– Hemos salido más tarde de lo que esperaba -le dijo Charles a Anna-. Pese a todo, hemos avanzado a buen ritmo. El lago Baree aún está a un kilómetro o algo así, pero acamparemos aquí antes de que anochezca. El viento ha hecho caer casi toda la nieve de los árboles, y las ramas nos protegerán si nieva esta noche.
Anna miró a su alrededor sin convicción.
Su expresión hizo reír a Charles.
– Confía en mí. Estarás cómoda esta noche. Lo difícil es levantarse por la mañana.
Anna pareció aceptar sus explicaciones, cosa que agradeció.
– ¿Cuándo llegaremos al lugar donde Heather y Jack fueron atacados?
– No iremos allí -le dijo él-. No quiero acercarme a ese lugar con este olor. Quiero que parezcamos presas, no una especie de investigadores oficiales.
– ¿Crees que al lobo le importa que seamos una cosa o la otra?
Charles se quitó la mochila y la dejó sobre una roca que descollaba de la nieve como una ballena emergiendo del océano.
– Si es un lobo solitario defendiendo su territorio, no. Si está aquí para causar problemas a mi padre, no atacará a la gente que pueda contarle al mundo lo que está haciendo.
Anna le imitó y dejó la mochila en un lugar despejado de nieve. Charles extrajo un paquete de pasas de un bolsillo de la manga de su anorak; el último que tenía a mano, de modo que tendría que reponerlo por la mañana. Ella lo aceptó con un suspiro de victimismo pero lo abrió y empezó a comer de él.
Con Anna ocupada, Charles dedicó unos segundos a examinar el lugar que había elegido para acampar. Había uno mejor cerca del lago al que había intentado llegar a primera hora de la tarde para que Anna pudiera recuperarse bien. No obstante, tenía experiencia con otros novatos que había llevado a las montañas, y sabía que el primer día de caminatas no era el decisivo, sino el tercero o el cuarto.
Sin embargo, la primera regla cuando uno se interna en los bosques es ser flexible. Podrían haber llegado a la primera cumbre antes del anochecer, pero pensó que era más importante dejar que Anna descansara tras su primera caminata.
Ya había dormido allí antes. La roca no había cambiado desde que era niño. La última vez… reflexionó sobre aquello un minuto pero no pudo precisar cuándo había sido. Los arbustos en la base de la roca no estaban allí la última vez, y reconoció el tocón de la vieja conífera que le había protegido del viento del este la última vez que pasó allí la noche. Apoyó el dedo gordo en el podrido tocón y la madera se desmenuzó. Cincuenta años, tal vez setenta.
Charles extendió una tela impermeable en el suelo pero no se molestó en instalar la tienda. Mientras el tiempo se comportara, no tenía intención de hacerlos tan vulnerables a un ataque. Si podía evitarlo, casi nunca utilizaba tienda, y nunca si estaba dando caza a algo que también podía cazarle a él. La tienda bloqueaba su visión, amortiguaba los sonidos y dificultaba los movimientos. La había traído por Anna, pero solo si era estrictamente necesario.
Aunque la vieja conífera estaba demasiado húmeda para hacer fuego con ella, había más árboles caídos. Media hora después, había recogido una generosa cantidad de leña seca extraída de los cadáveres de un par de viejos abetos.
Cuando regresó, Anna estaba encaramada en la gran roca, junto a su mochila y con las raquetas apoyadas en la base de la misma. Él también se quitó las suyas y se dispuso a encender una pequeña fogata, consciente de estar bajo la atenía mirada de Anna.
– Pensaba que los indios encendían fuego con un palo – dijo ella cuando vio que extraía de la mochila una lata de Sterno y un mechero.
– Sé cómo hacerlo -dijo él-. Pero me gustaría comer algo caliente en las próximas horas. Con Sterno y un Bic todo es mucho más fácil.
Volvían a estar bien, pensó él. Todo había empezado cuando Anna se quedó dormida en el coche, y durante la ascensión había conseguido relajarse aún más. Hasta que, durante los últimos kilómetros, le había cogido del anorak en varias ocasiones para señalarle esto o aquello: las huellas de un lobo, un cuervo que les observaba desde la rama alta de un pino o un conejo con el pelaje blanco del invierno.
– ¿Qué te gustaría comer? -le preguntó él tras tener la fogata como deseaba y colocar sobre ella un cazo con nieve.
– Lo que sea menos cecina -dijo ella-. Estoy cansada de mascar.
– ¿Qué te parece pollo agridulce? -le preguntó.
Charles vertió el sobrecito de aceite de oliva y le pasó a Anna el de papel de aluminio. Ella miró el contenido con cierta reticencia.
– No parece pollo agridulce -dijo.
– Tienes que prestar más atención a tu olfato -le amonestó él antes de probar el guiso. Aunque no podía compararse con la cena de la noche anterior, tampoco estaba tan mal para algo a lo que le echabas agua y te lo comías-. Y al menos el pollo agridulce no tiene el aspecto de comida para perros.
Anna se inclinó para echar una ojeada al interior de su sobre.
– Aagg. ¿Por qué tienen que hacer eso?
– Solo pueden liofilizar cosas pequeñas -le dijo él apartando el sobre antes de que Anna metiera el pelo dentro-. Come
– Entonces -preguntó Anna de nuevo desde su atalaya sobre la roca-, ¿cuánto durará nuestro disfraz olfativo?
Le agradó comprobar que, tras la primera cucharada, Anna engullía su comida como un leñador.
– No importa -le dijo él mientras hacía lo mismo con la suya-, siempre y cuando continuemos hablando sobre lo que hacemos para que pueda oírnos cualquier lobo que se encuentre en las proximidades.
Anna dejó de comer y abrió la boca para disculparse, pero se detuvo a media palabra y frunció el ceño. Charles se preguntó si debía sonreír para indicarle que le estaba tomando el pelo; pero ella se dio cuenta antes, lo que demostró con un gesto de su cuchara.
– Si hubiera un hombre lobo dentro de tu campo auditivo, lo sabrías. Responde a la pregunta.
