Tras el desastre de aquella mañana, Anna había temido el vuelo a Montana. Como nunca había subido a un avión, imaginó que sería horrible, especialmente en el Lear para seis pasajeros y dos motores al que Bran les acompañó.
Bran se sentó en el asiento del copiloto, lo que dejaba libres los seis asientos de pasajeros. Charles la obligó a dejar atrás la primera fila de asientos que miraban hacia delante con un collazo en forma de gemido y se quedó mirando la última fila hasta que consiguió que Anna se sentara en ella. Cuando se acomodó en el espacio entre los asientos y colocó su cabeza sobre los pies de ella, Anna dejó la caja en el asiento contiguo, se colocó el cinturón y aguardó al despegue.
No esperaba pasárselo bien, especialmente cuando era evidente que Charles no lo hacía. Se movía tenso y malhumorado a sus pies, gruñendo suavemente cuando el avión sufría turbulencias.
Sin embargo, volar en aquel pequeño aeroplano era como montar en la atracción más alta del mundo. Una de las agradables, como la noria, aunque con un ingrediente de peligro que lo hacía todo mucho más excitante. En ningún momento pensó que caerían en picado, como tampoco pensaba que una noria de feria pudiera soltarse y acabar empotrada en el centro comercial. Y ninguna noria del mundo tenía una vista como aquella.
Ni siquiera el brusco descenso sobre una franja diminuta de tierra que parecía más pequeña que el aparcamiento de un Wal-Mart le estropeó el viaje. Volvió a ponerse el cinturón y se agarró a la abrazadera con una mano mientras que con la otra sujetaba la caja para evitar que cayera sobre Charles a medida que el aparato perdía altura. Su estómago se esforzó por seguir donde había estado un momento antes. Anna se descubrió sonriendo cuando el avión tocó el asfalto y rebotó un par de veces antes de que las ruedas permanecieran definitivamente en el suelo.
El piloto rodó por la pista de aterrizaje y detuvo el aparato en un hangar lo suficientemente amplio como para contener dos aviones del mismo tamaño, aunque en aquel momento la otra parte del edificio estaba vacía. Anna recogió la caja y siguió a Charles al exterior. Cojeaba visiblemente. Era evidente que estar quieto tanto tiempo no le había hecho ningún bien. Seguía interponiéndose entre ella y su padre.
Una vez en tierra, Anna empezó a temblar. Su chaqueta era algo ligera para Chicago, pero allí era poco menos que adecuada. En el hangar no había calefacción y el frío le condensaba la respiración.
No se había dado cuenta de lo cerca que se mantenía Charles, y cuando se dio la vuelta para echar un vistazo al avión, le golpeó con la rodilla en el costado vendado. Aunque Charles no dio muestra alguna de que le hubiera molestado, debió de dolerle bastante. Pero era culpa suya. Si no hubiera estado encima de ella, no le habría golpeado.
– Relájate -le dijo ella exasperada-. Es muy poco probable que tu padre me ataque.
– No creo que le preocupe el hecho de que yo pueda hacerte daño -dijo Bran divertido-. Será mejor que te llevemos a algún lugar alejado del resto de machos, para que se relaje un poco.
El piloto, que les había seguido al exterior y estaba inmerso en algún tipo de tarea de mantenimiento, sonrió ante aquel comentario.
– Nunca pensé que vería a ese viejo indio tan exaltado.
Charles le dirigió una mirada y el piloto bajó los ojos, aunque no dejó de sonreír.
– Oye, a mí no me mires. Te he traído a casa sano y salvo, casi tan bien como lo habrías hecho tú, ¿verdad, Charles?
– Gracias, Hank. -Bran se volvió hacia Anna-. Hank ha de dejar listo el avión, así que será mejor que vayamos calentando la camioneta. -Colocó la mano bajo su codo en cuanto dejaron atrás la protección del hangar y se internaban en veinticinco centímetros de nieve. Charles rugió y Bran le devolvió el rugido, exasperado-. Ya es suficiente. Basta. No pretendo hacerle nada malo a tu dama, y el suelo está muy peligroso.
Pese a que Charles dejó de hacer ruido, caminaba tan cerca de Anna que esta acabó tropezando con Bran porque no quería hacerle daño. Bran la enderezó y frunció el ceño al lobo, pero no hizo ningún comentario más.
Aparte del hangar, la pista de aterrizaje y dos surcos en la nieve profunda que alguien había dejado recientemente, no había signo de civilización. Las montañas eran impresionantes mucho más altas, oscuras y agrestes que las suaves colinas del Medio Oeste que conocía. Aunque podía oler a leña quemada, lo que significaba que no estaban tan aislados como parecía.
– Pensé que sería más silencioso.
No pretendía decir nada, pero el ruido la inquietaba.
– El viento entre los árboles -dijo Bran-. Y algunos pájaros que se quedan todo el año. A veces, cuando no hace viento y baja la temperatura, el silencio es tan profundo que puedes sentirlo en los huesos.
A Anna aquello le sonó bastante espeluznante, pero por su voz pudo adivinar que a Bran le encantaba.
Los condujo a la parte trasera del hangar, donde les esperaba la camioneta gris cubierta de nieve. Extrajo una escobilla para la nieve de la parte trasera del vehículo y con ella se puso a golpear el suelo con ímpetu.
– Entra en el coche -le dijo-. Pon en marcha el motor para que se vaya calentando. Las llaves están puestas. -Apartó la nieve que cubría la puerta del pasajero y la sostuvo abierta para que entrara ella.
Anna dejó la caja en el suelo de la cabina y subió al interior. I a caja le dificultó el movimiento de deslizamiento por el asiento de piel desde la posición del pasajero a la del conductor. Charles entró en el vehículo de un salto y cerró la puerta enganchándola con una de sus garras. Pese a tener el pelaje húmedo y tras el estremecimiento inicial, descubrió que generaba un considerable calor corporal. La camioneta se puso en marcha con un roroneo, llenando toda la cabina de aire frío. En cuanto estuvo segura de que continuaría en marcha, se deslizó al asiento central.
Cuando el vehículo quedó prácticamente despejado de nieve, Bran volvió a guardar la escobilla en la parte trasera y subió de un salto al asiento del conductor.
