LA NIÑA RISUEÑA

El número ochenta y siete de la calle Hawthorne era una destartalada casa de dos plantas en una carretera entre el campo y la periferia, a unos cinco kilómetros del centro urbano. Me perdí varias veces antes de encontrado, y cuando aparqué mi Ford Escort de alquiler en el camino de entrada a la casa, observé que todas las ventanas delanteras tenían las persianas echadas. Era un domingo triste y nublado de mediados de diciembre. La suposición lógica era que no había nadie en casa; o en caso contrario, que Rory y su marido vivían en aquella casa como en una cueva, protegiéndose contra el resplandor de la luz natural y rechazando las intrusiones del mundo exterior, erigidos en únicos miembros de una sociedad de dos personas. No había timbre, así que llamé a la puerta. Como no contestaron, volví a llamar. Desde que Rory dejó el mensaje en el contestador de Tom, habíamos estado esperando que llamara otra vez.

Pero no habíamos vuelto a saber de ella, y ahora que me encontraba frente a lo que tenía todo el aspecto de ser una casa vacía, empecé a preguntarme si seguía viviendo allí. Al llamar por tercera vez, me vino a la cabeza toda clase de ideas horripilantes. ¿Y si había intentado fugarse, me pregunté, y Minor la había atrapado? ¿Y si se la había llevado a otra ciudad, a otro estado, y le habíamos perdido la pista para siempre? ¿Y si le había dado un golpe y la había matado sin querer? ¿Y si ya no había nada que hacer, Y yo venía demasiado tarde para ayudada, demasiado tarde para devolverla al mundo al que pertenecía?

Se abrió la puerta, y ahí estaba Minor en carne y hueso, un hombre alto, bien parecido, de unos cuarenta años, pelo negro, bien peinado y dulces ojos azules. A lo largo de los últimos meses me lo había imaginado con tal aspecto de monstruo, que me llevé una impresión al descubrir lo poco peligroso, lo normal que parecía. Si había algo raro en su aspecto, era el hecho de que llevaba una camisa blanca de manga larga y una corbata azul bien anudada al cuello. ¿Qué clase de hombre andaba por casa con camisa blanca y corbata?, me pregunté. Tardé un momento en dar con la respuesta. Un hombre que acababa de venir de la iglesia, dije para mis adentros. Un hombre que respetaba el día del Señor y se tomaba la religión en serio.

– ¿Sí? -inquirió-. ¿En qué puedo servirle?

– Soy el tío de Rory -contesté-. Nathan Glass. Por casualidad pasaba por aquí y pensé en acercarme a veda.

– Ah. ¿Lo está esperando ella?

– No, que yo sepa. Según creo, no tienen ustedes teléfono.

– Exacto. No creemos en esas cosas. Incitan mucho a la cháchara y la frivolidad. Preferimos reservar las palabras para asuntos más esenciales.

– Muy interesante, señor…, señor…

– Minor. David Minor. Soy el marido de Aurora.

– Eso es lo que pensaba. Pero no me atrevía…

– Pase, señor Glass. Lamentablemente, Aurora no se encuentra bien hoy. Está arriba, descansando un poco; pero pase usted, sea bienvenido. Somos muy tolerantes por estos pagos. Aunque los demás no compartan nuestra fe, hacemos todo lo posible por tratados con dignidad y respeto. Es uno de los sagrados mandamientos del Señor.

Sonreí, pero no dije nada. Era muy amable, pero hablaba como un fanático, y lo último que quería era enzarzarme con él en una discusión teológica. Que se quedara con su Dios y Su Iglesia, dije para mí. Había ido hasta allí con el único propósito de saber si Rory se encontraba o no en peligro; y si lo estaba sacarla cuanto antes de aquella casa.

Basándome en el abandono del exterior (pintura desconchada, postigos rotos, hierbajos entre los escalones de cemento), esperaba encontrarme con un batiburrillo de muebles desvencijados abarrotando las habitaciones, pero resultó que el interior estaba más que presentable. Rory había heredado el talento de June para sacar partido a las cosas, y había creado en el cuarto de estar un ambiente austero pero acogedor, decorado con plantas, cortinas de cuadros hechas a mano, y un cartel de un museo en la pared del fondo que anunciaba una exposición de Giacometti. Minor me indicó con un gesto que tomara asiento en el sofá, y allí me senté. Él se instaló en una butaca al otro lado de la mesita de cristal, y ambos estuvimos unos momentos sin decir nada. Tentado estuve de entrar de lleno en el asunto -exigiendo subir a la planta alta y hablar con Aurora, acribillándolo a preguntas sobre Lucy, obligándolo a explicar por qué estaba su mujer tan asustada para llamar a su hermano-, pero comprendí que esa manera de enfocar las cosas podría tener un efecto contrario al deseado, así que fui exponiendo el asunto de la manera más delicada posible.

