– Le caes bien -dijo Charles mientras plegaba el mapa.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó ella.
– No habla con los que le caen mal. -Empezó a decir algo más pero se lo pensó mejor y levantó la cabeza para quedarse mirando la puerta con el ceño fruncido-. ¿No sé qué querrá?
En cuanto Anna centró su atención, también oyó cómo se aproximaba un vehículo.
– ¿Quién? -preguntó ella, pero él no respondió, simplemente salió del salón, mostrándose algo reacio a que ella le siguiera.
Charles abrió la puerta de golpe al lobo del funeral: Asil. Tenía una mano levantada con la intención de golpear la puerta. En la otra llevaba un ramo de flores compuesto principalmente por rosas amarillas, aunque también había algunas de color violeta que parecían margaritas.
Asil se adaptó rápidamente a la nueva situación, regalándole a Anna una sonrisa mientras evitaba la mirada de Charles. Puede que fuera la respuesta adecuada ante un lobo obviamente molesto y más dominante que él, salvo por el hecho de que sus ojos seguían clavados en Anna.
– He venido a disculparme -dijo Asil-. Con la dama.
Anna se dio cuenta de que era casi treinta centímetros más bajo que Charles, unos dos o tres centímetros más alto que ella.
Al estar junto a Charles, descubrió que ambos tenían la piel oscura, al igual que los ojos y el cabello; negros bajo la luz artificial. Sin embargo, el tono de la piel era distinto, y las facciones de Asil eran más afiladas, más de Oriente Próximo que nativas americanas.
– Para mi dama -dijo Charles lentamente, con el rastro de un gruñido en la voz.
Asil sonrió abiertamente, el lobo pintado en su rostro tan solo un instante.
– Para tu dama, por supuesto. Por supuesto. -Le entregó las flores a Charles y añadió suavemente-: No tiene tu olor, Charles. De ahí el error.
Miró a Charles tímidamente y volvió a sonreír. Se dio la vuelta y regresó con la cola entre las piernas por donde había venido. El vehículo aún seguía con el motor encendido.
Anna se cubrió el cuerpo con los brazos para protegerse de la ira que percibía en Charles, aunque no comprendió por qué le habían incomodado tanto las últimas palabras de Asil.
Charles cerró la puerta y le alargó el ramo de flores. Sin embargo, había un salvajismo en la tensión de sus hombros y de su lenguaje corporal que obligaron a Anna a ponerse las manos tras la espalda y dar un paso atrás. No quería tener nada que ver con las flores de Asil si provocaban tal ira en Charles.
Entonces él la miró detenidamente, no solo a través de ella, y algo se tensó con más fuerza en los músculos de su cara.
– No soy ni Leo ni Justin, Anna. Las flores son para ti. Son hermosas y huelen muy bien, mucho mejor que la mayoría de flores de invernadero. Asil tiene uno, y casi nunca corta sus flores. Es su forma sincera de agradecerte la ayuda de esta mañana. Solo me ha provocado para divertirse un poco. Deberías aceptarlas.
Sus palabras no encajaban con la furia que podía captar con el olfato. Y aunque Charles pensara que no sabía utilizarlo de un modo muy eficaz, había aprendido a hacerle más caso que a sus oídos.
Aunque no pudo mirarle a los ojos, cogió el ramo y se encaminó a la cocina. No sabía dónde buscar un jarrón. Oyó un ruido detrás de ella y Charles dejó sobre la encimera una de las tinajas de cerámica del salón.
– Eso servirá -le dijo él.
Cuando ella no hizo ademán de moverse, él mismo llenó la tinaja de agua. Lentamente -para no asustarla, pensó ella-, cogió el ramo, cortó el extremo inferior de las flores y las dispuso en la tinaja con más eficacia que buen gusto.
Tardó un poco en superar la súbita sacudida producida por el pánico y la consiguiente vergüenza que sentía por su cobardía. Y tampoco quería arreglar las cosas diciendo algo inadecuado. O haciendo algo inadecuado.
– Lo siento -dijo. Tenía el estómago tan tenso que le costana respirar-. No sé por qué soy tan idiota.
Charles terminó de colocar la última flor, una de las lilas. Lentamente, dándole la oportunidad de rechazar su gesto, le puso un dedo bajo la barbilla y la mantuvo levantada.