– Hank no tardará mucho. -Se dio cuenta de que Anna estaba temblando y frunció el ceño-. Te buscaremos una chaqueta más gruesa y unas botas apropiadas para el invierno de Montana. Chicago no es exactamente tropical, ¿cómo es que no tenías ropa de abrigo?
Mientras Bran hablaba, Charles pasó por encima de ella, obligándola a trasladarse al asiento más próximo a la ventanilla y acomodándose entre Bran y Anna, apoyando la mitad de su cuerpo en el regazo de esta.
– Tenía muchas facturas que pagar: gas, electricidad, agua, el alquiler -dijo Anna a la ligera-. Uff, Charles, pesas una tonelada. Las camareras no podemos permitirnos muchos lujos.
La puerta trasera se abrió y Hank subió a la camioneta y se puso el cinturón antes de soplarse las manos.
– Este maldito viento se te mete en los huesos.
– Hora de ir a casa -coincidió Bran. Puso en movimiento la camioneta, aunque si circuló por alguna carretera, esta debía de estar enterrada bajo la nieve-. Primero dejaré a Charles y a su pareja.
– ¿Pareja? -Aunque Anna no dejó de mirar al frente, reconoció el tono de sorpresa en la voz de Hank-. No me extraña que el viejo esté tan excitado. Sigues en forma, Charles, buen trabajo. Y además es muy guapa.
A Anna no le hizo mucha gracia que hablaran de ella como si no estuviera presente. Aunque se sentía demasiado intimidada para decirlo en voz alta.
Charles volvió la cabeza hacia Hank y levantó el labio para mostrarle sus afilados colmillos.
El piloto se puso a reír.
– Muy bien, muy bien. Pero buen trabajo, tío.
Fue entonces cuando comprendió algo de lo que no se había dado cuenta en el avión: Hank no era un hombre lobo. Y evidentemente sabía que Charles lo era.
– Pensaba que no podíamos decírselo a nadie -dijo.
– ¿Decirles qué? -preguntó Bran.
Anna miró a Hank.
– Decirles lo que somos.
– Ah, esto es Aspen Creek -le contestó Hank-. Todo el mundo sabe lo de los hombres lobo. Si no estás casado con uno, tu padre lo es… o al menos uno de tus padres lo era. Esto es el territorio del Marrok, y somos una gran familia feliz.
¿Era sarcasmo lo que desprendía su tono de voz? No le conocía lo suficiente para estar segura.
Por fin el aire que le golpeaba la cara se había calentado. Entre eso y Charles, empezaba a sentirse cada vez menos como un cubito de hielo.
– Pensaba que los hombres lobo no tenían familia, solo manada -se aventuró.
Bran le dirigió una rápida mirada antes de volver a concentrarse en la carretera.
– Tú y Charles deberías tener una larga conversación. ¿Desde cuándo eres una mujer lobo?
– Desde hace tres años.
Bran frunció el entrecejo.
– ¿Tienes familia?
– Mi padre y mi hermano. No los he visto desde… -Se encogió de hombros-. Leo me dijo que debía romper toda relación con ellos… porque sino asumiría que eran un riesgo para la manada. Y los mataría.
Bran volvió a fruncir el ceño.
– Lejos de Aspen Creek, los lobos no pueden decirle a nadie, salvo a sus parejas, lo que son; lo de las parejas es para su propia seguridad. Pero no es necesario que dejes de relacionarle con tu familia. -Y casi para sí mismo, añadió-: Supongo que Leo temía que tu familia pudiera interferir con lo que pretendía hacerte.
¿Podía llamar a su familia? Estuvo a punto de preguntárselo, pero decidió esperar a hablar primero con Charles.
Como con el vuelo, la casa de Charles era distinta a cómo la había imaginado. Al descubrir que estaba en una región apartada de Montana, pensó que viviría en una de aquellas casas enormes de troncos, o algo muy viejo, como la mansión de la manada. Pero la casa donde Bran los dejó no era grande ni estaba hecha de troncos. Todo lo contrario, parecía una casa sencilla al estilo rancho, pintada con una extraña combinación de grises y verdes. Se levantaba en la vertiente de una colina y miraba hacia una serie de campos vallados de pastoreo ocupados por unos cuantos caballos.
Anna se despidió de Bran con un gesto de la mano mientras este se alejaba en la furgoneta. Entonces cargó con la caja, la cual parecía un poco destartalada tras haberse mojado en el suelo de la cabina, y subió las escaleras con Charles pisándole los talones. Pese a que los escalones estaban cubiertos por una ligera capa de nieve, tuvo la sensación de que normalmente los mantenía impolutos.
Tuvo un momento de pánico cuando se dio cuenta de que no le había pedido a Bran que abriera la puerta, pero el pomo cedió fácilmente bajo su mano. Supuso que si todo el mundo en Aspen Creek conocía el secreto de los hombres lobo, evitarían por todos los medios robarles algo. Pese a todo, para su naturaleza de ciudad, le resultaba extraño que Charles dejara su casa abierta mientras estaba en la otra punta del país.
Cuando abrió la puerta se olvidó completamente del tema de las cerraduras. Puede que el exterior de la casa fuese mundano, pero el interior no lo era en absoluto.
Como el suelo de su apartamento, el de aquel salón también era de madera, pero el parquet de Charles tenía un dibujo en madera oscura y clara que le recordó a los suelos nativos americanos. Gruesas alfombras persas de aspecto suave cubrían la parte central del salón y el comedor. En la pared del fondo había un enorme hogar de granito, hermoso y utilizado con frecuencia.
Diversos sillones y sillas de aspecto confortable se entremezclaban con mesas de arce hechas a mano y librerías. El cuadro pintado al óleo de una cascada rodeada de un pinar podría haber estado colgado en un museo y calculó que probablemente costaría más de lo que ella ganaría en toda su vida.
Desde la puerta se veía la cocina, donde encimeras de granito gris de brillo sutil contrastaban con las oscuras vitrinas de roble de estilo rústico con las irregularidades necesarias para estar hechas a mano, como ocurría con el mobiliario del salón. Los electrodomésticos de acero inoxidable ribeteados de negro deberían de haber resultado demasiado modernos, pero de algún modo armonizaban con el conjunto. Aunque no era una cocina demasiado grande, nada de lo que contenía hubiera estado fuera de lugar en una mansión.
