LLAMAN A LA PUERTA

El sábado y el domingo, Tom se levantaba tarde. La librería de Harry estaba abierta los fines de semana, pero Tom no trabajaba esos días, y como tampoco había colegio, levantarse pronto carecía de sentido. No habría visto a la B. P. M. a la puerta de su casa esperando el autobús con sus hijos, y sin ese aliciente que lo sacara de las cálidas sábanas de su cama, no se molestaba en poner el despertador. Con las cortinas echadas, el cuerpo envuelto, como en el seno materno, en la oscuridad de su pequeño apartamento, seguía durmiendo hasta que se le abrían los ojos por voluntad propia, o, como tantas veces ocurría, algún ruido procedente de Dios sabe qué lugar del edificio lo despertaba con un sobresalto. El domingo, cuatro de junio (tres días después de mi desastroso encontronazo con Roberto González, que también había sido el día de mi desconcertante charla con Harry Brightman), fue un ruido lo que arrancó a mi sobrino de las profundidades del sueño; en este caso, el sonido de una mano menuda que llamaba suave y tímidamente a su puerta. Eran las nueve y unos minutos, y cuando Tom se percató de que llamaban, cuando se levantó de la cama y cruzó la habitación con paso tambaleante para abrir la puerta, su vida dio un nuevo y sorprendente giro. Para decirlo sin rodeos, todo cambió para él, y sólo ahora, al cabo de tan laboriosa preparación, después de tanto escardar y rastrillar el terreno, es cuando mi crónica de las aventuras de Tom empieza a remontar el vuelo.

Era Lucy. Una Lucy de nueve años y medio, silenciosa, pelo moreno y corto y los redondos ojos de color avellana de su madre, una niña alta, a las puertas de la adolescencia, vestida con deshilachados vaqueros rojos, gastadas playeras blancas y una camiseta de los Kansas City Royals. Ni bolso, ni chaqueta, ni jersey colgando del brazo, nada salvo la ropa que llevaba puesta. Hacía seis años que no la veía, pero la reconoció enseguida. Completamente distinta en cierto modo, y sin embargo exactamente la misma de entonces, a pesar de que ya le habían salido todos los dientes, de que sus facciones se habían alargado y eran más finas, de los muchos centímetros que había crecido. Allí estaba, plantada en la puerta, sonriendo a su despeinado y soñoliento tío, observándolo fijamente con los embelesados ojos que Tom recordaba tan bien de los viejos tiempos de Michigan. ¿Dónde estaba su madre? ¿Dónde estaba el marido de su madre? ¿Por qué venía sola? ¿Cómo había llegado hasta allí? Tom iba haciendo una pausa entre cada pregunta, pero ni una palabra salía de labios de Lucy. Por un momento pensó que se había quedado sorda, pero entonces le preguntó si recordaba quién era él, y la niña asintió con la cabeza. Tom abrió los brazos, y Lucy se precipitó hacia ellos, apoyando la frente contra su pecho y aferrándose a él con todas sus fuerzas.

– Tienes que estar muerta de hambre -dijo Tom al fin, y entonces abrió la puerta de par en par y la hizo pasar al siniestro ataúd que tenía por habitación.

Le preparó un tazón de copos de avena, le sirvió un vaso de zumo de naranja, y cuando su café terminó de hacerse, el vaso y el tazón de Lucy ya estaban vacíos. Le preguntó si quería algo más, y cuando ella sonrió y dijo que sí con la cabeza, le hizo dos tostadas que ella empapó en un lago de sirope de arce antes de zampárselas en minuto y medio. Al principio, Tom atribuyó su silencio al agotamiento, la ansiedad, el hambre, a cualquiera de una serie de posibles causas, pero el caso era que Lucy no tenía aspecto de cansada, parecía perfectamente a gusto donde se encontraba, y ahora que había despachado aquel desayuno, también debía tacharse el hambre de la lista. Y sin embargo seguía guardando silencio ante sus preguntas. Respondía con diversos movimientos de cabeza, pero ni una palabra, ni un sonido, ni siquiera un intento de utilizar la lengua.