Casi nunca hablaba de su magia con nadie, ni siquiera con su padre, ya que el Hermano Lobo le decía que cuanta menos gente lo supiera, más eficaz sería como arma. Sin embargo, el Hermano Lobo no tenía ninguna objeción en contarle a Anna todo lo que quería saber.
De modo que tras tragar un trozo de ternera, admitió:
– No lo sé. El tiempo necesario, a menos que enojemos a los espíritus y decidan ayudar a nuestros enemigos.
Anna dejó de comer por segunda vez, en esta ocasión para mirarlo fijamente.
– Esta vez no me tomas el pelo, ¿verdad?
Él se encogió de hombros.
– No. No soy una bruja, de modo que no puedo manipular el mundo a mi voluntad. Lo único que puedo hacer es pedirlo, y si los espíritus se muestran compasivos, me lo conceden.
Anna tenía una cucharada de comida en la boca, de modo que tuvo que tragársela antes de preguntar:
– ¿Eres cristiano? O…
Él asintió.
– Más que el asno de Balaam. Pero, además, al ser un hombre lobo, sé que también existen otras cosas: demonios, vampiros, espíritus y cosas por el estilo. En cuanto descubres que ese tipo de cosas circulan por el mundo, debes admitir la presencia de Dios. Es la única explicación posible para entender por qué el diablo aún no se ha hecho con el mundo y ha esclavizado a la raza humana. Dios hace que el diablo se mantenga oculto éntrelas sombras. -Se terminó la comida y guardó la cuchara.
– ¿El asno de Balaam? -Musitó Anna para sí, y entonces contuvo el aliento-. El asno de Balaam vio a un ángel. ¿Significa eso que tú también has visto uno?
Charles sonrió débilmente.
– Solo una vez, y no estaba interesado en mí… aunque sigue acompañándome. -De hecho, le había dado fuerzas en mitad de la noche-. Aunque Dios exista, eso no significa que no haya espíritus en estos bosques.
– ¿Rindes culto a los espíritus?
– ¿Por qué tendría que hacerlo? -No estaba loco ni era un estúpido, y un hombre tenía que ser una cosa o la otra para atreverse a propiciarlos-. Solo conseguiría que me dieran más trabajo, y mi padre se basta y se sobra para eso.
Anna frunció el ceño, de modo que decidió explicárselo mejor.
– De vez en cuando me ayudan en esto o aquello si se lo pido, pero la mayoría de las veces necesitan que yo les ayude a ellos. Y ya no hay tanta gente como antes que pueda oírlos, lo que significa que los pocos que podemos tenemos más trabajo. Mi padre me carga con el trabajo de tres personas. Si me dedicara a buscar espíritus, no tendría tiempo ni para atarme los zapatos. Samuel dedica mucho tiempo a reflexionar sobre el lugar que ocupan los espíritus en la Cristiandad, pero a mí no me preocupa tanto.
Pensó que iba a tener que recordarle que debía terminarse la comida, pero Anna se quedó mirando su sobre un instante y se metió en la boca otra cucharada.
– ¿Qué haces si te piden que hagas algo malo?
Charles negó con la cabeza.
– La mayor parte de los espíritus son más bien agradables o desagradables que buenos o malos. -Y como aún sentía aquella intensa necesidad de tomarle el pelo, añadió-: Salvo los espíritus que se alimentan de cerebros y que viven en estos bosques esperando que algún incauto excursionista acampe bajo estos árboles. No te preocupes, no dejaré que se acerquen a ti.
– Gilipollas -le dijo a su pollo agridulce, aunque no parecía molesta.
Un lobo aulló en algún lugar de la oscuridad que les rodeaba. Estaba muy lejos, un lobo salvaje, pensó. Veinte años atrás no había lobos en las montañas de Montana, pero durante la última década se había producido un flujo continuo desde Canadá. El sonido le hizo sonreír. Su padre temía que no hubiera espacio en el planeta para los depredadores, pero él imaginaba que si los humanos habían permitido a los lobos regresar al lugar que ya habían ocupado anteriormente, con el tiempo también podían habituarse a la presencia de los hombres lobo.
Walter encontró el cadáver, enfundado en ropa de caza naranja, apoyado en un árbol. Por su aspecto, había caído desde un grupo de rocas junto al que un sendero de caza serpenteaba por el margen de un acantilado no demasiado alto. Pese a tener una pierna rota, había conseguido arrastrarse unos cuantos metros. Probablemente había muerto de frío hacía unos días.
Aquel hombre debía de ser la razón por la que todos aquellos rastreadores habían estado recorriendo los bosques. Debía de haberse extraviado, ya que nadie con un poco de sentido común saldría a cazar por una zona tan alejada de la carretera más próxima sin algún animal de carga. Era un lugar tan apartado de la zona que estaban batiendo, que las posibilidades de que le encontraran estaban en algún punto intermedio entre pocas y ninguna. Cuando llegara la primavera quedaría poco que encontrar.
Pensó en enterrar el cuerpo pero tendría que cavar a través de veinticinco o treinta centímetros de nieve y otros veinte de suelo congelado. Además, no llevaba ninguna pala. Los pies del hombre eran del mismo tamaño que los de Walter, de modo que le quitó las botas, además de los guantes y la chaqueta, aunque dejó el chaleco naranja. Dejar el arma fue una decisión más complicada, pero la munición era difícil de encontrar y no quería revelar su posición cuando la utilizara.
Inclinó la cabeza y empezó a recitar una plegaria. No era la más adecuada, ya que la única que recordaba era la que solía entonar de crío antes de irse a la cama. Pese a todo, se centró en ella porque le ayudaba a ignorar a su bestia interior, la cual veía al cazador simplemente como carne fresca. Estaba hambrienta, y no le importaba de donde venía.
