SOBRE LA ESTUPIDEZ DE LOS HOMBRES

Acabé comprando un collar que costaba cerca de ciento sesenta dólares (treinta dólares menos del precio marcado por pagar al contado). Era un trabajo fino y delicado, con pequeñas piezas de topacio, granate y cristal tallado ensartadas en una delgada cadena de oro, y estaba seguro de que realzaría el esbelto cuello de Rachel. Había mentido con respecto a su cumpleaños -para el que aún faltaban tres meses-, pero me figuré que no estaría de más enviar una nueva ofrenda de paz como complemento de la carta que había escrito el martes. Cuando falla todo lo demás, acósalas con muestras de amor.

Nancy tenía el taller en la planta baja de la casa, en una habitación trasera con ventanas al jardín, que no era tanto un jardín como un pequeño patio de recreo, con unos columpios en un rincón, un tobogán de plástico en otro, y un montón de juguetes y pelotas de goma en el medio. Mientras examinaba minuciosamente los diversos anillos, collares y pendientes que tenía para vender, mantuvimos una charla bastante agradable sobre una variedad de temas. Resultaba fácil hablar con ella -era una persona abierta, generosa, verdaderamente afable y simpática-, pero lamentablemente, según comprobé, de inteligencia no muy aguda, ya que pronto me informó de que creía fervientemente en la astrología, el poder de los cristales y toda clase de paparruchas tipo New Age. Bueno, y qué. Nadie es perfecto como dicen en esa famosa película; ni siquiera la Bella y Perfecta Madre. Lo siento por Tom, pensé. Se llevaría una tremenda decepción si alguna vez lograba entablar una conversación seria con ella. Aunque, mirándolo bien, quizá fuese mejor así.

Había adivinado ciertos hechos fundamentales de su vida, pero seguía teniendo curiosidad por saber si el resto de mis teorías holmesianas continuaban siendo válidas o no. En consecuencia, seguí haciéndole preguntas; como el que no quiere la cosa, aprovechando la ocasión siempre que podía, yendo con todo el tiento posible. El resultado fue un tanto desigual. Había acertado en la cuestión de los estudios (Colegio 321, Instituto Midwood, dos años en la Universidad de Brooklyn antes de dejar los estudios para probar suerte como actriz, lo que al final quedó en nada), pero me había equivocado en lo de heredar la casa a la muerte de sus padres. Su padre había muerto, pero su madre no sólo seguía en este mundo sino que derrochaba vitalidad. Ocupaba la habitación más grande de la casa, todos los domingos montaba en bicicleta por el Prospect Park, y a sus cincuenta y ocho años seguía trabajando de secretaria en un bufete de abogados cerca del centro de Manhattan. Adiós a mis dotes adivinatorias. Adiós al ojo infalible de Glass.

Nancy llevaba siete años casada y se refería a su marido como Jim y Jimmy, indiferentemente. Cuando le pregunté si el Mazzucchelli era él o si había conservado su apellido de soltera, se echó a reír y anunció que su marido era irlandés de pura cepa. Bueno, repuse, al menos Italia e Irlanda empezaban con la letra I. Eso le arrancó otra carcajada, y entonces, sin dejar de reír, me dijo que el nombre de su madre y el apellido de su marido eran el mismo.

– ¿Ah, sí? -dije yo-. ¿Y cuál es?

– Joyce.

– ¿Joyce? -Hice una pausa en una especie de mudo asombro, y añadí-: ¿Quieres decir que estás casada con un hombre que se llama James Joyce?

– Ajá. Exactamente igual que el escritor.

– Increíble.

– Lo curioso es que los padres de Jim no saben nada de literatura. Ni siquiera han oído hablar de James Joyce. Le pusieron Jim porque así se llamaba el padre de su madre, James Murphy.

– Bueno, espero que Jim no sea escritor. No sería muy divertido tratar de publicar algo con ese nombre grabado en la frente.

– No, no, mi Jim no escribe. Es mezclador de sonido.

– ¿Que es que?

– Mezclador de sonido.

– No sé qué es eso.

– Crea efectos sonoros en las películas. Forma parte de la posproducción. Los micros no siempre recogen todo lo que se oye en el plató. Pero pongamos que el director quiere tener el sonido de alguien que va pisando la grava por el camino de entrada de una casa, ¿sabes a lo que me refiero? O el ruido de cuando se pasa la página de un libro, o el de cuando se abre una caja de galletas: eso es lo que hace Jimmy. Es un trabajo genial. Muy preciso, muy interesante. La verdad es que trabajan mucho para que las cosas salgan como es debido.