– ¿Se te ha olvidado hablar, Lucy? -le preguntó Tom.

Negación con la cabeza.

– ¿Y esa camiseta? ¿Significa que vienes de Kansas City?

Sin respuesta.

– ¿Qué quieres que haga contigo? No puedo mandarte de vuelta con tu madre si no me dices dónde vive.

Sin respuesta.

– ¿Quieres que te dé un lápiz y un cuaderno? Si no vas a hablar, quizá no te importe contestarme por escrito.

Negación con la cabeza.

– ¿Es que has dejado de hablar para siempre?

Otra negación con la cabeza.

– Bueno. Me alegro de saberlo. ¿Y cuándo podrás hablar otra vez?

Lucy pensó un momento, luego alzó dos dedos y miró a Tom.

– Dos. Pero ¿dos qué? ¿Dos horas? ¿Dos días? ¿Dos meses? Dímelo, Lucy.

Sin respuesta.

– ¿Tu madre está bien?

Asentimiento con la cabeza.

– ¿Sigue casada con David Minor?

Otro asentimiento.

– ¿Por qué te has escapado, entonces? ¿Es que no te tratan bien?

Sin respuesta.

– ¿Cómo has venido a Nueva York? ¿En autobús?

Asentimiento con la cabeza.

– ¿Tienes todavía el resguardo del billete?

Sin respuesta.

– Vamos a ver lo que llevas en los bolsillos. A lo mejor encontramos alguna pista.

Lucy se mostró complaciente y, metiéndose la mano en los cuatro bolsillos de los vaqueros, fue sacando su contenido, que no reveló nada de importancia. Ciento cincuenta y siete dólares en efectivo, tres chicles, seis monedas de veinticinco centavos, dos de diez, cuatro centavos y el nombre, dirección y número de teléfono de Tom escritos en un trozo de papel; pero ningún billete de autobús, ni rastro que le dijera dónde había iniciado el viaje.

– Muy bien, Lucy -dijo Tom-. Ahora que ya estás aquí, ¿qué es lo que piensas hacer? ¿Dónde vas a vivir?

Lucy señaló a su tío con el dedo.

Tom dejó escapar una breve carcajada de incredulidad.

– Fíjate bien en este sitio -recomendó-. Aquí apenas hay espacio para una persona. ¿Dónde crees que vas a dormir, pequeña?

Un encogimiento de hombros, seguido de otra amplia y aún más hermosa sonrisa, como diciendo: Ya veremos.

Pero no había nada que ver, al menos en lo que a Tom se refería. No sabía nada de niños, y aun cuando hubiera vivido en una mansión de doce habitaciones con personal de servicio y todo, no habría tenido el menor deseo de convertirse en un segundo padre para su sobrina. Una niña normal ya habría exigido bastante atención, pero una niña terca que se negaba a hablar y se resistía a dar explicaciones sobre su situación era sencillamente imposible. Pero ¿qué iba a hacer, de todos modos? De momento tenía que quedarse con la niña, y a menos que lograra obligarla a decirle dónde estaba su madre, no habría manera de librarse de ella. Eso no significaba que no tuviese cariño a Lucy ni que le fuera indiferente su bienestar, pero sabía que su sobrina se había equivocado al recurrir a él. De todos los parientes de la niña, él era el menos indicado.