Estaba terminando la plegaria cuando oyó el aullido del demonio. Notó cómo un rugido pugnaba por salir de su garganta: el desafío a su enemigo. No obstante, logró contenerlo. Conocía el modo en que el mal solía acechar… durante un instante regresó a la guerra junto a Jimmy, pasando sigilosamente de una sombra a otra mientras se aproximaban a la tienda de su comandante. Los sollozos de la niña atenuaban sus pasos.
Por un instante vio el rostro de Jimmy tan claramente como si estuviera de nuevo a su lado. Y de repente volvía a estar en el presente, de pie junto al cadáver de un hombre; el cuerpo congelado de un hombre al que le había rebanado el cuello con su cuchillo, como hizo con el del oficial al mando hacía tantos años.
Aquella niña nunca le había contado a nadie lo que había ocurrido pese a que él y Jimmy se habían ocultado entre la maleza durante semanas. También podrían haberla matado a ella, pero aquello les habría convertido en el monstruo que había sido su comandante. Oficialmente, murió por el disparo de un francotirador. Él y Jimmy se habían reído con sorna de aquello. Los francotiradores no solían utilizar cuchillos.
Se agachó y recogió el cuerpo. No podía permitir que lo encontraran con una herida de cuchillo en el cuello. Lo llevaría a algún lugar más alejado de los senderos habituales.
Cargó con el cuerpo aproximadamente medio kilómetro y lo dejó con suavidad bajo un matorral de uvas de Oregón. Se relamió los labios y notó el sabor de la sangre. Sorprendido, miró el cuerpo y vio que la herida del cuello estaba limpia, con la piel de alrededor reluciendo ligeramente por la saliva.
Cogió un puñado de nieve y se limpió la boca, dividido entre el hambre y las nauseas. Pese a todo, sabía que no había podido sorber mucho porque el cuerpo estaba congelado.
Se alejó de allí lo más rápido que pudo sin echar a correr.
– ¿;Anna?
Charles terminó de subir la cremallera de los dos sacos de dormir.
Ella no le respondió. Se había despojado del anorak y las botas y volvió a encaramarse a la roca. Estaba descalza, con los calcetines de lana en la mano.
De haber estado en otro lugar, Charles habría creído que estaba disfrutando de la vista, pero se encontraban rodeados de árboles y lo único que podía ver eran más árboles. De hecho, más que contemplar el paisaje, se esforzaba por no mirar los sacos de dormir. En cuanto terminaron de comer, había vuelto a encerrarse en sí misma.
La temperatura había descendido diez grados tras la puesta de sol, y hacía demasiado frío para que continuara sobre la roca descalza y sin anorak. Puede que fuera una mujer lobo, pero su piel acabaría por congelase de todos modos.
Sin embargo, no iba a conseguir que se metiera dentro de los sacos sin recurrir a la fuerza o la coacción. Él también se quitó las botas y guardó los calcetines en la mochila. Extrajo un par de calcetines limpios y los colocó en el fondo del saco, para que estuvieran calientes a la mañana siguiente.
Había traído una manta de repuesto. La sacudió y le cubrió los hombros con ella. Entonces se acercó a la roca y se sentó a su lado. Aunque no había mucho espacio, logró acomodarse junto a ella, hombro con hombro.
– Mis primos cortejaban a sus mujeres con mantas -le dijo sin mirarla.
Ella no dijo nada, se limitó a erguir los dedos gordos de los pies y a frotárselos para que entraran en calor.
– Se llama manta de atracción -dijo él-. Uno de ellos se acercaba a la chica que estaba cortejando y alargaba lentamente un brazo. -Charles sostuvo una punta de la manta y rodeó el hombro de Anna con un brazo-. Y la envolvía con la manta. Si la chica no le rechazaba, él se acercaba aún más. -Charles la atrajo hacia él, y ella se movió hacia un lado hasta que ambos quedaron completamente cubiertos por la manta.
– ¿Manta de atracción? -Parecía divertida, aunque su cuerpo seguía tenso.
El lobo, pensó él, pero no del todo. Si no hubiera dedicado toda su atención, probablemente no habría percibido el inconfundible olor de su lobo mezclado con el de la fragancia característica de Anna.
– Mi hermano Samuel es aún más habilidoso con ella que yo -le dijo él mientras se movía hasta quedar frente a ella, con sus fríos pies encima de él.
Anna respiró profundamente y dejó escapar el aire de una sola vez, formando una densa nube producto de la condensación. Charles notó cómo su cuerpo empezaba a relajarse.
– Háblame del apareamiento -dijo ella.
Charles la abrazó con más fuerza.
– Para mí también es nuevo.
– ¿Nunca te has apareado?
– No. -Respiró su olor corporal y dejó que penetrara en su interior y que le calentara el pecho-. Ya te he contado casi todo. La mayor parte del cortejo es similar al de los humanos. Después se casan y, habitualmente, su lobo la acepta como pareja.
– ¿Qué ocurre si no lo hace?
– Pues que no lo hace. -No sentía ni la mitad de optimismo de lo que su comentario sugería-. Cuando te conocí, había decidido dejar de buscar una pareja. -No pudo evitar sonreír al recordar el desconcierto que había sentido durante su primer encuentro-. El Hermano Lobo te eligió como mi pareja en cuanto te vio, y yo solo puedo aplaudir su buen gusto.
– ¿Qué habría pasado si me hubieras odiado?
Charles suspiró sobre su cabello.
– Que no estaríamos aquí. No me gustaría acabar como mi padre y Leah.
– ¿Él la odia?
Charles se encogió de hombros.
– No. Me parece. No lo sé. -¿Cómo habían llegado a aquel tema?-. Él nunca ha dicho nada, ni en un sentido ni en otro. Pero las cosas no van muy bien entre ellos. Una vez me dijo, hace mucho tiempo, que su lobo necesitaba una pareja para remplazar a mi madre.
– Entonces, ¿qué salió mal? -preguntó Anna a medida que su cuerpo se apaciguaba pegado al suyo.
Charles negó con la cabeza.
– No tengo intención de hacerle al Marrok esa pregunta y ti sugiero que tú tampoco lo hagas.
Anna recordó otra cosa.
– Dijiste algo sobre una ceremonia bajo la luna llena.