– Hace menos de una semana que me conoces -le dijo-. No importa cómo te sientas a veces. No es tiempo suficiente para aprender a confiar en mí. No pasa nada, Anna. Soy paciente. Y no te haré daño si puedo evitarlo.
Ella levantó la mirada, esperando unos ojos negros pero encontrando en su lugar unos dorados, sin embargo, su mano seguía siendo suave, incluso con el lobo tan cerca de la superficie.
– Soy yo el que debe pedirte disculpas -dijo él. Se disculpaba, pensó ella, tanto por su lobo como por su breve estallido de mal genio-. Esto también es nuevo para mí. -Una sonrisa fugaz desapareció tan rápidamente como había llegado. La extraña expresión infantil le daba un aspecto avergonzado pese al sutil rastro de dureza-. No estoy acostumbrado a sentirme celoso, ni a perder el control con tanta facilidad. No son solo las heridas de bala, aunque tampoco ayudan mucho.
Se quedaron un momento más de aquel modo, con la mano de él bajo su barbilla. Anna tenía miedo de moverse y provocar la ira del lobo que teñía sus ojos de amarillo o hacer algo que pudiera herirle del modo en que le había herido con su cobardía. No sabía qué esperaba Charles de ella.
El fue quien finalmente rompió el silencio.
– Mi padre me dijo que había algo que te preocupaba cuando te marchaste de la iglesia esta mañana. ¿Era por Asil? ¿O por otra cosa?
Anna dio un paso hacia un lado. Él se lo permitió, pero su mano pasó de su rostro a su hombro, y ella no pudo dar otro paso porque aquello significaría deshacerse de él definitivamente. Si no lograba controlarse, Charles pensaría que no era más que una neurótica idiota.
– No estaba preocupada por nada. Estoy bien.
Charles suspiró.
– Siete palabras y dos mentiras. Anna, voy a tener que enseñarte a olfatear las mentiras, así no volverás a intentarlo conmigo. -Cuando apartó la mano, Anna tuvo ganas de gritar por la pérdida, pese a que una parte de ella no quería saber nada de él-. Podrías decirme simplemente que no quieres hablar de ello.
Cansada de sí misma, Anna se frotó la cara, hinchó las mejillas y soltó el aire como un caballo jadeante.
– Estoy hecha un lío -le dijo ella-. Básicamente no estoy segura de lo que siento ni por qué… y todavía no quiero hablar de las otras cosas.
O nunca. Con nadie. Era una estúpida cobarde y se había metido en una situación en la que se sentía impotente. Cuando regresaran de las montañas, buscaría trabajo. Con dinero en el banco y algo constructivo que hacer, podría volver a orientarse.
Charles ladeó la cabeza.
– Lo entiendo. Te han arrancado de todo lo que te resultaba familiar, te han lanzado entre extraños y todas las normas que conocías han desaparecido de la noche a la mañana. Te costará un tiempo acostumbrarte. Si tienes alguna pregunta, sea lo que sea, no lo dudes ni un instante, pregúntame. Si no quieres hablar conmigo, puedes recurrir a mi padre o… ¿a Sage? ¿Te cae bien Sage?
– Sí.
¿Tenía alguna pregunta? Pese a saber que su intención no era tratarla como a una niña, no le costó mucho trasladarle la irritación que sentía consigo misma. Charles no estaba siendo condescendiente, solo intentaba ayudarla. No era culpa suya que su tono tranquilizador le pusiera los nervios de punta, especialmente cuando sabía que seguía molesto por algo. ¿Le caía bien Sage? Como si tuviera que buscarle amigos.
Estaba harta de sentirse asustada y desorientada. El quería respuestas. A ella le habían enseñado a no preguntar; los hombres lobo guardaban sus secretos como oro en paño. Perfecto.
– ¿Qué ha dicho Asil para que pasaras de estar irritado a completamente enfurecido?
– Me amenazó con arrebatarte de mi lado -le dijo él.
Anna repasó la conversación pero continuó sin comprender.
– ¿Cuándo?
– Hace falta mucho más que esta atracción que sentimos para que nos convirtamos en una pareja. Cuando me dijo que no olías a mí, me estaba diciendo que sabía que aún no habíamos completado nuestro apareamiento y que te consideraba una presa disponible.
Anna frunció el ceño.
– No hemos hecho el amor -le dijo él-. Y existe una ceremonia bajo la luna llena para consolidar nuestros lazos. Una especie de boda. Sin eso, Asil puede seguir jugando contigo sin miedo a las represalias.