Yo tampoco tenía mucho interés en ocuparme de ella, pero al menos disponía de una habitación de invitados, y cuando Tom me llamó aquella misma mañana para contarme el apuro en que se encontraba (la voz llena de pánico, casi gritando al teléfono), le dije que estaba dispuesto a dejar que se quedara en mi casa hasta que solucionáramos el problema. Poco después de las once llegaron a mi apartamento de la calle Uno. Lucy sonrió cuando Tom le presentó a su tío abuelo Nathan, y pareció contenta de recibir el beso de bienvenida que le planté en la coronilla, pero pronto descubrí que conmigo no se mostraba más dispuesta a hablar que con Tom. Había esperado sonsacarle alguna que otra frase, pero lo único que conseguí fueron los gestos de asentimiento o negación que Tom ya conocía. Una personilla extraña, inquietante. Yo no era ningún experto en psicología infantil, pero me parecía evidente que la niña no tenía nada malo ni física ni mentalmente. Ninguna muestra de retraso, ni de autismo, nada orgánico que le impidiera relacionarse con los demás. Miraba directamente a los ojos, entendía todo lo que se le decía, y sonreía tantas veces y con tanta afectividad como dos niños juntos. ¿Qué pasaba, entonces? ¿Había sufrido algún trauma horrible que le había privado de la facultad de hablar? ¿O bien, por motivos que aún resultaban impenetrables, había decidido hacer voto de silencio, imponiéndose un mutismo voluntario con objeto de poner a prueba su voluntad y su valor: un juego infantil del que acabaría cansándose? No tenía cardenales en la cara ni los brazos, pero en cierto momento resolví convencerla para que se diera un baño de modo que pudiera echarle una mirada al resto de su cuerpo. Sólo para estar seguro de que no había sido víctima de palizas ni abusos.

La instalé delante de la tele en el salón, y puse un canal que emitía dibujos animados las veinticuatro horas del día. Los ojos se le iluminaron de placer al contemplar las piruetas de los personajes en la pantalla; tanto, que se me ocurrió que no tenía costumbre de ver la televisión, lo que a su vez me hizo pensar en David Minor y la severidad de sus creencias religiosas. ¿Había prohibido el marido de Aurora la televisión en casa? ¿Eran sus convicciones tan extremas que quería proteger a su hija adoptiva del desenfrenado carnaval de la cultura popular norteamericana: aquella impía barahúnda de oropel y basura que manaba interminablemente de cada tubo catódico del país? Tal vez. No sabríamos nada acerca de Minor hasta que Lucy nos dijera dónde vivía, y de momento se negaba a pronunciar palabra. Basándose en la camiseta, Tom apostaba por Kansas City, pero ella se resistía a confirmarlo o negarlo, lo que daba a entender que no quería que lo supiéramos; tal vez porque temía que la mandáramos de vuelta a casa. Se había escapado, después de todo, y los niños felices no se fugan. Eso era seguro, tanto si tenían tele como si no.

Con Lucy apoltronada en el suelo del salón, comiendo pistachos y viendo un episodio del Inspector Gadget, Tom y yo nos retiramos a la cocina, donde ella no podía oír nuestra conversación. Estuvimos hablando sus buenos treinta o cuarenta minutos, pero no llegamos a nada salvo a sentirnos cada vez más inquietos y confusos. Tantos misterios e imponderables que resolver, tan pocos indicios sobre los que establecer una hipótesis plausible. ¿De dónde había sacado Lucy el dinero para el viaje? ¿Cómo sabía la dirección de Tom? ¿La había ayudado su madre a fugarse o se había escapado ella sola? Y si Aurora había participado en la fuga, ¿por qué no se había puesto previamente en contacto con Tom ni le había enviado al menos una nota con su hija? A lo mejor sí se la había dado, y Lucy la había perdido. Fuera como fuese, ¿qué nos decía la marcha de la niña sobre el matrimonio de Aurora? ¿Era el desastre que ambos nos temíamos, o la hermana de Tom había visto la luz, abrazando por fin la visión del mundo de su marido? Pero entonces, si en la familia reinaba la armonía, ¿qué estaba haciendo su hija en Brooklyn? No dejábamos de dar vueltas al asunto, sin salir del mismo círculo vicioso, hablando y hablando sin parar, incapaces de responder a una sola pregunta.

