SOBRE LA ESTUPIDEZ DE LOS HOMBRES (2)

A las once de la mañana siguiente entré en una de las joyerías del barrio a comprar otro collar para Rachel. No quería molestar a la B. P. M. llamando a su puerta un domingo por la mañana, pero pedí expresamente a la dependienta que me enseñara todo lo que llevara la marca de Nancy Mazzucchelli. La mujer sonrió, dijo que era una vieja amiga de Nancy, y enseguida abrió una vitrina de la que extrajo ocho o diez artículos suyos, colocándolos uno tras otro en el mostrador para que yo los viera. Quiso la suerte que el último fuese un collar casi idéntico al que ahora se guardaba por la noche en la caja registradora del Cosmic Diner.

Pensaba volver directamente a casa. Me habían ocurrido un par de anécdotas de camino a la joyería, y estaba deseoso de sentarme a la mesa de trabajo y añadirlas al Libro del desvarío humano, que no dejaba de crecer. No me había molestado en contar las que había escrito hasta el momento, pero para entonces debía de haber cerca de cien, y por el modo en que se presentaban, surgiendo a todas horas del día y de la noche (a veces incluso en sueños), sospechaba que habría elementos suficientes para que el proyecto se prolongara durante varios años. Pero hete aquí que, veinte segundos después de salir de la tienda, ¿con quién me encuentro sino con Nancy Mazzucchelli, la B. P. M en persona? Llevaba dos meses viviendo en aquel barrio había dado largos paseos por la mañana y por la tarde, había entrado en innumerables tiendas y restaurantes, me había sentado en la terraza del Circle Café para observar a los centenares de personas que pasaban por la avenida, pero hasta aquel domingo por la mañana nunca la había visto en público ni siquiera de lejos. No quiero insinuar que había pasado por delante de mí y no me había fijado en ella. Yo miro a todo el mundo, y si hubiera visto antes a aquella mujer (que era nada menos que la reina y soberana de Park Slope), la habría recordado. Ahora, a raíz de nuestro encuentro improvisado delante de su casa el viernes, el panorama había cambiado bruscamente. Como un término que se añade al propio vocabulario en una etapa tardía de la vida -y que entonces se empieza a oír por todas partes-, Nancy Mazzucchelli aparecía de pronto en todos los sitios por donde yo pasaba. A partir de aquel encuentro dominical, raro era el día en que no me encontraba con ella, en el banco, en la oficina de correos o por alguna calle del barrio. Acabó presentándome a sus hijos (Devon, la niña, y Sam, el niño); a su madre, Joyce; y a su marido, Jim, el técnico de sonido que se llamaba James Joyce pero que no era Joyce. De total desconocida, la B. P. M. se convirtió de pronto en parte integrante de mi vida. Aunque en las siguientes páginas de este libro apenas se la mencione, Nancy está ahí. Hay que buscarla entre líneas.

Aquel primer domingo no hablamos gran cosa. Hola, Nathan; hola, Nancy; qué tal; muy bien, ¿y Tom?; qué día tan espléndido; me alegro de verte. Esas cosas. Charla de pueblo en el corazón de la gran ciudad. Si hay algún detalle significativo que consignar, es el hecho de que no llevaba el peto. Aquel día hacía un calor inhabitual, y Nancy se había puesto una camiseta blanca de algodón y unos vaqueros. Como llevaba la camiseta remetida en los pantalones, pude observar que tenía el vientre liso. Eso no significaba que no estuviera embarazada, desde luego, pero aun cuando se encontrara en los días iniciales del primer trimestre, el viernes pasado no se había puesto el peto para ocultar prominencia alguna. Tomé nota mentalmente para decírselo a Tom en cuanto lo viera.

Lo primero que hice el lunes por la mañana fue enviar el collar a Rachel junto con una breve nota (Pienso en ti… Con cariño, papá), pero hacia las nueve de la noche empecé a preocuparme. Había echado la carta al buzón el martes por la noche. Suponiendo que hubiera salido el miércoles por la mañana, debería de haberle llegado el sábado; o el lunes, a más tardar. A mi hija nunca se le había dado bien eso de escribir cartas (se comunicaba principalmente mediante correo electrónico, instrumento del que yo no disponía), y por tanto esperaba que se pusiera en contacto conmigo por teléfono. Como el sábado y el domingo no había habido noticias, era de suponer que llamaría el lunes. A partir de las seis de la tarde, cuando volviera del trabajo y leyera mi carta. Por mucho que la hubiera ofendido, me parecía inconcebible que Rachel no contestara a lo que le decía en la misiva. Me quedé en el apartamento esperando a que sonara el teléfono, pero a las nueve de la noche no había ocurrido nada. Aunque hubiera decidido dejar la llamada para después de la cena, a esa hora ya habría terminado de cenar. Con cierta desesperación, algo asustado y más que apurado por la inquietud y el temor que sentía, acabé armándome de valor para marcar su número. No había nadie. El contestador automático se puso en marcha al cuarto tono, pero colgué antes de oír la señal sonora. Lo mismo sucedió el martes.