– Carolina del Norte -empecé-. La última noticia que tuvimos es que estaban viviendo con la madre de usted en Filadelfia. ¿Qué los trajo hasta aquí?

– Varias cosas -repuso Minor-. Mi hermana y su marido viven en la región, y me encontraron un buen trabajo. De ese trabajo pasé a otro aún mejor, y ahora soy su director de la Ferretería Valor Seguro, en la Galería Camelback. Quizá no le parezca gran cosa, pero es un trabajo honrado, y me gano la vida decentemente. Cuando pienso en lo que era hace seis o siete años, es un milagro que ahora esté donde estoy. Yo era un pecador, señor Glass. Drogadicto y fornicador, embustero y delincuente de poca monta, defraudaba a todos los que me querían. Entonces encontré la paz del Señor, y me salvé. Sé que es difícil que un judío como usted llegue a entendernos, pero no somos una secta más de fanáticos cristianos que creen en los tormentos del infierno y esgrimen la Biblia a cada instante. Nosotros no creemos en el Apocalipsis ni en el Día del Juicio Final; no creemos en el Éxtasis ni en el Fin de los Tiempos. Nos preparamos para la vida en el cielo viviendo bien en la tierra.

– Cuando habla de nosotros, ¿a quién se refiere?

– A nuestra Iglesia. Al Templo del Verbo Divino. Somos un grupo pequeño. Nuestra congregación sólo cuenta con sesenta miembros, pero el reverendo Bob es una inspirada autoridad religiosa, y nos ha enseñado muchas cosas. «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.»

– El Evangelio según San Juan. Capítulo primero, versículo uno.

– Así que conoce usted la Biblia.

– Hasta cierto punto. Para ser un judío que no cree en Dios, la conozco mejor que muchos.

– ¿Quiere decir que es ateo?

– Todos los judíos son ateos. Menos los que no lo son, claro está. Pero yo no tengo mucho que ver con ellos.

– No me estará tomando el pelo, ¿verdad, señor Glass?

– No, señor Minor, no le estoy tomando el pelo. Ni siquiera se me pasaría por la cabeza.

– Porque si quiere burlarse de mí, tendré que pedirle que se vaya.

– Me interesa el reverendo Bob. Quisiera saber en qué se diferencia su Iglesia de las demás.

– Él entiende el significado del sacrificio. Si el Verbo es Dios, entonces las palabras de los hombres no significan nada. No tienen más importancia que los gruñidos de los animales o los gritos de las aves. Para interiorizar a Dios y asimilar Su Palabra, el reverendo nos ordena abstenemos de caer en la vanidad del discurso humano. Eso es el sacrificio. Un día de cada siete todo miembro de la congregación debe guardar un completo e ininterrumpido silencio durante veinticuatro horas seguidas.

– Eso debe ser muy difícil.

– Al principio lo es. Pero luego empieza uno a adaptarse, y el día de silencio se convierte en el momento más pleno y hermoso de la semana. Acabas sintiendo la presencia de Dios en las entrañas.

– ¿Y qué ocurre si alguien rompe el silencio?

– Tiene que empezar otra vez al día siguiente.

– Y si algún hijo cae enfermo y hay que llamar al médico el día de silencio, ¿qué pasa entonces?

– Los cónyuges nunca guardan silencio el mismo día. En ese caso llamaría la esposa.

– Pero ¿cómo hacen para llamar si no tienen teléfono?

– Vamos a la cabina más próxima.

– ¿Y qué hay de los niños? ¿Ellos también han de guardar silencio durante días enteros?

– No, los niños están exentos. No entran en el redil hasta los catorce años.

– Su reverendo Bob ha pensado en todo, ¿verdad?

– Es un hombre inteligente, y gracias a sus enseñanzas la vida nos resulta más sencilla y más hermosa. Somos un rebaño feliz, señor Glass. Todos los días me arrodillo y doy gracias a Dios por habernos enviado a Carolina del Norte. Si no hubiéramos venido aquí, no habríamos conocido el gozo de pertenecer al Templo del Verbo Divino.