– Así es -dijo él-. Existe una ceremonia bajo la luna para consagrar nuestra unión, supongo que una especie de ceremonia matrimonial, aunque algo más privada. Cuando eso ocurra, significará que también perteneces a la manada de mi padre. – Notó cómo Anna se tensaba: la ceremonia de la manada, durante la cual se compartía la carne y la sangre del Alfa, literalmente, podía resultar bastante aterradora si no estabas preparado para ella. ¿Por qué lo habría hecho Leo cuando había hecho mal todo lo demás? Decidió que era algo que podían discutir en otro momento, cuando no estuviera intentando relajarla y hacerla bajar de la roca para que se metiera con él en el saco de dormir-. Si lo prefieres, también podemos hacer una ceremonia en la iglesia. Podrías invitar a tu familia.
Anna giró la cabeza para poder mirarle a la cara.
– ¿Cómo sabes que el vínculo no es completo?
– Es algo similar a la magia de la manada -le dijo él-. Algunos lobos casi no pueden sentirla. La magia de la manada es lo que permite a un Alfa recurrir a sus lobos para ser más rápido o curarse más deprisa. Lo que permite controlar a los lobos bajo su poder o encontrarlos cuando los necesita.
Anna se quedó inmóvil.
– ¿O saciar su ira? Creo que es lo que hizo Isabella: disfrutaba cuando los miembros de la manada se enfrentaban entre ellos.
– Sí -confirmó Charles-. Aunque nunca he visto a mi padre hacer eso. Pero ¿entiendes lo que quiero decirte?
– Sí. ¿Qué el apareamiento es algo parecido?
– A una escala menor. Varía según las parejas, a veces es solo una cuestión de saber dónde está tu compañera. Mi padre dice que eso es lo único que le une a Leah. Para otras es algo más. La pareja de uno de los lobos de Oklahoma es ciega, pero cuando está junto a él puede ver. Lo más habitual son cosas como ser capaz de compartir la fuerza o cualquiera de las otras cosas que un Alfa extrae de su manada.
Charles se quedó en silencio, esperando su siguiente pregunta.
– Tengo los dedos de los pies helados -sugirió poco después.
– Lo siento -dijo ella, y Charles le acarició la mejilla con el pulgar.
Normalmente evitaba el contacto físico dado que permitía al otro acercarse a él, una cercanía que no podía permitirse si quería mantener su empleo como asesino a sueldo de su padre. Pero, como resultado de ello, el Hermano Lobo estaba hambriento. Con Anna, se saltaba las normas habituales. Existían razones que lo explicaban: ella era su pareja y no le haría daño ni siquiera si su padre se lo ordenaba. Era una Omega y existían pocas probabilidades de que se convirtiera en una loba solitaria. Pero la auténtica razón, admitió finalmente, era que no podía resistirse a la sensación de la piel de Anna contra la suya.
– Roma no se ganó en un día -le dijo él-. Vamos a dormir. -Y entonces, cuando la notó tensa junto a él, le dijo-: Hace demasiado frío para otras cosas más interesantes.
Anna se quedó inmóvil.
– No lo dices en serio, ¿verdad?
Charles enterró su fría nariz en el cuello de Anna, provocando en ella una risa efímera.
– Estás mejorando. ¿Qué tal si te digo que estás muy cansada?
Charles salió de debajo de la manta y le cubrió los hombros con ella. Entonces la cogió en brazos y bajó de un salto de la roca, doblando las rodillas para amortiguar la caída. Se había olvidado de las heridas; mientras cargaba con ella hasta los sacos de dormir, la pantorrilla empezó a darle punzadas de dolor que ignoró como pudo. El pecho tampoco estaba muy contento con él, pero cuando Anna se acomodó a su lado bajo los sacos, habrían hecho falta algo más que un par de heridas de bala para hacerle sentir infeliz.
Anna se durmió mucho antes que él.
Se detuvieron en el lago Baree, pero la única señal de que alguien hubiera estado en las proximidades eran las roderas de una moto de nieve que cruzaban las aguas heladas. Era un parque natural, pero también era Montana. Las motos de nieve no le preocupaban tanto como los motociclistas porque las primeras no deterioraban la vegetación. Hacía un par de años se había topado con dos motociclistas y los había seguido hasta el lago Wanless, a unos treinta kilómetros de la carretera más cercana, donde finalmente aparcaron los vehículos y se pusieron a nadar. Aún se preguntaba cuánto tiempo tardaron en llegar a la carretera sin las bujías.
En invierno, no era fácil desplazarse del lago Baree al Bear. Con la ayuda de Tag, había señalado en el mapa una ruta que parecía viable, pero si resultaba ser demasiado escarpada, encontraría otra. Lo único que quería era que el lobo solitario les viera y les diera caza.
Pero no pudo sacarse de la cabeza las roderas de la motonieve. La mayor parte de las Cabinets eran demasiado agrestes para circular con ellas. Aunque si solo querías llegar al lago Baree y regresar, por ejemplo, para encontrar unas cuantas víctimas y que la prensa decidiera que el responsable era un hombre lobo, era una buena opción.
Una manada organizada de renegados, decididos a impedir que Bran revelara la existencia de los hombres lobo, exigiría un trato muy distinto al de un lobo solitario. Tendría presente las motos de nieve y estaría preparado para enfrentarse a múltiples oponentes si era necesario.
Anna era una buena compañera. Era evidente que se lo estaba pasando muy bien, pese a la pasajera tensión de aquella mañana. No se quejó cuando el sendero se hizo exigente y le obligó a aplicar más músculo. La mayor parte del tiempo avanzaba en silencio, lo que le permitía centrar su atención en los otros monstruos del bosque. Dado que de vez en cuando intentaba ser sigiloso, agradeció que Anna no hablara en exceso. Se había levantado bastante alegre y relajada, y había continuado de ese modo… hasta que llegaron a un valle pequeño y escarpado.
Charles reconoció su creciente nerviosismo por el modo en que se reducía la distancia entre ambos.
