CENANDO Y BEBIENDO

Sábado por la noche. 27 de mayo de 2000. Un restaurante francés de la calle Smith, en Brooklyn. Tres hombres están sentados a una mesa redonda al fondo de la estancia, en el ángulo izquierdo: Harry Brightman (el otrora Dunkel), Tom Wood y Nathan Glass. Acaban de pedir la cena al camarero (tres entrantes diferentes, tres platos principales distintos, dos botellas de vino: una de blanco, otra de tinto) y prestan de nuevo atención al aperitivo que les han servido en la mesa al poco de entrar en el restaurante. Tom tiene un vaso de bourbon (Wild Turkey), Harry da sorbos de un martini con vodka, y mientras Nathan bebe otro largo trago de su whisky de malta sin hielo (Macallan de doce años), se pregunta si no le apetecerá otro antes de que sirvan la cena. Bueno, ya está bien de escenografía. Una vez que se inicie la conversación, las acotaciones se reducirán al mínimo. En opinión del autor; únicamente las palabras pronunciadas por los personajes referidos tienen importancia para la narración. Por ese motivo, no habrá descripciones de la ropa que llevan, ni observaciones sobre los platos que comen, ni pausas cuando uno de ellos se levanta para ir al servicio, ni interrupciones del camarero, y ni una palabra sobre la copa de vino tinto que Nathan se derrama en los pantalones.


TOM: No estoy hablando de salvar el mundo. En estos momentos, me conformo con salvarme a mí mismo. Y a algunas de las personas que quiero. Como tú, Nathan. Y tú también Harry.

HARRY: ¿Por qué te pones tan melancólico, muchacho? Estás a punto de que te sirvan la mejor cena que has disfrutado en años, eres el más joven de los que estamos sentados a la mesa y, que yo sepa, no padeces ninguna enfermedad grave. Fíjate en Nathan. Ahí lo tienes, con cáncer de pulmón y no ha fumado nunca. Y yo he tenido dos ataques al corazón. ¿Nos oyes quejamos? Somos las personas más felices del mundo.

TOM: No, tú no eres feliz. Eres tan desgraciado como yo.

NATHAN: Harry tiene razón, Tom. No es para tanto.

TOM: Sí que lo es. Si acaso, para más aún.

HARRY: Por favor, define ese «lo». Ya ni siquiera sé de qué estamos hablando.

TOM: El mundo. Ese gran agujero negro que llamamos mundo.

HARRY: Ah, el mundo. Sí, claro. No faltaba más. El mundo es un asco. Todo el mundo lo sabe. Pero procuramos no hacer caso, ¿verdad?

TOM: No, eso es imposible. Nos guste o no, estamos metidos en él hasta el cuello. Nos rodea por todas partes, y cada vez que levanto la cabeza y echo una mirada alrededor, lo que veo me da náuseas. Tristeza y repugnancia. Y decían que la Segunda Guerra Mundial había arreglado las cosas, al menos para unos siglos. Pero todavía seguimos despedazándonos unos a otros, ¿no es así? Nos seguimos odiando igual que siempre.

NATHAN: Así que de eso es de lo que estamos hablando. De política.

TOM: Entre otras cosas, sí. Y de economía. Y de avaricia. Y del horrible lugar en que se ha convertido este país. Los fanáticos de la derecha cristiana. Los millonarios veinteañeros del punto como El Canal del Golf. El Canal del Porno. El Canal del Vómito. El capitalismo triunfante, sin nada que se le oponga ya. Y todos tan contentos, tan satisfechos de nosotros mismos, mientras medio mundo se muere de hambre y no movemos un dedo para ayudarlo. No lo aguanto más, caballeros. Quiero irme.

HARRY: ¿Irte? ¿Adónde? ¿A Júpiter? ¿Plutón? ¿Algún asteroide de la galaxia de al lado? Pobre Tom, que se queda solito en medio del espacio. Como el Principito abandonado en el desierto.

TOM: Dime tú adónde ir, Harry. Estoy abierto a cualquier sugerencia.