Mientras Minor hablaba, me daba la impresión de que le habría gustado seguir ensalzando las Virtudes del reverendo Bob durante seis o diez horas más, pero me parecía extraño el cuidado con que evitaba pronunciar el nombre de su mujer y de su hija adoptiva. No había hecho el viaje desde Nueva York para ponerme a charlar tranquilamente sobre la Ferretería Valor Seguro y absurdos templos divinos. Ahora que habíamos pasado un rato juntos y él empezaba a estar menos nervioso en mi compañía, calculé que había llegado el momento de cambiar de tema.

– Me sorprende que no me haya preguntado por Lucy -solté.

– ¿Lucy? -replicó, adoptando una expresión de sincero desconcierto-. ¿Es que la conoce?

– Pues claro que la conozco. Vive con el hermano de Aurora y su mujer, que se han casado hace poco. La veo casi todos los días.

– Pensaba que no tenía usted trato con la familia. Aurora me dijo que vivía en los alrededores de alguna ciudad, y que hacía años que no veía a nadie.

– Eso cambió hace unos seis meses. Desde entonces he recuperado el contacto. Y de manera permanente.

Minor me dirigió una sonrisita nostálgica.

– ¿Qué tal va la pequeña?

– Pero ¿le importa?

– Claro que me importa.

– Entonces, ¿por qué le dijo que se fuera?

– No fue decisión mía. Aurora ya no la quería, y no pude hacer nada por impedirlo.

– No le creo.

– Usted no conoce a Aurora, señor Glass. No anda muy bien de la cabeza. Hago lo que puedo por ayudarla y animarla, pero se comporta como una ingrata. La saqué de las profundidades del infierno y la salvé, pero sigue sin entregarse. No quiere creer.

– ¿Hay alguna ley que le exija creer lo mismo que usted?

– Es mi esposa. La mujer debe seguir al marido. Es su deber seguido en todo.

Era difícil saber adónde iríamos a parar. La conversación tomaba varias direcciones a la vez, y la intuición empezaba a fallarme. La pregunta de Minor sobre Lucy, formulada con voz suave y tranquila, parecía demostrar una sincera preocupación por su bienestar, y a no ser que se tratara de un embustero tremendamente dotado, una persona que no dudara en distorsionar la verdad siempre que sirviera a sus propósitos, me veía en la difícil posición de sentir cierta lástima por él. Al menos así fue durante unos momentos, y esa repentina e inesperada oleada de simpatía me hizo bajar la guardia, convirtiendo lo que debía ser un puro conflicto de voluntades en algo más complejo, mucho más humano. Pero había empezado hablando mal de Rory, culpándola de abandonar a su propia hija, acusándola de desequilibrio mental, y luego, aún peor, saliendo con aquella estúpida y reaccionaria proclama sobre el matrimonio. Sin embargo, era cierto que algunos hechos resultaban innegables. La había salvado de las drogas y se había enamorado de ella, y teniendo en cuenta el pasado de Rory, ¿quién podía asegurar que no tenía accesos de conducta irracional, que no era una persona con la que resultaba imposible vivir, que no estaba un poco desequilibrada? Por otro lado, todo aquel conflicto quizá pudiera reducirse a una sola cuestión irresoluble: Minor creía en las enseñanzas del reverendo Bob, y Rory no. Y como su mujer se negaba a creer, poco a poco había llegado a odiarla.

Desde mi sitio en el sofá, veía con claridad la escalera que llevaba a la planta alta. Mientras sopesaba mis siguientes palabras, miré por encima del hombro izquierdo de Minor en aquella dirección, momentáneamente distraído por algo que había vislumbrado con el rabillo del ojo: un objeto pequeño y oscuro que había aparecido durante una fracción de segundo, para luego desaparecer antes de que pudiera determinar de qué se trataba. Minor empezó a hablar de nuevo, reiterando sus ideas sobre lo que constituía un buen matrimonio como Dios manda, pero ya no le prestaba atención. Con la vista fija en la escalera, comprendí un poco tarde que lo que había entrevisto era probablemente la punta de un zapato -sin duda de Aurora-, y deseé que mi sobrina llevara allí un buen rato, escuchando a escondidas nuestra conversación desde el principio. Minor seguía tan concentrado en su discurso, que no se daba cuenta de que había dejado de escucharlo. A tomar por culo, dije para mis adentros. Se acabó lo de jugar al ratón y el gato. Basta ya de rodeos. Es hora de levantar el telón para que empiece el segundo acto.

