MAS ACONTECIMIENTOS

Tom estaba confuso. Habían pasado tantas cosas en tan breve espacio de tiempo, que no se sentía preparado para enfrentarse a la multitud de posibilidades que se abría ante él. ¿Le apetecía encargarse del negocio de Harry y pasar el resto de su vida comerciando con libros raros y de segunda mano en una librería de Park Slope? ¿O bien, tal como había propuesto el día en que murió Harry, era mejor venderlo todo y repartir con Rufus el producto de la venta? El hecho de que el jamaicano no quisiera el dinero carecía de importancia. El edificio era una propiedad valiosa, y si persistía en rechazar su parte, Tom se encargaría de que su abuela lo aceptara por él. La venta reportaría una enorme suma de dinero, no inferior a varios cientos de miles de dólares para cada uno, y con su parte Tom estaría en condiciones de partir de cero, de tomar la dirección que más le apeteciera. Pero ¿qué era lo que quería? Ésa era la cuestión fundamental, y de momento, la única sin respuesta. ¿Seguía interesado en llevar adelante la idea del Hotel Existencia? ¿O prefería volver a los planes que tenía al salir de Michigan y buscar un puesto de profesor de inglés en algún instituto? Y en ese caso, ¿dónde? ¿Le apetecía quedarse en Nueva York, o estaba dispuesto a hacer el equipaje y trasladarse al campo? Discutimos esas cuestiones un centenar de veces en los días siguientes, pero aparte de dejar su diminuta habitación e instalarse momentáneamente en el apartamento de Harry en el segundo piso de la librería, Tom siguió farfullando, rumiando amargamente las cosas, dando vueltas al asunto.

Afortunadamente, no tenía mucha prisa por tomar una decisión. El testamento de Harry estaba a punto de iniciar su laborioso itinerario de trámites, y pasarían meses antes de que las escrituras del edificio pasaran a manos de los beneficiarios. En cuanto a los demás activos de Harry -su exigua cuenta bancaria, algunos valores mobiliarios-, también se encontraban inmovilizados. Tom estaba sentado en una montaña de oro, pero hasta que los abogados de Flynn, Bernstein amp; Vallara zanjaran los asuntos relacionados con el legado de Harry, la verdad es que se encontraría en peor situación que antes. Privado de su paga semanal, a menos que mantuviera el Brightman's Attic funcionando a toda máquina, apenas tendría ingreso alguno. Me ofrecí a prestarle dinero, pero se negó a considerarlo. Tampoco se mostró tremendamente impresionado por mi sugerencia de que cerrara la librería durante el verano y se tomara unas largas vacaciones con Lucy y conmigo. Tenía que mantener viva la librería, objetó, se lo debía a Harry. Era una deuda moral, y su sentido del honor lo obligaba a aguantar mecha hasta el final. Muy bien, le dije, pero ¿cómo vas a llevar el negocio tú solo? Rufus se ha marchado, lo que significa que no tienes dependiente. Y no puedes permitirte contratar a nadie, ¿verdad? ¿De dónde vas a sacar dinero para pagarle?

Por primera vez en todos los años que lo conocía, Tom perdió los estribos.

– A tomar por culo, Nathan -exclamó-. ¿A quién coño le importa eso? Ya se me ocurrirá algo. Ocúpate de tus asuntos, ¿vale?

Pero los asuntos de Tom también eran mis asuntos, y me apenaba verlo en una situación tan apurada. Entonces fue cuando me puse al servicio de la causa común: por el salario nominal de un dólar al mes. Sustituiría a Rufus, propuse, y durante el tiempo que fuera necesario suspendería mi jubilación para llevar a cabo la onerosa tarea de dependiente en la planta baja del Brightman's Attic. Y si Tom así lo deseaba, no tendría inconveniente en llamarle jefe.

Y así fue como empezó una nueva etapa de nuestra.vida. Matriculé a Lucy en un cursillo veraniego de bellas artes en el colegio Berkeley Carroll de Lincoln Place, que estaba a siete manzanas y media de casa, y todas las mañanas, después de acompañarla andando hasta allí, volvía dando un paseo por la avenida y me incorporaba a mi puesto tras el mostrador de la librería. Mi trabajo en El libro del desvarío humano se resintió del cambio de rutina, pero intenté en lo posible no perder la práctica, garabateando algo a última hora de la noche, cuando Lucy se iba a la cama, aprovechando quince minutos aquí y veinte minutos allá cuando no había mucho movimiento en el local. Muy a mi pesar, los almuerzos cotidianos con Tom se interrumpieron. Sencillamente ya no había tiempo para sentarnos tranquilamente a comer, de manera que, como tantos otros, nos llevábamos al trabajo el almuerzo guardado en bolsas de papel marrón, y en cuestión de minutos nos metíamos entre pecho y espalda los sándwiches y el café frío en algún rincón mal ventilado del Attic. A las cuatro, Tom me relevaba de mis funciones detrás del mostrador para que fuese a recoger a la niña al colegio. Llevaba a Lucy conmigo a la librería y allí se entretenía hasta las seis de la tarde, hora de cerrar, leyendo algunos de los cuatro mil doscientos volúmenes que llenaban las estanterías de la planta baja.

