VOLANDO AL NORTE

Aurora no se encontraba en condiciones de viajar, pero cuando le sugerí que podíamos alojarnos en algún hotel y esperar a que le bajara la fiebre, sacudió la cabeza e insistió en que tomáramos el primer avión para Nueva York.

– David no es tonto -advirtió-. Si nos quedamos por aquí unas horas más, terminará por encontramos. Si me inflo de Advil o algo parecido, aguantaré.

De modo que le compré Advil, la envolví en mi abrigo, puse al máximo la calefacción del coche, y nos pusimos en marcha hacia el aeropuerto. Aquella mañana había aterrizado en Greensboro, pero como Minor seguramente nos andaría buscando por allí, Rory pensó que lo mejor era coger el avión en Raleigh-Durham. Estábamos a unos ciento sesenta kilómetros, y Aurora se pasó durmiendo las dos horas que duró el viaje. Después de cuatro Advil y la larga siesta, tenía aspecto de encontrarse mejor. Todavía pálida, aún sin muchas fuerzas, pero al parecer con menos fiebre, al cabo de otra dosis de pastillas y dos vasos de zumo de naranja en el aeropuerto se sintió lo bastante fuerte para hablar; yeso fue lo que hicimos a lo largo de varias horas: desde el momento en que nos sentamos en la puerta de embarque hasta la noche, cuando nos bajamos de un taxi frente a mi casa de Brooklyn.

– Todo ha sido culpa mía -empezó-. Hace tiempo que lo veía venir, pero estaba demasiado débil para hacer frente a la situación, demasiado nerviosa para defenderme. Eso es lo que pasa cuando crees que el otro es mejor que tú. Dejas de pensar por ti misma, y cuando te quieres enterar ya no eres dueña e tu vida. Ni siquiera te das cuenta, tío Nat, pero entonces ya estás jodida. Verdaderamente jodida…

»El primer error fue volver la espalda a Tom. Cuando salí de rehabilitación, David y yo nos marchamos de California y fuimos al Este con Lucy. Vivimos con su madre en Filadelfia durante seis meses, y las cosas me iban bien, mejor de lo que habían ido nunca. Estaba locamente enamorada de él. Ningún hombre se había portado tan bien conmigo, y yo iba por ahí con la increíble sensación de estar protegida, de que aquel hombre inteligente y honrado me conocía de verdad. Éramos un par de supervivientes. Ambos habíamos pasado muchas calamidades, pero allí estábamos los dos después de tantos altibajos, juntos y rehabilitados, a punto de casarnos…

»Un día fui a Nueva York a ver a Tom, y tengo que admitir que fue un poco deprimente. Estaba gordo, había dejado los estudios y trabajaba de taxista; y al principio parecía enfadado conmigo. No es que se lo reprochara. Hacía tanto tiempo que no lo llamaba, que tenía derecho a estar resentido conmigo. No cabían excusas. Yo había estado dando tumbos por California, viniéndome abajo poco a poco, y sencillamente no tenía fuerzas para coger el teléfono y llamar. Intenté explicárselo, pero no sirvió de nada. A pesar de todo, Tom seguía siendo mi hermano mayor, y ahora que me iba a casar, quería que fuese mi padrino y me acompañase al altar, igual que hiciste tú con mamá cuando se casó. Me dijo que estaría encantado, y de pronto todo volvía a ser como en los buenos tiempos y empecé a sentirme feliz de verdad. Había recuperado a mi hermano. Me iba a casar con David, y Lucy, mi increíble Lucy, vivía otra vez con su madre, con su estúpida e infantil madre que finalmente estaba empezando a madurar. ¿Qué más se podía pedir? Tenía todo lo que podía desear, tío Nat. Todo…

