Capítulo 3

Sí que había un pueblo. Aunque no era nada del otro mundo, tenía una gasolinera, un hotel y un edificio de ladrillo y piedra de dos plantas con un cartel en la fachada que lo identificaba como la Escuela de Aspen Creek. Más allá de la escuela, oculta entre los árboles y apenas visible desde otro lugar que no fuera el aparcamiento, se levantaba una iglesia de piedra. Si no hubiera sido por las indicaciones de Charles, Anna no la habría encontrado nunca.

Anna hizo avanzar la enorme furgoneta verde por el aparcamiento de la iglesia hasta una plaza diseñada para un vehículo mucho más pequeño. Era el único hueco que quedaba. Pese a no haber visto ninguna casa, el aparcamiento estaba lleno de furgonetas y todoterrenos.

La furgoneta de Charles era más vieja que ella, aunque parecía recién salida de fábrica. Tenía menos de ochenta mil kilómetros, si podía fiarse del cuentakilómetros; unos tres mil kilómetros al año. Charles le había dicho que no le gustaba conducir.

Anna apagó el motor y observó con ansiedad cómo Charles abría la puerta y salía de la furgoneta. El salto no pareció afectarle. La mancha en la venda rosa no era mayor aquella mañana de lo que lo había sido la noche anterior. Pero, aun así, parecía agotado, y a Anna le preocupaba el enrojecimiento que se percibía bajo su piel.

Si hubieran estado en Chicago, asistiendo a una reunión de su vieja manada, no le habría permitido acudir. Demasiados lobos podían sacar partido de su debilidad. O al menos hubiera intentado detenerle con mayor convicción de la que había empleado aquella mañana.

Le había comunicado sus reticencias con la cabeza cuidadosamente inclinada, como le habían enseñado. Según su experiencia, a los lobos dominantes no les gusta que se les cuestione su valor, y a veces reaccionan airadamente. No obstante, Anna no temía que Charles pudiera hacerle daño.

Se había limitado a decirle:

– Nadie se atreverá a retarme. Mi padre los mataría si no lo conseguía yo antes. Y no estoy precisamente indefenso.

Anna no había tenido el coraje de seguir cuestionando su decisión. Lo único que pudo hacer fue confiar en que tuviera razón.

Tras cubrirse los vendajes con una chaqueta oscura, tenía que admitir que su aspecto trasmitía cualquier cosa menos indefensión. El contraste entre la chaqueta formal y el cabello hasta la cintura, trenzado y cubierto de abalorios, resultaba extrañamente irresistible. Por supuesto, su rostro exótico y atractivo, sin olvidar su cuerpo de músculos tensos y desarrollados, significaba que estaría impresionante llevara lo que llevase.

Él estaba mucho más elegante que ella. Tuvo que ponerse unos téjanos y una camisa amarilla abotonada al cuello porque lo único que tenía aparte de eso eran dos camisetas. Cuando cogió lo necesario en su casa, no sabía que tendría que asistir a un funeral.

Suspiró y abrió la puerta de la furgoneta lentamente para evitar rallar el Subaru aparcado junto a la camioneta. Charles la esperaba frente al vehículo y alargó su brazo en lo que se estaba convirtiendo en un gesto familiar, por muy pasado de moda que estuviese. Ella deslizó su brazo en el de él y dejó que marcara el ritmo hasta la iglesia.

Aunque en público dejó de cojear, Anna sabía que numerosos ojos sagaces estarían observando la rigidez con la que caminaba. Anna levantó la vista para observar su rostro cuando empezaron a subir los escalones, pero no pudo leer absolutamente nada en su semblante: ya tenía puesta la cara pública, completamente inexpresiva.

El interior de la iglesia parecía una colmena, con cientos de voces que se entrelazaban y de las que solo podía extraerse una palabra aquí y otra allá pero nada que tuviera sentido. Reconoció la presencia de lobos, pero también de humanos. Toda la congregación desprendía el inconfundible aroma del dolor, revestido de ira y resentimiento.

Cuando entraron en la capilla vieron que todos los bancos estaban ocupados, e incluso que algunas personas permanecían de pie al fondo de la sala. Se dieron la vuelta cuando entraron ella y Charles, y todos la observaron a ella, una extraña, la única persona en toda la iglesia que llevaba téjanos. Y una camisa amarilla.