Lucy seguía siendo un rompecabezas para mí. En muchos aspectos, era una niña modélica, y cuanto más nos conocíamos, más me gustaba, más disfrutaba de su compañía. Dejando aparte la cuestión de su madre por un momento, había mil cosas positivas que decir de nuestra niña. Desconociendo completamente la vida de la gran ciudad, se había adaptado rápidamente a su nuevo entorno y empezó a sentirse a gusto en el barrio casi de inmediato. Dondequiera que se hallara Carolina Carolina el único idioma que allí hablaban era el inglés. Ahora, cuando íbamos por la Séptima Avenida y pasábamos frente a la tintorería, la tienda de comestibles, la panadería, el salón de belleza, la cafetería, el quiosco de periódicos, la niña se veía asaltada por una plétora de lenguas diferentes. Oía español y coreano, ruso y chino, árabe y griego, japonés, alemán y francés, pero en vez de sentirse intimidada o perpleja, se regocijaba con aquella diversidad de sonidos humanos.

– Yo quiero hablar así -me dijo una mañana al entrar en un establecimiento y ver a una mujer menuda y regordeta gritando a un hombre mayor-. ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira! -decía Lucy, imitando la voz de la mujer con increíble exactitud-. ¡Hombre! ¡Gato! ¡Sucio! [12]

Un momento después, hacía una interpretación similar de un hombre que llamaba en árabe a alguien que estaba en la acera de enfrente: palabras que yo no habría sido capaz de pronunciar aunque me hubiera ido la vida en ello. La niña tenía oído, y ojos para ver, cabeza para pensar y corazón para sentir. No tuvo la menor dificultad para hacer amigos en el cursillo de verano, y al final de la primera semana ya la habían invitado tres niñas diferentes para jugar en su casa. No rehuía mis besos y abrazos cuando le daba las buenas noches; no era quisquillosa con la comida; rara vez armaba alboroto por algo. A pesar de que cometía muchos errores al hablar (que decidí no corregir), y de su fijación con los dibujos animados de la tele (no tuve más remedio que echar el freno y limitarlos a una hora diaria), no lamenté ni por un momento el hecho de haberme quedado con ella.

– Echas de menos a tu madre, ¿verdad, Lucy? -le pregunté una noche.

– Una enormidad -confirmó ella-. La echo tanto de menos, que se me parte el corazón.

– Tienes ganas de volver a veda, ¿eh?

– Más que nada en el mundo. Todas las noches rezo a Dios para que vuelva conmigo.

– Volverá. Lo único que tienes que hacer es decirme dónde puedo encontrarla.

– No puedo hacer eso, tío Nat. No hago más que repetírtelo una y otra vez, pero parece que no quieres entender lo que te digo.

– Lo entiendo. Sólo que quiero que dejes de estar triste.

– No puedo hablar de eso. Hice una promesa, y si no la cumplo, iré al infierno. El infierno es para siempre, y todavía soy una niña. No estoy preparada para arder durante toda la eternidad.

– El infierno no existe, Lucy. Y no vas a arder, ni siquiera un momento. Todos queremos a tu madre, y lo único que pretendemos es ayudarla.

– No, señor. Así no son las cosas. Por favor, tío Nat. No me hagas más preguntas sobre mamá. No le pasa nada malo, y un día volverá conmigo. Eso es lo que yo sé, yeso es lo único que te voy a decir. Si sigues con lo mismo, volveré a hacer lo que hacía cuando vine. Cerraré la boca, no despegaré los labios y no te diré una palabra. ¿Y qué conseguiremos con eso? Tú y yo nos lo pasamos muy bien hablando. Mientras no me preguntes por mamá, es como más me divierto. Hablando contigo, quiero decir. Eres encantador, tío Nat. Pero no hay por qué estropear las cosas, ¿verdad?

En apariencia, la niña estaba feliz y contenta, pero me inquietaba pensar en el tormento que debía de estar pasando para mantener su secreto. Era demasiado pedir que una niña de nueve años y medio cargara con una responsabilidad tan agobiante. Le estaban haciendo daño, y no se me ocurría una forma de impedirlo. Hablé con Tom acerca de mandada al psiquiatra, pero él pensaba que sería una pérdida de tiempo y dinero. Si Lucy no quería hablar con nosotros, desde luego no hablaría con un extraño.

– Debemos tener paciencia -concluyó-. Tarde o temprano, no podrá soportado más y lo soltará todo de corrido. Pero no dirá una palabra hasta que le parezca bien.

Seguí el consejo de Tom y de momento me reservé la idea del médico, pero eso no quería decir que tuviera en mucho su opinión. La niña nunca estaría dispuesta a hablar. Era tan tozuda, tan obstinada, tan puñeteramente inquebrantable, que estaba seguro de que podía aguantar eternamente.

Empecé a trabajar con Tom el catorce, tres días después de que esparciéramos las cenizas de Harry en Prospect Park y Rufus volviera a Jamaica con su abuela. Al día siguiente, mi hija regresaba de Inglaterra. Había estado pensando en el quince desde mi desastrosa conversación con la innombrable que dio a luz a mi hija, pero entre la vorágine de acontecimientos que se sucedieron tras nuestra brusca marcha del Chowder Inn, había tenido demasiadas preocupaciones para llevar la cuenta de los días. Estábamos efectivamente a quince de junio, pero entonces yo tenía la cabeza en otra parte y se me pasó la fecha. Tras cerrar la librería a las seis, Tom, Lucy y yo decidimos cenar temprano y fuimos al Café de la calle Dos. Luego, Lucy y yo nos dirigimos a casa, donde pensábamos pasar la velada midiendo nuestras fuerzas al Monopoly. Entonces fue cuando oí el mensaje de Rachel en el contestador. Su avión había aterrizado a la una; había entrado por la puerta de su casa a las tres; había leído mi carta a las cinco. Por su tono de voz cuando pronunciaba la palabra carta, comprendí que todo estaba olvidado.