Anna se quedó de pie, empapando de nieve el suelo cuidadosamente pulido y completamente consciente de que ni ella ni su caja encajaban en aquel lugar. Si hubiera tenido otro lugar al que ir, habría dado media vuelta y se habría marchado, pero lo único que le esperaba fuera era el frío y la nieve. Incluso si en aquel pueblo había taxis, solo le quedaban cuatro dólares en la cartera, y aún menos en la cuenta corriente. El cheque de su bolsillo la llevaría a medio camino de Chicago, siempre y cuando encontrara un banco para cobrarlo y una estación de autobuses.
Charles había pasado junto a ella y se había internado en la casa, pero se detuvo al darse cuenta de que ella no le seguía. La miró detenidamente y ella rodeó con más fuerza la húmeda caja. Tal vez él también se lo estaba pensando mejor.
– Lo siento -le dijo, apartando los ojos de su mirada dorada-. Lo siento por las molestias, lo siento por no ser más fuerte, mejor, lo que sea.
Una llamarada de poder le recorrió la piel y volvió a posar sus ojos en él bruscamente. Charles se había tumbado en el suelo y había empezado a transformarse en humano.
Era demasiado pronto, y estaba muy mal herido. Cerró apresuradamente la puerta exterior con la cadera, dejó la caja en el suelo y se acercó a él.
– ¿Qué estás haciendo? Detente.
Pero ya había empezado y no se atrevió a tocarlo. La transformación era dolorosa, en cualquiera de los dos sentidos, e incluso un pequeño roce podía provocar una gran agonía.
– Maldita sea, Charles.
Incluso después de tres años siendo una mujer lobo, a Anna no le gustaba presenciar la transformación; ni la suya ni la de otro. Había algo horrible en el hecho de observar cómo los brazos y las piernas de alguien se retorcían y se doblaban. Y además estaba aquella parte en la que el estómago se agitaba donde no había ni pelo ni piel para ocultar el músculo y el hueso.
Con Charles había sido distinto. Le había dicho que su transformación era más rápida debido a la magia de su madre o al hecho de haber nacido siendo ya un hombre lobo: casi le había parecido hermoso. La primera vez que lo vio transformarse, se había quedado asombrada.
Aquella vez no ocurrió lo mismo. Fue tan lenta y horrible como la suya. Charles se había olvidado de los vendajes, y estos no estaban hechos para cambiar con él. Anna sabía que tarde o temprano se rasgarían, pero aquello no significaba que no fuera doloroso.
De modo que se pegó a la pared para evitar tocarlo, y después corrió hacia la cocina. Abrió varios cajones frenéticamente hasta encontrar el que contenía los objetos punzantes y afilados, entre ellos, unas tijeras. Tras decidir que había menos probabilidades de herirlo con unas tijeras que con un cuchillo, cogió las tijeras y regresó al salón.
Anna se dedicó a cortar mientras él continuaba transformándose, ignorando los sonoros rugidos y esforzándose por introducir la hoja bajo la ropa demasiado ceñida. La presión adicional sería dolorosa, pero era mucho mejor que esperar a que la tensión sobre la tela la hiciera finalmente desgarrarse.
El ritmo de la transformación se aminoró cada vez más, hasta el punto que Anna creyó que iba a quedarse atrapado entre una forma y la otra: solía tener pesadillas sobre aquello. Finalmente, quedó hecho un ovillo a sus pies, completamente humano.
Anna pensó que eso era todo, pero entonces su cuerpo desnudo empezó a cubrirse de ropa, flotando sobre su piel como esta había flotado alrededor de su carne durante la transformación. Nada del otro mundo, unos simples téjanos y una camiseta blanca, pero jamás había oído que un hombre lobo pudiera hacer algo semejante. Auténtica magia.
No sabía qué otro tipo de magia podría llegar a realizar. Eran muchas las cosas que desconocía de él; de lo único que estaba segura era que, cuando estaba a su lado, su corazón se aceleraba y su habitual estado de semipánico se desvanecía.
Empezó a temblar, y entonces se dio cuenta de que la casa estaba helada. Charles debió de apagar la calefacción cuando se marchó a Chicago. Anna miró a su alrededor y encontró una pequeña colcha doblada sobre una mecedora y cubrió a Charles intentando no rozar demasiado su piel hipersensible.
Charles estaba tendido con la mejilla pegada al suelo, tembloroso y jadeante.
– ¿Charles?
Sentía el impulso de tocarlo, pero tras una transformación, eso sería lo último que querría. Debía sentir su piel nueva y en carne viva.
La manta resbaló de su hombro y cuando la levantó para colocarla de nuevo en su sitio, vio una mancha oscura que se extendía rápidamente por su espalda. Si las heridas hubiesen sido normales, la transformación las habría curado mucho más que aquello. Las heridas provocadas por balas de plata tardaban mucho más en curar.
– ¿Tienes un botiquín de primeros auxilios? -le preguntó.
El botiquín de su manada estaba equipado con lo necesario para hacer frente a las heridas que pudieran producirse durante las peleas medio serias que estallaban cuando la manada se reunía. Imposible pensar que Charles estuviera peor preparado que su… que la manada de Chicago.
– Lavabo. -El dolor hacía que su voz sonara a gravilla.
El cuarto de baño estaba tras la primera puerta que abrió, una espaciosa habitación con una bañera de patas en forma de garras, una gran ducha con mamparas y una pila de porcelana blanca con pedestal. En un rincón había un armario ropero. En la estantería inferior encontró un botiquín de tamaño industrial que trasladó al salón.
La habitualmente morena y cálida piel de Charles tenía ahora un color grisáceo. También tenía la mandíbula contraída por el dolor y los ojos oscuros y brillantes por culpa de la fiebre; los matices dorados que despedían armonizaban con el pendiente que llevaba en una de sus orejas. Se había incorporado y la colcha formaba remolinos en el suelo.
– Ha sido una estupidez. La transformación no ayuda mucho a las heridas de plata -le reprendió. Su repentino enojo se había visto alimentado por el dolor que Charles se había infligido a sí mismo-. Lo único que has conseguido es utilizar toda la energía que tu cuerpo necesita para curarse. Deja que vuelva a vendarte y te traiga algo de comer. -Ella también estaba hambrienta.