Cuando Tom y yo nos vimos para comer a la una en punto, le di un informe exhaustivo de todo lo que había logrado averiguar en mi charla con Nancy. Lo encontré especialmente animado, y más de una vez me dio las gracias por haber tomado aquella iniciativa por la mañana y obligarlo a encontrarse cara a cara con la B. P. M.

– No sabía cómo ibas a reaccionar -le expliqué-. Cuando crucé la calle y me planté en la acera de enfrente, estaba convencido de que te ibas a enfadar conmigo.

– Me pillaste desprevenido, eso es todo. Lo que hiciste estuvo bien, Nathan, le echaste valor y fue algo estupendo.

– Eso espero.

– Nunca la había visto tan de cerca. Es absolutamente deslumbrante, ¿verdad?

– Sí, muy bonita. La chica más guapa del barrio.

– Y buena persona. Eso sobre todo. Se nota cómo irradia bondad por todos los poros de su piel. No es una de esas bellezas estiradas que se lo tienen tan creído. Le gusta la gente.

– Con los pies en la tierra, como suele decirse.

– Sí, eso es. Con los pies en la tierra. Ya no une siento intimidado. La próxima vez que la vea, podré decirle hola, hablar con ella. Incluso podríamos hacer amistad, con el tiempo.

– Lamento desilusionarte, pero después de hablar con ella esta mañana une parece que no tenéis mucho en común. Sí, es una chica encantadora, pero no posee muchas luces, Tom. Inteligencia media, en el mejor de los casos. Fue a la universidad pero colgó los estudios. No le interesan los libros ni la política. Si le preguntas quién es el ministro de Asuntos Exteriores, no sabrá responderte.

– ¿Y qué? Es posible que yo haya leído más libros que cualquiera que esté ahora mismo en el restaurante, ¿y de qué une sirve? Los intelectuales son una mierda, Nathan. Es la gente más aburrida del mundo.

– Puede ser. Pero lo primero que te pregunta es tu signo del zodiaco. Y luego tienes que pasarte veinte minutos hablando de horóscopos.

– No une importa.

– Pobre Tom. Estás completamente chalado por ella, ¿verdad?

– No lo puedo remediar.

– Entonces, ¿cuál va a ser el próximo paso? ¿Matrimonio o simplemente la clásica aventura amorosa?

– Si no une equivoco, creo que ya está casada.

– Un detalle sin importancia. Si quieres que el marido desaparezca del mapa, lo único que tienes que hacer es decirlo. Tengo buenos contactos, chaval. Pero, tratándose de ti, puede que me encargue personalmente del trabajo. Ya estoy viendo los titulares. EX AGENTE DE SEGUROS ASESINA A JAMES JOYCE.

– Ja, ja.

– Pero tengo que decirte algo bueno de tu Nancy. Hace unas joyas muy bonitas.

– ¿Tienes ahí el collar?

Metí la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y saqué el estrecho y alargado estuche que contenía mi adquisición de la mañana. Justo cuando estaba abriendo la tapa, Marina llegó a la mesa con nuestros sándwiches. No queriendo excluirla de la ceremonia de presentación, moví el estuche hacia ella para que también pudiera vedo. El collar estaba colocado a lo largo de una tira de algodón blanco, y Marina, inclinándose para observarlo mejor, enseguida dio su veredicto.

-Ah, qué linda [4] -dijo-, qué cosa más bonita.

Tom secundó su opinión con un silencioso movimiento de cabeza, sin duda demasiado emocionado para articular palabra mientras pensaba en su querida Nancy, cuyas celestiales manos habían labrado el pequeño y destellante objeto que tenía ante los ojos.

Saqué el collar de la caja y se lo tendí a Marina.

– ¿Por qué no te lo pruebas? -sugerí-. Para que lo veamos puesto.

Ésa era mi primera intención -simplemente que nos sirviera de modelo-, pero en cuanto cogió el collar y lo sostuvo con las manos sobre su piel canela (aquel pequeño espacio de pecho al descubierto justo por debajo del primer botón desabrochado de la blusa color turquesa), cambié súbitamente de opinión. Quería regalárselo. Siempre podría comprarle otro collar a Rachel, pero aquél le sentaba tan perfectamente a Marina que parecía suyo. Al mismo tiempo, si le daba la impresión de que une estaba insinuando (lo que era cierto, desde luego, aunque sin esperanzas), quizá sintiera que la ponía en una situación delicada y entonces se negaría a aceptado.