– Gracias, papá -me decía-. No sabes lo importante que esto es para mí. Últimamente estoy pasando una mala racha, y eso es precisamente lo que necesitaba oír. Si ahora puedo contar contigo, creo que seré capaz de superado todo.

A la noche siguiente, Tom se quedó cuidando de Lucy y yo me fui a cenar con Rachel cerca del centro de Manhattan, no muy lejos de mi antiguo despacho en la Mid-Atlantic, la compañía de seguros de vida y accidente. A qué velocidad cambia el mundo a nuestro alrededor; con qué rapidez se suceden los problemas, sin apenas dejarnos un momento para regodearnos con nuestras victorias. Me había pasado casi un mes preocupado por la nota que había enviado a mi hija, distante y enfadada conmigo, rogando para que mis lamentables palabras de disculpa se abrieran camino entre años de resentimiento Y me dieran ocasión de arreglar las cosas. Por algún milagro, la carta había colmado todas las esperanzas que había puesto en ella. Habíamos vuelto a pisar terreno firme, y con toda la acritud del pasado ya olvidada, la cena de aquella noche debería haber sido una reunión gozosa, un momento de bromas, risas y antojadizos recuerdos. Pero en cuanto restablecí mi condición de padre, tuve que ayudar a mi hija a superar la peor situación de su vida adulta. Mi niña pasaba una «mala racha». Atravesaba una crisis, ¿ya quién podía recurrir sino a su padre, por muy ridículo e incompetente que pudiera ser?

Reservé una mesa para dos en La Grenouille, el mismo restaurante francés al estilo neoyorquino, recargado y exageradamente caro, donde (nombre borrado) y yo la llevamos para celebrar su decimoctavo cumpleaños. Se presentó con el collar que le había enviado, gemelo del que tan mal había acabado en el Cosmic Diner, y pese a la alegría que me llevé al ver lo bien que le sentaba, el bonito contraste que ofrecía con la oscuridad de sus ojos y su pelo, no pude evitar al mismo tiempo el recuerdo de aquel otro collar, lo que me produjo varias punzadas de remordimiento al revivir el perjuicio que había causado a Marina González. Cuántas mujeres de veintitantos años, dije para mis adentros, cuántas vidas de mujeres treintañeras girando a mi alrededor. Marina. Honey Chowder. Nancy Mazzucchelli. Aurora. Rachel. De todas las mujeres de ese grupo, mi hija era la que parecía más próspera y equilibrada, la más fuerte, la que menos dificultades podía tener, y sin embargo ahí estaba, sentada a la mesa frente a mí, con lágrimas en los ojos, diciéndome que su matrimonio se estaba viniendo abajo.

– No lo entiendo -le dije-. La última vez que te vi, todo iba bien. Terrence se portaba estupendamente. Tú estabas de maravilla. Acababais de celebrar vuestro segundo aniversario, y me aseguraste que habían sido los dos años más felices de tu vida. ¿Cuándo fue eso? ¿A finales de marzo? ¿Primeros de abril? Un matrimonio no se desmorona tan rápidamente. Si los cónyuges están enamorados, no.

– Yo sigo enamorada -contestó Rachel-. Quien me preocupa es Terrence.

– Ese tío te persiguió por medio mundo para convencerte de que te casaras con él. ¿Recuerdas? Fue él quien andaba detrás de ti. Al principio, ni siquiera estabas segura de que te gustara.

– Eso fue hace mucho tiempo. Te hablo de ahora.

– La última vez que hablamos de ahora, me dijiste que estabais pensando en tener hijos. Aseguraste que Terrence se moría de ganas de ser padre. No de ser padre en abstracto, sino de ser padre de un hijo tuyo. Eso es lo que los hombres dicen cuando están enamorados de la mujer con la que viven.

– Lo sé. Eso es lo que yo pensaba, también. Pero entonces fuimos a Inglaterra.

– Norteamérica, Inglaterra. ¿Qué más da? Seguís siendo los mismos, dondequiera que estéis.

– Quizá sea verdad. Pero Georgina no está en Norteamérica. Vive en Inglaterra.

– Ah. De manera que es eso. ¿Por qué no has empezado por ahí?

– Es difícil. Con sólo mencionar su nombre se me revuelve el estómago.

– Si te sirve de consuelo, me parece un nombre ridículo. Georgina. Me hace pensar en una chica victoriana, de esas que se ríen tontamente, con tirabuzones rubios y mejillas coloradotas.

– Es morena, poquita cosa, de pelo grasiento y piel basta.

– A mí no me parece una rival de mucho peso.

– Terrence y ella fueron juntos a la universidad. Fue su primer amor. Luego ella se enamoró de otro y rompió con él. Entonces fue cuando vino a Estados Unidos. Se quedó muy deprimido, papá. Me dijo que había pensado en suicidarse.

– Y ahora ese otro ha desaparecido de escena.

– No estoy segura. Lo único que sé es que cuando estuvimos en Londres, fuimos a cenar los tres, y Terrence no podía apartar los ojos de Georgina. Era como si yo no estuviera allí. Y después, no dejaba de hablar de ella. Georgina es tan inteligente. Georgina es tan divertida. Georgina es tan buena persona. Dos días después, salieron a comer juntos. Luego fuimos a Cornwall a ver a sus padres, pero a los tres o cuatro días cogió el tren y se marchó a Londres para hablar con su editor sobre el libro que está escribiendo. O eso dijo. Yo creo que volvió para estar con la estúpida de Georgina Watson, el amor de su vida. Fue tan horrible. Me dejó allí tirada, en el campo, con sus padres, que son de derechas y antisemitas, y no tuve más remedio que fingir que estaba disfrutando muchísimo. Se acostó con ella. Estoy segura. Se acostó con ella, y ahora ya no me quiere.