– El tiempo lo dirá -concluí al fin, sin querer prolongar aquella agonía-. Pero lo primero es lo primero. Tenemos que encontrarle un sitio para vivir. Tú no puedes quedarte con ella, y yo tampoco. ¿Qué hacemos, entonces?

– No voy a colocarla con una familia, si es que te refieres a eso -declaró Tom.

– No, claro que no. Pero tiene que haber alguien conocido que esté dispuesto a quedarse con ella. Temporalmente, me refiero. Hasta que logremos localizar a Aurora.

– Eso es mucho pedir, Nathan. La cosa podría prolongarse durante meses. Eternamente, quizá.

– ¿Qué me dices de tu hermanastra?

– ¿Te refieres a Pamela?

– Dijiste que disfruta de una posición acomodada. Una mansión en Vermont, dos críos, el marido abogado. Si le dices que sólo será este verano, a lo mejor está de acuerdo.

– Detesta a Rory. Todos los Zorn la odian. ¿Por qué iba a complicarse la vida por su hija?

– Compasión. Generosidad. Dijiste que ha mejorado con los años, ¿no? Bueno, si yo me comprometo a sufragar los gastos de Lucy, a lo mejor lo considera como una verdadera empresa familiar. Todos arrimando el hombro por el bien común.

– Eres perro viejo, ¿eh? Resultas muy convincente.

– Sólo intento que salgamos del apuro, Tom. Nada más que eso.

– De acuerdo, llamaré a Pamela. Me dirá que no, pero por lo menos lo habré intentado.

– Así me gusta, hijo. Tienes que exponerle el caso con suavidad y sin cargar mucho las tintas. Dorándole la píldora.

Pero no quiso hacer la llamada desde mi casa. No sólo por que Lucy estaba allí, según me explicó, sino porque se sentiría cohibido sabiendo que yo andaba cerca. Delicado, melindroso Tom, la persona más sensible del mundo. No pasaba nada, repuse, pero no había necesidad de que se fuera andando a su apartamento. Lucy y yo podíamos salir a la calle para que él se quedara solo y hablara tranquilamente con Pamela, con la ventaja de que la factura de la conferencia interurbana me llegaría a mí.

– Ya has visto lo que lleva la niña -añadí-. Esos vaqueros raídos, las playeras gastadas. Así no puede ir a ninguna parte, ¿verdad? Tú llama a Vermont, que yo saldré con ella a comprarle ropa nueva.

Eso zanjó la cuestión. Tras un rápido almuerzo a base de sopa de tomate, huevos revueltos y sándwiches de salami, Lucy y yo salimos de tiendas. Muda o no, Lucy parecía disfrutar de la expedición tanto como cualquier otra niña en circunstancias análogas: libertad total para elegir lo que quisiera. Al principio nos limitamos más que nada a lo indispensable (calcetines, ropa interior, pantalones largos, pantalones cortos, pijamas, sudadera con capucha, cazadora de nailon, cortaúñas, cepillo de dientes, cepillo del pelo, etcétera), pero luego siguieron unas zapatillas de deporte azul neón de ciento cincuenta dólares, una réplica de la gorra de los Dodgers de Brooklyn de pura lana, y, con cierta sorpresa por mi parte, unas auténticas y relucientes merceditas de charol, junto con un vestido de algodón rojo y blanco que compramos al final: de corte clásico, con cuello redondo y una cinta que se ataba a la espalda. Cuando llegamos a casa con todo el botín, ya eran las tres pasadas, y Tom se había marchado. Pero había una nota en la mesa de la cocina.


Querido Nathan:

Pamela ha dicho que sí. No me preguntes cómo lo he conseguido, pero he tenido que insistir más de una hora antes de que acabara cediendo. Ha sido una de las conversaciones más duras y agotadoras de mi vida. De momento es sólo «de prueba», pero la buena noticia es que quiere que le llevemos a Lucy mañana. Algo que ver con los planes de Ted y una fiesta en su club de campo. Supongo que podemos ir en tu coche, ¿no? Si a ti no te apetece, conduciré yo. Ahora voy a la librería a decirle a Harry que me tomo unos días libres. Te espero allí. A presto.