Agarró con más fuerza el brazo de Charles. Él bajó la mirada hasta su rostro y, a continuación, continuó observando todo lo que le rodeaba. Antes de dejar atrás el tercer banco, todo el mundo pareció encontrar algo urgente que atrajo su atención hacia otro lugar.

Anna apretó su antebrazo con mayor intensidad en señal de agradecimiento y se fijó en el interior del edificio. Le recordó la iglesia congregacionista en la que había crecido: madera oscura, altos techos y planta en forma de cruz. El pulpito estaba situado justo frente a la nave por la que habían entrado, a unos sesenta centímetros por encima del suelo principal. Tras este, varias filas de bancos estaban orientadas hacia la congregación.

Mientras se acercaban a la parte delantera de la iglesia, Anna comprendió que se había equivocado al pensar que todos los bancos estaban ocupados. En la primera fila de la izquierda, Bran estaba sentado solo.

Pese al traje gris marengo de diseño, cualquiera que le hubiera visto allí sentado habría pensado que esperaba el autobús en lugar de estar en un funeral. Tenía los brazos extendidos a ambos lados y los codos apoyados en el respaldo del banco; las piernas estiradas y cruzadas a la altura de la pantorrilla, los ojos clavados o bien en la barandilla frente a él o bien en el infinito. Su rostro no revelaba mucho más que la habitual expresión de Charles, y aquello la inquietó. No hacía mucho que le conocía, pero la cara del Marrok solía ser más expresiva; no estaba diseñada para permanecer tan rígida.

Parecía aislado, y Anna recordó que el hombre al que todo el pueblo había acudido a despedir por última vez había muerto a manos de Bran. Un amigo, según le había dicho él mismo.

A su lado, Charles emitió un débil gruñido que atrajo la atención de su padre. Bran miró en su dirección y elevó una ceja, lo que interrumpió su ensimismamiento. Le dio una palmadita al banco junto a él mientras le preguntaba a su hijo:

– ¿Qué? ¿Esperabas que me lo agradecieran?

Charles se dio la vuelta repentinamente, de modo que Anna quedó con el rostro sobre su pecho. Sin embargo, Charles no la miraba a ella sino al resto de personas que ocupaban el santuario, las cuales volvieron a desviar la mirada. Cuando su poder recorrió la iglesia como una ráfaga de viento, se impuso un silencio sepulcral.

– Idiotas -dijo Charles lo suficientemente alto para que le oyeran todos los presentes.

Bran se puso a reír.

– Siéntate antes de que los asustes de verdad. No soy un político, no me interesa lo que opinen de mí. Siempre y cuando me obedezcan.

Tras un momento, Charles accedió, y Anna se encontró sentada entre uno y el otro.

En cuanto Charles se sentó con la vista puesta al frente, se reanudaron los murmullos, cogieron velocidad y recuperaron su nivel anterior. Había corrientes subterráneas lo suficientemente profundas como para ahogarse en ellas. Anna no pudo evitar sentirse una extraña.

– ¿Dónde está Samuel? -preguntó Charles mirando a su padre por encima de la cabeza de Anna.

– Ahora mismo llega. -Bran dijo aquello sin mirar hacia atrás, pero cuando Charles se dio la vuelta, Anna hizo lo mismo.

El hombre que avanzaba lentamente por el pasillo central era tan alto como Charles, y sus facciones eran la versión dura de Bran. Aquella dureza hacía que tuviera un aspecto menos anodino y juvenil que su padre. Anna lo encontró extrañamente atractivo, aunque no tan guapo como Charles.

Pese a llevar el pelo descuidado y sin gracia, conseguía de algún modo parecer pulcro y elegante. En una mano sujetaba una gastada funda de violín y en la otra una chaqueta azul oscuro al estilo del Oeste.

Cuando hubo alcanzado prácticamente la primera fila de bancos, se dio la vuelta y dio un repaso a todos los rostros presentes con una sola mirada. A continuación se fijó en Anna y su rostro se iluminó con una dulce sonrisa; una sonrisa que también había visto fugazmente en el rostro de Charles. Con aquella sonrisa, Anna pudo ver más allá de las diferencias superficiales y captar las similitudes ocultas, las cuales tenían más que ver con la forma de los huesos y el movimiento que con una semejanza de rasgos.

Samuel se sentó junto a Charles y con él trajo el olor penetrante de la nieve sobre el cuero. Su sonrisa se amplió, empezó a decir algo pero se detuvo cuando una oleada de silencio recorrió la multitud de atrás hacia delante.