– ¿Se lo has preguntado?

– Ya lo creo que se lo he preguntado. En cuanto volvió a casa de sus padres. Tuvimos una pelea horrible. La peor que hemos tenido desde que nos conocemos.

– ¿Y qué te dijo?

– Lo negó. Dijo que tenía celos y me imaginaba cosas.

– Ésa es buena señal, Rachel.

– ¿Buena? ¿Qué quieres decir con buena? Me mintió, y ahora ya no voy a poder confiar en él nunca más.

– Suponte lo peor. Imagínate que se acostó con ella y que te mintió al volver. Sigue siendo una buena señal.

– ¿Cómo puedes decir eso?

– Porque significa que no desea perderte. No quiere que vuestro matrimonio se deshaga.

– Pero ¿qué clase de matrimonio es éste? Cuando una no Se puede fiar del hombre con quien se ha casado, es como si no estuviera casada.

– Mira, cariño, lejos de mí el darte consejos. En asuntos matrimoniales, soy la persona menos indicada del mundo para decirle a nadie lo que tiene que hacer. Hemos vivido juntos en la misma casa durante los primeros dieciocho años de tu vida, y no es preciso recordarte el desastre que hice con tu madre. Hubo momentos en que estaba tan harto de ella, que verdaderamente deseé que se muriera. Me imaginaba accidentes de coche, descarrilamientos de trenes, caídas de escaleras empinadísimas. Es una confesión tremenda esta que te hago, y no quiero que pienses que me siento orgulloso; pero es importante que entiendas lo que es un mal matrimonio. Tu madre y yo somos un ejemplo de mal matrimonio. Nos quisimos durante una época, y luego todo se fue a hacer gárgaras. Pero a pesar de todo, seguimos juntos durante mucho tiempo, y por mal que nos lleváramos, logramos tenerte a ti. Tú eres el final feliz de toda la trágica historia, y como tú eres quien eres, yo no me arrepiento absolutamente de nada. ¿Me entiendes, Rachel? No conozco a Terrence lo suficiente para emitir un juicio sobre él. Pero estoy seguro de que no sois un mal matrimonio. La gente comete errores. Hace tonterías. Pero Georgina está ahora en la otra orilla del océano, y a menos que te hayas casado con un mujeriego empedernido, sospecho que ese pequeño episodio ha concluido para siempre. Aguanta una temporada y a ver qué pasa. No tomes ninguna decisión precipitada. Si él te aseguró que era inocente, ¿quién podría afirmar que no decía la verdad? Los antiguos amores son difíciles de olvidar por completo. A lo mejor Terrence ha perdido un momento la cabeza, pero ha vuelto contigo a Estados Unidos, y si lo quieres tanto como dices, es muy probable que todo salga bien. Mientras no resulte ser la mierda de marido que tu padre ha sido, hay esperanza. Y mucha. Esperanza de un futuro feliz para los dos. Esperanza de que tengáis hijos. Gatos y perros. Árboles y flores. Esperanza para Estados Unidos. Esperanza para Inglaterra. Esperanza para el mundo.

No sabía lo que decía. Las palabras brotaban locamente de mis labios, en un raudal incontenible de insensateces y exageradas emociones, y cuando llegué al final de mi ridículo discurso vi que Rachel estaba sonriendo, que sonreía por primera vez desde que entró en el restaurante. Quizá eso era todo lo que podía conseguir. Hacerle ver que estaba a su lado, que creía en ella, y que la situación probablemente no era tan negra como me la había pintado. Aunque sólo fuera eso, la sonrisa me decía que estaba empezando a tranquilizarse, y hablando la fui apartando despacio del tema, consciente de que la mejor medicina sería hacer que olvidara a Terrence durante un rato, que dejara de pensar en el problema que la obsesionaba desde hacía varias semanas. Capítulo a capítulo, la puse al corriente de todos los acontecimientos ocurridos desde la última vez que nos habíamos visto. En lo esencial, era una versión abreviada de todo lo que he consignado en este libro hasta el momento. No, no de todo; porque suprimí la historia de Marina y el otro collar (demasiado triste, demasiado humillante), no dije nada de la horrible conversación telefónica con la innombrable, y le ahorré los penosos detalles del fraude de La letra escarlata. Pero le di cuenta de todos los demás elementos: El libro del desvarío humano, el primo Tom, Harry Brightman, la pequeña Lucy, el viaje a Vermont, la aventura de Tom con Honey Chowder, el contenido del testamento de Harry, Tina Hott moviendo los labios con la letra de «No puedo dejar de amar a ese hombre». Rachel escuchó con atención, haciendo lo posible por asimilar tantas noticias sorprendentes mientras acompañaba la cena con buenos sorbos de vino. En lo que a mí se refiere, cuanto más hablaba, más me divertía. Había asumido el papel de viejo marinero, y podría haber seguido contando mis historias hasta el fin de la noche. Rachel se mostró especialmente deseosa de conocer a Lucy, de manera que quedamos en que vendría a mi apartamento el domingo siguiente; con o sin marido, como prefiriese.