Otra cosa más de la que no había oído hablar. Si hubiese sido diez años más joven, se habría puesto a patalear.
– ¿No hay ningún manual? -dijo acaloradamente-. ¿Algún libro donde pueda aprender todas esas cosas?
– Podrías escribirlo tú -le sugirió él.
Si no hubiera estado mirándole los labios, jamás habría percibido el tono sarcástico de su respuesta. ¿La consideraba graciosa?
– Tal vez lo haga -dijo ella sombría, y se dio la vuelta, salvo que no había ningún sitio al que ir. ¿Su dormitorio?
Se encerró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha para cubrir cualquier otro sonido: una segunda barrera, pues la puerta que había cerrado con el pestillo no le parecía suficiente.
Observó su reflejo en un espejo que empezaba a empañarse. La imagen borrosa solo sirvió para reforzar la ilusión de que estaba mirando a una extraña, alguien a quien despreciaba por su cobardía y sus incertidumbres, alguien que solo servía para servir mesas. Aunque tampoco era algo nuevo: se había odiado a sí misma desde el momento en que se convirtió en aquel… monstruo.
Y un monstruo especialmente patético.
Tenía los ojos hinchados, las mejillas pálidas. Recordó cómo se había apartado aterrorizada de Charles tras su breve demostración de mal genio, cómo se había disculpado por haberle obligado a llevarla con él en aquella expedición. Y aquello hizo que se despreciara aún más a sí misma. Ella no era así.
No era culpa de Charles.
Entonces, ¿por qué estaba tan enfadada con él?
Se desnudó apresuradamente y se metió en la ducha, sintiendo un poco de alivio cuando el agua demasiado caliente atravesó la estúpida maraña de emociones que la devoraban por dentro.
Y en aquel instante de claridad, comprendió por qué se había sentido tan irritada al final del funeral, y también por qué estaba tan enfadada con Charles.
Hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo mucho que deseaba recuperar su humanidad. Sabía que era imposible, que nada podía deshacer la magia que había provocado la Transformación contra su voluntad. Pero eso no significaba que lo quisiera.
Durante tres años había vivido entre monstruos, había sido uno de ellos. Entonces apareció Charles, tan distinto a todos, y ella había puesto todas sus esperanzas en él.
Pero no era justo. No era culpa suya que una parte de ella hubiese decidido que no solo estaba dejando atrás su manada, sino también los monstruos.
Charles nunca le había mentido. Le había contado que era la mano ejecutora de su padre, y ella no lo había puesto en duda. Le había visto pelear y matar. Y a pesar de eso, de algún modo había conseguido convencerse a sí misma que en Montana las cosas serían distintas. Que podría ser normal, humana, todos los días salvo durante la luna llena, y que incluso eso sería distinto allí, donde podría huir sin hacer daño a nadie.
Tendría que haberse dado cuenta de que no sería así. Era una mujer inteligente.
Charles tampoco tenía la culpa de ser un monstruo.
Bajo los efectos de la plata, era comprensible la destrucción que había provocado en la celda de seguridad de la manada de Chicago. Pero aquella noche, al enfrentarse a Asil, le había demostrado que no era muy distinto a los otros machos de su especie: airado, posesivo y peligroso.
Anna se había dejado engañar al pensar que solo era un problema de la manada de Chicago. Que la destrucción que Leo y su pareja habían provocado era la causa de la terrible situación en que se encontraba la manada.
Había anhelado un caballero enfundado en una brillante armadura. La voz de la razón en mitad de la locura, y Charles se la había proporcionado. ¿Sabía él que era eso lo que había estado deseando? ¿Lo había hecho deliberadamente?
Mientras el agua enmarañaba su pelo y corría por sus ojos y mejillas como si fuesen lágrimas, la última pregunta aclaró su miedo más profundo: por supuesto que Charles no había pretendido ser su caballero de forma deliberada, simplemente él era así.
Era un hombre lobo lo suficientemente dominante como para controlar al Alfa de una manada sin los recursos típicos de un Alfa. Era el ejecutor de su padre, un asesino temido incluso por los otros miembros de su manada. Podría haber sido como Justin: cruel y despiadado.
Pero, en lugar de eso, conocía la locura propia de su naturaleza y era capaz no solo de controlarla sino de utilizarla en aras de algo mejor. A su mente acudió la repentina imagen de Charles disponiendo las flores mientras su lobo anhelaba la peor de las violencias.
