UNA NUEVA VIDA

Gracias a mi amistad con Joyce Mazzucchelli, dueña de la casa de la calle Carroll donde vivía con su hija, la B. P. M., y sus nietos, pude encontrar un sitio para Aurora y Lucy. En el tercer piso del edificio de piedra rojiza había una habitación vacía. En otros tiempos, había servido de laboratorio y estudio a Jimmy Joyce, pero ahora que el ex marido de Nancy se había marchado, pregunté si habría inconveniente en que madre e hija vivieran allí. Rory no tenía ni dinero ni trabajo, pero yo estaba dispuesto a pagarle el alquiler hasta que empezara a ponerse en marcha, y ahora que Lucy era lo bastante mayor para echar una mano de vez en cuando a Nancy con los niños, aquella solución podía beneficiar a todo el mundo.

– Olvídate del alquiler, Nathan -me dijo Joyce-. Nancy necesita una ayudante en el taller de joyería, y si a Aurora no le importa echar una mano en la limpieza y la cocina, puede quedarse gratis con la habitación.

La buena de Joyce. Para entonces llevábamos casi seis meses tonteando, y aunque vivíamos separados, rara era la semana en que no pasábamos al menos dos o tres noches en la misma cama; en la suya o en la mía, dependiendo de lo que dictaran el estado de ánimo y las circunstancias. Ella era un par de años más joven que yo, lo que significaba que ya era mayorcita, pero a los cincuenta y ocho o cincuenta y nueve años aún tenía la suficiente desenvoltura como para que la cosa resultara interesante.

Las relaciones sexuales entre gente mayor pueden pasar por situaciones molestas o de cómica indolencia, pero también poseen una ternura que suele escapársele a los jóvenes. Pueden tenerse los pechos caídos, o la picha pendulona, pero la piel sigue siendo piel, y cuando alguien que te gusta te acaricia, te abraza o te besa en la boca, te sigues derritiendo de la misma manera que cuando creías que ibas a vivir eternamente. Joyce y yo no habíamos llegado al diciembre de nuestra vida, pero no cabía duda de que mayo quedaba bastante atrás. Lo que compartíamos era una tarde de últimos de octubre, uno de esos luminosos días de otoño con un vívido cielo azul, un aire fresco y tonificante, y un millón de hojas aún adheridas a los árboles: marrones en su mayor parte, pero todavía con suficientes tonos dorados, rojizos y amarillos para tener ganas de estar al aire libre lo más posible.

No, no era una belleza como su hija, y según las fotografías en que la había visto de joven, nunca lo había sido. Joyce atribuía la apariencia física de Nancy a su difunto marido, Tony, contratista de obras fallecido en 1993 de un ataque al corazón.

– Era el hombre más guapo que he visto en la vida -me dijo una vez-. El vivo retrato de Victor Mature.

Con su marcado acento de Brooklyn, el nombre del actor salió de sus labios con un sonido parecido a Victa Machua, como si la letra r se hubiera atrofiado hasta el punto de haber desaparecido del alfabeto inglés. Me encantaba aquella voz terrenal, proletaria. Me hacía sentir en terreno seguro, y tanto como cualquier otra cualidad de las muchas que poseía, proclamaba que era una mujer sin pretensiones, una persona que creía en lo que era y en quién era. Después de todo, se trataba de la madre de la Bella y Perfecta Madre, ¿y cómo podía haber criado a una chica como Nancy de no haber sabido lo que se traía entre manos?