También tenía ganas de ver a Tom, dijo, y entonces formuló la pregunta del millón de dólares:

– ¿Y qué sabes de Honey? ¿Crees que va a pasar algo?

– Lo dudo -contesté-. Tom dio su número al padre, con el encargo de que se lo pasara a ella, pero no ha llamado. Y que yo sepa, Tom tampoco la ha llamado. Si me diera por las apuestas, diría que nunca volveremos a ver a Honey. Una pena, pero parece que se ha acabado la historia.

Como de costumbre, me equivocaba. Exactamente dos semanas después de la cena con Rachel, el último viernes del mes, Honey Chowder se presentó en la librería con un vestido blanco de verano y una amplia pamela de paja. Eran las cinco de la tarde. Tom estaba sentado tras el mostrador, leyendo una vieja edición en rústica de Los artículos de la Confederación. Yo acababa de recoger a Lucy en el colegio, y ella y yo estábamos al fondo de la tienda, ordenando libros en la sección de Historia. Hacía dos horas que no entraba un solo cliente, y el único ruido que se oía era el apagado zumbido de! ventilador eléctrico.

La cara de Lucy se iluminó al ver entrar a Honey. Estuvo a punto de echar a correr hacia ella, pero le puse la mano en el brazo y musité:

– Todavía no, Lucy. Deja que hablen primero.

Honey, con los ojos clavados en Tom, no se había dado cuenta de que nosotros estábamos allí. Como dos agentes secretos, nuestra niña y vuestro seguro servidor se ocultaron tras una estantería y fueron testigos de la siguiente conversación.

– Qué hay, Tom -dijo Honey, dejando caer el bolso sobre el mostrador. Luego se quitó el sombrero y sacudió su larga y abundante melena-. ¿Cómo van las cosas?

Tom alzó la vista del libro y exclamó:

– ¡Pero bueno, Honey! ¿Qué estás haciendo aquí?

– Ya hablaremos luego de eso. Primero, quiero saber cómo estás.

– Pues, bien. Con mucho que hacer, un poco agobiado, pero bien. Han pasado muchas cosas desde la última vez que nos vimos. Se murió mi jefe, y por lo que parece yo he heredado la librería. Todavía estoy tratando de decidir lo que hacer con ella.

– No me refiero a los asuntos de trabajo. Me refiero a ti.

A tu vida íntima, a tu corazón.

– ¿Mi corazón? Sigue latiendo. Setenta y dos veces por minuto.

– Lo que quiere decir que sigues solo, ¿verdad? Si te hubieras enamorado, latiría más deprisa.

– ¿Enamorado? ¿De qué estás hablando?

– No habrás conocido a nadie este último mes, ¿verdad?

– No. Por supuesto que no. He estado demasiado ocupado.

– ¿Te acuerdas de Vermont?

– ¿Cómo podría olvidarlo?

– Y la última noche que estuviste allí, ¿la recuerdas?

– Sí. Recuerdo esa noche.

– ¿Y?

– ¿Y qué?

– ¿Qué ves cuando me miras, Tom?

– Pues no sé, Honey. Te veo a ti. Honey Chowder. A una mujer con un nombre increíble. A una mujer increíble con un nombre increíble.

– ¿Sabes lo que veo yo cuando te miro, Tom?

– No sé si quiero saberlo.

– Veo a un hombre maravilloso, eso es lo que veo. Veo a la mejor persona que haya conocido jamás.

– Ah.

– Sí, ah. Y como eso es lo que veo cuando te miro, he dejado todo lo demás y me he venido a Brooklyn a vivir contigo.

– ¿Que lo has dejado todo?

– Eso es. El curso escolar ha acabado hace dos días, y me he despedido. Soy libre como un pájaro.

– Pero, Honey, no estoy enamorado de ti. Si apenas te conozco.

– Llegarás.

– ¿A qué?

– Primero a conocerme. Y luego empezarás a quererme.

– Así, por las buenas.

– Exacto, por las buenas. -Hizo una pausa y al cabo de un momento sonrió-: Por cierto, ¿cómo está Lucy?

– Lucy está muy bien. Vive con Nathan, en la calle Uno.

– Pobre Nathan. Esa tarea es demasiado para éL La niña necesita una madre. De ahora en adelante, vivirá con nosotros.

– Estás muy segura de ti misma, ¿verdad?

– Tengo que estarlo, Tom. Si no estuviera segura de mí misma, no me verías aquÍ. No tendría todo mi equipaje ahí fuera, metido en el coche. No sabría que tú eres el hombre de mi vida.

En ese momento, calculé que ya se habían dicho bastante el uno al otro, y dejé que Lucy saliera de su escondite. Se precipitó por la estancia y fue derecha hacia Honey.

– ¡Pero si estás ahí, chiquitina mía! -dijo la ex maestra de escuela, estrechándola entre sus brazos y levantándola en volandas. Cuando finalmente volvió a dejarla en el suelo, le preguntó-: ¿Has oído lo que hablábamos Tom y yo?

Lucy asintió con la cabeza.

– ¿Y qué te parece?

– Que es un plan fenomenal -aseveró Lucy-. Si me voy a vivir con tío Tom y contigo, ya no tendré que comer en el restaurante. Me pondré morada con esa comidita tan rica que haces. Y tío Nat podrá comer con nosotros siempre que quiera. Y cuando tío Tom y tú salgáis al centro, él podrá hacerme de canguro.

Honey sonrió.

– Y vas a ser una niña buena, ¿verdad? La mejor niña del mundo.