»Luego cogí el autobús y volví a Filadelfia, y cuando dije a David que había que invitar a Tom a la boda, contestó que ni hablar, que era imposible. Después de estar pensándolo durante todo el tiempo que estuve en Nueva York, había llegado a la conclusión de que mi hermano ejercía mala influencia sobre mí. Si yo quería seguir adelante con la boda, tendría que romper los lazos con el pasado. No sólo con los amigos, sino también con todos los miembros de mi familia. Pero ¿qué estás diciendo?, protesté. Yo quiero a mi hermano. Es la mejor persona del mundo. Pero David se negaba a discutir el asunto. Empezábamos una nueva vida juntos, me dijo, y a menos que cortáramos con todo lo que me había corrompido en el pasado, terminaría cayendo otra vez en los malos hábitos de siempre. Tenía que elegir. Se trataba de todo o nada, me advirtió. Un acto de fe o un acto de rebelión. Una vida con Dios o una vida sin Dios. Boda o no boda. Marido o hermano. David o Tom. Un futuro lleno de esperanza o una lamentable vuelta al pasado…

»Debí haberme cerrado en banda. Debí decide que no me tragaba aquellas gilipolleces, y si creía que iba a casarse conmigo sin invitar a Tom a la boda, ya podía ir olvidándose. Y punto. Pero no lo hice. No me defendí, y en el momento en que le dejé salirse con la suya, fue el principio del fin. Nunca hay que dejarse dominar, ni siquiera cuando crees que el otro sabe lo que más te conviene. Eso es lo que acabó conmigo. No era sólo que me asustara perder a David. Lo que me daba verdadero miedo era pensar que probablemente tenía razón. Yo quería a Tom, pero ¿qué había hecho por él aparte de cread e un montón de problemas y dolores de cabeza? ¿No sería preferible que cortara del todo y lo dejara en paz? Tal vez fuera mejor para él que no volviera a vedo más…

»No, David jamás me ha puesto la mano encima. Nunca ha pegado a Lucy, y nunca me ha pegado a mí. No es una persona violenta. Lo suyo es hablar. Hablar, hablar y venga a hablar. Continuamente. Te acobarda con sus argumentos, y además tiene una voz tan amable y convincente, y se expresa tan bien, que es como si anulara tu voluntad; casi como si te hipnotizara. Eso es lo que me salvó en la clínica de desintoxicación en Berkeley. Su forma de hablar sin parar, mirándome a los ojos con esa expresión de ternura y esa voz suya tan suave, tan serena. Es difícil resistirse a él, tío Nat. Se te mete en la cabeza, y al cabo de un tiempo empiezas a creer que nunca puede equivocarse en nada…

»Sé que Tom estaba preocupado. Tenía miedo de que me convirtiera en uno de esos meapilas renacidos, pero yo no estoy hecha para esas cosas. Aunque David seguía haciendo proselitismo conmigo, yo sólo fingía seguirle la corriente. Si él quiere creer en esa mierda…, vale, no me importa. Eso le hace feliz, y yo nunca me opondré a lo que hace feliz a la gente. En casa oí lo que te decía, y era verdad. A él no le va todo ese sermón fundamentalista. Cree en Jesucristo y en la otra vida, pero si comparamos eso con las creencias de otra gente, no es tan malo. Su problema es que aspira a la santidad. Quiere ser perfecto…

»Así que, bueno, lo acompañaba a la iglesia todos los domingos. No tenía más remedio, ¿verdad? Pero no todo era tan negativo, al menos cuando estábamos en Filadelfia. Yo cantaba en el coro, y ya sabes lo que me gusta cantar. No hay en el mundo canciones más ñoñas que esos himnos, pero al menos me daban ocasión de ejercitar los pulmones una vez a la semana, y mientras David no se empeñara en atiborrarme de Jesucristo a todas horas, no se podía decir que fuera una tía desgraciada. A veces pienso que si no nos hubiéramos marchado de Filadelfia, todo habría salido bien. Pero ninguno de los dos encontrábamos un trabajo decente. A mí me salió uno de camarera a tiempo parcial en una cafetería siniestra, y lo mejor que consiguió David después de meses de andar buscando fue un puesto de guarda nocturno en un edificio de oficinas de la calle Market. Asistíamos a las reuniones de Drogadictos Anónimos; no tocábamos la bebida; a Lucy le gustaba el colegio; aunque la madre de David estaba un poco chiflada, en el fondo era buena; pero en aquella ciudad sencillamente no ganábamos lo suficiente para vivir. Luego surgió algo en Carolina del Norte, y David no dejó escapar la oportunidad. La Ferretería Valor Seguro. A partir de ahí las cosas empezaron a ir mejor, pero luego, hace año y medio o así, David conoció al reverendo Bob, y de pronto todo empezó a ir de mal en peor…