A primera vista, apenas teníamos algo en común. Nuestros orígenes eran completamente distintos (católica urbana, judío de las afueras), y nuestros intereses divergían en casi todos los aspectos. Joyce no tenía paciencia para los libros y no leía nada en absoluto, mientras que yo rehuía toda clase de esfuerzo físico y aspiraba a la inmovilidad como el no va más de la buena vida. Para Joyce, más que una obligación, el ejercicio era un placer, y los fines de semana su actividad preferida consistía en levantarse a las seis de la mañana el domingo para ir a montar en bici por Prospect Park. Ella todavía trabajaba, mientras que yo estaba jubilado. Joyce era optimista, y yo un cínico. Ella había sido feliz en su matrimonio, mientras que yo…, pero dejemos eso. Prestaba escasa o ninguna atención a las noticias, y yo leía detenidamente el periódico todos los días. De niños, ella había animado a los Dodgers, mientras que yo jaleaba a los Giants. A ella le gustaban el pescado y la pasta, mientras que yo era partidario de la carne y las patatas. Y, sin embargo -¿qué puede haber más misterioso en la vida humana que ese sin embargo?-, nos entendíamos de maravilla. La mañana en que nos presentaron (iba por la Séptima Avenida, con Nancy) sentí una atracción inmediata hacia ella, pero no fue hasta nuestra primera conversación larga en el funeral de Harry cuando comprendí que podía saltar una chispa entre nosotros. En un acceso de timidez, fui aplazando el momento de llamarla, pero entonces, a la semana siguiente, ella me llamó un día para invitarme a cenar a su casa, y ahí fue cuando ligamos.

¿La quería? Sí, es probable que la quisiera. En la medida en que era capaz de querer a alguien, Joyce era ahora la mujer de mi vida, la única candidata de mi lista. Y aun cuando no se tratara de esa pura y auténtica pasión que supuestamente define la palabra amor, no le andaba muy lejos: si no llegaba era por tan poco, que apenas se apreciaba la diferencia. Me hacía reír mucho, cosa que según los médicos es buena para la salud física y mental. Era tolerante con mis flaquezas y contradicciones, soportaba mis malos humores, guardaba la calma mientras yo echaba pestes del Partido Republicano, la CIA y Rudolph Giuliani. Me hacía gracia con su furibunda devoción por los Mets. Me asombraba con sus enciclopédicos conocimientos del cine clásico de Hollywood y su capacidad para identificar a cualquier olvidado actor secundario que pasara fugazmente por la pantalla. (Mira, Nathan, ése es Franklin Pangborn…, ahí está Una Merkel…, ése es C. Aubrey Smith.) La admiraba por su valor al consentir que le leyera pasajes de El libro del desvarío humano, y luego, en su benévola ignorancia, por el modo de considerar mis insignificantes historias como si fueran literatura de primera fila. Sí, la quería con todas las de la ley (la ley de mi naturaleza), pero ¿estaba preparado para sentar la cabeza y pasar el resto de mi vida con ella? ¿Tenía ganas de verla los siete días de la semana? ¿Estaba lo bastante loco por ella para hacerle la gran pregunta? No lo sabía. Después de la prolongada catástrofe con Nombre Borrado, era comprensible que me mostrara un tanto indeciso sobre si probar a casarme otra vez o no. Pero Joyce era una mujer, y como la inmensa mayoría de las mujeres parece preferir la vida en pareja a la soltería, pensé que debía demostrarle que iba en serio. En uno de los momentos más sombríos de aquel otoño -dos días después de que Rachel tuviera un aborto, cuatro días después de la victoria ilegal de Bush en las elecciones, y doce días antes de que Henry Peoples consiguiera localizar a Aurora-, vencí mi resistencia y se lo propuse. Para mi enorme sorpresa, la petición de mano fue recibida con una serie de estentóreas carcajadas.

– Vamos, Nathan -exclamó Joyce-, no seas bobo. Nos va estupendamente tal como estamos. ¿Para qué estropear las cosas y crearnos problemas? El matrimonio es para gente joven, para parejas que quieren tener hijos. Nosotros ya hemos hecho eso. Somos libres. Por mucho que nos pongamos a follar como adolescentes, no voy a quedarme embarazada. No tienes más que silbar, amiguete, y mi culazo italiano será tuyo, ¿vale? Para ti mi culo, y para mí esa cosa yídish tan bonita que tienes tú. Eres el primer judío que conozco, Nathan, y ahora que has llamado a mi puerta, no voy a despedirte. Soy tuya, cielo. Pero déjate de matrimonios. No quiero ser la mujer de nadie otra vez, y el caso es, mi tierno y divertido Nathan, que serías un marido espantoso…

A pesar de aquellas duras palabras, un momento después rompió a llorar, súbitamente descompuesta, perdiendo el dominio de sí misma por primera vez desde que la conocía. Supuse que se acordaría de su difunto Tony, que estaría pensando en el hombre a quien dijo sí cuando todavía era una muchacha, el marido que había perdido, muerto cuando sólo tenía cincuenta y nueve años, el amor de su vida. Quizá estuviera en lo cierto, pero lo que me dijo fue algo completamente distinto.