– No, señora -replicó Lucy, mirándola fijamente con una expresión de lo más impasible-. Voy a ser mala. Voy a ser la niña más malvada, mezquina y antipática de toda la creación.


¿CALLE HAWTHORN O CALLE HAWTHORNE?


Pasaron los meses. Hacia mediados de octubre, los abogados concluyeron los trámites de la herencia de Harry, y Tom y Rufus se convirtieron en los dueños legítimos del Brightman's Attic, incluido el edificio que lo albergaba. Tom y Honey ya se habían casado para entonces, y a Lucy, silenciosa como siempre sobre la cuestión del paradero de su madre, se la matriculó en quinto de primaria en el Colegio 321, la escuela del barrio. Mi hija seguía con Terrence. Una semana después del enlace Wood-Chowder, me llamó Rachel para decirme que estaba embarazada de dos meses.

Yo seguí trabajando en la librería, pero a raíz de la espectacular aparición de Honey a finales de junio, empezamos a repartimos las horas de trabajo, de manera que sólo estaba allí la mitad del tiempo. En mis días libres seguía pergeñando anécdotas para El libro del desvarío humano, y tal como Lucy había sugerido, hacía las veces de canguro siempre que Tom y Honey salían por la noche. En los primeros meses de su vida en común, esto ocurría con frecuencia. Honey se había sentido desconectada en provincias, y ahora que había ido a parar a Nueva York, quería aprovechar todo lo que la ciudad podía ofrecer: teatro, cine, conciertos, ballets, lecturas de poesía, excursiones a la luz de la luna en el transbordador de Staten Island. Me alegraba mucho ver cómo el indolente y bovino Tom se iba transformando bajo la vigorosa influencia de su flamante esposa. Unos días después de la llegada de Honey, dejó de titubear con respecto a la herencia y decidió poner el edificio en venta. Con la mitad que les correspondería, tendrían más que suficiente para comprar un apartamento de dos o tres habitaciones en el barrio, y les sobraría para salir adelante hasta que encontraran un trabajo fijo: muy probablemente de profesores en un colegio privado para el siguiente curso escolar. Pasó el tiempo y hacia mediados de octubre Tom había perdido casi diez kilos, con lo que casi recuperó el aspecto del doctor Pulgarcito de otros tiempos. Era evidente que la comida casera le sentaba bien, y a pesar de sus pronósticos en contra, Honey no lo anulaba, ni lo sometía, ni socavaba su voluntad. Día tras día, ella lo iba convirtiendo poco a poco en el hombre que desde siempre estaba llamado a ser.

Con tantas novedades positivas en el capítulo amoroso, el lector quizá se sienta inducido a creer que en nuestro pequeño territorio de Brooklyn reinaba la felicidad universal. Lamentablemente, no todos los matrimonios están destinados a perdurar. Eso lo sabe todo el mundo, pero ¿quién de nosotros podría haber sospechado que la persona menos feliz del barrio durante esos meses era el antiguo amor de Tom, la Bella y Perfecta Madre? Es cierto que su marido no me había causado una buena impresión en el bosquecillo de Prospect Park, pero nunca en la vida le habría considerado lo bastante estúpido como para desentenderse de una mujer como la suya. En este mundo no se encuentran muchas Nancy Mazzucchelli, y si alguien es lo bastante afortunado como para conquistar el corazón de una mujer así, su deber a partir de ese momento es hacer todo lo que esté en su mano para no perderla. Pero los hombres (como ya he demostrado ampliamente en los anteriores capítulos de este libro) son criaturas estúpidas, y el guaperas de James Joyce resultó ser más tonto que la mayoría. Como la madre de Nancy y yo entablamos amistad aquel verano (más detalles a continuación), muchas veces me invitaban a cenar con la familia, y fue allí, en su casa de la calle Carroll, donde me enteré de las pasadas transgresiones de Jimmy y donde asistí a la ruptura de su matrimonio. Había empezado con sus estúpidos enredos antes incluso de que su mujer se convirtiera en la B. P. M.: más de seis años atrás, cuando Nancy estaba embarazada por primera vez de su hija, Devon. Al enterarse de la aventura que su marido mantenía con una camarera de Tribeca, lo echó temporalmente de casa, pero una vez que nació la niña, no tuvo fuerzas para resistir sus lacrimosas promesas de que aquello no volvería a ocurrir. Sin embargo, las palabras cuentan poco en ese tipo de asuntos, ¿y quién sabe cuántos amoríos secretos vinieron después? Según cálculos de Joyce, no menos de siete u ocho, contando los ligues de una noche y los polvetes en el hueco de la escalera de servicio, en el trabajo. Nancy, siempre generosa e indulgente, tendía a pasar por alto los rumores. Pero entonces Jim se lió con Martha Ives, una compañera de efectos especiales, y ahí fue donde se acabó todo. Dijo que se había enamorado, y el once de agosto de 2000, dos meses después de verlo en el funeral de Harry, hizo las maletas y se marchó.

Doce días más tarde el oncólogo me comunicó que mis pulmones seguían limpios.