Cuando se decidió a hablar, estaba tan cerca de él que le golpeó accidentalmente la parte trasera de la raqueta con la suya.
– Lo siento.
El traspié le envió una descarga de dolor por la pantorrilla, pero jamás se lo hubiera recriminado.
– Tranquila. ¿Te encuentras bien?
Vio cómo barajaba la posibilidad de mentirle educadamente y cómo lo descartaba.
– Esto es un poco espeluznante -dijo finalmente.
Charles pensaba lo mismo: había una serie de lugares en las Cabinets que trasmitían aquella sensación. Aunque no estaba muy seguro, le pareció que aquel lugar era aún peor de lo habitual; ciertamente peor que la zona montañosa que habían recorrido el día anterior.
El comentario de Anna le hizo inspeccionar más detenidamente la zona en la que se encontraban, por si acaso ella había percibido algo que a él se le había escapado. Pero no vio nada fuera de lo común, ni nada más amenazador que un precipicio que se elevaba frente a ellos y que sumergía con su sombra tanto el valle como los árboles verdes y negros que crecían tupidamente a ambos lados. Aunque no descartó la presencia de otro tipo de fuerzas.
Los espíritus de las montañas no eran muy hospitalarios, no como los Bitterroots o los Pintlers. No aceptaban de buena gana la presencia de intrusos.
Puede que la actividad de los espíritus fuese más intensa en aquel valle… o puede que hubiera sucedido algo. Cuanto más vueltas le daba, más convencido estaba de que era algo más que unos simples espíritus haciendo travesuras. No estaba seguro de si se debía a algo ocurrido hacía una semana o cien años, pero algo oscuro estaba sepultado bajo toda aquella nieve.
– Eres una mujer lobo -le dijo él-. No debería afectarte tanto.
Anna dio un resoplido.
– Nunca tuve miedo de los monstruos, hasta que me convertí en uno. Ahora tengo miedo hasta de mi sombra.
Charles percibió el escarnio dirigido a sí misma y le contestó con otro resoplido.
– Chorradas. Yo… -Respiró profundamente y dejó de hablar, colocándose en la dirección del viento para volver a captar el rastro.
Anna se quedó inmóvil, observándole. Charles esperó hasta que el olor se hizo más intenso; a su perseguidor no le preocupaba que pudieran localizarlo.
– ¿Lo hueles? -le preguntó él en voz baja.
Anna cogió aire y cerró los ojos.
– Árboles, la persona que nos prestó la ropa y… -Se puso tensa en cuanto percibió lo mismo que él-. Gato. Algún tipo de gato. ¿Una pantera?
– Casi -le dijo él-. Un lince, creo. Bastante cabreado pero inofensivo para nosotros.
– Genial -dijo ella-. ¿Qué es…? -En aquella ocasión le tocó a ella detenerse-. ¿Qué es eso?
– Un conejo muerto -dijo él con satisfacción-. Empiezas a fiarte de tu olfato. -Volvió a coger aire y se lo pensó mejor-. Podría ser un ratón, pero probablemente es un conejo. Por eso el lince sigue cerca: le hemos interrumpido la comida.
Le sorprendía haber encontrado un lince en aquel lugar: los gatos normalmente se mantenían alejados de las zonas que trasmitían aquella sensación. ¿Podría haber llegado allí empujado por otro depredador?
Anna estaba pálida.
– Odio que una parte de mí sienta hambre al oler carne cruda.
No le había molestado oler la sangre de Jack. Aunque no hacía más de una hora que no comía nada y empezaba a tener hambre. Su cuerpo consumía calorías rápidamente para mantener la temperatura adecuada. Sin embargo, estuviera o no hambrienta, no era el momento de que se alimentara con carne de verdad; tenía que alejarla de aquel pequeño impulso. De modo que le entregó una bolsa de galletas de mantequilla de cacahuete y la obligó a seguir adelante. La mantequilla de cacahuete haría que empezara a beber de su cantimplora; no estaba seguro de que se estuviera hidratando correctamente.
Continuaron avanzando hasta dejar atrás el valle, y también aquella sensación perturbadora, lo que confirmó su sospecha de que no se trataba de la actividad de los espíritus.
– Hora de comer -dijo él mientras le pasaba una barrita de cereales y una tira de cecina.
Anna lo cogió, apartó casi toda la nieve que cubría un árbol caído y se subió a él.
– Todo era normal hasta llegar a ese valle. Ahora me siento cansada y congelada, y solo es la una. ¿Cómo lo hacen los humanos?
Charles se sentó junto a ella mientras mascaba su propia cecina; sabía mucho mejor que el pemmican pese a que no era ni la mitad de energético al carecer de grasa.
– La mayoría ni lo intenta, sobre todo en esta época del año. He impuesto un ritmo más fuerte del habitual para salir del valle, por eso estás más cansada. -Frunció el ceño-. No has sudado, ¿verdad? ¿Tienes los calcetines mojados? He traído una muda. Si se te mojan, pueden congelarse, y eso significa que podrías perder un dedo.
Anna meneó las raquetas, las cuales colgaban a unos treinta centímetros del suelo.
– Pensaba que los hombres lobo éramos indestructibles e inmortales.
Algo en su semblante le dijo a Charles que estaba pensando en las palizas que había recibido para intentar que aceptara algo para lo que no se sentía preparada.
– Te volvería a crecer -dijo Charles al tiempo que tranquilizaba al Hermano Lobo, a quien no le gustaba nada ver sufrir a Anna-. Aunque no sería muy agradable.
– De acuerdo. -Y, como quien no quiere la cosa, añadió-: Están secos.
– Dímelo en cuanto dejen de estarlo.
Empezaba a notar el peso de las raquetas. Le dirigió a Charles una mirada de reproche, sintiéndose segura porque lo hizo a su espalda. Pese a las heridas de bala, era evidente que no le costaba avanzar. Apenas cojeaba mientras escalaban la vertiente de otra montaña. Había reducido el ritmo, pero aquello no la ayudó como esperaba. Si no le hubiera prometido que acamparían en la cumbre de la montaña por la que avanzaban en aquel momento, probablemente se habría desplomado allí mismo.