Tom


No había pensado que las cosas pudieran ir tan deprisa. Me sentí aliviado, por supuesto, contento de que se nos hubiera solucionado el problema de aquella manera tan rápida y conveniente, pero también me quedé un tanto decepcionado, como si me hubieran privado de algo. Empezaba a tomar cariño a Lucy, y durante nuestra incursión por las tiendas del barrio había ido acariciando la idea de tenerla un tiempo conmigo; unos días, imaginaba, incluso algunas semanas. No es que hubiese cambiado de parecer con respecto a la situación (no podía: quedarse para siempre en mi apartamento), pero una breve temporada habría sido más que soportable para mí. Había desaprovechado muchas ocasiones con Rachel cuando era pequeña, y ahora, de buenas a primeras, tenía una niña que necesitaba atenciones, alguien a quien comprar ropa y dar de comer, una criatura que necesitaba una persona adulta con tiempo suficiente para cuidarla e intentar sacarla de su desconcertante silencio. No tenía inconveniente en asumir ese papel, pero parecía que la función se trasladaba de Brooklyn a Nueva Inglaterra y que otro actor me había sustituido. Intenté consolarme con la idea de que Lucy estaría mejor en el campo con Pamela y sus hijos, pero ¿qué sabía yo de Pamela? Hacía años que no la veía, y antes de eso nuestros escasos encuentros me habían dejado frío.

Lucy quería ponerse el vestido nuevo y las merceditas para ir a la librería, y yo accedí a condición de que primero se diera un baño. Yo tenía mucha experiencia en bañar a los niños, le aseguré, y para demostrar mi afirmación saqué un álbum de fotos de la estantería y le enseñé algunas instantáneas de Rachel: una de las cuales, milagrosamente, mostraba a mi hija metida en un baño de burbujas a los seis o siete años.

– Ésta es tu prima -le anuncié-. ¿Sabías que tu madre y ella nacieron con sólo tres meses de diferencia? Eran buenas amigas.

Lucy sacudió la cabeza y exhibió una de sus mayores sonrisas del día. Empezaba a confiar en su tío Nat, pensé, y un momento después recorríamos el pasillo en dirección al baño. Mientras yo llenaba la bañera, Lucy se desnudó obedientemente y se metió en el agua. Aparte de una pequeña costra ya bastante endurecida en la rodilla izquierda, no tenía una sola marca en el cuerpo; la espalda, tersa y sin cardenales; las piernas, lisas y sin marcas; ni hinchazón ni excoriaciones en torno a los genitales. Sólo se trató de un rápido examen visual, pero fuera cual fuese la causa de su silencio, no aprecié indicio alguno de malos tratos ni abusos. Para celebrar mi descubrimiento, le canté la versión completa de «Polly Wolly Doodle» mientras le lavaba y aclaraba el pelo.

Quince minutos después de sacarla de la bañera, sonó el teléfono. Era Tom, que llamaba desde la librería para saber lo que nos pasaba. Acababa de hablar con Harry (que había accedido a su petición de tomarse unos días libres) y estaba deseando salir de allí.

– Lo siento -me disculpé-. Hemos tardado más de lo previsto en comprar, y luego pensé que a Lucy no le vendría mal un baño. Olvídate de aquella granujilla, Tom. Nuestra niña está preparada para ir a una fiesta de cumpleaños en el Castillo de Windsor.

Luego pasamos a considerar los planes para la cena. Como Tom quería salir por la mañana temprano, pensaba que lo mejor sería quedar a las seis. Además, añadió, Lucy tenía tanto apetito, que a esa hora ya casi estaría muerta de hambre.

Me volví a Lucy y le pregunté qué le parecería una pizza. Cuando contestó pasándose la lengua por los labios y dándose palmaditas en el estómago, le dije a Tom que nos veríamos en la Trattoria de Rocco, que servía la mejor pizza del barrio.