Y el miércoles.

No sabiendo ya qué hacer, decidí llamar a Edith y preguntarle lo que pasaba. Rachel y ella estaban en contacto permanente, y aunque la perspectiva de hablar con mi ex me producía cierto malestar, no había motivo para suponer que no me daría una respuesta clara. Pero la equis de ex es la cruz que nos marca, según había dicho Harry de manera tan elocuente. Para entonces, el único contacto que tenía con mi ex abnegada esposa se limitaba a ver su firma en el dorso de los cheques con que le pasaba pensión. Edith presentó la demanda de divorcio en noviembre de 1998, y un mes después, mucho antes de que saliera la sentencia, me diagnosticaron el cáncer. En su favor he de decir que me permitió quedarme en casa todo el tiempo necesario, lo que explica por qué tardamos tanto en ponerla a la venta. Cuando la vendimos, utilizó una parte de su dinero en comprar un apartamento en Bronxville, que Rachel, con su habitual exuberancia de lenguaje, calificó de «muy bonito». Además había empezado a asistir a clases para adultos en Columbia, había hecho al menos un viaje a Europa, y, si los cotilleos eran ciertos, estaba saliendo con Jay Sussman, un viejo abogado amigo nuestro. Su mujer había muerto dos años antes, y como siempre había estado loco por Edith (a los maridos se les da bien detectar esas cosas), era lógico que le hiciera proposiciones una vez desaparecido yo de la escena. El viudo alegre y la divorciada feliz. Bueno, me alegro por los dos. Jay rondaba los setenta, desde luego, pero ¿quién era yo para poner objeciones a unas cuantas cenas a ritmo de tango y algún polvete crepuscular? Para ser completamente sincero, a mí no me habría venido mal una ración de lo mismo.

– Hola, Edith -dije cuando ella contestó al teléfono-. Soy el fantasma de la Navidad pasada.

– ¿Nathan?

Parecía sorprendida de oírme, y también un tanto contrariada.

– Siento molestarte, pero necesito cierta información, y tú eres la única persona que puede dármela.

– No será otra de tus bromas de mal gusto, ¿verdad?

– Ojalá.

Emitió un sonoro suspiro por el receptor.

– Ahora estoy ocupada. Date prisa, ¿vale?

– Ocupada con algún invitado, supongo.

– Supón lo que te dé la gana. No tengo que darte explicaciones de nada, ¿verdad?

Dejó escapar una extraña y aguda carcajada: una risa tan amarga, tan triunfal, tan cargada de impulsos reprimidos y contradictorios, que no supe cómo interpretarla. La risa de una ex esposa liberada, quizá. Que reía la última.

– No, claro que no. Eres libre de hacer lo que te apetezca. Lo único que te pido es cierta información.

– ¿Sobre qué?

– Rachel. Desde el lunes estoy intentando ponerme en contacto con ella, pero parece que no hay nadie en su casa. Sólo quiero saber si Terrence y ella están bien.

– Pero qué idiota eres, Nathan. ¿Es que no te enteras de nada?

– Por lo visto, no.

– Se fueron a Inglaterra el veinte de mayo, y no volverán hasta el quince de junio. Se acabó el semestre en Rutgers. Rachel estaba invitada a presentar una ponencia en un congreso en Londres, y ahora están pasando unos días con los padres de Terrence en Cornwall.

– No me lo dijo.

– ¿Y por qué tendría que decírtelo?

– Porque es mi hija, por eso.

– Si te portaras como un padre, quizá te lo habría dicho. Eso de estallar y ponerte a gritar hecho una furia fue algo horrible, Nathan. ¿Qué derecho tienes? Le hiciste mucho daño…, se quedó muy jodida.

– La llamé para disculparme, pero me colgó. Le he escrito una carta larga. Intento reparar el daño que le he hecho, Edith. La quiero mucho, ya lo sabes.

– Entonces ponte de rodillas y pide perdón. Pero no esperes que yo te ayude. Mi época de mediadora ha concluido.

– No te estoy pidiendo ayuda. Pero si por casualidad te llama desde Inglaterra, podrías mencionarle que tiene una carta esperándola en casa. Y un collar, también.

– Ni lo sueñes, chico. No voy a decirle nada. Ni puñetera palabra. ¿Te has enterado?