– No creas que no te lo agradezco, Nathan. Eres lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo, y ahora esto, ahora me das esto. Nunca lo olvidaré, ángel mío. Proponer matrimonio a una vieja bruja como yo. No quiero ponerme a lloriquear, pero bueno, vaya, saber que me quieres tanto me llega a lo más hondo.

Sentí alivio al saber que la había emocionado hasta el punto de hacerle derramar aquellas lágrimas. Eso significaba que había algo sólido entre nosotros, un vínculo que no iba a romperse de un día para otro. Pero debo admitir que también se me quitó un peso de encima cuando vi que Joyce me rechazaba. Había hecho mi gran gesto, pero con toda franqueza, no estaba completamente seguro, y ella me conocía lo suficiente para entender, desde luego, que habría sido un marido espantoso y que a ninguno de los dos nos interesaba casarnos. De manera que, parafraseando al inmortal doctor Pangloss, al final todo fue para bien, y por primera vez en la vida, podía tenerlo todo sin tener que renunciar a nada.


Joyce se enjugó las lágrimas, y dos semanas después tenía a Aurora y Lucy viviendo en su casa. Era un arreglo conveniente para todas las partes, pero aun cuando la lógica exigía que madre e hija estuvieran de nuevo juntas, no hay que olvidar lo difícil que fue para Tom y Honey desprenderse de su joven pupila. Para entonces llevaban unos meses ocupándose de Lucy, y con el tiempo los tres habían ido cuajando hasta formar una pequeña familia bastante unida. Yo había sentido la misma punzada en el verano, cuando la entregué a su cuidado, y eso que sólo había vivido unas semanas conmigo. Al pensar en los cinco meses y medio que habían pasado con ella, no tuve más remedio que compadecerlos…, por muy contentos que estuviéramos todos de tener a Aurora sana y salva en Brooklyn.

– Ha de vivir con su madre -dije a Tom, intentando abordar el asunto con filosofía-. Pero en cierto modo Lucy nos sigue perteneciendo a todos y cada uno de nosotros. Ella también es nuestra, y nadie nos la podrá quitar.

Aunque sintieran mucho perderla, su breve incursión en la paternidad convenció a Tom y Honey de que querían tener hijos propios. De momento, estaban ocupados en diversos asuntos prácticos -negociar la venta del edificio de Harry, buscar otro apartamento, solicitar trabajo en institutos y colegios de la ciudad-, pero una vez despachadas esas tareas, Honey tiró el diafragma a la basura y los dos se entregaron con ahínco a la actividad nocturna necesaria para la creación de una familia. En marzo de 2001, se trasladaron a un apartamento de la calle Tres, entre la Avenida Sexta y la Séptima: un piso bien ventilado y luminoso en una cuarta planta con un salón de buenas dimensiones en la parte delantera, una cocina y un comedor no muy grandes en el centro, y al final de un pasillo estrecho tres habitaciones pequeñas en la parte de atrás (una de las cuales transformó Tom en estudio). Para cuando se instalaron en aquel apartamento, el Brightman's Attic había dejado de existir. Como condición para concluir la venta del edificio, el comprador había insistido en que no quedara un solo libro en el local, lo que a principios de año obligó a Tom a liquidar frenéticamente todas las existencias del negocio de Harry. Los libros de bolsillo Se vendieron a cinco y diez centavos, los de tapa dura se pusieron a tres por un dólar, y los volúmenes que no se habían vendido el uno de febrero se regalaron a hospitales, organizaciones de beneficencia y bibliotecas de barcos mercantes. Yo eché una mano en esas lúgubres tareas, y aunque los libros raros y las ediciones príncipe de la primera planta produjeron una considerable cantidad de dinero (incluso a los precios tirados que Tom estuvo dispuesto a aceptar con tal de traspasar toda la colección a un solo librero de Great Barringron, en Massachusetts), no fue nada divertido participar en la demolición del imperio de Harry; sobre todo cuando me enteré de lo que el nuevo dueño pensaba hacer con aquel espacio cuando estuviese vacío. Los libros dejarían sitio a zapatos y bolsos de señora, y las tres plantas superiores iban a convertirse en apartamentos de gran lujo. El mercado inmobiliario es la religión oficial de Nueva York, y su dios lleva un traje gris a rayas y lo llaman Pasta, señor Pasta Gansa. Si aquel triste giro de los acontecimientos me procuró algún consuelo, éste fue saber que Tom y Rufus nunca volverían a pasar estrecheces. Por duo centésima vez desde su muerte, volví a pensar en Harry, y en su prodigioso salto del ángel hacia la grandeza eterna.