El sacerdote, enfundado en ropas clericales pasadas de moda, avanzó lentamente por el pasillo central con una Biblia de aspecto antiguo bajo el brazo. Cuando ocupó su posición en la parte frontal, la sala estaba en silencio.

Su edad avanzada le dijo a Anna que no era un hombre lobo, aunque tenía una presencia que hizo que su «Bienvenidos y gracias por venir a ofrecer vuestro respeto a nuestro amigo» sonara bastante ceremonial. Depositó la Biblia en el atril con una obvia precaución por no deteriorar más la gastada piel de las tapas. Abrió suavemente la pesada cubierta con relieves y dejó a un lado el marcador de páginas.

Leyó un pasaje del decimoquinto capítulo de la primera carta de Pablo a los Corintios. Y el último verso lo recitó mirando al frente.

– «¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?»

Se detuvo y recorrió la sala con la mirada, más o menos como hiciera Charles, y entonces dijo:

– Poco después de que me trasladara a este lugar, Carter Wallace vino a mi casa a las dos de la madrugada para coger a mi mujer de la mano cuando nuestro labrador tuvo su primera camada. No me cobró nada porque dijo que si cobrara por abrazar a mujeres hermosas, sería un gigolò y no un veterinario.

Se apartó del pulpito y se sentó en la silla de madera con aspecto de trono que había a un lado del estrado. Se produjo el sonido de unos pies arrastrándose y del crujido de la madera y una mujer mayor se puso en pie. Un hombre de cabello castaño brillante la acompañó a lo largo del pasillo con una mano bajo su codo. Cuando pasaron junto a su banco, Anna olió su lobo.

La anciana tardó unos cuantos minutos en subir las escaleras que llevaban al pulpito. Era tan pequeña que tuvo que subirse a un taburete. El hombre lobo se quedó tras ella y la sujetó por la cintura para que no perdiera el equilibrio.

– Carter vino a nuestra tienda cuando tenía ocho años – dijo con una voz frágil y velada-. Me dio quince centavos. Cuando le pregunté para qué eran, me dijo que unos días atrás él y Hammond Markham habían estado allí y que Hammond había robado un caramelo. Le pregunté por qué venía él en lugar de Hammond para traer el dinero. Me dijo que Hammond no sabía que le traía el dinero. -Se rió y se secó una lágrima-. Me aseguró que era el dinero de Hammond, que lo había robado de su hucha de cerdito aquella misma mañana.

El hombre lobo que la había acompañado se llevó la mano de la anciana a los labios y la besó. A continuación, la levantó en sus brazos, pese a sus protestas, y la llevó hasta el lugar que ocupaban entre la concurrencia. Marido y mujer, no el nieto y la abuela que aparentaban ser.

A Anna le recorrió un escalofrío, repentinamente agradecida de que Charles fuese un hombre lobo como ella y no un humano.

Otras personas se levantaron y contaron más historias o leyeron versos de la Biblia. Hubo lágrimas. El fallecido, Carter Wallace, o mejor dicho, el Dr. Carter Wallace, pues parecía claro que había sido el veterinario del pueblo, era un hombre muy querido.

Charles estiró las piernas e inclinó la cabeza. A su lado, Samuel jugaba distraídamente con la funda de piel del violín, frotando una zona gastada de la misma.

Anna se preguntó a cuántos funerales deberían de haber asistido, a cuántos familiares y amigos habían enterrado. Ella también había maldecido muchas veces su cuerpo regenerador y eternamente joven, sobre todo cuando dificultaba tanto el suicidio. Pero la tensión en los hombros de Charles, el nerviosismo de Samuel y la inmovilidad de Bran le hicieron descubrir que existían otras cosas que convertían la inmortalidad virtual en una maldición.

Se preguntó si Charles habría tenido alguna vez una esposa. Una mujer humana que envejecía mientras él no lo hacía. ¿Qué se sentiría al ver que la gente que conocía desde pequeña se hacía vieja y moría mientras a ella aún no le había salido ni la primera cana?

Miró a Charles. Le había dicho que tenía doscientos años, y su padre y su hermano eran aún más mayores. Habrían asistido a muchísimos funerales.