»David sólo tenía siete años cuando murió su padre. No digo que sea culpa suya, pero creo que desde entonces está buscando un sustituto de la figura paterna. Alguien con autoridad. Con la energía suficiente para mantenerlo bajo su tutela y orientarle en la vida. Por eso fue probablemente por lo que al terminar el instituto se alistó en la infantería de marina en vez de ir a la universidad. Ya sabes, obedece las órdenes del Capitán América, y el Capitán América, como un buen padre, se ocupará de ti. El Capitán América se encargó de él, desde luego. Lo mandó a la Tormenta del Desierto y le montó un numerito en la cabeza. Lo jodió, pero bien. David empezó a ir de mal en peor y acabó enganchándose al caballo. Eso ya lo sabes. He oído cómo te lo contaba hoy, pero para mí lo interesante es la forma en que llegó a dejarlo. No al estilo de Alcohólicos Anónimos de creer en un ser superior; sino en una onda religiosa pura y dura. Se remonta a las alturas y encuentra al padre más grande de todos. Al señor Dios, al puñetero Dios, al señor que rige el universo. Pero a lo mejor no es suficiente. Uno puede hablar con Dios y confiar en que te escuche, pero a menos que tengas el cerebro sintonizado con Radio Esquizofrenia las veinticuatro horas del día, no pienses que va a contestar. Reza lo que quieras, que Papi no va a decir ni pío. Puedes estudiar sus palabras en la Biblia, pero la Biblia no es más que un libro, y los libros no hablan, ¿verdad? En cambio el reverendo Bob sí habla, y una vez que le empiezas a escuchar, sabes que es lo que andabas buscando. Justo el padre que necesitas, un verdadero padre de carne y hueso, un ser humano con una voz que, cada vez que la oyes, crees que viene directamente del gran jefe en persona. Dios habla a través de ese tío, y será mejor que siempre hagas lo que te dice, porque si no…

»Tendrá unos cincuenta y tantos años, calculo yo. Alto y flaco, con mucha nariz y una mujer llamada Darlene que parece una vaca de lo gorda que está. No sé cuándo puso en marcha el Templo del Verbo Divino, pero no es un Iglesia normal como a la que íbamos en Filadelfia. El reverendo afirma que es cristiano, pero nunca dice de qué clase, y ni siquiera estoy segura de que le importe un rábano la religión. Se trata de tener dominados a los demás, de obligarlos a que hagan cosas raras y autodestructivas, convenciéndolos al mismo tiempo de que cumplen la voluntad de Dios. Creo que es un farsante, un estafador como no hay otro igual, pero tiene a sus seguidores en la palma de la mano, y todos lo quieren, lo adoran, y David más que nadie. Mantiene su entusiasmo a base de lanzar ideas nuevas a cada momento, cambiando continuamente el mensaje. Un domingo habla de los males del materialismo y de cómo debemos renunciar a las posesiones terrenales para vivir en la santa pobreza como nuestro amadísimo Señor. Al domingo siguiente nos dice que hay que trabajar mucho y ganar todo el dinero que se pueda. Dije a David que ese tío estaba chalado y que no quería que Lucy se siguiera contagiando más de esas tonterías. Pero David ya era entonces un verdadero converso, y no me hizo caso. Dos o tres meses después, el reverendo Bob decide de pronto prohibir los cánticos en el servicio del domingo. Es una ofensa a los oídos de Dios, nos asegura, y en lo sucesivo debemos venerarlo en silencio. En lo que a mí se refería, era la gota que colmaba el vaso. Dije a David que Lucy y yo dejábamos la Iglesia. Él podía seguir todo lo que quisiera, pero nosotras no volveríamos a poner los pies en aquel sitio. Era la primera vez que decía lo que pensaba desde que estábamos casados, y no me sirvió absolutamente de nada. Hizo como que me daba su apoyo y comprensión, pero las normas eran que todas las familias de la Congregación tenían que ir juntas al servicio religioso. Si yo dejaba de asistir, a él lo excomulgarían. Bueno, contesté yo, pues di que Lucy y yo estamos enfermas, que tenemos una enfermedad grave y que no podemos levantamos de la cama. David me dirigió una de sus tristes y condescendientes sonrisas. Mentir es pecado, sentenció. Si no decimos la verdad en todo momento, nuestra alma se encontrará con las puertas del cielo cerradas y se precipitará a las profundidades del averno…