Charles era un monstruo. El asesino de su padre. No se permitiría a sí misma volver a creer en una mentira. Si Bran se lo hubiese ordenado, habría matado a Jack, pese a saber que el humano era solo una víctima, que probablemente era un buen hombre. Pero no hubiera sido casual. Ella había sido su bálsamo cuando Bran descubrió una alternativa a la muerte del humano.
Su pareja era un asesino, aunque no le gustaba serlo. Observando las cosas más detenidamente, se sintió bastante impresionada por la forma en que Charles había conseguido comportarse tan civilizadamente y continuar cumpliendo con lo que se esperaba de él.
El agua empezó a enfriarse.
Anna se enjabonó el pelo, recreándose en la rapidez con que este se enjuagaba: en Chicago el agua era mucho más blanda. Se puso un acondicionador que olía a hierbas y menta y reconoció en él el olor que desprendía el cabello de Charles. Por entonces el agua ya estaba desagradablemente fría.
Dedicó un buen rato a cepillarse el pelo para desenmarañarlo mientras se concentraba en no sentir nada. Aquello se le daba bien; lo había perfeccionado durante los últimos tres años. Cuando se enfrentara de nuevo a él, no quería volver a comportarse como una imbécil llorica y asustada de sus sentimientos. Había de controlar sus miedos.
Conocía un modo de conseguirlo. Pese a ser un engaño, se permitió hacerlo, aunque solo fuera aquella noche, porque se había comportado como una idiota al ocultarse en el lavabo.
Se quedó mirando fijamente su reflejo y vio cómo sus ojos marrones palidecían hasta el azul plateado y volvían de nuevo al marrón. Con aquello era suficiente. Sintió cómo la envolvía la fuerza y la audacia del lobo, proporcionándole calma y aceptación. Pasara lo que pasase, sobreviviría. Ya lo había hecho antes.
Si Charles era un monstruo, lo era más por necesidad que por elección.
Se vistió con la camisa amarilla y los pantalones téjanos y abrió lentamente la puerta del cuarto de baño.
Charles, todavía con los ojos dorados, estaba apoyado en la pared frente al lavabo. Aparte de los ojos, era la personificación de la relajación, aunque Anna sabía que los ojos eran la clave.
Ella misma había comprobado los suyos en el espejo antes de abrir la puerta.
– He llegado a la conclusión de que debes saber quién es Asil -le dijo como si no se hubiera producido una pausa en la conversación.
– Muy bien.
Anna se quedó en el umbral, con el cuarto de baño cálido y saturado de vapor a su espalda.
Charles habló lentamente y con claridad, como si cada palabra le costara un gran esfuerzo.
– Asil no es su verdadero nombre, aunque casi todo el mundo le llama así. También le llaman el Moro.
Anna se puso tensa. Aunque sabía muy poco sobre los de su propia especie, había oído hablar del Moro. Un lobo con el que era mejor no relacionarse.
Charles percibió su reacción y entornó los ojos.
– Si existe un lobo en este mundo más viejo que mi padre, ese es Asil.
Anna se dio cuenta de que esperaba un comentario, de modo que le preguntó:
– ¿No sabes cuántos años tiene?
– Sí lo sé. Asil nació poco antes que Carlos Martel, el abuelo de Carlomagno, derrotado por los moros en la batalla de Tours.
La expresión de Anna le obligó a precisar:
– Siglo VIII d.C.
– Eso significa que…
– … tiene unos mil trescientos años.
Anna también se apoyó en la pared. Había percibido el peso de los años en Asil, pero jamás hubiera imaginado que fueran tantos.
– De modo que de quien no estás seguro es de tu padre, ¿no? -Mil trescientos eran muchos años.
Charles se encogió de hombros. Quedaba claro que aquella repuesta no era muy importante para él.
– Papá es muy viejo. -Y apartó sus ojos ambarinos de ella-. Asil llegó aquí hace unos años, catorce o quince, para pedirle a mi padre que le matara. Se quedó a vivir con la promesa de la muerte en cuanto mi padre decidiera que estaba realmente loco.
Charles sonrió fugazmente.
– Asil acepta a mi padre como su Alfa. Sin embargo, le resulta difícil que yo sea más dominante que él. Por eso creo que papá es mayor que él; mi juventud relativa es como una espina clavada en su pezuña.
Anna reflexionó sobre aquello.
