Capítulo 7

Asil soñó con una casa familiar: pequeña y bien construida, una casa pensada para un clima cálido con naranjos bien cuidados frente la puerta. Se detuvo junto al banco, en una posición donde la sombra del naranjo de mayor tamaño incidiría cuando el sol alcanzara su cénit. Mientras recorría con un dedo la tosca juntura entre dos piezas que formaban el respaldo del banco, deseó en vano disponer de algo de tiempo para arreglarla.

Pese a saber lo que iba a ocurrir a continuación, no pudo permanecer junto al banco, no cuando Sarai estaba en casa. No tenía ninguna fotografía suya, y ninguno de los retratos con que había intentado inmortalizarla le hacían justicia. Sus talentos artísticos eran bastante limitados. Solo podía verla en sueños.

Dio un paso adelante y ya estaba en la puerta principal. Mitad tienda, mitad cocina, la habitación tendría que haber sido utilitaria, pero Sarai había colgado cestas de plantas y había colocado baldosas con flores pintadas en el suelo, convirtiéndola en un lugar muy agradable. En la mesa de trabajo pegada al fondo de la habitación, su pareja trituraba con manos rápidas y competentes una rama de canela hasta convertirla en polvo.

Respiró hondo para saborear su aroma, realzado por la especia con la que trabajaba, como era habitual en ella. Su olor favorito era Sarai y vainilla, aunque Sarai y canela tampoco estaba nada mal.

Para él era muy hermosa, aunque sabía que otros no opinaban lo mismo. Tenía las manos callosas y fuertes, con unas uñas perfectamente recortadas. La corta falda de su vestido revelaba unos potentes músculos consecuencia tanto de su trabajo como de las carreras en forma de lobo por las colinas de las proximidades. Su nariz, de la que siempre se quejaba, era larga y fuerte, con un delicioso bultito en la punta.

Alargó el brazo pero no pudo tocarla.

– ¿Sarai?

Cuando ella no se dio la vuelta, comprendió que aquella noche tocaba pesadilla. Luchó por liberarse como lo hubiera hecho uno de sus primos salvajes con una pata atrapada en una trampa de hierro, pero no pudo soltar la pata ni abrir la trampa que lo mantenía allí clavado. De modo que tuvo que observar, impotente, cómo volvía a suceder.

Unas pezuñas rascaron los adoquines que él mismo había colocado en el exterior de la puerta para el barro alejado de la casa. Sarai chasqueó la lengua ligeramente contra el paladar para mostrar su enojo; siempre había odiado que la interrumpieran cuando mezclaba sus medicinas.

Aun así, dejó sobre la mesa el mortero y el majadero y se sacudió el delantal. Pese a estar irritada, sabía que jamás dejaría escapar a un cliente. Nunca debía rechazarse el dinero, sobre todo en aquellos tiempos. Y, para Sarai, un visitante no representaba ningún peligro.

Un soldado humano no era ninguna amenaza para una mujer que también era un licántropo, y la llegada al poder de Napoleón había interrumpido aquella otra guerra mucho más peligrosa. Las pocas familias con sangre de bruja que quedaban en Europa por fin habían dejado de aniquilarse entre ellas, obligadas a protegerse de los ataques de un combate mucho más mundano. No tenía razón para estar preocupada, y no pudo oír los frenéticos intentos de Asil por alertarla.

La puerta se abrió y durante un instante Asil vio lo mismo que Sarai.

La chica en el umbral de la puerta era delgada y de complexión frágil. Tenía el pelo oscuro, normalmente despeinado y rizado, pero en aquella ocasión recogido en un mono, aunque el estilo severo solo conseguía darle un aspecto más juvenil. Tenía dieciséis años. Como Sarai, tenía el pelo y los ojos oscuros, pero al contrario que su madre adoptiva, sus facciones eran refinadas y aristocráticas.

– Mariposa, [2] cariño -exclamó Sarai-. ¿Qué haces cabalgando sola tan lejos de casa? ¡Hay soldados por todas partes! Si querías venir a verme, habérmelo dicho y habría enviado a Hussan para que te acompañase.