»De manera que seguimos yendo todas las semanas, y aproximadamente un mes después al reverendo Bob se le ocurre la siguiente gran idea. La cultura profana estaba destruyendo Estados Unidos, nos advirtió, y la única manera de reparar los daños era rechazar todo lo que nos ofrecía. Ahí fue cuando empezó a emitir sus denominados Edictos Dominicales. En primer lugar, todo el mundo tenía que deshacerse de la televisión. Luego de los aparatos de radio. Después le tocó el turno a los libros; todos los que hubiera en casa menos la Biblia. Luego, el teléfono. Y después, los ordenadores. A continuación vinieron los discos compactos, las casetes y los discos de vinilo. ¿Te imaginas? Se acabó la música, tío Nat, se terminaron las novelas, adiós a los poemas. Luego tuvimos que cancelar todas las suscripciones a revistas. Después, los periódicos. Ya no podíamos ir al cine. El idiota estaba suprimiéndolo todo, pero cuantos más sacrificios exigía, más parecía gustarle a la congregación. Que yo sepa, ni una sola familia se marchó.

»Finalmente, ya no quedaban más cosas de las que librarse. El reverendo dejó de atacar el ámbito de la cultura y los medios de comunicación, y empezó a dar la paliza con lo que él denominaba "cuestiones viscerales". Cada vez que hablábamos, sofocábamos la voz de Dios. Siempre que escuchábamos las palabras de los hombres, descuidábamos las palabras de Dios. Y ordenó que, a partir de entonces, todos los miembros de la Iglesia de más de catorce años pasarían un día a la semana en completo silencio. De ese modo, estaríamos en condiciones de restablecer nuestra comunicación con Dios, de oír su voz en lo más íntimo de nuestro ser. Después de todas las malas pasadas que nos había jugado, parecía una exigencia bastante llevadera…

»David trabaja de lunes a viernes, de modo que escogió el sábado como día de silencio. El mío era el jueves, pero como no había nadie en casa hasta que Lucy volvía del colegio, podía hacer lo que me diera la real gana. Cantaba, hablaba sola, maldecía a gritos al todopoderoso reverendo Bob. Pero en cuanto Lucy y David entraban por la puerta, tenía que hacer teatro. Les servía la cena en silencio, acostaba a Lucy en silencio, daba las buenas noches a David con un beso, en silencio. Nada del otro mundo. Pero entonces, al cabo de un mes de ese numerito, a Lucy se le metió en la cabeza seguir mi ejemplo. Sólo tenía nueve años. Ni siquiera el reverendo Bob exigía que los niños hicieran lo mismo que nosotros, pero mi niña bonita me quería tanto, que quería hacer todo lo que yo hacía. Durante tres sábados seguidos no dijo una palabra. Y a pesar de mis ruegos de que dejara de hacerla, ella seguía en sus trece. Es una niña muy lista, tío Nat, pero también muy testaruda. Tú ya lo sabes por experiencia: una vez que toma una decisión, pretender que se vuelva atrás es como dar golpes en la pared. Por increíble que parezca, David se puso de mi lado, pero creo que en cierto modo se sentía tan orgulloso de que se comportara como una persona adulta, que no se mostró muy enérgico ni persuasivo. De todos modos, aquello no tenía nada que ver con él. Era cosa mía. De la niña y de mí. Dije a David que quería hablar con el reverendo Bob. Si me liberaba de mi silencio de los jueves, Lucy podría quitarse aquel peso de encima y empezaría a comportarse con normalidad otra vez…