– ¿No os ha contado nada de su Alfa en Europa? No recuerdo ninguna mención sobre su Alfa en todas las historias que circulan sobre él. -Existían miles de historias sobre el Moro. Prácticamente era un héroe popular -o un villano- entre los lobos.
– No es fácil ser un Alfa -dijo Charles-. Conlleva mucha responsabilidad, mucho trabajo. Algunos de los lobos más viejos son muy buenos ocultando su naturaleza. Esa es una de las razones por las que a los Alfas no les gusta que los viejos lobos se establezcan en su manada. Asil es muy dominante. -Volvió a sonreír, aunque aquella vez fue más bien una exhibición de dientes-. Llevaba aquí un par de meses cuando me interpuse entre él y uno de nuestros residentes humanos. No se sorprendió al descubrir que era más dominante que él.
– Podía someterse a tu padre porque es más viejo, y los otros Alfas… bueno en realidad no se sometía a ellos. Pero tener que obedecerte a ti cuando eres mucho más joven y ni siquiera un Alfa…
Charles asintió.
– De modo que me provoca y yo le ignoro. Y entonces me provoca aún más.
– ¿Es lo que ocurrió anoche? -Anna sabía que sí-. Me utilizó para provocarte.
Charles inclinó la cabeza en un gesto que era más lobuno que humano.
– No exactamente. El Moro tenía una pareja, pero la perdió hace unos doscientos años. Murió antes de que yo naciera, así que no llegué a conocerla, pero dicen que era una Omega, como tú. -Se encogió de hombros-. Nunca me lo ha dicho directamente, ni mi padre tampoco. Existen muchas historias sobre el Moro, y hasta que no vi su reacción en el funeral de Doc, había creído que eran simples exageraciones, como muchas otras leyendas asociadas a su nombre.
La calidez que le había proporcionado la ducha estaba desapareciendo, y el agua fría de los últimos instantes la dejó congelada, o tal vez era el recuerdo de aquellos viejos ojos de lobo en la iglesia.
– ¿Y su reacción hizo que te lo replantearas?
Por el asentimiento de Charles supo que había hecho la pregunta correcta.
– Cuando descubrió lo que eras, dejó de molestarme para llegar hasta ti y empezó a interesarse realmente por ti. -Respiró profundamente-. Por eso te ha traído llores. Por eso cuando ha amenazado con cortejarte, me ha costado tanto mantener el control, porque sabía que iba en serio.
Anna decidió reflexionar sobre aquello más tarde y mantuvo la atención en la conversación para no alejarlo de ella sin querer.
– ¿Por qué me hablas de Asil? ¿Es una advertencia?
Charles apartó la mirada y la máscara volvió a cubrir su rostro.
– No. -Dudó unos instantes y, con una voz más suave, añadió-: No lo creo. ¿Te ha parecido una advertencia?
– No -dijo ella finalmente, frustrada por la precaución con la que le proporcionaba una información que casi podía sentir; algo que mantenía a su lobo prácticamente en la superficie.
Antes de poder preguntarle por lo que le inquietaba, Charles le dijo, con la vista aún en el suelo y tan rápido como pudo:
– Asil quería que supieras que si, durante el tiempo que queda hasta la próxima luna llena, decides no escogerme, podías tenerle a él. -No le veía la cara, pero percibió su amarga sonrisa-. Y sabía que podía obligarme a decírtelo.
– ¿Y por qué me lo cuentas? -Su voz era suave.
Charles volvió a mirarla.
– Tienes derecho a saber que, pese a ser compatibles, puedes rechazarme.
– ¿Puedes tú rechazarme a mí?
– No lo sé. Jamás había oído hablar de un emparejamiento al revés, como el nuestro: el Hermano Lobo te escogió, eligió a tu lobo y me obligó a seguirte. Aunque tampoco importa, no quiero rechazarte.
En algunos aspectos, su lobo le hacía ver las cosas con mayor claridad, pero su lobo había elegido a aquel hombre y no se andaba con rodeos cuando tenía que indicarle lo que opinaba de otros. Se obligó a apartarse un poco de él para poder pensar con más claridad lo que iba a decirle.
– ¿Y por qué iba a hacer algo así?
¿Quería que lo rechazara?
Sentía la garganta seca como papel de lija. Tanto su naturaleza humana como la animal necesitaban a Charles como una drogadicta, necesitaban todas las cosas que él parecía prometerle: seguridad, amor, esperanza… un lugar al que pertenecer. Se frotó las manos contra los muslos como si aquello fuera a aliviarle la tensión.