Al atardecer de un jueves de principios de junio, Honey anunció que estaba embarazada. Tom le pasó un brazo por el hombro, se inclinó luego sobre la mesa del comedor y me preguntó si quería ser el padrino.

– Tú eres nuestro único candidato -aseveró-. Por servicios prestados, Nathan, mucho más allá de las exigencias del deber. Por tu valor inigualable en lo más reñido de la batalla. Por arriesgar la vida y la integridad física para rescatar al camarada herido bajo un intenso fuego enemigo. Por animar a ese mismo camarada a ponerse de nuevo en pie y establecer esta unión conyugal. En reconocimiento por esos actos heroicos, y por el bien de nuestra futura descendencia, mereces ser portador de un título más ajustado a tu papel que el de tío abuelo. Por tanto, te nombro padrino: si es que te dignas aceptar nuestra humilde súplica de que asumas la responsabilidad de esa carga. ¿Qué decides, buen señor? Esperamos tu respuesta con el corazón en un puño.

La respuesta fue sí. Un sí seguido de una sarta de palabras ininteligibles, ninguna de las cuales alcanzo a recordar ahora. Luego alcé mi copa hacia ellos, e inexplicablemente los ojos se me llenaron de lágrimas.

Tres días después, un domingo, Rachel y Terrence salieron de Nueva Jersey y vinieron a casa a media mañana para tomar un desayuno tardío. Joyce me ayudó a preparar el festín, y cuando nos sentamos los cuatro a la mesa del jardín y atacamos las rosquillas y el salmón ahumado, observé que hacía bastantes meses que no veía a mi hija tan guapa y tan contenta. En otoño había sufrido una brutal decepción con el aborto, y desde entonces se había sentido muy insegura: trataba de disimular la tristeza volcándose en el trabajo, preparando complejas y exquisitas comidas para Terrence, demostrando lo buena esposa que era pese al fracaso en darle un hijo, trajinando hasta el agotamiento. Pero aquel día en el jardín, la antigua luz brillaba de nuevo en sus ojos, y aunque normalmente se mostraba reservada en sociedad, más de una vez llevó la voz cantante en nuestra conversación a cuatro bandas, hablando tanto o más que el resto de nosotros. En un momento dado, Terrence se levantó para ir al baño y entró en la casa, y un instante después Joyce se fue corriendo a la cocina a traer otra cafetera. Rachel y yo nos quedamos solos. La besé en la mejilla y le dije lo guapa que estaba, y ella respondió al cumplido devolviéndome el beso y apoyando la cabeza en mi hombro.

– Estoy embarazada otra vez -anunció-. Me he hecho la prueba esta mañana y el resultado ha sido positivo. Hay Una criatura creciendo dentro de mí, papá, y esta vez va a vivir. Lo prometo. Voy a hacerte abuelo, aunque tenga que guardar cama durante los próximos siete meses.

Por segunda vez en menos de setenta y dos horas, los ojos se me llenaron inesperadamente de lágrimas.