– A las seis en punto -concluí-. Entretanto, Lucy y yo iremos a la tienda de vídeo a buscar una película que podamos ver los tres después de cenar.

La película resultó ser Tiempos modernos, que me pareció una elección extrañamente inspirada. Lucy no sólo no había visto a Chaplin ni oído nunca ese nombre (otra prueba del declive de la educación norteamericana), sino que además era la película en que el vagabundo habla por primera vez. Aunque sus palabras resultaran ininteligibles, al menos abría la boca y emitía sonidos, y me pregunté si eso no removería algo en el interior de Lucy, haciéndole reflexionar sobre su obstinado silencio. Y en el mejor de los casos, incluso podríamos lograr que saliera de él de una vez por todas.

Hasta la cena en la Trattoria, se había portado estupendamente. Había hecho todo lo que le había pedido sin rechistar y de buen grado, sin fruncir una sola vez el ceño. Pero Tom, en un descuido poco corriente en él, dejó caer bruscamente la noticia de nuestro inminente viaje a Vermont sólo unos momentos después de habernos sentado a la mesa. No hubo preparación, ni propaganda que encomiara las maravillas de Burlington, ni argumentación en el sentido de que estaría mejor con Pamela que con sus dos tíos en Brooklyn. Ahí fue cuando la vi arrugar el entrecejo, llorar por primera vez, y enfurruñarse luego para el resto de la cena. Por muy hambrienta que estuviera, no tocó la pizza cuando se la pusieron delante, y sólo el hecho de que no paré de hablar nos libró de lo que podría haber acabado en una auténtica guerra de nervios. Empecé haciendo el trabajo preliminar que Tom había pasado por alto: los himnos y panegíricos, la zarabanda publicitaria, el prolongado encomio de la legendaria bondad de Pamela. Al ver que aquel discurso dejaba de producir el efecto deseado, cambié de táctica y le prometí que Tom y yo nos quedaríamos allí hasta que estuviera cómodamente instalada, y entonces, yendo aún más lejos, corrí el riesgo supremo de asegurarle que la decisión estaba enteramente en sus manos. Si no le gustaba estar allí, recogeríamos sus cosas y volveríamos a Nueva York. Pero tenía que intentarlo de verdad, le dije, no menos de tres o cuatro días. ¿De acuerdo? Lucy asintió con la cabeza. Y entonces, por primera vez en media hora, sonrió. Llamé al camarero y le pregunté si no sería mucha molestia que le calentaran la pizza en la cocina. Diez minutos después, se la trajeron de nuevo a la mesa y Lucy atacó su cena.

El experimento Chaplin arrojó un resultado desigual. Lucy rió a carcajadas, emitiendo los primeros sonidos que habíamos oído de ella en todo el día (hasta las lágrimas de la cena habían corrido por sus mejillas en silencio), pero unos minutos antes de llegar a la escena del restaurante, el sitio donde Charlie se pone a cantar su absurda y memorable canción, se le empezaron a cerrar los ojos y enseguida se quedó dormida. ¿Quién se lo podría reprochar? Había llegado a Nueva York aquella misma mañana, después de un viaje de Dios sabe cuántos centenares de kilómetros, lo que significaba que se había pasado gran parte de la noche anterior si no toda metida en un autobús. La cogí en brazos y la llevé al cuarto de huéspedes mientras Tom abría el sofá cama, ya preparado, y retiraba el embozo. Nadie duerme más profundamente que los niños, sobre todo los niños agotados. Ni siquiera cuando la puse sobre la cama y la tapé abrió los ojos una sola vez.

El día siguiente empezó con un hecho curioso e inquietante. A las siete de la mañana, entré en la habitación de Lucy, que aún dormía, con un vaso de zumo de naranja, un plato de huevos revueltos y dos rebanadas de pan tostado con mantequilla. Puse el desayuno en el suelo y luego la cogí del brazo y la zarandeé suavemente.