»David quería acompañarme a la entrevista, pero le dije que no, que tenía que ver al reverendo a solas. Para asegurarme de que no pudiera intervenir, fijé la cita para un sábado, día en que él no podía hablar. Sólo llévame a su casa, le dije, y espérame fuera en el coche. No tardaré mucho…

»El reverendo Bob estaba sentado tras el escritorio de su despacho, dando los últimos toques al sermón que iba a pronunciar al día siguiente. Siéntate, hija mía, me dijo, y cuéntame cuál es el problema. Le expliqué lo de Lucy y por qué pensaba yo que nos haría un gran favor si me liberaba de mi silencio de los jueves. Hmmm, contestó, hmmm. Tengo que pensarlo. Te comunicaré mi decisión al final de la semana que viene. Me miraba fijamente, y cada vez que hablaba, las pobladas cejas le temblaban de un modo extraño. Gracias, le dije. Creo que es usted un sabio, y estoy convencida de que no dudará en cambiar las normas por el bien de una criatura. No iba a decirle lo que pensaba realmente. Me gustara o no, era miembro de aquella puta congregación, y tenía que seguir el juego y hacer que me creía lo que estaba diciendo. Pensé que la conversación había concluido, pero cuando me levanté para marcharme, él alargó el brazo e hizo un gesto para que volviera a sentarme. He estado observándote, mujer, me informó, y quiero que sepas que destacas mucho en todos los ámbitos. El hermano Minor y tú estáis entre los pilares más firmes de nuestra comunidad, y estoy seguro de que puedo contar con vosotros para que me apoyéis en todo, tanto en los asuntos sagrados como en los profanos. ¿Profanos?, repetí yo. ¿Qué quiere decir con profanos? Como quizá sepas, dijo el reverendo, mi mujer, Darlene, no puede tener hijos. Ahora que he llegado a cierta edad, he empezado a pensar en mi legado, y me parece trágico el hecho de dejar este mundo sin haber procreado un heredero. Siempre puede adoptar alguno, le sugerí. No, repuso él, eso no bastaría. Tengo que engendrar un hijo de mi propia carne, un descendiente de mi propia sangre que continúe la labor que yo he iniciado. He estado observándote, mujer, y de todas las almas de mi rebaño, tú eres la única merecedora de llevar mi semilla. Pero ¿qué está diciendo? Yo estoy casada. Quiero a mi marido. Sí, contestó él, lo sé, pero por el bien del Templo del Verbo Divino te pido que te divorcies de él y te cases conmigo. Pero usted tiene mujer, le recordé. Nadie puede tener dos mujeres, reverendo Bob, ni siquiera usted. No, por supuesto que no, convino él. Huelga decir que yo también pediré el divorcio. Deje que lo piense, le dije. Todo está ocurriendo tan deprisa, que no sé qué decir. Me da vueltas la cabeza, me tiemblan las manos, y estoy absolutamente confusa. No te preocupes, hija mía, dijo el reverendo. Tómate todo el tiempo que necesites. Pero sólo para que te hagas idea de los placeres que te esperan, quiero enseñarte algo. El reverendo se levantó de la silla, vino hacia la parte delantera de la mesa y se bajó la cremallera del pantalón. Estaba justo frente a mí, y tenía la bragueta abierta a medio metro de mi cara. Fíjate en esto, me dijo, sacándose el cipote y enseñándomelo. A decir verdad, era bastante grande; mucho mayor de lo que cabría encontrar colgando entre las piernas de un tío flacucho como aquél. Yo he visto un montón de hombres desnudos en mis tiempos, y por longitud y grosor, tendría que situar el aparato del reverendo en lo más alto de la clasificación, entre el diez por ciento de los mejores. Una picha de calibre pornográfico, si entiendes lo que quiero decir, pero nada atractiva a mis ojos. La tenía tiesa, en plena erección, y de color tirando a morado, llena de venas y curvada hacia la izquierda. Un pollón enorme, pero muy asqueroso, y su propietario me daba todavía más asco. Supongo que podía haberme levantado de un salto y haber salido por pies de la casa, pero en el fondo tenía la vaga impresión de que aquel imbécil me estaba brindando una oportunidad única, y si a cambio de unos momentos repulsivos conseguía que nos liberásemos de los tarados de aquella Iglesia…