Charles le sonrió; una sonrisa muy débil. Entonces cerró los ojos.
– De acuerdo.
Tenía la voz ronca. Anna tendría que quitarle la mayor parte de la ropa con la que se había cubierto.
– ¿De dónde has sacado la ropa?
Podría haber pensado que era la ropa que llevaba puesta cuando se transformó de humano a lobo, pero ella había ayudado a desnudarle para que el médico de Chicago pudiera examinarlo. A parte de los vendajes, no llevaba nada puesto cuando se había transformado en lobo.
Charles meneó la cabeza.
– Como quieras. Da igual.
Los téjanos eran Levi's, desgastados en la zona de las rodillas, y la camiseta tenía una etiqueta de Hanes. Anna se preguntó si en algún lugar habría alguien que en aquellos momentos estaba corriendo en ropa interior.
– Qué dulce -dijo ella mientras le subía la camiseta con cuidado para comprobar la herida del pecho-. Aunque esto sería más fácil si no te hubieras vestido.
– Lo siento -dijo con un gruñido-. Es la costumbre.
Una bala le había atravesado el pecho a la altura del esternón. El agujero de la espalda era peor, mucho mayor que el de delante. Si hubiera sido humano, aún estaría en urgencias, pero los hombres lobo son resistentes.
– Si pones un parche adhesivo por delante -le dijo él- podré sostenerlo. Tendrás que poner otro en la espalda y después envolverlo todo con una venda de veterinario.
– ¿Cómo?
– Esa cosa roja que parece una venda de deportista. Se ceñirá sola, así que no tendrás que apretarla. Seguramente necesitarás dos rollos para cubrir todo bien.
Anna cortó la camiseta con las tijeras que había encontrado en la cocina. Entonces abrió de un tirón el paquete de parches adhesivos y colocó uno sobre la herida abierta del pecho, intentando no pensar en el agujero que atravesaba su cuerpo y que le salía por la espalda. Presionó el parche con más fuerza de la que se creía capaz.
Rebuscó en el botiquín en busca de la venda de veterinario y encontró una docena de rollos al fondo. La mayoría eran marrones o negros, pero había unos cuantos de otros colores. Como estaba enfadada con él por hacerse daño a sí mismo cuando podría haberse quedado en forma de lobo unos días más, cogió un par de rollos de color rosa fosforito.
Charles soltó una carcajada cuando los sacó de la caja, y el esfuerzo debió de producirle bastante dolor porque su boca se contrajo y tuvo que respirar superficialmente durante un rato.
– Fue mi hermano quien los puso ahí -dijo cuando lo peor había pasado.
– ¿También hiciste algo para cabrearlo? -le preguntó ella.
– Según él, era lo único que le quedaba en la oficina cuando rellenó el botiquín -dijo con una sonrisa.
Tenía ganas de hacerle unas cuantas preguntas más sobre su hermano, pero todo el deseo de burlarse de él se desvaneció al ver su espalda. En los escasos minutos que había tardado en organizar los elementos del vendaje, se había formado un charco de sangre en la zona entre su piel y la parte superior de sus téjanos. Tendría que haberle dejado la camiseta puesta mientras lo hacía.
– Tarditas et procrastinatio odiosa est -se dijo mientras abría con las tijeras un paquete de parches adhesivos.
– ¿Hablas latín? -le preguntó él.
– No, solo sé un montón de citas. En principio esa es de Cicerón, pero tu padre me dijo que mi pronunciación es lamentable. ¿Quieres que te lo traduzca?
El rastro de la primera bala, la que había recibido protegiéndola, había dejado una quemadura en diagonal sobre la herida más grave. Pese a que le dolería unos días, no era muy importante.
– No hablo latín -le dijo él-. Pero sé un poco de francés y español. ¿Dejar las cosas para más tarde no es buena idea?
– Más o menos.
Había empeorado las cosas: necesitaba un médico para aquello.
– No pasa nada -dijo él, respondiendo a la tensión en su voz-. Limítate a cortar la hemorragia.
Venciendo las náuseas, se puso manos a la obra. Pero antes le recogió la sudorosa cabellera, que le llegaba a la altura de la cintura, y se la pasó por encima del hombro.
No había parches lo suficientemente grandes como para cubrir la herida de la espalda, de modo que cogió dos y los sostuvo en su lugar con una ligera presión de la rodilla mientras le rodeaba el torso con la venda de veterinario. Charles sujetó un extremo sin que ella se lo pidiera y la mantuvo presionada a la altura de sus costillas. Anna aprovechó aquel anclaje para dar la primera vuelta a la venda.
Le hizo daño. Charles dejó de respirar, limitándose a dar pequeños y débiles resuellos. Proporcionar primeros auxilios a un hombre lobo estaba lleno de peligros. El dolor podía provocar que el lobo perdiera el control, como había ocurrido aquella mañana. Sin embargo, Charles se mantuvo completamente inmóvil mientras ella le colocaba el vendaje muy ceñido para que sujetara los parches en su lugar.
Anna utilizó los dos rollos y se esforzó por no hacer ningún comentario sobre lo bien que le sentaba el rosa chillón sobre su tez morena. Cuando un hombre está a punto de desmayarse por culpa del dolor, no es muy conveniente fijarse en lo hermoso que es. Su suave piel morena se extendía sobre unos músculos tensos y unos huesos… tal vez si no hubiera desprendido aquel olor tan irresistible pese a la sangre y el sudor, Anna podría haber mantenido las distancias.
Suyo. Él era suyo, susurró aquella parte de ella que no se preocupaba por las cuestiones humanas. Por muchos que fueran sus temores sobre los rápidos cambios que se estaban produciendo en su vida, su mitad de lobo se sentía muy cómoda con los acontecimientos de los últimos días.
Cogió un paño de la cocina, lo mojó y le limpió la sangre del pecho mientras él se recuperaba de sus burdos primeros auxilios.
– También tienes sangre en la pernera del pantalón -le dijo ella-. Tengo que quitarte los téjanos. ¿Puedes hacerlos desaparecer mágicamente como aparecieron?
Charles meneó la cabeza.
– Ahora no. Ni siquiera para alardear.