– Espero que no lo hagas -dijo él en un susurro-. Pero debes conocer tus opciones.
Charles mantenía las manos tensas sobre los muslos.
Anna percibió un olor penetrante en él que no había olido hasta entonces. Maldito Leo, por su culpa debía enfrentarse a todo aquello como una ignorante. Hubiera dado su brazo derecho por saber qué sentía Charles en aquel momento, por saber cuándo le decía la verdad y cuándo simplemente intentaba no hacerle daño.
Charles esperaba su respuesta, pero ella no sabía qué decir.
– Opciones.
Se decantó por la neutralidad. Charles abrió y cerró los puños dos veces. Las ventanas de su nariz se ensancharon y la miró con unos llameantes ojos amarillos.
– Opciones -gruñó él en un tono tan bajo que Anna sintió la vibración en su pecho-. Asil propagará el rumor y acabarás rodeada de lobos dispuestos a dar su vida por tenerte como pareja.
Temblaba de pies a cabeza, y se recostó en la pared con más fuerza, como si temiera abalanzarse sobre ella en cualquier momento.
Ella le estaba fallando. Estaba perdiendo el control y no le ayudaba; no sabía cómo hacerlo.
Anna volvió a respirar profundamente e intentó deshacerse de todas sus inseguridades. Tenía delante a un hombre intentando comportarse de forma honorable, ofreciéndole una opción por muy duro que fuera para él. Era lo correcto, y aquella certidumbre la tranquilizó. Permitió que regresara su lobo para ofrecerle la confianza que necesitaba.
Por su culpa, Charles temblaba como un alcohólico que anhela la ginebra, porque creía que ella debía conocer sus opciones, sin importarle que su lobo sintiera que la estaba perdiendo. No cabía duda de que era su caballero.
Al lobo de Anna no le gustó percibir su infelicidad. Quería atarlo a ella, a los dos, con cadenas y amor hasta que él no volviera a pensar en la posibilidad de abandonarlos.
– De acuerdo -dijo ella tan enérgicamente como pudo bajo el peso de aquella revelación, un peso que hizo que sintiera confortable y segura mientras pugnaba por contener las lágrimas. Por lo menos consiguió que la voz le sonara simplemente ronca-. Me gusta que podamos hacer algo para solucionar este pequeño embrollo.
Él se la quedó mirando cómo si le costara procesar lo que acababa de decir. Se le contrajeron las pupilas y volvió a abrir las ventanas de la nariz.
Entonces se apartó de la pared y se abalanzó sobre ella, su enorme cuerpo empujándola con una intensidad amenazadora contra el marco de la puerta. Le mordió en el cuello frenéticamente, alcanzando un nervio que le envió descargas por la espina dorsal e hizo que se le doblaran las rodillas.
A medida que su piel desprendía un intenso olor almizcleño, la levantó en brazos en un movimiento espasmódico y descoordinado que le hizo golpearse dolorosamente el hombro contra la puerta. Anna permaneció inmóvil mientras él la llevaba en brazos por el pasillo: conocía las reacciones de un lobo en celo y sabía que lo mejor era someterse mansamente.
Sin embargo, no pudo evitar tocarle el rostro para comprobar si el matiz rojizo en sus mejillas estaba más caliente que el resto de su cuerpo. Y entonces sus dedos se detuvieron en la comisura de su boca, donde a menudo el más sutil de los gestos delata el regocijo de otro modo disimulado.
Charles giró ligeramente la cabeza y le mordió el pulgar con la suficiente fuerza para que lo sintiera pero no para hacerle daño. Tal vez, pensó ella mientras él le soltaba el pulgar y le desplazaba la cabeza para atraparle el lóbulo de la oreja con otro mordisco que le provocó una oleada de calor desde el lóbulo hasta lugares imprevistos, tal vez ella también estaba en celo. De algo estaba segura: jamás se había sentido de aquel modo.
Pese a que no había nadie más en la casa, Charles cerró la puerta con el pie, encerrándolos en la oscura calidez del dormitorio.
Su dormitorio.
Más que tumbarla en la cama lo que hizo fue caer con ella, al tiempo que emitía sonidos apremiantes más lobunos que humanos. O quizá era ella quien hacía los ruidos.