Un nerviosismo creciente en la congregación interrumpió sus pensamientos. Miró a su alrededor y vio a una chica avanzando por el pasillo central. No había nada en ella que justificara a primera vista aquella agitación. Aunque estaba demasiado lejos y rodeada de demasiada gente para poder olerla, había algo en ella que la señalaba como humana.

La chica subió las escaleras y la tensión hizo vibrar el aire cuando pasó las hojas de la Biblia y observó al auditorio por debajo de sus pestañas.

Puso un dedo sobre la página y leyó:


Porque, este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos los unos a los otros. No como Caín, que era del maligno, y mató a su hermano. ¿Y por qué causa le mató? Porque sus obras eran malas, y las de su hermano justas.


– Shawna. La nieta de Carter -le dijo Charles en un susurro-. Esto va a ponerse feo.

– No ha estudiado lo suficiente -dijo Samuel con el misino tono de voz pero con un sutil toque de humor-: En la Biblia hay pasajes más mordaces que los de Juan.

La chica continuó recitando unos cuantos versos más y después miró directamente al Marrok, quien se vio obligado a sostenerle la mirada. Aunque Anna no percibió el poder del Alfa, la chica bajó la mirada tras poco más de medio segundo.

– Ha estado en una escuela lejos de aquí -dijo Charles con aquella voz casi silenciosa. Cualquiera, licántropo o no, que estuviera más lejos de él que Anna no podría haberlo escuchado-. Es joven y está segura de sí misma, y ya se mostraba contraria al poder que ejerce papá en Aspen Creek mucho antes de que Doc Wallace tomara la fatal decisión de convertirse en hombre lobo. Sin embargo, traer todo esto a su funeral es imperdonable.

Ah. De repente comprendió la tensión y la ira presentes en la sala. Carter Wallace había sido Transformado. La transición no había salido bien y Bran se había visto obligado a matarlo.

Según Bran, Carter había sido su amigo. De algún modo, mientras observaba su rostro descompuesto, Anna comprendió que no debía de tener muchos amigos.

Alargó el brazo por encima de su hombro, donde la mano del Marrok colgaba de forma casual, y la cogió entre las suyas. Fue un acto impulsivo: en cuanto se dio cuenta de lo que había hecho, se quedó inmóvil. Pero, para entonces, Bran ya había agarrado su mano con una fuerza que traicionó su postura aparentemente casual. Aunque le hizo daño, Anna no creía que fuera intencionado. Tras unos instantes, el apretón se hizo menos intenso.

En el pulpito, Shawna empezó a hablar de nuevo, su amargura aparentemente desbocada provenía de su incapacidad para sostener la mirada de Bran.

– Mi abuelo se estaba muriendo de cáncer de huesos cuando el Marrok le convenció para que se Transformara. El abuelo nunca quiso ser un hombre lobo, pero, débil y enfermo, se dejó convencer.

Anna tuvo la sensación de que se había aprendido el discurso de memoria y que lo había ensayado frente al espejo.

– Le hizo caso a su amigo. -Pese a que no volvió a mirar a Bran, ni siquiera Anna, quien no había conocido al fallecido, tuvo alguna duda de a quién se refería con aquello-. De modo que en lugar de morir de su enfermedad, murió con el cuello roto porque Bran decidió que no era un hombre lobo suficientemente bueno. Tal vez el abuelo pensara que era una muerte más digna.

Aunque no llegó a decir «Pero yo no», aquello fue lo que resonó por la sala tras abandonar el pulpito.

Anna estaba dispuesta a odiarla. Sin embargo, cuando la chica pasó a su lado con el mentón levantado en señal de desafío, descubrió que tenía los ojos enrojecidos e hinchados.

Durante un momento creyó que Charles iba a levantarse de un salto. Podía sentir cómo la ira hervía en su interior, pero fue Samuel quien se puso en pie. Dejó la funda del violín en el banco antes de dirigirse al pulpito.

Como si no hubiese captado la atmósfera reinante, se sumergió en la historia de un joven Carter Wallace que escapó del control de su madre y se internó tres millas en los bosques antes de que finalmente su padre lo encontrara a menos de un metro de una irritada serpiente de cascabel. El padre de Carter, un hombre lobo, mató a la serpiente, lo que encolerizó al pequeño Carter.

– Jamás he visto a Carter tan enfadado. -Samuel sonrió-. Estaba convencido de que aquella serpiente era su amiga, y el pobre Henry, el padre de Carter, estaba demasiado conmocionado para discutir con él.