NATHAN: Un lugar donde vivir como uno quiera. De eso es de lo que estamos hablando, ¿no? Una nueva versión de El Edén imaginario. Pero para eso tienes que estar dispuesto a renunciar a la sociedad. Eso es lo que me dijiste. Ya hace mucho tiempo, pero creo que empleaste la palabra coraje. ¿Tienes coraje, Tom? ¿Tiene alguno de nosotros el coraje necesario para eso?

TOM: Todavía te acuerdas de ese trabajo mío de la universidad, ¿eh?

NATHAN: Me causó gran impresión.

TOM: Por entonces no era más que un pipiolo, aún no me había licenciado. No sabría mucho, pero seguramente era más listo que ahora.

HARRY: ¿A qué nos estamos refiriendo?

NATHAN: Al refugio interior, Harry. Al lugar adonde acude la gente cuando ya no puede vivir en el mundo real.

HARRY: Ah, yo tuve uno. Como todo el mundo, supongo.

TOM: No necesariamente. Hace falta una buena imaginación, ¿y cuánta gente puede presumir de eso?

HARRY (cerrando los ojos; apretándose las sienes con los dedos): Ahora lo recuerdo todo. El Hotel Existencia. No tenía más que diez años, pero aún recuerdo el momento exacto en que me vino la idea a la cabeza, el preciso instante en que se me ocurrió ese nombre. Era un domingo por la tarde, durante la guerra. Tenía la radio puesta, y estaba sentado en el salón de casa, en Buffalo, con un ejemplar de la revista Life, mirando fotografías de las tropas estadounidenses en Francia. Nunca había estado en un hotel, pero como había visto muchos por fuera cuando mi madre me llevaba al centro sabía que eran sitios especiales, fortalezas que protegían de la miseria y las mezquindades de la vida cotidiana. Me encantaban los hombres de uniforme azul que estaban frente al Remington Arms. Adoraba el brillo de las molduras de las puertas giratorias del Excelsior. Me atraía la inmensa araña que colgaba en el vestíbulo del Ritz. La única función de un hotel era ofrecer comodidades y bienestar a la gente, que nada más firmar el registro y subir a la habitación podía tener todo lo que quisiera con sólo pedido. Un hotel representaba la promesa de un mundo mejor; más que un edificio, era una oportunidad, la ocasión de vivir dentro de los propios sueños.

NATHAN: Eso explica lo del hotel. Pero ¿de dónde sacaste la palabra existencia?

HARRY: La oí por la radio aquel domingo por la tarde. No estaba escuchando el programa con mucha atención, pero el locutor hablaba de la existencia humana, y me gustaron esos términos. Las leyes de la existencia, decía la voz, y los peligros que debemos afrontar a lo largo de nuestra existencia. Esa palabra era más larga que vida. Abarcaba la vida de todos los individuos en conjunto, y aunque tú vivieras en Buffalo, en el estado de Nueva York, y nunca te hubieras alejado más de quince kilómetros de casa, también formabas parte de ese enigma. No importaba que llevaras una vida insignificante. Lo que te pasaba era tan importante como lo que le ocurría a cualquier otro.

TOM: Sigo sin entender. Te inventas un sitio llamado Hotel Existencia, pero ¿dónde está? ¿Para qué sirve?

HARRY: ¿Para qué? Para nada, en realidad. Era un refugio, un mundo que podía visitar en mi imaginación. De eso es de lo que estamos hablando, ¿no? Evasión.

NATHAN: ¿Y adónde se evadía Harry a los diez años?