Las mujeres embarazadas brotaban como hongos a mi alrededor, y yo mismo me estaba convirtiendo en algo parecido a una mujer: alguien que se ponía a lloriquear en cuanto le hablaban de niños, un infeliz de lágrima fácil que tenía que ir por ahí con un paquete de pañuelos de emergencia para no sentirse avergonzado en público. Quizá tuviera la casa de la calle Carroll su parte de culpa en aquella falta de varonil decoro. Pasaba mucho tiempo allí, y ahora que Aurora y Lucy sustituían al marido de Nancy, la familia se había convenido en un universo enteramente femenino. El único varón era Sam, el hijo de Nancy, pero como tenía tres años y apenas sabía hablar, su influencia sobre las actividades de la familia estaba gravemente limitada. Por lo demás, eran todo chicas, tres generaciones de chicas, con Joyce en lo alto de la pirámide, Nancy y Aurora en el medio, y Lucy y Devon, de diez y cinco años respectivamente, en la base. El interior del edificio de piedra rojiza era un museo viviente de artefactos femeninos, con galerías dedicadas a la exposición de sostenes y bragas, tampones y secadores de pelo, tarros de maquillaje y barras de labios, muñecas y cuerdas de saltar a la comba, camisones y horquillas, tenacillas de rizar el pelo, cremas para la cara e innumerables pares de zapatos.

Andar por allí era como viajar a un país extranjero, pero teniendo en cuenta que yo adoraba a todas las personas que vivían en aquella casa, era el sitio donde más a gusto me encontraba en el mundo.

En los meses siguientes a la fuga de Aurora de Carolina del Norte, empezó a suceder una serie de cosas raras chez Joyce. Como a mí nunca me cerraban la puerta, me encontraba en condiciones de observar esos dramas de cerca, cosa que hacía en estado de perpetuo asombro y sorpresa. Lo de Lucy, por ejemplo, rompió todas las previsiones. En la época que pasó con Tom y Honey, yo había vivido con cierta aprensión, esperando que surgieran problemas en cualquier momento. No sólo había amenazado con ser «la niña más malvada, mezquina y antipática de toda la creación», sino que me parecía inevitable que la continuada ausencia de su madre acabara estropeándola, convirtiéndola en una niña descontenta, enfurruñada, irritable. Pero no. Se había portado de maravilla en aquel apartamento de encima de la librería de Harry, y su adaptación al nuevo entorno continuó a buen ritmo. Cuando traje a Rory a Brooklyn, Lucy se había librado de su acento sureño, había crecido entre diez y doce centímetros, y era una de las mejores alumnas de su clase. Sí, a veces se pasaba la noche llorando, pensando en su madre, pero ahora que estaba otra vez con ella, se suponía que nuestra niña creería que todas sus plegarias habían sido escuchadas. Otro error. A raíz de su reencuentro, se produjo una avalancha de inmediata felicidad, pero al cabo de un tiempo empezaron a salir a la superficie resentimientos y hostilidades, y al final del primer mes de estar juntas, nuestra inteligente, vivaracha e ingeniosa niña se había convertido en un verdadero incordio. Resonaban portazos; se respondía con amargo desdén a educadas peticiones; se oían voces agresivas en el tercer piso; el mal humor se convertía en enfado, el enfado en ira, la ira en lágrimas; las palabras no, estúpida, cierra el pico y ocúpate de tus asuntos pasaron a formar parte integrante de la conversación cotidiana. A los demás, Lucy seguía tratándonos igual que siempre. Sólo su madre era víctima de tales ataques, que con el paso de los días fueron haciéndose cada vez más enconados.

Por desmoralizador que tal comportamiento fuese para la frágil Aurora, yo lo consideraba como una purga necesaria, una señal de que Lucy peleaba enérgicamente por su vida. No era cuestión de cariño. Lucy sentía verdadero amor por su madre, pero una tarde tumultuosa y frenética su querida madre la había metido en un autobús con destino a Nueva York, y la niña pasó los seis meses siguientes sintiéndose abandonada. ¿Cómo puede asimilar una criatura tan confuso giro de los acontecimientos sin considerarse culpable al menos en parte? ¿Por qué se libraría una madre de su hija a menos que la niña fuese mala, indigna del afecto de su progenitora? Aunque no era culpa suya, la madre la había herido en el alma, ¿y cómo podía curarse esa herida si no gritaba a pleno pulmón y anunciaba al mundo: me duele, no lo soporto más, ayudadme? En la casa habría reinado más tranquilidad si Lucy hubiera permanecido en silencio, pero reprimir aquel grito le habría causado más problemas a la larga. Tenía que soltarlo. No había otro modo de detener la hemorragia.