– No queda mucho -le dijo él sin mirar atrás.
Era indudable que sus resuellos le indicaban todo lo que necesitaba saber sobre el nivel de su cansancio.
– En parte es por culpa de la altitud -le dijo él-. Estás habituada a más oxígeno en el aire y debes respirar más a menudo para compensar la diferencia.
Le estaba ofreciendo excusas, lo que provocó que su espina dorsal se agarrotara. Iba a terminar aquella ascensión aunque le costara la vida. Clavó el borde de la raqueta en la nieve para impulsar su siguiente paso, cuando un grito salvaje resonó a través de los árboles, erizándole el bello de la nuca mientras el aullido se extendía por las montañas.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó.
Charles la miró por encima del hombro con una sonrisa sombría pintada en el rostro.
– Hombre lobo.
– ¿Sabes de donde ha venido?
– Del este -dijo él-. Por el tiempo en que ha tardado en llegar el sonido, diría que está a unos kilómetros de aquí.
Pese a que no debería sentir miedo, no pudo evitar un estremecimiento. Después de todo, ella también era una mujer lobo, ¿no? Y había visto a Charles limpiar el suelo con su anterior Alfa pese a haber recibido varios disparos.
– No te hará daño -dijo Charles.
Anna no dijo nada, pero él la contemplaba fijamente y sus ojos se suavizaron.
– Si no te gusta que utilice mi olfato para saber lo que sientes, podrías usar perfume. Suele ser bastante eficaz.
Anna olfateó el aire pero solo captó el olor de las personas que le habían prestado la ropa a Charles.
– Tú no usas perfume.
Sonrió abiertamente, sus dientes blancos contra su rostro moreno.
– Demasiado mariquita para mi gusto. Tuve que aprender a controlar mis emociones. -Entonces eliminó algo de escarcha que había quedado adherida en la rodilla de Anna y añadió con pesar-: Hasta que te conocí.
Reemprendió la marcha montaña arriba, dejándola confundida detrás de él. ¿Quién era ella para poder afectar de aquel modo a un hombre como él? ¿Por qué ella? ¿Solo porque era una Omega? De algún modo supo que no era solo eso. No con aquel reconocimiento irónico aún en el aire. Él le pertenecía.
Solo para asegurarse, se contó los dedos bajo los guantes. Hacía solo una semana estaba sirviendo mesas en el Scorci´s, jamás había oído hablar de Charles ni sabía cómo caminar con raquetas de nieve. Ni siquiera tenía la remota esperanza de volver a sentir algo al besar a un hombre. Ahora avanzaba por la nieve con una temperatura bajo cero y una sonrisa estúpida en el rostro, dando caza a un hombre lobo, o, mejor dicho, siguiendo a Charles mientras este daba caza a un hombre lobo.
Extraño. Y bastante agradable. Y existían otros incentivos para seguir a Charles. El paisaje, por ejemplo.
– ¿Te estás riendo? -preguntó Charles con su voz del Sr. Spock.
La miró por encima del hombro y a continuación ejecutó uno de aquellos giros complicados y necesarios cuando llevas raquetas de nieve y quieres cambiar de dirección. Se quitó un guante y le tocó la nariz, justo donde sabía que se congregaban más pecas. Sus dedos se movieron hasta recorrer el hoyuelo de su mejilla izquierda.
– Me gusta verte feliz -le dijo él con la mirada fija en ella.
La mirada detuvo su risa, pero no la cálida y confusa sensación en su estómago.
– ¿De verdad? -dijo ella socarronamente-. Entonces dime que esta ha sido la última pendiente y que este lugar tan plano en el que estamos ahora es donde vamos a acampar y que no tengo que dar un paso más por hoy.
Anna le contemplaba como un gato frente a una tarta, y él no tenía ni la menor idea de por qué lo hacía. No estaba habituado a aquello. Se le daba muy bien interpretar las intenciones de la gente, maldita sea. Tenía mucha experiencia, y el Hermano Lobo solía tener mucha empatía. Pese a todo, no tenía ni idea de por qué continuaba mirándolo con aquella risita secreta bailando aún en sus ojos.
Se inclinó hasta que pudo apoyar la cabeza contra su gorro de lana y cerró los ojos, disfrutando de su olor y dejando que su calor corporal se extendiera hasta su corazón. Su olor liberó las ataduras que lo maniataban y le recorrió todo el cuerpo como el humo de un narguile.
Ni rastro del olor humano en ellos, pero, al estar completamente absorto en ella, no pudo evitar dejarse ir.
No obstante, tendría que haberlo oído. U olido. Algo.
En un segundo pasó de estar junto a Anna a estar bocabajo sobre la nieve con algo a su espalda -un hombre lobo, concluyó demasiado tarde su olfato- y Anna debajo.
Unos colmillos se clavaron en la dura tela de su chaqueta y le desgarraron la mochila. Ignoró al hombre lobo por el bien de Anna y levantó todo su peso (y el del otro hombre lobo) para permitir que ella saliera de debajo de su cuerpo, pese a saber que probablemente sería una decisión fatal.
Anna salió a rastras con la misma rapidez con que lo hubiera hecho el ayudante de un mago. Sin embargo, no hizo caso a su orden que la conminaba a salir corriendo.
El lobo atacante no pareció reparar en su presencia. Estaba tan ocupado desgarrando la mochila de Charles que no prestaba atención a nada más. Charles concluyó que se trataba de un lobo fuera de control tras comprobar que no soltaba su objetivo inicial pese a existir otro peligro más urgente. Aunque tampoco se quejaba por ello.
La forma humana de Charles era un poco más frágil que la del lobo, pero casi igual de fuerte. Sin Anna debajo de él, no tardó ni medio segundo en rasgar las correas de las raquetas y liberar sus pies.
A ambos lados volaron paquetes de aluminio como el confeti en una boda: comida liofilizada. Indudablemente, a Samuel se le habría ocurrido algo gracioso en aquella situación: veamos quién de los dos acaba siendo la comida fría.