HARRY: Ah, ésa es una pregunta compleja. Hay dos hoteles Existencia, ¿comprendéis? El primero, el que me inventé aquel domingo por la tarde durante la guerra, y luego otro, que sólo empezó a funcionar cuando estaba en el instituto. El primero, lamento decirlo, era enteramente pueril y sensiblero. Pero yo no era más que un crío por entonces, y la guerra estaba en todas partes, todo el mundo hablaba de ella sin parar. Era demasiado joven para combatir, pero como la mayoría de los niños gordos y bobalicones soñaba con ser soldado. Uf. Bueno, uf y dos veces uf. Pero qué imbéciles somos los mortales. De manera que en cuanto me imagino ese sitio, el Hotel Existencia, inmediatamente lo convierto en un refugio para niños perdidos. Me refiero a niños europeos, claro está. Sus padres han muerto en combate, sus madres yacen bajo iglesias en ruinas y edificios derrumbados, y ellos andan por ahí, en pleno invierno, ateridos de frío y vagando por el bosque, o buscando comida entre los escombros de ciudades bombardeadas, niños solos, niños en parejas, niños en pandillas de cuatro, seis y diez, con harapos atados a los pies en vez de zapatos, los demacrados rostros manchados de barro. Vivían en un mundo sin adultos, y como yo tenía un carácter tan intrépido y altruista, me erigí en su salvador. Ésa era mi misión, mi propósito en la vida, y desde entonces hasta el final de la guerra me arrojaría en paracaídas todos los días en algún destruido rincón de Europa para rescatar a niños perdidos y hambrientos. Pasaría muchos apuros bajando montañas en llamas, atravesando a nado lagos salpicados de explosiones, abriéndome paso con una metralleta para entrar en húmedas bodegas, y siempre que me encontraba con un huérfano lo cogía de la mano y lo llevaba al Hotel Existencia. No importaba el país donde me encontrara. Bélgica o Francia, Polonia o Italia, Holanda o Dinamarca: el hotel nunca estaba muy lejos, y siempre lograba llegar con el niño antes de que cayera la noche. Una vez que lo ayudaba a cumplimentar las formalidades del registro en la recepción, daba media vuelta y me marchaba. Mi trabajo no consistía en dirigir el hotel; sino en encontrar a los niños y llevarlos allí. Y en cualquier caso, los héroes no descansan, ¿verdad? No se les permite dormir en camas blandas con edredones y tres almohadas, y no tienen tiempo para sentarse en la cocina del hotel frente a un plato humeante de cordero estofado con una suculenta guarnición de patatas y zanahorias. Aunque sea de noche deben proseguir su tarea. Hasta que dispararan la última bala, hasta que lanzaran la última bomba, tenía que seguir buscándolos.

TOM: ¿Y qué pasó cuando terminó la guerra?