La sonrisa de Samuel se desvaneció, y dejó que el silencio se extendiera antes de reanudar la charla.

– Shawna no estaba aquí cuando se produjo el debate, de modo que perdonaré el hecho de que no esté bien informada -dijo-. Mi padre no creía que fuera una buena idea que Carter se enfrentara a la Transformación. Nos dijo a todos nosotros, incluso a Doc, que era demasiado bondadoso para estabilizar a su lobo.

El pulpito crujió de forma inquietante bajo su peso y Samuel abrió las manos deliberadamente.

– Aunque ahora me avergüenzo, hice caso a su hijo Gerry y, entre los dos, su hijo y su médico, le persuadimos de que lo intentara. Mi padre, sabiendo que un hombre tan enfermo como Doc corría un gran riesgo, se encargó personalmente de su transformación, y lo consiguió. Pero tenía razón. Carter no podía ni aceptar ni controlar al lobo que llevaba dentro. De haber sido otra persona, habría muerto en febrero con los otros que no superaron la Transformación. Pero Gerry, el más adecuado para hacerlo, no estaba dispuesto a ello. Y sin su consentimiento, mi padre sentía que él tampoco podía.

Respiró profundamente y miró a la nieta de Carter.

– Estuvo a punto de matar a tu madre, Shawna. Yo mismo la atendí y puedo atestiguar que fue la suerte y no un impulso por parte de Carter lo que le salvó la vida. Tú misma puedes preguntárselo. ¿Cómo podría soportar un hombre que ha dedicado toda su vida al servicio de los demás haber estado a punto de matar a su propia hija? Ella misma le pidió al Marrok en mi presencia que hiciera lo que su hermano no estaba dispuesto a hacer. Por entonces, el lobo de Carter estaba demasiado descontrolado para poder pedirlo él mismo. Así que no, mi padre no intentó persuadir a Carter para que se Transformara, sino que fue el único que asumió la responsabilidad de poner fin a todo aquel desastre.

Cuando Samuel terminó, recorrió lentamente con los ojos la sala mientras las cabezas se inclinaban en señal de sumisión. Asintió una sola vez y regresó a su sitio junto a Charles.

Los siguientes que subieron al estrado evitaron la mirada del Marrok y sus hijos, pero Anna pensó que era más bien debido a la vergüenza que a la ira que había dominado la sala hacía solo un cuarto de hora.

Finalmente, el sacerdote se puso en pie.

– Tengo aquí una carta que Carter me entregó hace unas semanas -dijo-. Debía abrirse una vez fallecido, lo que creía que se produciría pronto, de un modo u otro.

Abrió la carta y se colocó las gafas.


Amigos -leyó-. No lloréis mi pérdida. Yo no lo haré. Los acontecimientos del último año me han demostrado que no es muy buena idea interferir en los planes de Dios. Voy al encuentro de mi amada esposa con alegría y alivio. Tengo una última voluntad. Bran, viejo bardo, canta algo en mi honor en el funeral.


La iglesia estaba silenciosa. Charles sintió un reacio afecto por el fallecido. Que Dios bendijera a Carter, quien, corno él, había sido un curandero. Sabía lo que se avecinaba, y también cómo se lo tomaría la gente, incluido el Marrok.

Se puso en pie y le alargó la mano a su padre. Bran pareció sorprenderse, algo muy poco habitual en él. Aunque no le cogió la mano, soltó la de Anna y también se puso en pie. Anna dejó descansar la mano en el regazo, como si la tuviera dolorida.

– ¿Sabías que Doc iba a hacer eso? -le dijo Charles a Samuel en un susurro, señalando con la cabeza la funda del violín mientras seguían a su padre hasta el podio.

Si lo hubiera sabido, él también habría traído algo para tocar. Así las cosas, quedaba relegado al piano, el cual tenía tres teclas desafinadas que obligaban a cierta improvisación.

Samuel negó con la cabeza.

– Tenía planeado tocar algo en lugar de hablar. -Y añadió un poco más alto mientras abría la funda y extraía el violín-: ¿Qué cantarás, papá?

Charles miró a su padre, pero no pudo leer su expresión. Demasiados funerales, demasiados amigos fallecidos, pensó.

– «Simple Gifts» -dijo tras un momento.