Gruñendo por el esfuerzo, Charles estiró las piernas con toda la velocidad y poder que pudo reunir y, aquel movimiento, unido al peso del otro hombre lobo desgarró definitivamente la tela de la chaqueta y la mochila de Charles. Sujetándose únicamente a la tela, el lobo cayó de espaldas mientras esta se desgarraba; una patada y el lobo se desplazó trescientos metros por el aire. No lo suficientemente cerca pero tampoco demasiado lejos. Quedó entre Charles y Anna; más cerca de ella.
Mientras se deshacía de los últimos restos de su mochila -desgarrando despiadadamente cualquier cosa que amenazara con limitar sus movimientos-, Charles reflexionó sobre la extraña naturaleza del ataque. Ni siquiera un lobo solitario fuera de control habría permitido que una simple mochila le impidiera alcanzar su objetivo. Charles había recibido una dentellada o un zarpazo en algún lugar de su cuerpo, pero aparte de eso estaba completamente ileso.
El lobo se puso en pie pero no hizo ningún ademán de atacar. Estaba asustado. El olor de su miedo inundó el aire mientras clavaba sus ojos en los de Charles, desafiándolo.
No obstante, se quedó donde estaba, entre Charles y Anna. Como si estuviera protegiéndola.
Charles entornó los ojos e intentó ubicar al lobo; había conocido a muchos durante su vida. Gris sobre gris era demasiado común, aunque estaba aún más delgado que el lobo de Anna, casi cadavérico. Su olor no le resultaba familiar. Tampoco olía a manada, sino más bien a abetos, cedros y granito; como si nunca se hubiera dado un baño con jabón o champú o algún otro de los productos de la vida moderna.
– ¿Quién eres? -preguntó Charles.
– ¿Quién eres? -repitió Anna, y el lobo la miró a ella.
Con los ojos encendidos, igual que Charles. Cuando hacía aquello, podía contener a cualquier lobo que quisiera de un modo tan eficaz a como lo hacía Bran, aunque este lo conseguía simplemente con la fuerza de voluntad. Anna hacía que desearas acurrucarte a sus pies para deleitarte con la paz que trasmitía.
Charles percibió el momento en que el lobo se dio cuenta de que no había ningún humano al que proteger. Olió el aumento de su ira y su odio, y cómo estos se desvanecían al alcanzar a Anna, dejando tras de sí… solo desconcierto.
El lobo huyó al trote.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Charles mientras se quitaba la ropa lo más rápido que pudo. Podría haber utilizado la magia para hacerlo, pero no quería arriesgarse a agotarla para aquello cuando más tarde podía resultarle más útil. El maldito vendaje que le cubría las costillas era resistente, y le dolió cuando lo hizo jirones con las uñas a medida que estas se alargaban. Un fragmento de correa de la raqueta se había enredado con el cordón de una bota. Partió el cordón por la mitad.
– Estoy bien.
– No te muevas de aquí -le ordenó mientras permitía que el Hermano Lobo fluyera a través de él y le dejara sin habla.
Se estremeció cuando su otra forma vino acompañada de la llamada de la caza y a cada minuto que pasaba su forma humana se iba alejando.
– Aquí estaré -le dijo ella, y, a medida que la forma del lobo se asentaba y solidificaba, más palabras fluían a través de él-. No le hagas daño.
Asintió antes de desaparecer en el bosque. En aquel viaje no iba a tener que matar a nadie. Con la ayuda de Anna, conseguiría salvar a aquel lobo solitario.
En cuanto Charles se marchó, Anna empezó a temblar, como si alguien le hubiera quitado el anorak y la hubiera dejado desnuda en medio del hielo y la nieve. Miró a su alrededor nerviosa mientras se preguntaba por qué las sombras de los árboles le parecían súbitamente más profundas. Los abetos, que un instante antes eran simples árboles, ahora parecían abalanzarse sobre ella con una amenaza silenciosa.
– Soy un monstruo, maldita sea -dijo en voz alta.
A modo de respuesta, el viento dejó de soplar y se impuso el silencio; un silencio denso y pesado que parecía tener vida propia, aunque nada se movió ni produjo ningún sonido. Incluso los pequeños pájaros, los carboneros y trepadores azules, permanecían inmóviles.
Anna miró fijamente los árboles y se tranquilizó. Aunque la sensación de que alguien la estaba observando no dejaba de aumentar. Su olfato le decía que no había nada, pero tampoco había detectado la presencia del lobo que se les había echado encima. Ahora que este se había escabullido, sus sentidos continuaban completamente alerta. Algo realmente útil.
Sin embargo, al pensar en el lobo, recordó la extraña sensación que le había invadido hacía unos instantes, como si pudiera ver directamente su alma a través de aquella piel tan extraña, sentir su sufrimiento, sus necesidades. Había extendido la mano y le había preguntado su nombre; una parte de ella estaba convencida de que se acercaría y le respondería.
Cuando, en lugar de eso, había huido, aquel extraño convencimiento la abandonó. No podía precisar la mayor parte de los sentimientos que le había trasmitido el lobo; se sentía como una ciega viendo los colores por primera vez. Aunque estaba bastante segura de que había atacado para protegerla, y que había hecho todo lo posible por no herir a Charles.
Algo la estaba observando. Olfateó el aire pero únicamente reconoció los olores habituales del bosque.
Recorrió el perímetro del claro, pero no detectó nada ni con los ojos, ni con el oído, ni con el olfato. Decidió volver a intentarlo pero tuvo la misma suerte. Una tercera vez no iba a servir de mucho. Tenía que calmarse, porque si no acabaría saliendo en busca de Charles completamente aterrorizada. Sí, aquello le impresionaría mucho.
Aunque tampoco había hecho nada hasta ahora para impresionarle.
Cruzó los brazos sobre el estómago, justo donde se le había empezado a formar un nudo por algún tipo de emoción que no podía ni quería precisar. Rabia, probablemente.