Anna valoró las dificultades de quitar unos téjanos y acabó cogiendo las tijeras que había usado antes. Estaban bastante afiladas y cortaron la dura tela con la misma facilidad con que habían cortado la camiseta, dejándolo únicamente con unos calzoncillos de color verde oscuro.
– Espero que el suelo sea resistente -dijo en un murmullo para intentar distanciarse de la herida-. Sería una lástima mancharlo.
La sangre se había extendido por todo el elaborado dibujo del suelo. Por suerte, las alfombras persas estaban demasiado lejos para correr peligro.
La segunda bala le había atravesado la pantorrilla. Tenía mucho peor aspecto que el día anterior; estaba más hinchada y reseca.
– La sangre no lo estropeará -dijo como si sangrara sobre su suelo periódicamente-. El año pasado le aplicaron cuatro capas de poliuretano. No le pasará nada.
No quedaban más vendas rosas en el botiquín, de modo que para la pierna eligió el siguiente color más ridículo: un verde chartres. Como el rosa, la pátina brillante le sentaba muy bien. Anna utilizó todo el rollo y otro par de parches para evitar que el vendaje se soltara, y lo dejó listo, dejando la colcha, la ropa y el suelo empapados de sangre. La ropa de ella tampoco se había librado.
– ¿Quieres que te acompañe a la cama antes de recoger todo este desastre o prefieres unos minutos para recuperarte?
– Esperaré -dijo él.
Mientras ella había estado ocupada con el vendaje, sus ojos oscuros habían adquirido el tono amarillento del lobo. Pese a la pataleta de aquella mañana que había estremecido a los lobos de Chicago, su control parecía ser muy, muy bueno, pues le había permitido permanecer inmóvil mientras ella se ocupaba de las heridas. Sin embargo, no había razón alguna para tentar a su suerte.
– ¿Dónde está la lavadora? -le preguntó tras coger una muda de la caja.
– En el sótano.
Tardó un minuto en localizar el sótano. Finalmente abrió una puerta en la pequeña pared entre la cocina y el salón que había confundido con un armario y encontró la escalera. La lavadora estaba al extremo de un sótano a medio terminar; el resto era un gimnasio equipado con impresionante minuciosidad.
Arrojó los vendajes y la ropa de Charles en una cesta junto a la lavadora. En el sótano también había una pileta. La llenó de agua fría e introdujo todo lo que aún podía salvarse. Dejó que se empapara durante unos minutos mientras se cambiaba de ropa, introduciendo también su camiseta y téjanos manchados de sangre. Junto a la secadora encontró un cubo de cinco litros lleno de trapos limpios y plegados y cogió unos cuantos para limpiar el suelo.
Charles no reaccionó cuando Anna regresó a su lado: tenía los ojos cerrados y el rostro sereno. Debería haber tenido un aspecto ridículo sentado con unos calzoncillos manchados de sangre y unas tiras rosas y verdes alrededor del cuerpo, pero simplemente tenía el aspecto de Charles.
La sangre del suelo desapareció tan fácilmente como él había prometido. Anna le dio una última pasada y se puso en pie para regresar al sótano con los trapos manchados, pero Charles le agarró la pierna con un movimiento de su enorme mano y ella se quedó inmóvil, preguntándose si finalmente habría perdido el control.
– Gracias -le dijo bastante civilizadamente.
– Te dije que estaba dispuesta a cualquier cosa, pero si me obligas a vendarte otra vez, tendré que matarte -le dijo ella.
Charles sonrió con los ojos aún cerrados.
– Intentaré no desangrarme más de lo necesario -le prometió, soltándola para que siguiera con sus tareas.
En cuanto la lavadora se puso en movimiento en el sótano, emprendió la tarea de calentar burritos congelados en el microondas. Si ella tenía hambre, él debía de estar desfallecido.
No encontró café, pero había chocolate instantáneo y una gran variedad de tés. Tras llegar a la conclusión de que lo que necesitaban era azúcar, puso a hervir agua para hacer chocolate caliente.
Cuando lo tuvo listo, llevó un plato y una taza de chocolate al salón y los dejó en el suelo frente a él. Charles no abrió los ojos ni se movió, de modo que Anna lo dejó solo.
Paseó por la casa hasta encontrar su dormitorio. No fue complicado. Pese a todos los lujos del mobiliario y la decoración, no era una casa excesivamente grande. Solo había una habitación con una cama.
Aquello hizo que se detuviera un instante con un sentimiento desagradable.
Apartó las sábanas. Al menos no tendría que enfrentarse al tema del sexo durante unos cuantos días. Charles no estaba en la mejor forma para hacer gimnasia ahora mismo. Su naturaleza de lobo le había enseñado, entre otras cosas, a ignorar el pasado, vivir el presente y no pensar demasiado en el futuro. Funcionaba, siempre y cuando el presente fuera soportable.
Se sentía cansada; cansada y completamente fuera de lugar. Hizo lo que había aprendido a hacer aquellos últimos años: reunir a la fuerza de su lobo. Era algo que solo otro lobo podría percibir, y sabía que si se miraba en un espejo, solo encontraba el reflejo de sus propios ojos marrones. Sin embargo, bajo su piel podía sentir al Otro. Había utilizado al lobo para soportar cosas a las que su mitad humana no habría logrado sobrevivir. Por ahora, le daba una mayor fortaleza y la aislaba de sus preocupaciones.
Recorrió con la mano las sábanas verde bosque -a Charles parecía gustarle mucho el verde- y regresó al salón.
Charles seguía sentado en el suelo, con los ojos abiertos, y tanto el chocolate como los burritos que le había dejado en el suelo habían desparecido. Todo buenas señales. Sin embargo, tenía la vista desenfocada, y su rostro estaba aún más pálido de lo normal, con profundas líneas producidas por la tensión.
– Vamos a la cama -le dijo ella desde la seguridad del umbral de la puerta.
Mejor no sorprender a un hombre lobo herido, incluso uno en forma humana y con problemas para mantener la verticalidad.
Charles asintió con la cabeza y aceptó su ayuda. Incluso en forma humana era muy grande, unos treinta centímetros más que su metro sesenta. También pesaba mucho.