Procuraba ver a Aurora lo más posible, sobre todo en aquellos primeros y difíciles meses en que seguía luchando por encontrar su camino. El horror de Carolina del Norte la había marcado para siempre, y ambos sabíamos que nunca se recuperaría plenamente, que por bien que le fuera en el futuro, el pasado siempre estaría con ella. Ofrecí pagarle unas sesiones con un psicólogo si pensaba que eso podía ayudarla, pero dijo que no, que prefería hablar conmigo. Conmigo. Con aquel hombre amargo y solitario que un año antes había llegado arrastrándose a Brooklyn, al sitio donde nació, el individuo acabado que se había convencido a sí mismo de que ya no había nada por lo que vivir…; Nathan el Estúpido, el cabeza de chorlito que no tenía nada mejor que hacer que esperar tranquilamente el momento de caerse muerto, convertido ahora en confidente y consejero, amante de viudas cachondas, caballero andante que rescataba damiselas en peligro. Aurora me prefería como interlocutor porque yo era quien había ido a Carolina del Norte a salvarla, y aun cuando antes de esa tarde habíamos estado muchos años sin tratamos, seguía siendo su tío a pesar de todo, el único hermano de su madre, y ella sabía que podía confiar en mí. Así que íbamos a comer juntos varias veces a la semana y charlábamos, los dos solos, sentados a una mesa del fondo en el restaurante Nueva Pureza de la Séptima Avenida, y poco a poco nos fuimos haciendo amigos, de la misma manera que su hermano y yo habíamos llegado a serlo, y ahora que los dos hijos de June estaban otra vez cerca de mí, era como si mi hermana pequeña hubiera revivido en mi interior, y como ella se había convertido en un fantasma que habitaba en mi interior, sus hijos habían pasado ya a ser mis hijos.

Lo único que Aurora no había dicho a su madre, ni a su hermano ni a nadie de la familia era el nombre del padre de Lucy. Llevaba guardando aquel secreto durante tantos años, que mencionar otra vez la cuestión no habría servido de nada, pero en uno de nuestros almuerzos de principios de abril, sin incitación alguna por mi parte, desveló casualmente el misterio.

Todo empezó cuando le pregunté si seguía teniendo el tatuaje. Rory dejó el tenedor sobre la mesa, esbozó una amplia sonrisa y dijo:

– ¿Y cómo sabes tú eso?

– Me lo dijo Tom. Un águila enorme en el hombro, ¿no? Nos preguntamos si te lo habrías quitado, pero Lucy no nos lo quiso decir.

– Ahí sigue. Tan grande y precioso como siempre.

– ¿Ya David le parecía bien?

– Pues no. Lo consideraba un símbolo de mi turbio pasado y quería que me lo quitara. Yo estaba dispuesta a seguirle la corriente, pero salía muy caro. Y cuando vio que no nos lo podíamos permitir, cambió radicalmente de opinión. Eso te da una idea de su manera de pensar, de por qué yo nunca podía sacar nada discutiendo con él. Quizá sea mejor así, me dijo. Dejaremos el tatuaje donde está, y cada vez que lo veamos nos acordaremos de hasta dónde llegaste en la oscura época de tu juventud. Ahí tienes un clásico de David: la oscura época de mi Juventud. Dijo que sería un amuleto que llevaría en mi propia piel, y que me protegería de nuevos perjuicios y sufrimientos. Un amuleto. Yo no tenía ni idea de qué era eso, así que lo miré en el diccionario. Un poder mágico para alejar la desgracia. Vale, eso me lo creo. No me sirvió de mucho cuando estuve con David, pero ahora a lo mejor sí.