– Baja, Rory -dije-. Soy tu querido tío Nat, y no voy a marcharme de esta casa hasta que haya hablado contigo.

Me puse en pie de un salto y, alejándome del sofá, pasé frente a Minor con rapidez, por si se le ocurría impedir que me acercara a ella.

– Está dormida -oí que decía a mi espalda, justo cuando alcancé a ver las piernas de Aurora en lo alto de la escalera-. Tiene gripe desde el jueves, y le ha dado mucha fiebre. Vuelva a mediados de semana. Entonces podrá hablar con ella.

– No, David -dijo mi sobrina mientras bajaba la escalera-. Me encuentro perfectamente.

Llevaba unos vaqueros negros y una vieja sudadera gris, y era cierto que tenía mal aspecto, no parecía en buen estado físico. Pálida y delgada, con cercos oscuros bajo los ojos, tenía que agarrarse a la barandilla mientras bajaba despacio la escalera, pero a pesar de los efectos de la gripe y la fiebre, sonreía, tenía en el semblante aquella sonrisa grande y luminosa de la Niña Risueña de tantos años atrás.

– Tío Nat -exclamó, abriéndome los brazos-. Mi caballero de reluciente armadura.

Se precipitó hacia mí y me abrazó con todas sus fuerzas.

– ¿Cómo está mi niña? -musitó-. ¿Está bien mi niña bonita?

– Estupendamente -contesté-. Se muere de ganas de verte, pero está muy bien.

Minor ya se había acercado a nosotros, y no parecía muy contento de aquella muestra de afecto familiar.

– Cariño -dijo-. Deberías volver arriba y acostarte, de verdad. Sólo hace media hora tenías treinta y ocho y medio, y no es bueno que andes levantada con esa fiebre.

– Éste es mi tío Nat -proclamó Rory, que no aflojaba el abrazo por nada del mundo-. El único hermano que tuvo mi madre. No lo he visto desde hace mucho, mucho tiempo.

– Lo sé -dijo Minor-. Pero volverá dentro de un par de días, en cuanto te repongas un poco.

– Tú sabes lo que me conviene, ¿verdad, David? Siempre sabes lo que es mejor para mí. Qué tonta soy de haber bajado sin tu consentimiento.

– No subas si no quieres -le dije-. No te vas a morir si te quedas aquí unos minutos.

– Ah, sí, me moriré -replicó ella, sin hacer esfuerzos por ocultar su sarcasmo-. David está convencido de que me voy a morir si no hago todo lo que él me diga. ¿No es así, David?

– Tranquilízate, Aurora -le recomendó su marido-. Delante de tu tío, no.

– ¿Por qué no? -exclamó ella-. ¡Y por qué cojones no!

– No hables mal -la regañó Minor-. Así no se habla en esta casa.

– Ah, aquí no se habla así, ¿verdad? Entonces quizá sea hora de que me vaya de esta puta casa. Tal vez sea el momento de que este bicho malo se largue de aquí y te quedes solo con tus pensamientos puros y tu lengua inmaculada y ese puñetero Dios tuyo, tan silencioso. Hasta aquí hemos llegado, don Virtudes. Éste es el jodido momento de la verdad. Por fin ha llegado mi día de suerte, y el tío Nat me va a sacar ahora mismo de aquí. ¿Verdad que sí, tío Nat? Nos iremos en tu coche, y mañana por la mañana, antes de que salga el sol, volveré a estar con mi Lucy.

– No tienes más que decirlo -repuse-, y te llevaré a donde quieras.

– Lo he dicho, tío Nat. Lo acabo de decir.

Minor estaba tan estupefacto que no sabía lo que hacer. Yo esperaba que arremetiera contra ella, que hiciera todo lo posible por impedir que saliéramos de la casa, pero la confrontación había surgido tan de improviso, tan bruscamente, que ni siquiera abrió la boca. Rodeé a Aurora con el brazo, y antes de que su marido pudiera reaccionar, ya estábamos en el coche, saliendo en marcha atrás por el camino de entrada y dando la espalda para siempre a la calle Hawthorne.

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