Para que luego hablen del mito de la tolerancia y la buena voluntad entre parejas divorciadas. Al terminar la conversación, me dieron ganas de saltar al próximo tren que fuera a Bronxville estrangular a Edith con mis propias manos. Pero entonces me entraron náuseas. Aunque hay que reconocérselo a la chica. Su ira había sido tan virulenta, sus acusaciones y su desprecio tan agresivos, que en realidad me ayudó a tomar una decisión. No volvería a llamarla más. Nunca en la vida. Bajo ninguna circunstancia, en ningún momento. El divorcio nos había separado a los ojos de la ley, disolviendo el matrimonio que nos había unido durante tantos años, pero aun así seguíamos teniendo algo en común, y como seríamos los padres de Rachel durante todo el tiempo que nos quedara de vida, yo había supuesto que ese vínculo nos evitaría caer en un estado de permanente animosidad. Pero vi que no. Aquella llamada fue el final de todo, y en lo sucesivo Edith no sería más que un nombre para mí: cinco letras insignificantes que designaban a una persona que había dejado de existir.

Al día siguiente, jueves, almorcé solo. Tom iba a Manhattan con Harry por la tarde, para negociar con la viuda de un novelista recientemente fallecido la adquisición de los libros de la biblioteca de su marido. Según Tom, aquel novelista parecía conocer hasta el último escritor importante de los últimos cincuenta años, y tenía los estantes repletos de libros firmados y dedicados por sus ilustres amigos. «Ejemplares con dedicatoria», se denominaban esos libros en la profesión, y como eran muy buscados por los coleccionistas, según me explicó Tom, normalmente se vendían a buen precio. También me dijo que las visitas de ese tipo eran lo que más le gustaba de trabajar con Harry. No sólo le permitían salir de Brooklyn, de los confines de su despacho de la primera planta, sino que además le daban la oportunidad de ver a su jefe en acción.

– Monta un buen número -dijo Tom-. No para de hablar. Halaga, denigra, engatusa: un interminable amagar y no dar. Yo no creo en la reencarnación, pero si creyera, apostaría cualquier cosa a que en otra vida fue un vendedor de alfombras marroquí.

El miércoles había sido el día libre de Marina. El jueves, privado de la compañía de Tom, tenía más ganas de verla que nunca, pero cuando entré en el Cosmic Diner a la una en punto, Marina no estaba. Pregunté a Dimitrios, el dueño del restaurante, y me explicó que había llamado por la mañana para decir que no se encontraba bien y que probablemente faltaría algunos días. Me sentí profunda y absurdamente abatido. Después de la bronca que me había echado mi ex mujer la noche anterior, necesitaba recobrar la fe en el sexo femenino, ¿y quién mejor para ayudarme en esa empresa que la dulce Marina González? Antes de entrar en el restaurante, me la había imaginado con el collar puesto (cosa que ya había sucedido el lunes y el martes), y sabía que con sólo mirarla iba a encontrarme mucho mejor. Acongojado, pues, me senté solo en un reservado y pedí el almuerzo a Dimitrios, que sustituía a mi amor ausente. Como de costumbre, llevaba un libro en el bolsillo de la chaqueta (La conciencia de Zeno, que había comprado por recomendación de Tom), y como aquel día no tenía con quién hablar, abrí la novela de Svevo y me puse a leer.

Al cabo de dos párrafos, el individuo llamado señor Problemas hizo acto de presencia. Ése es el encuentro al que aludía hace quince o veinte páginas, y ahora que ha llegado el momento de hablar de él, me muero de vergüenza con sólo pensar en lo que pasó. Ese individuo, esa cosa que prefiero llamar Problemas, el ser de pesadilla que surgió de las profundidades de la nada, se hacía pasar por un mensajero de la U.P.S. de unos treinta años, cuerpo musculoso, buena forma y expresión iracunda en los ojos. No, la ira no hace justicia a lo que vi en aquel rostro. Furia sería más preciso, creo, o quizá rabia, e incluso locura homicida. Fuera lo que fuese, cuando entró como una tromba en el restaurante y preguntó a Dimitrios con voz fuerte y agresiva si Nathan andaba por allí, Nathan Glass, comprendí que el nombre en clave del señor Problemas era Roberto González. También supe que el collar ya no estaba en la caja. La pobre Marina había olvidado quitárselo cuando se fue a casa el martes por la noche. Un pequeño error, quizá, pero no pude evitar el recuerdo de cómo había empleado la expresión bum cuando intentó devolverme el regalo, y asociando esa palabra con el anuncio de Dimitrios de que no vendría en «algunos días», pensé en la paliza que le habría dado aquel hijo de puta.

El marido de Marina se sentó en el banco frente a mí y se inclinó sobre la mesa.

– ¿Eres Nathan? -inquirió-. ¿El cabrón de Nathan Glass?