– Me alegro de que lo sigas teniendo. No sé por qué, pero me alegro.

– Yo también. He cogido bastante cariño a esa tontería. Me lo hice en el East Village, hace once años. Para celebrar que estaba embarazada de Lucy. La misma mañana que la enfermera me dijo en la clínica que la prueba había dado positivo, salí corriendo y me hice el tatuaje.

– Extraña manera de celebrarlo, ¿no te parece?

– Soy una chica rara, tío Nat. Y aquélla quizá fue la época más extraña de mi vida. Vivía con dos tíos, Billy y Greg, en un cuchitril cerca de la Avenida C. Billy tocaba la guitarra; Greg, el violín; y yo cantaba. Considerando lo jóvenes que éramos, en realidad no se nos daba tan mal. La mayoría de las veces tocábamos en el parque de Washington Square. Y si no, en la estación de metro de Times Square. Me gustaba el eco de aquellas galerías subterráneas, cuando cantaba a grito pelado mis canciones y la gente echaba monedas y dólares en la funda del violín de Greg. Unas veces cantaba colocada, y Billy decía que era su fulanita grogui y borrachita. Otras, cantaba serena, y Grez me llamaba la Reina del Planeta Equis. Joder, tío Nat, qué buenos tiempos. Cuando no ganábamos lo suficiente tocando, robaba en las tiendas. Entonces me llamaban Fosdick la Intrépida, como en el tebeo del detective Fearless Fosdick. Recorría a toda prisa los pasillos del supermercado, metiéndome filetes y pollos bajo el abrigo, sin disimular. En aquella época no me tomaba nada en serio. Una semana estaba enamorada de Greg. Y a la siguiente, de Billy. Me acostaba con los dos, y de pronto me quedé embarazada. Nunca supe quién era el padre, y como ninguno quiso serlo, les di la patada a los dos.

– Así que por eso no se lo dijiste a June. Porque no lo sabías.

– Me cago en la leche. Es increíble lo estúpida que soy. Joder, joder, joder. Juré que nunca se lo diría a nadie, y ahora voy y lo digo.

– No importa, Rory. Greg y Billy sólo son nombres para mí. No digas una palabra más si no quieres.

– Greg murió de una sobredosis dos años después de que Lucy viniera al mundo. Y Billy, simplemente, desapareció. No sé qué fue de él. Una vez me dijeron que volvió a casa de sus padres, acabó la universidad y ahora es profesor de música en un instituto del Medio Oeste. Pero ¿quién sabe si es el mismo Billy Finch? A lo mejor es otro.


Ni siquiera en Brooklyn podía Aurora estar segura de haberse librado completamente de David Minor. Mi nombre y dirección venían en la guía de teléfonos, y a su marido no le habría sido difícil encontrarla a través de mí. Me estremecía ante la idea de otra confrontación con aquel cerdo farisaico, pero me reservé mis temores y no dije nada a Rory. Minor era un asunto tan penoso para ella que apenas se atrevía a hablar de él, y yo no quería remover inquietudes pasadas que se sumaran a los problemas que ahora tenía que afrontar. A medida que pasaban los meses, empecé a sentirme más esperanzado, pero no fue hasta finales de junio cuando finalmente pude dejar de preocuparme y olvidar el asunto. Una mañana apareció en mi buzón un abultado sobre blanco, y como no me di cuenta de que no iba dirigido a mí sino a Aurora Wood c/o Nathan Glass, lo abrí antes de que pudiera percatarme del error. Contenía una breve nota escrita a mano que decía lo siguiente:


Querida mía:

Es mejor así.

Buena suerte, y que Dios tenga siempre piedad de ti.


David


Adjunto a la nota venía un documento de siete páginas que resultó ser una sentencia de divorcio del condado de Saint Clair, en el estado de Alabama, por la cual se disolvía el matrimonio entre David Wilcox Minor y Aurora Wood Minor por motivos de abandono de hogar.

Aquel día, mientras almorzábamos, pedí disculpas a Rory por haber abierto su correo, y luego le entregué la carta.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

– Una nota de tu ex -contesté-. Junto con un montón de papeleo oficial.