Charles le arrancó los pantalones y ella le devolvió el favor. Se sintió bien con la pesada prenda entre las manos, aunque aún era más agradable sentir la cálida sedosidad de su piel bajo los dedos. Él tenía las manos callosas, y aunque era obvio que se esforzaba por hacerlo con dulzura, de vez en cuando la mordía al intentar colocarla como deseaba mientras seguía encima de ella.
Bajo el dominio del lobo, no se sentía amenazada por él en absoluto. El lobo sabía que no le haría daño.
Anna entendió su pasión porque ella sentía lo mismo: como si nada fuera más importante que el tacto de una piel contra la otra, como si fuera a morir si la abandonaba. El miedo y su habitual aversión por el sexo -ni siquiera el lobo había sido lo suficientemente fuerte como para soportar lo que los otros le habían hecho- eran algo tan lejano que ni siquiera parecían un recuerdo.
– Sí -le dijo él-. Ya voy.
– Ahora -le ordenó ella enérgicamente, aunque no estaba muy segura de lo que quería que le hiciera exactamente.
Él se puso a reír, una carcajada que retumbó en su pecho.
– Paciencia.
Su camisa se desgarró y al sujetador no tardó en ocurrirle lo mismo. Su piel desnuda sintió la camisa de franela de Charles. Anna tiró frenéticamente de ella y la desgarró, haciendo saltar botones por el aire y, antes de conseguirlo, estuvo a punto de estrangularlo. Su urgencia pareció excitarle, y le colocó las caderas en posición con una sacudida.
Anna emitió un bufido cuando le sintió dentro de ella, aunque se movía con demasiada lentitud para su gusto. Le mordió el hombro para indicarle que no fuera tan cuidadoso. Charles gruñó algo denso que podrían haber sido palabras u otra cosa. Solo liberó el control que había estado conteniendo con las puntas de los dedos desde que Asil se marchara cuando tuvo la seguridad de que ella estaba preparada.
La primera vez fue rápida y violenta, aunque no lo suficientemente rápida para ella. Poco después de terminar, él empezó de nuevo, Aquella vez se encargó de marcar el ritmo y la contuvo cuando ella intentaba acelerarlo.
Anna jamás había sentido algo parecido, ni la paz y la satisfacción con que se quedó dormida. Podría acostumbrarse a aquello.
Anna despertó en mitad de la noche con el poco familiar sonido de la caldera poniéndose en marcha. Mientras dormía, se había apartado de él. Charles estaba tumbado al otro extremo de la cama, con el rostro relajado. Roncaba ligeramente, casi un ronroneo, lo que le hizo sonreír.
Alargó una mano hacia él, pero se detuvo. ¿Y si se despertaba molesto por perturbar su sueño?
Ella sabía perfectamente que no le hubiera importado. Pero su lobo, quien le había ayudado a superar todo lo que le habían hecho, quien le había permitido disfrutar de sus caricias, también dormía. Anna se acurrucó en su lado de la cama, decidiéndose finalmente a deslizarse y pegarse a su espalda. Su inquietud debió de incomodarle, ya que la rodeó repentinamente con los brazos y la acogió con su cuerpo. La súbita alarma que sintió ante su brusco movimiento despertó al lobo.
Charles le pasó un brazo por encima de la cintura y le dijo:
– Duerme.
Con el lobo protegiéndola, pudo entregarse y sentir cómo su calor corporal le relajaba los músculos y huesos, cómo se sumergía en la aceptación de su presencia. Anna le agarró la muñeca con una mano y la sostuvo sobre su vientre antes de que el sueño volviera a vencerla. Era suyo.
Cuando la despertó, aún no había amanecido.
– Buenos días -le dijo, su voz un ruido sordo junto a su oreja.
Se sentía tan bien que fingió que seguía dormida.
Él la envolvió entre sus brazos y dio dos vueltas de campana sobre la cama rápidamente. Anna consiguió dar un grito antes de que ambos cayeran al suelo, ella encima de él, la cadera sobre su estómago vibrando por su risa silenciosa.
– De modo que esas tenemos, ¿eh? -dijo ella en un murmullo y, antes de recordar las heridas, le apretó con los dedos el músculo bajo sus costillas.
– No, basta ya -gruñó él medio en broma mientras le agarraba la mano para que no volviera a hacerle cosquillas. Le dio la impresión de que se lo estaba pasando bien, de modo que no debió de hacerle daño-. Nos espera una misión, mujer, y nos estás retrasando.
