interpretar su estado de ánimo, que parece oscilar entre una apagada satisfacción y un incómodo sentimiento de inseguridad. En el almuerzo no dice una palabra sobre los acontecimientos de la noche anterior, me contengo de hacerle determinadas preguntas, por mucha curiosidad que tenga por conocer su versión de la historia. ¿Ha quedado prendado de la efusiva y dulce señorita C., me pregunto yo, o la considera únicamente una aventura de una noche? ¿Todo ha sido cama y nada más que cama, o también ha intervenido el afecto en la ecuación? Cuando terminamos de almorzar, Lucy sale con Stanley para ayudarlo a cortar el césped y se sube al tractor. Tom se retira al porche a fumar el cigarrillo de después de comer, y yo me siento a su lado.

– ¿Qué tal has dormido esta noche, Nathan? -me pregunta.

– Pues bien -le contesto-. Considerando la delgadez de los tabiques, podría haber sido peor.

– Me lo temía.

– No es culpa tuya. Tú no has construido la casa.

– No dejaba de decirle que no hiciera tanto ruido, pero ya sabes cómo son las cosas. Cuando uno se desmanda, no hay nada que hacer…

– No te preocupes. A decir verdad, me alegré. Estoy muy contento por ti.

– Yo también. Por una noche, estuvo bien.

– Habrá más noches, muchacho. Eso ha sido sólo el comienzo.

– ¿Quién sabe? Se ha marchado pronto esta mañana, y no es que hayamos hablado mucho mientras estábamos juntos. No tengo la menor idea de lo que quiere.

– La cuestión es: ¿qué quieres tú?

– Es pronto para decirlo. Todo ha pasado tan deprisa, que no he tenido tiempo de pensarlo.

– No quisiera entrometerme, pero en mi opinión hacéis buena pareja.

– Sí. Dos gordos dándose topetazos en plena noche. Me sorprende que la cama no se viniera abajo.

– Honey no está gorda. Sino más bien «imponente», como suele decirse.

– No es mi tipo, Nathan. Demasiado agresiva. Demasiado segura de sí misma. Demasiadas opiniones. Nunca me han atraído las mujeres así.

– Por eso te vendrá bien. Con ésa vas a andar más derecho que una vela.

Tom sacude la cabeza y suspira.

– No daría resultado. Me agotaría en menos de un mes.

– Así que estás dispuesto a dejarlo después de una sola noche.

– No hay nada malo en eso. Te lo pasas bien una noche, y luego adiós.

– ¿Y qué ocurrirá si se te vuelve a meter en la cama? ¿Vas a echarla a patadas?

Tom enciende otro cigarrillo con una cerilla, y luego hace una larga pausa.

– No sé -dice al fin-. Ya veremos.


Lamentablemente, ni Tom ni nadie tiene ocasión de ver nada.

Una última sorpresa nos aguarda, y es tan grande, tan desgarradora, de tan enormes consecuencias, que no tenemos más remedio que ponemos en marcha esa misma tarde. Nuestras vacaciones en el Chowder Inn tocan a su fin de manera brusca y desconcertante.

Adiós, colina. Adiós, césped. Adiós, Honey.

Adiós al sueño del Hotel Existencia.

Tom pronuncia las palabras «Ya veremos» a eso de la una de la tarde. Cuando Lucy vuelve de su paseo en tractor con Stanley, me la llevo al estanque y nos damos un baño. Al volver a la casa, cuarenta minutos después, Tom comunica la noticia. Harry ha muerto. Rufus acaba de llamar de Brooklyn, llorando sin parar, apenas capaz de articular palabra, para decirnos que Harry ha muerto, que ya no está con nosotros. Según Tom, Rufus estaba demasiado conmocionado para decir algo más. No entendemos nada. Aparte del hecho de que tenemos que marcharnos de Vermont enseguida, no comprendemos nada.

Pago a Stanley lo que le debemos. Mientras le firmo el talón con mano temblorosa, le digo que nuestro socio ha muerto y que ya no estamos en condiciones de comprar la casa. Stanley se encoge de hombros.

– Sabía que no iba en serio -afirma-. Pero eso no quiere decir que no disfrutara hablando del asunto..

Tom le entrega una hoja de papel con su dirección y número de teléfono.

– Dáselo a Honey, por favor -le pide-. Y dile que lo siento.

Hacemos el equipaje. Subimos al coche. Nos vamos.

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