– No, no -le dije-. No lo sostengas así. Póntelo para ver cómo sienta.

Mientras ella intentaba cerrarse el broche en la nuca, traté de pensar apresuradamente en algo que pudiera vencer su resistencia.

– Me han dicho que hoy es tu cumpleaños -aventuré-. ¿Es verdad, Marina, o me estaban tomando el pelo?

– Hoy no -contestó-. La semana que viene.

– Esta semana, la que viene, ¿qué más da? Es pronto, lo que significa que ya estás viviendo dentro del aura del aniversario. Lo llevas escrito en la cara.

Marina acabó de ponerse el collar y sonrió.

– ¿Aura del aniversario? ¿Qué es eso?

– He comprado hoy ese collar por nada en especial. Quería regalárselo a alguien, pero no sabía a quién. Y ahora que he visto lo bien que te sienta, quiero que lo lleves tú. Eso es el aura del aniversario. Una fuerza poderosa que obliga a la gente a hacer toda clase de cosas raras. No lo sabía en aquel momento, pero estaba comprando el collar para ti.

Al principio se puso muy contenta, y pensé que no iba a haber problema. Por la manera de mirarme con sus vivarachos ojos castaños no cabía duda de que deseaba quedárselo, de que se sentía conmovida y halagada por el gesto, pero luego, cuando pasó la repentina oleada de satisfacción, empezó a pensarlo un poco, y vi aparecer en esos ojos castaños la duda y la confusión.

– Es usted un tío estupendo, señor Glass -declaró-, y se lo agradezco muchísimo. Pero no puedo aceptar regalos suyos. No estaría bien. Es un cliente.

– No te preocupes por eso. Si quiero regalar algo a mi camarera favorita, ¿quién me lo va a impedir? Ya soy viejo, y los viejos hacen lo que se les antoja.

– Usted no conoce a Roberto -repuso ella-. Es muy celoso.

No le gusta que acepte cosas de otros hombres.

– Yo no soy un hombre. Sólo soy un amigo que quiere hacerte feliz.

En ese momento, Tom metió finalmente cuchara en la conversación.

– Estoy seguro de que no lo hace con mala intención -afirmó-. Ya sabes cómo es Nathan, Marina. Está un poco chalado, tan impulsivo…, siempre haciendo cosas raras.

– Sí que está chiflado -convino ella-. Pero aparte de eso es muy buena persona. Sólo que no quiero problemas. Ya saben lo que pasa. Una cosa lleva a la otra, y luego… bum.

– ¿Bum? -inquirió Tom.

– Sí, bum. Y no me pida que le explique lo que significa eso.

– De acuerdo -dije, comprendiendo de pronto que su matrimonio era mucho menos apacible de lo que había supuesto-. Creo que tengo la solución. Marina se queda con el collar, pero no se lo lleva a casa. Lo deja siempre aquí, en el restaurante. Lo lleva en el trabajo, y por la noche lo guarda en la caja. Tom y yo venimos todos los días y admiramos el collar, y Roberto nunca se entera de nada.

Era una propuesta tan turbia y ridícula, una argucia tan pobre y tortuosa, que Tom y Marina se echaron a reír.

– Vaya con Nathan -dijo Marina-. Menudo viejo cuco está hecho usted.

– No tan viejo -apostillé.

– ¿Y qué pasa si por casualidad se me olvida quitarme el collar? -preguntó ella-. ¿Qué ocurre si me presento una noche en casa con él puesto?

– Tú nunca harías eso -contesté-. Eres demasiado lista.

Y así es como la joven y cándida Marina Luisa Sánchez González se vio obligada a aceptar el regalo de cumpleaños, y yo recibí por mis desvelos un beso en la mejilla, un ósculo tierno y prolongado que recordaré hasta el fin de mis días. Ésas son las ventajas propias de los hombres estúpidos. Y yo no soy sino eso un verdadero estúpido. Me gané un beso y una radiante sonrisa de agradecimiento, pero también me busqué algo con lo que no contaba. Se trataba de la irrupción del señor Problemas, y cuando llegue el momento de su aparición, haré una relación completa de los hechos. Pero ahora es viernes por la tarde, y hay otros asuntos más urgentes que atender. El fin de semana está a punto de comenzar, y menos de treinta horas después de que saliéramos del Cosmic Diner, Tom y yo estábamos sentados en otro restaurante con Harry Brightman, cenando, bebiendo vino y lidiando con los misterios del universo.

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