»Éste es el hueso sagrado, decía el reverendo, cogiéndose el manubrio con la mano y agitándomelo delante de la cara. Dios me concedió este glorioso don, y el esperma que brota de él puede engendrar ángeles. Tómalo en tu mano, hermana Aurora, y siente el fuego que corre por sus venas. Póntelo en la boca y saborea la carne con que nuestro Señor tuvo a bien dotarme…

»Hice lo que él quería, tío Nat. Cerré los ojos, me metí en la boca aquella enorme y venosa mazorca, y empecé a chupársela despacio. Fue muy desagradable. Mi pobre nariz restregándose contra su maloliente entrepierna, mi estómago cada vez más revuelto…, pero era consciente de lo que hacía, y no me quejaba. Justo cuando iba a correrse, me la saqué de la boca y terminé la faena con la mano, asegurándome de que su precioso esperma me salpicara toda la blusa. Ésa era la prueba, lo que necesitaba para hundir a aquel hijoputa. ¿Te acuerdas de Monica y Bill? ¿Recuerdas el vestido? Bueno, pues ahora yo tenía mi blusa, y era tan eficaz como un arma, tan mortífera como una pistola cargada…

»Cuando subí al coche, estaba llorando. No sé si las lágrimas eran de verdad o de mentira, pero estaba llorando. Le dije a David que arrancara y me llevara a casa. Parecía disgustado, pero como no podía hablar hasta el día siguiente, no estaba en condiciones de preguntarme nada. Entonces fue cuando comprendí que la cosa podía salir de dos maneras. Me disponía a decirle que el reverendo Bob me había violado. Si David rompía a hablar, eso significaría que yo le importaba más que el puto Templo del Verbo Divino. Podíamos entregar la blusa a la poli, solicitar la prueba de ADN y ver cómo el reverendo iba a parar a las calderas del infierno. Pero ¿y si David no hablaba? Eso significaría que yo no era nada para él, que seguiría siendo fiel al padre Bob hasta el final. No tenía mucho tiempo para hacer la jugada. Si David me fallaba, tendría que dejar de pensar en mí misma. Era Lucy a quien debía salvar, y la única manera de hacerlo era sacarla de Carolina del Norte. No mañana ni a la semana siguiente, sino ahora mismo, en ese preciso momento, en el primer autobús que saliera para Nueva York…

»Apenas recorridos cien metros, se lo dije. Ese cabrón me ha violado. Fíjate en mi blusa, David. Es semen del reverendo Bob. Me tiró al suelo y me sujetó. Se echó encima de mí, y no tuve bastante fuerza para apartado. David giró el volante y paró el coche a un lado de la carretera. Por un momento pensé que estaba de mi parte, y me arrepentí de haber dudado de él, avergonzada de no haber estado dispuesta a confiar en él. Alargó la mano y me acarició la cara, y tenía aquella expresión dulce y conmovedora en los ojos, la misma mirada tierna y luminosa de la que me había enamorado en California. Éste es el hombre con quien me he casado, dije para mis adentros, y me sigue queriendo. Pero me equivocaba. Puede que sintiera compasión de mí, pero no iba a quebrantar su silencio y desobedecer las santas órdenes del reverendo Bob. Háblame, le dije. Por favor, David, abre la boca y háblame. Él sacudió la cabeza, y yo rompí a llorar de nuevo, esta vez en serio…