Charles se sentó al piano mientras Samuel afinaba el violín. Cuando su hermano asintió con la cabeza, Charles empezó a tocar la introducción de la melodía Shaker [1]. Era una buena elección, pensó. Ni triste, ni abiertamente religiosa, y encajaba con Carter Wallace, quien había sido un hombre sencillo. Además, era una canción que los tres conocían perfectamente.


'Tis the gift to be gentle, 'tis the gift to be fair, 'Tis the gift to wake and breathe the morning air, To walk every day in the path that we chose, Is the giß that pray we will never never lose.


Cuando la suave voz de su padre terminó el primer verso, Charles se dio cuenta de que la canción también encajaba con su padre. Aunque Bran era un hombre sutil, sus necesidades y deseos eran muy sencillos: mantener viva y segura a su gente. Por aquel objetivo estaba dispuesto a ser infinitamente despiadado.

Miró a Anna, sentada sola en el banco. Tenía los ojos cerrados y seguía con los labios las palabras de Bran. Se preguntó cómo sonaría su voz al cantar y si encajaría con la de su padre. No estaba muy seguro de que cantara bien pese a que le había dicho que había trabajado en una tienda de instrumentos musicales vendiendo guitarras cuando conoció al lobo que la atacó y que la Transformó contra su voluntad.

Anna abrió los ojos y le devolvió la mirada. El impacto fue tan intenso que se sorprendió a sí mismo de que sus dedos continuaran tocando la melodía.

Suya.

Si ella llegara a conocer la intensidad de sus sentimientos, se largaría sin pensárselo dos veces. No estaba acostumbrado a ser tan posesivo, ni a la alegría salvaje con que ella llenaba su corazón. Le afectaba a su control, de modo que volvió a concentrarse en la música. La música era fácil de controlar.


* * *

Anna tuvo que hacer un esfuerzo por no cantar en voz alta. Si la audiencia hubiera sido estrictamente humana, lo habría hecho. Pero allí había demasiada gente cuyo sentido del oído era tan bueno como el suyo.

Una de las cosas que más odiaba del hecho de ser una mujer lobo era que había tenido que dejar de escuchar a muchos de sus músicos preferidos. Su oído percibía el más mínimo temblor o la pelusa más insignificante en la grabación. Aunque los pocos cantantes que podía seguir escuchando…

La voz de Bran era limpia y perfectamente afinada, pero lo que de verdad le erizaba el pelo de la nuca era su timbre cálido e intenso.

Mientras entonaba la última nota, el hombre sentado justo detrás de ella se inclinó hacia delante hasta pegar la boca prácticamente en su cuello.

– De modo que Charles ha traído un juguetito, ¿no? Me pregunto si lo compartirá. -La voz tenía un ligero acento.

Anna se movió sobre el banco hasta sentarse lo más lejos que pudo y miró fijamente a Charles, pero este estaba cerrando la funda del violín sobre las teclas del piano y le daba la espalda.

– Así que te deja como a un cordero rodeado de lobos -dijo el lobo en un susurro-. Alguien tan suave y tierno se lo pasaría mejor con otro hombre. Alguien a quien le guste que le toquen.

Le apoyó las manos sobre los hombros e intentó tirar de ella.

Anna se libró de su abrazo, olvidando el funeral y al resto de la gente. Estaba cansada de que todo el mundo la tocara a su antojo. Se puso en pie de un salto y se dio la vuelta para enfrentarse al hombre lobo, quien volvió a apoyar la espalda en el respaldo del banco y la observó con una sonrisa. Las personas que se sentaban a su lado se apartaron para darle todo el espacio disponible, lo que decía muchas más cosas de él que la serena expresión de su rostro.

Anna tuvo que admitir que era adorable. Su rostro era refinado y elegante; su piel, como la de Charles, curtida y bronceada. Tanto su nariz como sus ojos oscuros señalaban a Oriente Medio, aunque su acento era hispano. Anna tenía muy buen oído para los acentos.

Parecía de su misma edad, veintitrés o veinticuatro años, pero, por alguna razón, supo que era muy, muy viejo. Y desprendía algo salvaje, enfermizo, que la obligaba a mostrarse cautelosa.

– Déjala en paz, Asil -dijo Charles, y apoyó sus manos en el mismo lugar de su espalda que había tocado el otro lobo-. Si la molestas, te arrancaré las tripas y se las daré de comer a los cuervos.

Anna se dejó acoger por su calor corporal y se sorprendió al darse cuenta de que tenía razón, o al menos que su primera reacción no había sido miedo sino ira.