De haber sido necesario, podría haber cargado con él, pero le habría costado mucho y le habría hecho daño, de modo que le pasó el hombro por debajo del brazo y le ayudó a llegar hasta su dormitorio.
Tan cerca de él, le resultaba imposible no responder al aroma de su piel. Olía a macho y a pareja. Empujada por aquel aroma, se dejó sumergir en la seguridad de su naturaleza de lobo, acogiendo la satisfacción de la bestia.
Charles no hizo sonido alguno durante el trayecto hasta su dormitorio, aunque ella podía sentir el alcance de su miedo en la tensión de sus músculos. Estaba ardiendo y febril, y aquello la preocupaba. Jamás había visto a un hombre lobo con fiebre.
Charles se sentó en la cama con un silbido. Aunque la sangre en la pretina de sus calzoncillos mancharía las sábanas, Anna no se sintió demasiado cómoda para comentárselo. Parecía a punto de derrumbarse; antes de decidir transformarse en humano había estado mucho mejor. Tendría que habérselo pensado mejor, de algo tenía que servirle ser tan viejo.
– ¿Por qué no te has quedado en forma de lobo? -le recriminó.
Unos ojos de hielo se clavaron en los suyos con una profundidad amarilla que tenía más de lobo que de hombre.
– Ibas a marcharte. El lobo no tenía forma de decirte que no lo hicieras.
¿Había pasado por todo aquello solo porque le preocupaba que ella pudiera irse? Romántico… y estúpido.
Anna puso los ojos en blanco, exasperada.
– ¿Y adonde demonios hubiera ido? ¿Y qué más te daba si acababas muriendo desangrado?
Charles bajó la vista deliberadamente.
El hecho de que aquel lobo, aquel hombre tan dominante que incluso los humanos se apartaban cuando pasaba a su lado, le ofreciera la ventaja la dejó sin aliento.
– Mi padre te habría llevado a donde desearas -le dijo él suavemente-. Estaba bastante seguro de que podía convencerte de lo contrario, pero subestimé la gravedad de mis heridas.
– Estúpido -le dijo ella con acritud.
Charles levantó la vista para mirarla, y fuera lo que fuese lo que vio en su rostro, le hizo sonreír, aunque su voz permaneció seria cuando respondió al insulto.
– Sí. Me haces perder el juicio.
Charles empezó a tumbarse en la cama y Anna le colocó rápidamente el brazo alrededor del cuerpo, justo por encima del vendaje, ayudándole a tenderse sobre el colchón.
– ¿Prefieres tumbarte de lado?
Charles negó con la cabeza y se mordió el labio. Anna sabía por experiencia propia lo doloroso que podía resultar el hecho de tenderse en la cama cuando estás gravemente herido.
– ¿Quieres que llame a alguien? -le preguntó-. ¿Al médico? ¿A tu padre?
– No. Estaré bien después de dormir un poco.
Anna le miró con semblante escéptico que él no vio.
– ¿Hay algún médico? ¿O alguna persona que sepa más de medicina que yo por los alrededores? ¿Cómo, por ejemplo, un boy scout de diez años?
El rostro de Charles se iluminó con una sonrisa pasajera que animó su sobria belleza hasta el punto de provocar en Anna una punzada en el corazón.
– Mi hermano es médico, pero probablemente seguirá en el estado de Washington. -Dudó un instante-. Aunque tal vez no. Seguramente volverá para el funeral.
– ¿Funeral?
Entonces recordó el funeral del amigo de Bran, la razón por la cual Bran no había podido quedarse más tiempo en Chicago.
– Mañana -respondió él, aunque no era eso a lo que ella se refería. Como no estaba muy segura de querer saber más sobre quién había muerto y por qué, no le hizo más preguntas. Charles. Se quedó en silencio y Anna pensó que se había quedado dormido hasta que volvió a hablar-: Anna, no confíes en nadie.
– ¿Cómo?
Le apoyó la mano en la frente. No estaba más caliente.
– Si decides aceptar la oferta de mi padre y te marchas, recuerda que no hace nada sin un motivo. Si fuera un hombre sencillo, no sería tan viejo como es, ni tendría tanto poder como tiene. Te quiere para poder utilizarte. -Abrió sus ojos dorados y le sostuvo la mirada-. Es un buen hombre. Pero también es muy realista, y su realismo le dice que tener a una Omega puede significar que no tendrá que volver a matar a un amigo.
– ¿Cómo el del funeral de mañana? -dijo ella.
Sí, ese era el trasfondo que había estado percibiendo.
Charles asintió una sola vez, con convicción.
– No podrías haber hecho nada con ese, nadie podía hacer nada. Pero tal vez el siguiente…
– ¿Tu padre no dejaría que me marchara? -¿Se había convertido en una prisionera?
Charles captó su impaciencia.
– No quería decir eso. Él no suele mentir. Te dijo que haría todo lo posible para dejarte marchar si eso es lo querías, y eso es lo que hará. Intentará convencerte para que vayas a donde más te necesite, pero no se opondrá a tu decisión.
Anna le miró y su lobo interior se relajó.
– Tú tampoco podrías retenerme aquí contra mi voluntad.
Sus manos se movieron con una velocidad sobrecogedora, sujetándole las muñecas antes de que ella pudiera reaccionar. Sus ojos relucieron pasando de un dorado pulido a un brillante ambarino de lobo mientras le decía con voz ronca:
– No estés tan segura, Anna. No estés tan segura.
Tendría que haber sentido miedo. Él era mucho más grande y fuerte que ella, y la velocidad de sus movimientos pretendía provocar en ella aquel sentimiento. Pese a todo, Anna no comprendía la necesidad de todo aquello a menos que Charles quisiera asegurarse de que lo entendía. No obstante, con la influencia de su lobo, no podía sentir miedo de él; él le pertenecía y jamás le haría daño, como ella tampoco se lo haría a él de forma consciente.
Anna se inclinó hacia delante y apoyó la frente sobre la suya.
– Te conozco -le dijo-. No puedes engañarme.
Aquella convicción la ayudó a serenarse. Puede que hiciera muy poco tiempo que le conocía, demasiado poco, pero en muchos sentidos le conocía mejor de lo que él se conocía a sí mismo.
Sorprendentemente, Charles se puso a reír; una risa silenciosa que confiaba que no le doliera demasiado.