Escasamente cuatro días después, Rachel, confabulada con Tom y Honey, urdió una diabólica trama para hacerme creer que iba a asistir a un partido de béisbol en el Shea Stadium, cuando en realidad se trataba de una fiesta sorpresa para celebrar mi sexagésimo cumpleaños. El plan consistía en que yo recogiese a Tom en su apartamento, pero nada más abrirse la puerta, una docena de personas me asaltó en el umbral con fuertes abrazos, besos y palmadas en la espalda, en medio de un estallido de gritos y cánticos. Estaba tan poco preparado para aquella acometida de efusividad, que casi vomito de la impresión que me produjo. El festejo duró hasta bien entrada la noche, y en un momento dado me dejé convencer para ponerme en pie y pronunciar un discurso. Ya hacía tiempo que el champán se me había subido a la cabeza, y creo que al principio me fui bastante por las ramas, soltando sandeces y contando chistes incoherentes mientras mi auditorio medio cocido se esforzaba por entender lo que estaba diciendo. La única cosa que más o menos recuerdo de aquel disparatado discurso es un breve aparte sobre la perspicacia lingüística de Casey Stengel. Si la memoria no me falla, creo que acabé mi charla con una cita del propio maestro.

– No por nada le llamaban el Viejo Profesor -dije-. No sólo fue el primer entrenador de nuestros queridos Mets, sino además, lo que es más importante para el bien de la humanidad, el autor de numerosas frases que transformaron nuestra comprensión de la lengua inglesa. Antes de sentarme, permitidme dejaros con esta perla valiosísima e inolvidable que resume mi propia experiencia con mayor exactitud que cualquier declaración que haya escuchado en los sesenta años que llevo en este mundo: «Todo hombre tiene un momento único en la vida, y yo los he tenido a montones.»

El torneo entre los Mets y los Yankees empezó y terminó; vino el frío; Gore y Bush se enfrentaban en las elecciones. A mi juicio, el resultado no ofrecía duda. Incluso con Nader jorobándolo todo, parecía imposible una derrota de los demócratas, y casi todos los del barrio con quienes hablaba eran de la misma opinión. Sólo Tom, el más pesimista de los hombres cuando se trataba de política estadounidense, parecía preocupado. Pensaba que iba a haber un resultado muy ajustado, aseguró, y si Bush acababa ganando, ya podríamos olvidamos de todas aquellas paparruchas del «conservadurismo compasivo». Aquel individuo no era conservador. Era un ideólogo de la extrema derecha, y en el momento en que jurara el cargo, el gobierno estaría en manos de unos fanáticos.

Apenas una semana antes de las elecciones, apareció finalmente Aurora: sólo para volver a desvanecerse al cabo de treinta segundos. El contacto se estableció en forma de llamada telefónica a Tom, pero como aquella mañana no había nadie en su casa, nos quedamos igual que estábamos, sin nada más que un mensaje incompleto que dejó en el contestador automático. No sé cuántas veces oí aquel mensaje con Tom y Honey, pero desde luego rebobinamos la cinta lo suficiente para aprendemos de memoria hasta la última frase. Cada vez que escuchaba su voz, Rory me parecía un poco más inquieta, más tensa, más amedrentada. De principio a fin, hablaba en un murmullo, alzando apenas la voz, pero lo que decía era tan funesto, que sus palabras llevaban consigo toda la fuerza de un grito.

Tom. Soy yo, Rory. Te llamo desde un teléfono público y no tengo mucho tiempo. Sé que probablemente estarás enfadado conmigo, pero echo tanto de menos a Lucy que sólo quería saber cómo está. No creas que lo hice por gusto, Tommy. Por más vueltas que le di, tú eras la única persona con quien podía contar. Lucy ya no podía estar aquí. Todo se está viniendo abajo. Todo son problemas. He intentado escaparme yo también, pero es difícil, nunca estoy sola… Escríbeme una carta, ¿vale? No tengo teléfono, pero puedes ponerte en contacto conmigo en la calle Hawthorn número ochenta y siete de…¡Joder! Tengo que colgar. Lo siento. He de irme.

Colgó de golpe, y la tan esperada llamada llegó a su fin de manera brusca e incierta. Nuestros presentimientos más sombríos habían cobrado el peso de los hechos, y seguíamos sin tener ni idea de dónde se encontraba. Tom ya había pasado antes por momentos similares con su hermana, y aunque él estaba tan preocupado por ella como yo, su alarma se veía atenuada por el agotamiento, por la exasperación, por años de lamentos y decepciones.

– Es la persona más irresponsable que he conocido -afirmó-. Lucy se está adaptando por fin a vivir con nosotros, y ahora, después de no sé cuántos puñeteros meses, llama para decir que la echa de menos. ¿Qué clase de madre es ésa? Quiere que le escriba, y luego ni siquiera nos dice la ciudad en que vive. No es justo, Nathan. Honey y yo hacemos todo lo que podemos, y lo último que necesitamos es más confusión, más drama. Estoy más que harto.

– Puede que no sea justo -repuse-, pero Rory está en algún apuro, y tenemos que encontrarla. No hay más remedio. Así que deja tus juicios de valor para más adelante, ¿de acuerdo?

A partir de entonces el mundo entero cambió para mí. El desastre electoral de 2000 estaba sólo a la vuelta de la esquina, pero incluso mientras Tom y Honey se quedaban horrorizados frente al televisor durante las cinco semanas siguientes, viendo cómo el Partido Republicano convocaba a sus matones para poner en entredicho los resultados de Florida y luego manipulaba al Tribunal Supremo para montar un golpe de Estado legal, incluso en el momento en que se cometían tales delitos contra el pueblo de Estados Unidos y mi sobrino y su mujer salían a manifestarse a la calle, enviaban cartas a sus congresistas y firmaban incontables protestas y peticiones, a mí sólo me preocupaba una cosa: encontrar a Rory y traerla a Nueva York.