El otro lobo se puso a reír y sus hombros se agitaron con crueldad.

– Muy bien -dijo-. Muy bien. Alguien tendría que hacerlo. -Entonces aquel extraño sentido del humor se desvaneció de su rostro y se lo frotó cansinamente-. No queda mucho. -Miró más allá de Anna y Charles-. Te dije que los sueños habían vuelto. Sueño con ella prácticamente todas las noches. Tienes que hacerlo pronto, antes de que sea demasiado tarde. Hoy.

– De acuerdo, Asil -la voz de Bran sonó monótona y cansada-. Pero hoy no. Ni tampoco mañana. Puedes esperar un poco más.

Asil se dio la vuelta para mirar a la congregación, quienes habían estado presenciándolo todo en completo silencio, y les habló con una voz limpia y sonora.

– Sois afortunados al tener a alguien que sabe lo que debe hacerse y lo hace. Tenéis un lugar al que podéis llamar hogar, un lugar seguro, gracias a él. Yo tuve que dejar a mi Alfa para venir aquí porque el amor que sentía por mí le impedía poner fin a la locura que me consume. -Se dio la vuelta y escupió simbólicamente sobre su hombro izquierdo-. Un amor débil que traiciona. Si supierais lo que siento, lo que sintió Carter Wallace, sabrías la bendición que representa Bran Cornick, el que mata a los que necesitan morir.

Y entonces Anna comprendió que lo que el lobo le pedía a Bran era su muerte.

Impulsivamente, Anna se separó de Charles. Apoyó una rodilla en el banco en el que había estado sentada y alargó el brazo para rodear con la mano la muñeca de Asil, la cual colgaba sobre el respaldo del banco.

Asil emitió un sonido producto de la conmoción pero no se apartó. Mientras ella le sujetaba, el olor que desprendía a locura, a enfermedad, se desvaneció. Él la miró fijamente y el blanco de sus ojos relució con fuerza mientras los irises se reducían hasta transformarse en dos pequeñas líneas alrededor de las pupilas oscuras.

– Omega -dijo en un susurro, respirando con dificultad.

Detrás de ella, Charles dio un paso al frente pero no la tocó. Anna percibió cómo se calentaba la piel fría bajo sus dedos. Todos permanecieron completamente inmóviles. Anna sabía que lo único que debía hacer era soltarle la mano, pero se sentía extrañamente reacia a hacerlo.

La conmoción reflejada en el rostro de Asil se desvaneció, y la piel alrededor de sus ojos y su boca expresó un pesar que fue creciendo y profundizándose hasta desaparecer donde suelen hacerlo los pensamientos íntimos para no ser descubiertos por observadores demasiado agudos. Asil alargó el brazo y le tocó la cara ligeramente, ignorando el gruñido de advertencia de Charles.

– Más regalos de los que había imaginado. -Sonrió intensamente, tanto con los ojos como con la boca-. Es muy tarde para mí, querida. Desperdicias tus dones con mi viejo cuerpo. Pero te agradezco el respiro. -Miró a Bran-. Hoy y mañana, y quizá también al día siguiente. Ver a Charles, el otrora lobo solitario, sorprendido por la trampa del amor, creo que eso me divertirá durante mucho tiempo.

Se soltó con un giro de la muñeca, apresó la mano de Anna con la suya y, con una maliciosa mirada a Charles, le dio un beso en la palma. Entonces la soltó y se marchó de la iglesia. Sin prisas, pero sin perder tiempo.

– Ten cuidado con ese -le advirtió Charles, aunque no parecía disgustado.

Alguien se aclaró la garganta y Anna miró a su alrededor para encontrarse con los ojos del sacerdote. Este le sonrió y después dirigió la mirada al resto de la congregación. La interrupción del servicio no pareció molestarle lo más mínimo. Tal vez estaba habituado a las interrupciones de los hombres lobo. Anna notó cómo se sonrojaba y volvió a sentarse en el banco… deseando poder hundirse todavía más en él. Acababa de interrumpir el funeral de un hombre que ni siquiera conocía.

– Ha llegado el momento de ir terminando con esto -dijo el sacerdote-. Nuestro duelo ha llegado a su fin, y, cuando nos marchemos, debemos recordar una vida plena y un corazón abierto a todos. Por favor, inclinemos nuestras cabezas para una plegaria final.

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