– ¿Cómo consiguió convencerte Leo para que te comportaras como un lobo sumiso?
Todas aquellas palizas, todas aquellas cópulas con hombres que detestaba. Bajó la mirada para observar las cicatrices en las muñecas que sostenía Charles. Había usado un cuchillo de plata, y si no hubiera perdido la paciencia, si hubiera esperado a regresar a la seguridad de su casa, ahora podría estar muerta.
Leo había intentado desarmarla porque sabía que no era sumisa. Era algo completamente distinto. No había querido que ella lo supiera. No formaba parte de la estructura de la manada. Se lo había contado Charles. No era ni dominante ni sumisa. Omega. Fuera lo que fuese lo que eso significara.
La mano de Charles viajó rápidamente de sus muñecas a sus mejillas. La apartó de él hasta que pudo contemplar su rostro.
– ¿Anna? Anna, lo siento. No pretendía…
– No fuiste tú -le dijo ella-. Estoy bien. -Volvió a enfocar la vista y se dio cuenta de que Charles parecía aún más cansado que momentos antes-. Necesitas dormir.
Él la miró detenidamente, asintió y la soltó.
– En el salón hay un televisor. O puedes jugar con el ordenador de mi estudio. Tengo…
– Yo también estoy cansada.
Puede que se sintiera tentada a dar media vuelta y salir con el rabo entre las piernas, pero no era estúpida. Sabía que lo que su mente exhausta necesitaba para asimilar los cambios abruptos de su vida era dormir. El cambio de Chicago a las montañas de Montana era lo de menos: Omega y valorada, no sumisa y despreciada; una pareja y todo lo que eso implicara. Aquello era mucho mejor que lo que dejaba atrás, pero no significaba que no fuera traumático.
– ¿Te importa si duermo aquí?
Mantuvo un tono de voz tímido. No quería inmiscuirse donde no la querían. Aquel era su territorio, pero su lobo se mostraba reacio a dejarle solo y herido.
Aquella necesidad le parecía extraña. Extraña y peligrosa, como si lo que él era pudiera alargar la mano y tragársela entera, o transformarla hasta que no pudiera reconocerse a sí misma. Aunque estaba demasiado cansada para enfrentarse a aquello, ni siquiera para averiguar si deseaba hacerlo.
– Por favor -dijo él, y aquello fue suficiente.
Él sabía que Anna estaba bien. Lo único que necesitaba era descansar.
Tras regresar del cuarto de baño con una raída camisa de franela y unos pantalones de pijama desteñidos, se había tumbado a su lado hecha un ovillo y se había quedado dormida poco después. Aunque él también estaba exhausto, descubrió que no deseaba desperdiciar ni un segundo del tiempo que podía pasar con ella entre sus brazos, su regalo inesperado.
No sabía lo que ella opinaba de él. Antes de que le dispararan, había planeado dedicar más tiempo a cortejarla. De ese modo ella se sentiría más segura de él antes de arrancarla de su territorio.
La expresión de su rostro cuando había entrado en su casa… Anna emitió un sonido y él aflojó un poco la presión de sus brazos. Se había hecho daño a sí mismo con aquella transformación, y tardaría mucho más en recuperarse en forma humana, pero si la hubiese perdido, la herida que le hubiera provocado habría sido mucho más difícil de curar.
Era una mujer fuerte. Había sobrevivido al trato impuesto por Leo y había salido más o menos airosa. Sabía que no era cierto lo que había dicho sobre su falta de opciones. Si no la hubiera distraído, habría huido de él. El cansancio que sentía ahora y el dolor provocado por la transformación habían valido la pena. Había esperado mucho tiempo para encontrar a alguien como ella y haría todo lo posible por no perderla.
Resultaba extraño tener a una mujer en su cama. Aunque, al mismo tiempo, le parecía que siempre había estado ahí. Era suya. Aunque ella tenía la mano extendida sobre la herida de su pecho, ignoró el dolor en aras de un sentimiento mucho más feroz y dichoso. Suya.
La voz del Marrok flotó en su cabeza y despareció, como una corriente cálida. El funeral será a las nueve de la mañana. Si no puedes asistir, dímelo. Samuel vendrá; después quiere examinarte las heridas.
Bran no era un auténtico telépata; podía enviar pero no recibir. Samuel le había dicho en una ocasión que Bran no siempre había sido capaz de hacer ni siquiera aquello, pero en algún momento tras convertirse en Alfa había desarrollado aquel talento.
Y necesito algo de ti…
La voz de su padre se fue apagando y Charles supo que no quería que escuchara aquella parte. O al menos que su padre no pretendía que la escuchara.
Nunca había cuestionado la fe en el Dios de su padre, ni la de su abuelo en los espíritus, porque conocía ambos mundos. Dios raramente le hablaba, aunque a veces le alertaba o le prestaba consuelo y fortaleza. Sin embargo, los espíritus eran más exigentes, aunque también menos caritativos, y Charles había aprendido a reconocer cuando uno de ellos le estaba incomodando.
– Lo siento -le susurró a Anna cuando alargó el brazo para coger el teléfono, el cual, afortunadamente, no estaba demasiado lejos de la cama. No obstante, Anna ni se movió.
Marcó el número del móvil de su padre.
– ¿No podrás asistir? ¿Estás peor?
Incluso antes de que existiera el reconocimiento de llamadas, su padre siempre había sabido quién le estaba llamando. Con Charles, hacía tiempo que había dejado de perder el tiempo con los saludos y pasaba directamente al meollo de la cuestión.
– Estoy bien, papá -dijo Charles. Cuando Anna despertó, sus músculos se tensaron ligeramente contra su cuerpo-. Pero tienes algo más que decirme.
Se produjo una pausa.
– Si hubiese sabido que tu madre era la hija de un chamán, jamás la habría elegido como pareja.
Repetía lo mismo desde que su hijo mostrara signos de haber heredado los talentos de su madre. Charles sonrió: su padre sabía perfectamente que no podía mentir a otro hombre lobo, o al menos no a uno de sus hijos. Ni siquiera a través del teléfono.