Calle Hawthorn [13] ochenta y siete. O quizá era la calle Hawthorne, nombre de persona y no de arbusto; quizá, incluso se llamaba así por Nathaniel Hawthorne, el ya desaparecido novelista que accidentalmente había causado la muerte de nuestro triste e infortunado amigo. Una coincidencia amarga, de poco o ningún significado, pero espeluznante a pesar de todo, como si la presencia de la misma palabra en dos contextos diferentes estableciera un vínculo oculto entre Harry y Aurora: el uno fallecido hacía mucho, la otra simplemente inalcanzable, moradores ambos de lo invisible. Aparte de aquella única pista, sólo cabían conjeturas sin fundamento, pero como Lucy tenía cierto acento sureño, y como había situado a su madre en la inexistente tierra de Carolina Carolina, decidí iniciar la búsqueda en las Carolinas reales, la del Norte y la del Sur. Lástima que Aurora y su marido no tuvieran teléfono. Si hubieran venido en la guía, habría sido posible llamar al servicio de información de todos los pueblos y ciudades de ambos estados y localizados preguntando por el número de David Minor, que vivía en la calle Hawthorn(e) número ochenta y siete. Tarea laboriosa, pero destinada a arrojar un resultado positivo. Como no podía recurrir a tal posibilidad, no tenía más remedio que actuar al revés. Un domingo, cogí el tren a Princeton Junction y pasé doce horas sentado frente a la pantalla de un ordenador con mi hija embarazada y su escarmentado y sumiso marido. A Terrence podría haberle faltado encanto, pero era un superhéroe de la tecnología, y cuando volví a casa a la mañana siguiente, llevaba un listado de todas las calles Hawthorn y Hawthorne de ambas Carolinas. Para mi estupefacción, había varios centenares. Demasiadas. Si quería visitar todos los números ochenta y siete de la lista, tendría que pasarme seis meses en la carretera.

Ahí fue cuando recurrí a Henry Peoples, mi antiguo colega de la aseguradora Mid-Adantic. Había sido uno de los principales investigadores de la empresa, y a lo largo de los años habíamos trabajado juntos en una serie de casos, el más espectacular de los cuales fue el denominado Asunto Dubinsky, que convirtió a Henry en una especie de leyenda en el ramo. Arthur Dubinsky había fingido su muerte a los cincuenta y un años asesinando a un vagabundo de las calles de Nueva York, metiendo el cadáver en su coche y precipitándolo al vacío por una colina de las Rocosas para que acabara envuelto en llamas. Su tercera mujer, Maureen, de veintiocho años, cobró una póliza de seis millones de dólares, y luego, justo un mes después, vendió su piso de Manhattan y desapareció del mapa. Henry, que sospechaba de Dubinsky desde el principio, había seguido vigilando a Maureen, y cuando ella lió de repente el petate y se largó de Nueva York, presentó un informe al jefe de su departamento, que le dio autorización para ir tras ella. Anduvo nueve meses de acá para allá antes de encontrar a la señora Dubinsky, que vivía con su resucitado marido en la isla de Santa Lucía. Logramos recuperar el ochenta y cinco por ciento de la póliza; Arthur Dubinsky acabó en la cárcel por asesinato, y a Henry y a mí nos recompensaron con una generosa bonificación.

Trabajé con Peoples durante más de veinte años, pero no voy a pretender que alguna vez me cayera bien. Era un individuo extraño y desagradable, que seguía una estricta dieta vegetariana y mostraba todo el calor y la personalidad de un farol apagado. Arrugados trajes de poliéster (en su; mayoría marrones), gruesas gafas de concha, caspa perpetua, y una desconcertante repulsión hacia cualquier conversación sobre temas triviales. Ya podía uno presentarse en la oficina con un brazo en cabestrillo o un parche en el ojo, que Henry no decía ni palabra. Se te quedaba mirando durante un rato, asimilaba los detalles del percance, y luego, sin preguntar cómo había ocurrido o si te dolía, se acercaba y te dejaba un informe sobre la mesa.

Pero siempre se las ingeniaba para introducirse en cualquier agujero y sacar personas a la superficie, y ahora que se había jubilado, me pregunté si estaría dispuesto a encargarse de mi asunto. Afortunadamente, seguía viviendo en su antiguo apartamento de Queens, con su hermana viuda y cuatro gatos. Cuando marqué su número, lo cogió al segundo tono.

– Fija tú el precio -le dije-. Te pagaré lo que me pidas.

– No quiero que me pagues nada, Nathan -respondió-. Con que cubras los gastos, será suficiente.

– Podría llevarte meses. No me gustaría que perdieras tanto tiempo y luego no sacaras nada en limpio.

– Lo haré encantado. Últimamente no tengo mucho que hacer. Saldré otra vez a la carretera, y será como en los años gloriosos.

– ¿Los años gloriosos?

– Claro. Todos los buenos ratos que pasamos juntos, Nathan. Dubinsky. Williamson. O'Hara. Lupino. Te acuerdas de esos asuntos, ¿verdad?

– Pues claro que los recuerdo. No sabía que fueras tan sentimental, Henry.

– Y no lo soy. O por lo menos no creía serio. Pero puedes contar conmigo. Por los viejos tiempos.

– Doy por sentado que está en Carolina del Norte o Carolina del Sur. Pero podría equivocarme.

– No te apures. Si Minor ha tenido teléfono alguna vez, podré localizarlo. Es pan comido.

Seis semanas después, Henry me llamó en plena noche y musitó cuatro sílabas en el teléfono:

– Winston-Salem.

A la mañana siguiente iba en un avión rumbo al Sur, al centro de la región tabaquera.

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