»Volvimos a ponernos en marcha, y al cabo de unos momentos logré dominarme lo suficiente para decirle que íbamos a enviar a Lucy al Norte, a Brooklyn, con mi hermano Tom. Si no hacía exactamente lo que le estaba diciendo, llevaría la blusa a la policía, denunciaría al reverendo Bob, y sería el fin de nuestro matrimonio. Quieres que sigamos casados, ¿verdad?, le pregunté. David asintió con la cabeza. De acuerdo, dije, entonces éste es el trato. Primero, vamos a casa a recoger a Lucy. Luego nos acercamos al cajero automático del City Federal y retiramos doscientos dólares. Después vamos a la estación de autobuses y le sacas un billete de ida a Nueva York con tu MasterCard. Luego le entregamos el dinero, la ponemos en el autobús, le damos un beso y le decimos adiós. Eso es lo que vas a hacer por mí. Lo que yo voy a hacer por ti es lo siguiente: en cuanto el autobús salga de la estación, te daré la blusa con las manchas de lefa de tu héroe, y podrás destruir la prueba y salvarle el pellejo. También te prometo que me quedaré contigo, pero con una condición: que nunca tenga que acercarme a esa iglesia. Si intentas obligarme a que vaya, te dejo plantado y nunca más vuelves a verme el pelo…

»No tengo ganas de contarte la despedida de Lucy. Es demasiado doloroso para recordarlo. Ya la había dejado una vez cuando entré en la clínica de desintoxicación. Pero esto era diferente, como si se acabara el mundo. Y no hacía más que abrazarla y recordarle que dijera a todo el mundo que estaba perfectamente, mientras luchaba por no venirme abajo. Siento que perdiera la carta que escribí a Tom. En ella le explicaba muchas cosas, y debió de parecerle muy raro el que se presentara así, con las manos vacías. Intenté llamarlo en la estación, pero como todo era tan precipitado y no tenía monedas suficientes, tuve que llamar a cobro revertido. No estaba en casa, pero al menos comprobé que seguía en la misma dirección. Puede que aquel día actuara alocadamente, pero no lo bastante para mandar a Lucy a Nueva York sin estar completamente segura de dónde vivía mi hermano…

»No entiendo ese asunto de Carolina Carolina. Yo no le dije que guardara el secreto de dónde estábamos. ¿Por qué iba a hacer una cosa así? La enviaba con Tom, y ni por un momento se me ocurrió que no le hablaría de Winston-Salem. Pobrecita. Lo que le encomendé fue lo siguiente: Sólo dile que estoy bien, que me encuentro estupendamente. Debí haberlo previsto. Lucy se toma las cosas tan al pie de la letra, que probablemente pensó que la palabra sólo significaba que eso era lo único que yo quería que dijera. Esta niña siempre ha sido así. Cuando tenía tres años, todos los días la llevaba un par de horas a la guardería por la mañana. Al cabo de unas semanas, me llamó la maestra y me dijo que estaba preocupada por Lucy. A la hora de repartir la leche a los niños, Lucy siempre se quedaba atrás hasta que todos los demás niños tuvieran su cartón, sólo entonces cogía ella el suyo. La maestra no lo entendía. Ve a coger tu leche, decía a Lucy, pero ella siempre esperaba hasta que sólo quedaba un envase. Tardé tiempo en averiguar por qué. Lucy no sabía cuál de los envases era el de su leche. Creía que los demás niños sabían cuál era el que les correspondía, y si ella esperaba hasta que sólo quedaba uno en la caja, aquél tenía que ser el suyo. ¿Entiendes lo que estoy diciendo, tío Nat? Es un poco rara, pero a la vez inteligente, ya me entiendes. No es como los demás niños. Si yo no hubiera utilizado la palabra sólo, habrías sabido dónde estaba desde el principio…

»¿Que por qué no volví a llamar? Porque no podía. No, no porque no tuviera teléfono en casa; porque estaba encerrada. Prometí a David que no lo abandonaría, pero ya no se fiaba de mí. En cuanto volvimos de la estación de autobuses, me llevó arriba y me encerró en el cuarto de Lucy. Sí, tío Nat, me metió en la habitación, echó la llave y me tuvo allí el resto del día y toda la noche. A la mañana siguiente, cuando empezó a hablar otra vez, me dijo que tenía que sufrir un castigo por mentir acerca del reverendo Bob. ¿Mentir?, le dije. ¿Qué coño quieres decir con eso? No me había violado, aseguró. La única razón por la que insistí en ir sola a su casa era porque tenía pensado seducirlo, y el pobre hombre había sido incapaz de resistirse a mis encantos. Gracias, David, concluí. Gracias por creer en mí y ver lo buena esposa que he sido para ti…