– Aja -dijo ella contorneándose ligeramente y dejándole claro que probablemente aceptaría un pequeño retraso en la expedición.
Entonces se contorneó con más determinación sobre él y se deshizo de su abrazo.
– Buenos días -le dijo-. Es hora de irse.
Y salió desnuda de la habitación camino del cuarto de baño.
Charles la observó marcharse con agradecimiento, consciente de la chispa de auténtica felicidad que le iluminaba el alma. Aquella mañana no parecía derrotada, y aquel ligero movimiento de sus caderas le dijo que se sentía muy bien.
Él la había hecho sentirse de aquel modo. ¿Cuánto tiempo hacía que no provocaba aquel tipo de felicidad en otra persona?
Permaneció tumbado en el suelo, disfrutando de aquella sensación hasta que su conciencia le obligó a reaccionar. Tenían una misión. Cuanto antes se internaran en los bosques, antes regresarían, libres para volver a jugar.
Con ese objetivo, comprobó el estado de sus heridas. Aún le dolían, y le retrasarían considerablemente, pero como Samuel le había prometido, se sentía mucho mejor. Y no solo gracias a Anna.
Se estaba vistiendo y recogiendo el equipo de invierno del armario -tendría que encontrar otro lugar para guardar todo aquello para que Anna dispusiera de la mitad del armario- cuando Anna regresó a la habitación. Iba envuelta en una toalla, y tuvo la sensación de que la ducha le había hecho perder parte de su osadía.
Decidió dejarle un poco de intimidad.
– Preparé el desayuno mientras te vistes.
Mantuvo los ojos clavados en el suelo al pasar a su lado. Si no hubiera sido por su oído desarrollado, no habría captado su nervioso «Vale».
Aunque jamás habría dejado de percibir el acre olor a miedo que desprendía. Se detuvo donde estaba y observó cómo mantenía los hombros encorvados a modo de sumisión mientras se arrodillaba en el suelo junto a la caja donde guardaba la ropa.
Intentó recuperar la conexión entre ambos… pero se dio cuenta de que no era más intensa que la del día anterior o la del día en que se habían conocido.
Aunque nunca había tenido una pareja, sabía cómo debían ir las cosas. El amor y el sexo unirían su lado humano y entonces el lobo decidiría, o no. Dado que parecía evidente que sus lobos ya habían elegido, por lo menos el suyo, estaba convencido de que el sexo sellaría aquella unión.
La observó detenidamente. Las protuberancias de la espina dorsal y el contorno afilado de su omóplato, un signo visible del sufrimiento que había experimentado en la manada de Leo, revelaban claramente que necesitaba ganar algo de peso. Las peores heridas no eran manifiestas: los hombres lobo no suelen tener heridas visibles.
Abrió la boca para decir algo pero se detuvo. Debía reflexionar sobre ciertas cosas antes de saber qué tenía que preguntarle. O sobre quién.
Le preparó el desayuno. Aún era demasiado pronto para las respuestas que deseaba hacerle. No obstante, y pese a estar distraído, disfrutó con la satisfacción que le proporcionaba ver cómo comía, aunque ella no le miró ni una sola vez.
– Saldremos un poco más tarde de lo planeado -dijo él repentinamente mientras aclaraba los cacharros y los introducía en el lavavajillas-. Tengo que hablar con Heather para que me haga un par de recados, y también he de ver a otra persona.
Aunque Anna seguía en el comedor, su silencio era revelador. Aún se sentía demasiado intimidada por él o por lo que habla sucedido la pasada noche para indagar más a fondo. Lo agradecía. No tenía intención de mentirle, pero tampoco tenía ganas de decirle con quién pretendía hablar.
– Puedo encargarme de los platos -se ofreció ella.
– De acuerdo.
Se secó las manos y se detuvo a besarla en la parte superior de la cabeza, un beso rápido y desapasionado que no aumentaría su tensión pero que serviría para que el Hermano Lobo supiera a quien pertenecía. Él era suyo, tanto si ella quería como si no.
Heather continuaba en casa de su padre, durmiendo en la habitación contigua a la de su socio. Con ojos cansados y medio dormida, realizó varias llamadas, hizo alguna sugerencia y organizó las cosas hasta que Charles quedó satisfecho.
Aquello le dejaba tan solo a una persona a la que encontrar. Afortunadamente, descubrió que a las cinco y media de la mañana la mayor parte de la gente es fácil de localizar.