– ¿Mi ex? ¿Qué es todo esto?

– Ábrelo y te enterarás.

Mientras observaba cómo leía la nota y recorría el documento con la vista, me sorprendió lo poco que cambiaba su expresión. Había pensado que sonreiría, que quizá llegaría a soltar unas carcajadas, pero su rostro no acusó emoción alguna. Sólo un indicio de algún sentimiento oculto, enigmático, pero resultaba imposible adivinar de qué clase.

– Bueno -dijo al fin-. Supongo que ya está.

– Eres libre, Rory. Si quisieras, mañana mismo podrías casarte con otro.

– No voy a dejar que me vuelva a tocar un hombre en lo que me queda de vida.

– Eso es lo que dices ahora. Algún día aparecerá alguien, y pensarás en casarte otra vez.

– No, lo digo en serio, Nathan. Esa parte de mi vida se ha acabado. Cuando David me encerró en aquella habitación, me dije: Ya está bien, jamás volveré a enamorarme de un hombre. Eso nunca me ha traído nada bueno. Y nunca me lo traerá.

– Te olvidas de Lucy.

– Vale, una cosa buena. Pero ya tengo una niña, no necesito otra.

– ¿Estás bien? Te encuentro muy decaída.

– Estoy perfectamente. Nunca me he sentido mejor.

– Ya llevas seis meses aquí. Vives en casa de Joyce, trabajas con Nancy, te ocupas de tu hija, pero quizá sea hora de que des el siguiente paso. Ya sabes, que hagas planes.

– ¿Qué clase de planes?

– No soy yo quien tiene que decirlo. Lo que tú quieras.

– Pero a mí me gustan las cosas tal como están.

– ¿Qué te parecería cantar? ¿No te tienta volver a empezar?

– A veces. Pero ya no quiero hacerlo como una profesión. No me importaría hacer algo los fines de semana por el barrio, pero nada de viajar, se acabaron las grandes ambiciones. No vale la pena.

– ¿Te gusta hacer joyas? ¿Estás satisfecha con eso?

– Más que satisfecha. Me paso con Nancy el día entero, ¿qué más se puede pedir? No hay otra como ella en el mundo. La quiero a rabiar.

– Todos la queremos.

– No, no lo entiendes. Quiero decir que la quiero de verdad. Y ella también me quiere.

– Pues claro que sí. Nancy es una de las personas más cariñosas que he conocido.

– Sigues sin entenderlo. Lo que intento decirte es que estamos enamoradas. Nancy y yo somos amantes.

– …

– Tendrías que verte la cara, tío Nat. Ni que te hubieras tragado la máquina de escribir.

– Lo siento. Es que no lo sabía. Vi que habíais congeniado enseguida. Que os caías muy bien, pero… pero no me había dado cuenta de que las cosas habían llegado tan lejos. ¿Y desde cuándo dura eso?

– Desde marzo. Todo empezó unos tres meses después de que me fuera a vivir a su casa.

– ¿Por qué no me lo has dicho antes?

– Tenía miedo de que se lo dijeras a Joyce. Y Nancy no quiere que lo sepa. Cree que su madre se volvería majareta.

– Entonces, ¿por qué me lo dices ahora?

– Porque pienso que sabes guardar un secreto. No me vas a fallar, ¿verdad?

– No, no te voy a fallar. Si no quieres que Joyce se entere, no se lo diré.

– ¿Y yo no te he defraudado?

– Por supuesto que no. Si Nancy y tú sois felices, mejor para vosotras.

– Es que tenemos tantas cosas en común, ¿sabes? Es como si fuéramos hermanas y estuviéramos siempre en la misma onda. En todo momento sabemos lo que está pensando o sintiendo la otra. Con todos los hombres con los que he estado, siempre era cuestión de hablar…, palabras, explicaciones, charla y nada más. Y con ella, no tengo más que mirada y es como si estuviera dentro de mi piel. Nunca he sentido eso con nadie. Nancy lo llama el vínculo mágico, pero yo sólo lo llamo amor, pura y simplemente. La unión verdadera.

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