– Despierta, Lucy -dije-. Es hora de desayunar.

Al cabo de tres o cuatro segundos, abrió los ojos, y entonces, tras un breve instante de absoluta perplejidad (¿Dónde estoy? ¿Quién es este desconocido que me está mirando?), me reconoció y sonrió.

– ¿Qué tal has dormido? -le pregunté.

– Muy bien, tío Nat -contestó ella, con un ligero acento sureño-. Como una piedrota vieja en el fondo de un pozo.

Bam. Ahí estaba. Lucy había hablado. Sin que la incitaran ni animaran, sin pararse a pensar en lo que iba a hacer, había abierto tranquilamente la boca y se había puesto a hablar. ¿Concluía oficialmente el reino del silencio, me pregunté, o sólo era que lo había olvidado en la modorra del despertar?

– Me alegro -repuse, guardándome de aludir a lo que acababa de pasar para no estropear las cosas.

– ¿Nos vamos hoy al asqueroso Vermont? -preguntó.

Cada palabra que pronunciaba, cada nueva frase ampliaba mi cauta sensación de esperanza.

– Dentro de una hora, más o menos. Fíjate, Lucy, zumo, tostadas y huevos.

Cuando me agaché a recoger el desayuno del suelo, ella exhibió otra de sus grandes sonrisas.

– Desayuno en la cama -anunció-. Igual que la Reina Nefertiti.

Creí que ya estaba todo arreglado, pero ¿qué sabía yo entonces, qué sabía yo de nada? Cuando le acerqué el vaso de zumo con la mano derecha y ella alargó el brazo para cogerlo, el mundo se le cayó encima. Rara vez he visto una cara cambiar de expresión con mayor rapidez que la de Lucy en aquel momento. En un abrir y cerrar de ojos, la radiante sonrisa se tornó en una mueca de terror apabullante y devastador. Se llevó la mano a la boca, y al cabo de unos segundos los ojos se le llenaron de lágrimas.

– No te preocupes, cariño -la consolé-. No has hecho nada malo.

Pero sí había hecho algo malo. A su entender, sí lo había hecho, y, por la expresión de su atribulada carita, era como si hubiera cometido un pecado imperdonable. En un súbito arranque de ira contra sí misma, empezó a golpearse la sien con la palma de la mano izquierda, una desenfrenada pantomima que parecía representar lo estúpida que se consideraba a sí misma. Lo hizo tres, cuatro, cinco veces, pero justo cuando iba a sujetarle el brazo para hacer que parase, extendió la mano izquierda y alzó un dedo, agitándolo enérgicamente frente a mi cara. Con una ardiente mirada de desprecio y odio hacia sí misma, empezó a darse cachetes en la mano izquierda con la derecha, como reprendiéndola por haber tenido el descaro de alzar precisamente aquel dedo. Luego dejó de castigarse y volvió a extender la mano izquierda. Esta vez alzó dos dedos. Como antes, los agitó en el aire con amargo énfasis. Primero un dedo, luego dos. ¿Qué intentaba decirme? No podía estar seguro, pero sospechaba que tenía algo que ver con el tiempo, con el número de días que faltaban para que pudiera hablar de nuevo. Cuando se despertó sólo le quedaba un día, pero ahora que accidentalmente se le habían escapado unas palabras, debía castigarse añadiendo otro día a su silencio. De uno, por tanto, había pasado a dos.

– ¿Es eso? -le pregunté-. ¿Me estás diciendo que empezarás a hablar otra vez dentro de dos días?

No contestó. Repetí la pregunta, pero Lucy no iba a revelar su secreto. No afirmó, no negó con la cabeza, no hizo nada. Me senté a su lado y empecé a acariciarle el pelo.

– Vamos, Lucy -le dije, haciéndole coger el zumo-. Es hora de que te tomes el desayuno.

Загрузка...