HARRY: Renuncié a mis sueños de coraje varonil y noble sacrificio. El Hotel Existencia cerró, y cuando volvió a abrir unos años después, ya no estaba en una pradera de la campiña húngara, y ya no tenía el aspecto de un castillo barroco sacado de los bulevares de Baden-Baden. El nuevo Hotel Existencia era mucho más pequeño y de sórdido aspecto, y si queréis encontrarlo ahora, tenéis que ir a una gran capital donde la vida real sólo empieza después de oscurecer. Nueva York, quizá, o La Habana, o una de esas sombrías callejuelas de París. Entrar en el Hotel Existencia era pensar en palabras como alterne, chiaroscuro y destino. En hombres y mujeres lanzándote discretas miradas en el vestíbulo. Era perfume, trajes de seda y piel cálida, y todo el mundo andaba siempre con una copa en una mano y un cigarrillo encendido en la otra. Eso lo había visto en las películas, y sabía el ambiente que reinaba en el hotel. Los clientes del bar de abajo, tomando sorbos de martini seco mientras escuchaban el piano. El casino de la segunda planta, con la ruleta y los dados brincando silenciosos por el fieltro verde, el crupier del bacará hablando en murmullos con un empalagoso acento extranjero. El salón de baile en el sótano, con sus lujosos reservados de cuero y la cantante bajo los focos con su voz enronquecida del humo y su reluciente vestido plateado. Ése era el conjunto de decorados que contribuía a la buena marcha de las cosas, pero nadie iba allí sólo por la bebida, el juego o la música, aunque la cantante de aquella noche fuera Rita Hayworth, a quien su actual marido y representante, George Macready, había traído en avión desde Buenos Aires para dar una sola función. Había que dejarse llevar un poco por la corriente, tomar unas copas antes de dedicarse en serio al asunto. Bueno, no era nada serio, sino más bien un juego: el entretenimiento infinitamente agradable de decidir con quién se subiría a la habitación aquella noche. El primer paso se daba siempre con los ojos; única y exclusivamente con los ojos. Se paseaba la mirada de una persona a otra durante unos minutos, tranquilamente, mientras se degustaba la copa y se apuraba un cigarrillo, sopesando las posibilidades, buscando una señal, quizá incluso incitando a alguien con una sonrisita o un toque en el hombro para atraer su atención. Hombres o mujeres, me daba igual. En aquella época seguía siendo virgen, pero ya sabía bastantes cosas de mí mismo para ser consciente de que me daba lo mismo. Una vez, Cary Grant se sentó a mi lado en el bar del piano y empezó a acariciarme la pierna. Otra, la fallecida Jean Harlow regresó de la tumba y me hizo el amor apasionadamente en la habitación cuatrocientos veintisiete. Pero también estaba mi profesora de francés, Mademoiselle Des Forets, una esbelta québécoise de piernas preciosas y líquidos ojos castaños que llevaba los labios pintados de brillante carmín. Por no hablar de Hank Miller, el zaguero del equipo universitario y experto donjuán de último curso. Hank probablemente me habría matado a puñetazos de haberse enterado de lo que le hacía en sueños, pero el caso es que no se enteró. Entonces yo sólo estaba en segundo, y nunca habría tenido el valor de dirigirme a un personaje tan augusto como Hank Miller a la luz del día, pero de noche podía encontrarme con él en el bar del Hotel Existencia, y después de unas copas y de una simpática charla llevármelo a la habitación trescientos uno e iniciarle en los secretos del mundo.

TOM: Imágenes masturbatorias de adolescente.

HARRY: Como quieras. Pero yo prefiero considerarlo como señal de un rica vida interior.

TOM: Así no vamos a ninguna parte.

HARRY: ¿Adónde quieres que vayamos, querido Tom? Estamos aquí sentados, esperando que nos sirvan el segundo plato, bebiendo una espléndida botella de Sancerre y entreteniéndonos con historias sin sentido. No hay nada malo en eso. En muchas partes del mundo, eso se consideraría como el no va más del comportamiento civilizado.

NATHAN: El chico está con la depre, Harry. Necesita hablar.

HARRY: Ya me doy cuenta. Tengo ojos en la cara, ¿no? Si a Tom no le parece bien mi Hotel Existencia, quizá quiera contarnos algo del suyo. Todo el mundo tiene uno, ya sabes. Y como no hay dos personas iguales, cada Hotel Existencia es distinto de todos los demás.

TOM: Lo siento. No quiero ser un pesado. Esta noche teníamos que pasarlo bien, y os estoy aguando la fiesta.

NATHAN: No digas eso. Contesta a Harry.

TOM (un largo silencio; luego, en voz baja, como hablando para sus adentros): Quiero vivir de otra manera, eso es todo. Si no soy capaz de cambiar el mundo, al menos puedo tratar de cambiarme a mí mismo. Pero no me apetece hacerla en solitario. Ya me encuentro bastante solo, y sea o no culpa mía, Nathan tiene razón. Estoy con el ánimo por los suelos. Desde que hablamos de Aurora el otro día, no he dejado de pensar en ella. La echo de menos. Echo en falta a mi madre. Añoro a todas las personas que he perdido. A veces me pongo tan triste, siento que me oprime un peso tan enorme, que es un milagro que no me caiga redondo al suelo. ¿Que cuál es mi Hotel Existencia, Harry? No sé, pero quizá tenga algo que ver con estar con otra gente, escapar de la ratonera de esta ciudad y compartir la vida con personas a las que quiera y respete.

HARRY: Una comuna.

TOM: No; una comuna, no: una comunidad. Es distinto.

HARRY: ¿Y dónde estaría situada esa pequeña utopía tuya?