– De acuerdo -dijo Bran cuando Charles no hizo ademán de continuar. La frustración hizo que su voz sonara muy afilada-. Se ha producido una muerte en las montañas Cabinet. Un cazador de alces apareció hecho pedazos hace un par de días, el último día de la estación. Me lo dijo uno de nuestros contactos con los guardabosques. Mañana saldrá en los periódicos. Oficialmente lo atribuyen al ataque de un oso pardo.
– ¿Un lobo solitario? -preguntó Charles.
– Tal vez. O quizá alguien que intenta decirme que hacer pública la existencia de los licántropos no es muy buena idea.
Anna estaba completamente inmóvil a su lado. Estaba despierta y no se perdía ni un detalle de la conversación.
Bran continuó.
– El Parque Nacional Cabinet está justo en nuestro patio trasero, donde era evidente que recibiría el mensaje. Hace más de quince o veinte años que no teníamos a un lobo solitario en Montana. -La mayoría eran lo suficientemente listos como para mantenerse alejados del territorio personal del Marrok-. Los guardas también hicieron un informe hará cosa de un mes sobre un monstruo con el que topó un universitario. A pocos kilómetros de donde encontraron al cazador muerto. El estudiante dijo que esa cosa salió del bosque. Le rugió y le mostró los colmillos y las garras. Todos concluyeron que se trataba de un puma, pero el estudiante se puso hecho una furia ante la sugerencia de que no sabía reconocer a un puma. Sostuvo que se trataba de un monstruo hasta que le convencieron de que cambiara su historia.
– ¿Por qué sigue con vida? -preguntó Charles, y sintió cómo Anna se tensaba aún más. Había malinterpretado su pregunta. De modo que continuó, más por ella que por su padre-: Si era un lobo solitario, no hubiera permitido que escapara después de verle -aclaró para tranquilizar a Anna.
Hacía mucho tiempo que no tenía que matar a un testigo. La mayor parte de las veces podían recurrir a la incredulidad general ante el mundo sobrenatural y, por lo menos en la zona Noroeste, a las historias sobre el Big Foot. Una de las manadas de Oregón había convertido en pasatiempo la creación de rastros del Big Foot después de que los daños que uno de sus nuevos lobos provocó en un coche fueran atribuidos a este.
– El estudiante aseguró que un viejo loco apareció de la nada con un cuchillo en la mano y le dijo que se largara de allí -dijo Bran-. Y eso fue lo que hizo.
Charles tardó un minuto en procesar la información.
– ¿Un viejo loco que casualmente pasaba por allí cuando un hombre lobo decidió matar a ese chaval? Un viejo ni siquiera podría distraer a un hombre lobo.
– No he dicho que la historia tenga sentido. -La voz de su padre sonaba seca-. Y no estamos seguros de que el monstruo fuera un hombre lobo. No le presté mucha atención hasta que el cazador fue asesinado en la misma zona solo un mes más larde.
– ¿Y qué hay de ese? ¿Estás seguro de que el cazador fue una víctima de un hombre lobo?
– Mi informador es Heather Morrell. Sabe diferenciar las víctimas de un oso pardo de las de un hombre lobo.
Pese a que Heather era humana, había crecido en Aspen Creek.
– De acuerdo -accedió Charles-. ¿Quieres que investigue un poco? Tardaré unos días en estar a punto. -Y no quería dejar a Anna sola-. ¿Puedes enviar a otro?
Tendría que ser alguien lo suficientemente dominante como para controlar a un lobo solitario.
– No quiero enviar a nadie que pueda acabar muerto.
– Solo yo.
Charles también podía utilizar un tono seco.
– Solo tú -reconoció Bran suavemente-. Pero no te enviaré herido. Samuel está aquí para asistir al funeral. Él puede investigarlo.
– No puedes enviar a Samuel.
Su respuesta fue inmediata. La negativa fue demasiado brusca para ser simplemente instintiva. En ocasiones los espíritus de su madre le ayudaban a planear el futuro.
En aquella ocasión quien esperó fue su padre, dejándole tiempo para averiguar por qué era tan mala idea. No le gustó la respuesta que acudió a su mente.
– Desde que regresó de Texas está algo raro -dijo Charles finalmente.
– Tiene tendencias suicidas. -Bran lo verbalizó-. Lo envié con Mercy para ver si ella podía espabilarlo. Por eso te mandé a Chicago y no a Washington.
Pobre Mercy, pobre Samuel. Charles acarició el brazo de Anna con un dedo. Gracias a Dios, gracias a todos los espíritus, su padre nunca había intentado emparejarlo a él. Miró a Anna y le agradeció a su padre por haberlo enviado a él a Chicago en lugar de a Samuel.
Los espíritus respondieron a su plegaria impulsiva interfiriendo con mayor intensidad.
– Samuel es duro -dijo al tiempo que repasaba las imágenes de alerta que le enviaban-. Pero es un curandero, y no creo que sea lo que requiera esta situación. Iré yo. Tendrá que esperar un par de días, pero iré.
La inquietud que le había invadido desde que su padre contactara con él se desvaneció. Su decisión parecía ser la más acertada.
Aunque su padre no pensaba lo mismo.
– Ayer recibiste tres balas de plata, ¿o me he perdido algo? Y esta mañana has perdido el control.
– Dos balas y un rasguño -lo corrigió Charles-. Cojearé ligeramente por el sendero. No le pasa nada a mi control.
– Dejarás que Samuel te examine y después hablaremos. -Su padre colgó abruptamente. Pero su voz continuó en la cabeza de Charles-: No quiero perder a mis dos hijos.
Charles colgó el aparato y le dijo a Anna:
– Dispara.
– ¿Bran, el Marrok, va a hacer pública la existencia de los hombres lobo?
Habló casi en murmullos, como si lo encontrara inconcebible.
– Cree que ya lo sabe demasiada gente equivocada -le dijo-. Los ordenadores y la ciencia han hecho que cada vez sea más difícil ocultarnos. Papá confía en poder controlarlo mejor si él es el que inicia el flujo de información en lugar de esperar a que nuestros enemigos o algún idiota inocente decidan hacerlo por nosotros.
Anna se relajó apoyándose en él mientras reflexionaba sobre aquello.
– Eso hará la vida mucho más interesante.
Charles se puso a reír, la acogió entre sus brazos y, finalmente, se sumió en un sueño reparador.