Había resistido durante tres años porque, por muy mal que sonara, necesitaba a la manada. Era una exigencia visceral sin la cual su lobo no podía subsistir. De modo que les había permitido que le arrebataran todo su orgullo y que Leo controlara su cuerpo para hacerla circular entre sus lobos como una puta.
Por un instante pudo oler el aliento de Justin en su cara, el peso de su cuerpo sujetando el suyo, el dolor en las muñecas y la presión en la nariz, que le había roto con un golpe preciso de su mano extendida.
La sangre le resbaló por el labio, cayó sobre su nuevo anorak y salpicó la nieve. Sorprendida, se llevó la mano a la cara. Pese a que segundos antes había notado que le sangraba como la noche que le golpeara Justin, no le pasaba nada.
Pero la sangre seguía allí.
Se agachó, cogió un puñado de nieve y la presionó contra la nariz hasta sentir un agradable hormigueo. Se llevó la mano a la nariz y aquella vez no había ni rastro de sangre en su mano, por lo que concluyó que había dejado de sangrar. La pregunta era: ¿por qué había empezado a hacerlo? ¿Y por qué se había acordado de Justin?
Tal vez, pensó, la hemorragia nasal tenía que ver con la altitud. Charles lo sabría. Cogió un poco más de nieve limpia y se frotó la cara con ella, así como una parte manchada de la mochila. Se tocó la nariz y comprobó que sus dedos estaban limpios. Fuera cual fuese la causa, la hemorragia se había detenido. Restregó los manchurrones del anorak pero lo único que consiguió fue extender aún más la sangre.
Con un suspiro, buscó un lugar donde guardar la ropa manchada. Se había quitado la mochila cuando empezó a inspeccionar el claro. Estaba ilesa, rodeada de sobres de aluminio esparcidos formando extravagantes dibujos sobre la nieve, junto a los restos de la mochila de Charles.
Típico de los hombres, pensó con cierta exasperación, dejar que la mujer se encargue de recoger el desorden.
Juntó la ropa dispersa de Charles y la sacudió para eliminar la nieve. La guardó en su mochila y empezó a colocar sobre ella los sobres de comida liofilizada. Con un poco de orden, pudo guardar la mayor parte de la comida que no había sufrido desperfectos en su mochila, pero no había forma de rellenarla con nada más. Contempló con frustración los restos de la mochila de Charles, el saco de dormir y las raquetas.
Si no se encontraran en mitad de un parque nacional, no le habría preocupado tanto, pero allí no podían dejar nada tras ellos. Observó con detenimiento la mochila hecha jirones. El fusil también había sufrido daños. Aunque no sabía mucho de armas, sospechaba que para funcionar haría falla que el cañón estuviese recto.
No obstante, tuvo suerte al encontrar bajo los restos de la mochila la tela aislante sobre la que habían dormido aquella noche.
Olió algo al agacharse para extender la dura tela sobre la nieve. Hizo todo lo posible por no reaccionar al olor mientras recogía los restos del ataque y los apilaba en el centro. Todo menos el fusil. Pese a estar torcido, continuaba siendo tranquilizadoramente sólido.
Fuera quien fuese quien la observaba, se mantenía completamente inmóvil: un humano, no un hombre lobo.
Terminó haciendo un fardo con la tela que sería fácil de transportar. Cuando Anna trasladó el improvisado bulto junto a su mochila, oyó cómo su observador salía de entre los árboles, a su espalda.
– Parece que tienes un pequeño problema entre manos -dijo una voz agradable-. ¿Te has topado con un oso?
Parecía bastante agradable. Anna se dio la vuelta para mirar a la mujer que había salido del bosque tras haber estado observándola durante un tiempo sospechosamente largo.
Como Anna, llevaba raquetas de nieve, aunque también se ayudaba con unos palos de esquí. Unos ojos marrones la observaban por debajo de un gorro, pero el resto de su rostro permanecía oculto tras una bufanda de lana. Bajo el gorro gris, unos rizos morenos se precipitaban sobre sus hombros.
Anna respiró profundamente pero su olfato le dijo que era humana. ¿Sería tan pobre el oído de un humano para confundir la lucha entre dos hombres lobo con el ataque de un oso? No tenía ni la más remota idea.
– Un oso, eso es. -Anna sonrió para intentar disimular el tiempo que había tardado en responder-. Lo siento, aún estoy un poco aturdida, y tampoco me siento muy a gusto con la Madre Naturaleza en plena acción. Sí, un oso. Lo hemos ahuyentado, y entonces nos hemos dado cuenta de que se había llevado una de… -¿Qué podía ser tan vital para que un humano saliera detrás de un oso?-… las mochilas. En la que guardábamos el mechero.
La otra mujer echó la cabeza para atrás y soltó una risotada.
– ¿No es eso lo que siempre ocurre? Me llamo Mary Alvarado. ¿Qué haces aquí en mitad del invierno si no estás habituada a la alta montaña?
– Me llamo Anna… Cornick. -De algún modo le pareció que lo mejor era utilizar el apellido de Charles. Anna miró a Mary Alvarado con otra sonrisa irónica-. No hace mucho que nos hemos casado. Tú también debes de estar buscando al cazador, ¿verdad? Nos dijeron que no encontraríamos a nadie tan lejos. Puede que yo sea una novata, pero mi marido está curtido en estos lances.
– Soy del servicio de emergencias -le dijo Mary.
– ¿No se supone que debéis ir en parejas? -preguntó Anna.
No estaba segura de aquello, pero parecía lo más lógico. Heather y Jack trabajaban juntos.
Mary se encogió de hombros.
– Mi compañera está por aquí cerca. Hemos discutido y se ha largado enfurruñada. Pero se le pasará pronto y dejará que la atrape. -Sonrió de forma intrigante-. Tiene muy mal humor.
La mujer dio un paso en dirección a Anna, pero se detuvo de golpe y miró a su alrededor. Anna también lo percibió: un poderoso viento maligno soplando entre los árboles.
Algo emitió un rugido.