TOM: Pues en alguna parte, en el campo, supongo. En un sitio con mucho terreno y casas suficientes para albergar a toda la gente que quisiera vivir allí.

NATHAN: ¿Cuánta gente calculas?

TOM: No sé. Todavía no he pensado en nada de eso. Pero vosotros dos seríais muy bien recibidos.

HARRY: Me halaga ocupar un puesto tan preferente en tu lista. Pero si me vaya vivir al campo, ¿qué pasará con mi librería?

TOM: Te la llevas contigo. De todas maneras, ya obtienes el noventa por ciento de las ganancias por vía postal. ¿Qué más te da la oficina de correos que utilices? Sí, Harry, claro que me gustaría que participaras en esto. Y Flora también, quizá.

HARRY: Mi querida y demente Flora. Pero si se lo propones a ella, también habría que invitar a Bette. Está enferma, ¿sabes? Condenada a una silla de ruedas con Parkinson, la pobre. No estoy seguro de cómo reaccionaría, pero al final acabaría aceptando la idea. Y luego está Rufus.

NATHAN: ¿Quién es Rufus?

HARRY: El muchacho que atiende la caja en la librería. El jamaicano alto de piel clara que lleva ese boa rosa. Hace unos años lo encontré llorando a lágrima viva en el portal de una casa del West Village y me lo traje a casa. A estas alturas puede decirse que lo he adoptado. Lo de la librería le sirve de ayuda para pagar el alquiler, pero aparte de eso es uno de los mejores travestidos de la ciudad. Trabaja los fines de Semana con el nombre de Tina Hott. Un artista fabuloso Nathan. Tendrías que verlo actuar alguna vez.

NATHAN: ¿Y por qué querría Rufus marcharse de la ciudad?

HARRY: Porque me quiere, en primer lugar. Y porque es seropositivo y el pobre está asustadísimo. Un cambio de aires le vendría bien.

NATHAN: Estupendo. Pero ¿de dónde vamos a sacar el dinero para comprar una finca en el campo? Yo podría contribuir con algo, pero no sería suficiente.

TOM: Si Bette quiere venir con nosotros, quizá esté dispuesta a abrir sus arcas para echarnos una mano.

HARRY: De eso, nada. Un hombre tiene su orgullo, señor mío, y preferiría diñarla diez veces antes que volver a pedir un céntimo a esa mujer.

TOM: Bueno, si vendes tu edificio de Brooklyn, podríamos sacar lo suficiente para arreglar las cosas.

HARRY: Un simple grano de arena. Si voy a pasar mis años de decadencia en el quinto pino, quiero hacerlo a lo grande. Nada de hacer el paleto, Tom. Me convierto en un hacendado o no hay trato.

TOM: Entonces, un poco de aquí y un poco de allá. Ya pensaremos en más gente que quiera participar, y si hacemos fondo común, quizá podamos sacar la cosa adelante.

HARRY: No os preocupéis, muchachos. Tío Harry se ocupará de todo. Al menos eso espero. Si todo sale según el plan, podemos esperar una buena inyección de contante en un futuro próximo. Lo suficiente para inclinar la balanza y hacer realidad nuestro sueño. ¿No es de eso de lo que estamos hablando? Un sueño, el disparatado sueño de apartamos de las preocupaciones y penas de este mundo miserable y crear un mundo nuestro. Una posibilidad muy remota, desde luego, pero ¿quién dice que no es factible?

TOM: ¿Y de dónde va a venir esa «inyección de contante»?

HARRY: Digamos simplemente que he puesto en marcha una operación comercial, y dejemos a un lado los detalles hasta nueva orden. Si me toca la lotería, da por hecho el nuevo Hotel Existencia. Y si no…, bueno, caeré luchando por una buena causa. No se puede aspirar a más, ¿verdad? Tengo sesenta y seis años, y después de todos los altibajos de mi… carrera, un tanto dudosa, quizá sea ésta la última posibilidad de ganar dinero en cantidad. Y cuando digo en cantidad, quiero decir en gran cantidad. En cantidades más grandes de lo que os podéis imaginar.

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