– El mismo -repuse-. Sólo que mi primer nombre no es Cabrón, sino Joseph.

– Muy bien, listillo. Dime, ¿por qué lo has hecho?

– ¿El qué?

Se metió la mano en el bolsillo y tiró el collar sobre la mesa.

– Esto.

– Es un regalo de cumpleaños.

– A mi mujer.

– Sí. A tu mujer. ¿Qué tiene de malo? Marina me sirve el almuerzo todos los días. Es una chica estupenda y quise ofrecerle una muestra de mi gratitud. ¿Acaso no le doy propina cuando pago la nota? Pues, bueno, considera el collar como una buena propina.

– Eso no está bien, tío. Andar follando por ahí con mujeres casadas.

– Yo no ando fallando por ahí. Sólo le he hecho un regalo, nada más. Soy lo bastante viejo para ser su padre.

– Tienes polla, ¿no? Y todavía tienes cojones, ¿eh?

– La última vez que miré, seguían ahí.

– Te lo advierto, tío. Aléjate de Marina. Esa zorra es mía, y la próxima vez que te acerques a ella te mataré.

– No la llames zorra. Es una mujer. Y tienes mucha suerte de estar casado con ella.

– La llamaré lo que me dé la gana, gilipollas. Y esta -dijo, cogiendo el collar y balanceándolo frente a mis ojos-, esta mierda te la puedes comer para desayunar mañana por la mañana.

Lo cogió con ambas manos, y con un brusco tirón rompió en dos la cadena de oro. Las cuentas se desprendieron y saltaron por la mesa de formica; pero algunas se le quedaron en la mano, y cuando se levantó para marcharse me las arrojó a la cara.

– ¡La próxima vez te mato! -gritó, señalándome con el dedo como una marioneta trastornada-. ¡Déjala en paz, cabrón, o te mato!

Para entonces, todo el restaurante nos estaba mirando. No todos los días se sentaba uno a comer y se le regalaba un espectáculo tan absorbente, pero ahora que el señor Problemas ya me había amenazado, parecía que la función estaba a punto de acabar. O eso pensaba yo. González ya me había dado la espalda y avanzaba en dirección a la puerta, pero el paso entre mesas y reservados era estrecho, y antes de que pudiera salir, el gigantesco y panzudo Dimitrios se interpuso en su camino. Así empezó el segundo acto. Acorralado, con la sesera todavía enardecida, el exaltado González se puso a gritar a pleno pulmón.

– ¡Procure que ese cerdo no vuelva a entrar aquí! -ordenó, refiriéndose a mí-. ¡No lo deje entrar si quiere que Marina siga trabajando aquí! ¡O se irá!

– Que se vaya, entonces -repuso el dueño del Cosmic Diner-. Éste es mi restaurante, y nadie me dice lo que tengo que hacer en mi casa. Sin clientes, me quedo sin nada. Así que salga por esa puerta y diga a Marina que está despedida. No quiero verla más. En cuanto a usted…, si vuelve a aparecer otra vez por aquí, llamaré a la policía.

Acto seguido hubo algunos zarandeas y empujones, pero por fuerte y musculoso que fuera González, Dimitrios le venía grande, y finalmente, después de otra andanada de amenazas por una y otra parte, el marido de Marina desapareció del local. El imbécil había dejado a su mujer sin trabajo. Y lo que era peor -mucho peor aún-, comprendí que probablemente no la volvería a ver más.

Una vez restablecida la calma en el restaurante, Dimitrios se acercó a mi mesa y se sentó. Se disculpó por las molestias y me dijo que mi almuerzo corría por cuenta de la casa, pero cuando traté de convencerlo para que no despidiera a Marina, se mantuvo firme en su decisión. Había colaborado en la conspiración del collar y la caja registradora, pero el negocio era el negocio, concluyó, y aun cuando Marina le gustaba «un montonazo», no quería correr riesgos con aquel energúmeno que tenía por marido. Entonces añadió algo que me abrasó como la quemadura de un hierro de marcar.

– No se preocupe -me aconsejó-. No es culpa suya.

Pero sí era culpa mía. Yo era el causante de todo aquel lío, y me despreciaba por el daño que había hecho a la inocente Marina. Su primer impulso había sido rechazar el collar. Sabía la clase de hombre que era su marido, pero en vez de escuchar lo que me decía, la había obligado a aceptarlo, y aquel estúpido paso, aquel hecho absurdo e insensato, no había traído más que problemas. Que Dios me castigue, dije para mis adentros. Que me arroje de cabeza al infierno, y me tenga mil años ardiendo.

Aquélla fue la última vez que almorcé en el Cosmic Diner. Todos los días voy por la Séptima Avenida y paso frente a la puerta, pero aún no he tenido valor para volver a entrar.

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