»Unas horas más tarde, cerró con tablas las ventanas de la habitación. Y es que, ¿para qué sirve una cárcel si el preso puede escaparse por la ventana, no te parece? Entonces, muy amablemente, mi querido marido me subió todas las cosas que habíamos bajado al sótano a raíz de los Edictos Dominicales del reverendo Bob. La televisión, la radio, el lector de discos compactos, los libros. ¿No va eso contra las normas?, le pregunté. Sí, contestó David, pero esta mañana he hablado con el reverendo después del oficio, y me ha dado una dispensa especial. Quiero que estés lo más cómoda posible, Aurora. Vaya, exclamé, ¿por qué te portas tan bien conmigo? Porque te quiero, contestó David. Ayer hiciste una maldad, pero eso no significa que no te quiera. Para demostrar la pureza de su amor, un momento después volvió con una cacerola grande para que no tuviera que mear y cagar en el suelo. A propósito, anunció, te alegrará saber que te han excomulgado. Ya no perteneces al Templo, pero yo sí. Estoy destrozada, repuse. Creo que éste es el día más triste de mi vida…

»No sé lo que me pasaba, pero tenía la impresión de que todo era como una broma, no me lo podía tomar en serio. Me figuraba que aquello sólo duraría unos cuantos días, y después cogería el portante y me largaría. Promesas o no, no iba a quedarme allí un momento más de lo necesario…

»Pero los días se hicieron semanas, y las semanas se convirtieron en meses. David adivinó mis pensamientos, y no estaba dispuesto a dejarme marchar. Me permitía salir de la habitación cuando él volvía de trabajar, pero ¿qué posibilidades tenía de escapar entonces? Me tenía continuamente vigilada. Si trataba de salir corriendo por la puerta, ¿acaso habría podido ir muy lejos? Unos pasos, quizá. Es más alto y más fuerte que yo, y lo único que hubiera tenido que hacer habría sido correr detrás de mí y volver a traerme. Siempre llevaba las llaves del coche en el bolsillo, junto con todo el dinero; yo sólo tenía un montón de monedas que había encontrado en un cajón de la cómoda de Lucy. Seguí esperando y confiando en escaparme, pero sólo conseguí salir una vez de la casa. Fue cuando llamé a Tom. Te acuerdas de eso, ¿verdad? Por milagro, David se quedó dormido en el salón después de comer. A unos dos kilómetros de la casa hay una cabina, y eché a correr por la carretera tan deprisa como pude. Con que sólo hubiera tenido los cojones de meter la mano en el bolsillo de David y robarle las llaves del coche… Pero no podía correr el riesgo de despertarlo, así que fui a pie. David debió abrir los ojos unos diez minutos después de que me marchara, y ni que decir tiene que subió al coche y fue detrás de mí. Vaya fracaso. Ni siquiera tuve tiempo de terminar el puñetero mensaje…

»Ahora sabes por qué estoy tan pálida, tan cansada. He pasado seis meses encerrada en esa habitación, tío Nat. Encerrada como un animal en mi propia casa durante medio año. Veía la tele, leía libros, escuchaba música, pero lo que hacía sobre todo era pensar en cómo suicidarme. Si no lo he hecho, ha sido porque prometí a Lucy que iría por ella algún día, que alguna vez volveríamos a estar juntas. Pero, joder, no ha sido fácil, no ha sido nada fácil. Si no hubieras venido por mí esta tarde, no sé cuánto tiempo más habría aguantado. Probablemente me habría muerto en esa casa, y luego mi marido y el bueno del reverendo

Bob me habrían sacado de allí en plena noche para arrojar mi cadáver a una tumba sin nombre.

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