Hacía más de doscientos años que nadie le llamaba de aquel modo, y el mero sonido de aquel nombre le provocó una punzada en el corazón.

La boca de Mariposa se tensó ligeramente.

– No quería molestarte. Sé cuidar de mí misma.

Incluso en sueños, Asil se dio cuenta de que la voz sonaba extraña, muy distinta de lo habitual: fría. Su Mariposa, su pequeña mariposa, era una niña muy emotiva que pasaba de la ira al resentimiento y de este a la alegría en un abrir y cerrar de ojos.

Sarai le frunció el ceño.

– Nadie está lo suficientemente a salvo. No en estos tiempos. -Pero incluso mientras la regañaba, acogió entre sus brazos a la niña que había criado como si fuera suya-. Has crecido, pequeña. Deja que te mire. -Dio dos pasos atrás y meneó la cabeza-. No tienes buen aspecto. ¿Te encuentras bien? Linnea me prometió que se ocuparía de ti… pero vivimos tiempos oscuros.

– Estoy bien, Sarai -le dijo Mariposa, pero a la voz de la niña le ocurría algo, sonaba monótona y segura. Estaba mintiendo.

Sarai volvió a fruncir el ceño y se llevó las manos a las calleras.

– Sabes perfectamente que no puedes mentirme. ¿Alguien te ha hecho daño?

– No -respondió Mariposa en voz baja.

Asil sintió cómo su poder la rodeaba, un poder muy distinto a cómo había sido cuando la enviaran por primera vez con los de su especie para que la adiestraran. Su magia era por entonces salvaje y fresca, pero aquel poder era tan oscuro y frío como su voz.

Sonrió, y durante un minuto Asil pudo ver a la niña que había sido una vez en lugar de a la bruja en la que se había convertido.

– He aprendido mucho de Linnea. Me enseñó el modo de asegurarme de que nadie vuelva a hacerme daño. Pero necesito tu ayuda.

El timbre de la puerta despertó a Asil antes de tener que presenciar de nuevo la muerte de Sarai. Estaba tumbado en su cama, oliendo el sudor producto del miedo y la desesperación. Su propio sudor.


* * *

Charles se acomodó en el columpio del viejo lobo e intentó disfrutar de la concepción nativa del tiempo. Era un truco que nunca había conseguido dominar del todo; su abuelo siempre le había dicho que el espíritu de su padre era demasiado intenso en él.

Sabía que Asil había oído el timbre por el sonido de la ducha, y no esperaba que Asil tuviera la cortesía de atenderle rápidamente, en especial cuando su visita se producía a una hora tan intempestiva de la mañana. Él y Anna saldrían bastante tarde, aunque de todos modos su presa no era precisamente una pieza que se pescara al amanecer. Y aquello era mucho más importante para él que capturar a un lobo solitario, incluso uno que mataba a gente.

Tras hablar con Heather en casa de Bran, estuvo tentado de volver a su casa en lugar de acudir a la de Asil. El olor de su madrastra fue lo único que le impidió llamar a la puerta del dormitorio de Bran. Aquella mañana, Charles no se sentía con ganas de bailar al son que con toda probabilidad marcaría Leah. Cuando le sacara de sus casillas (cosa que ocurriría), su padre intervendría: nadie, ni siquiera sus hijos, podían mostrarse irrespetuosos con la pareja del Marrok. Y, por tanto, habrían acabado discutiendo.

De modo que recurrió a la única persona aparte de su padre que podía comprender lo que había ocurrido, que sabría por qué el vínculo entre él y Anna no era completo: Asil, cuya pareja había sido una Omega. Asil, quien sentía tanta animadversión por él como Leah, aunque por distintos motivos.

El Hermano Lobo pensó que aquella charla matinal tenía muchas probabilidades de divertirle. Diversión o lucha, y el lobo se regocijaba tanto en la una como en la otra.

Charles suspiró y observó el vaho de su aliento desaparecer en el aire frío de la mañana. Podía ser un esfuerzo inútil. Una parte de él quería darle un poco de tiempo. Solo porque la parte lenta del proceso de apareamiento, cuando el lobo aceptaba al lobo, concluyera en cuanto la vio por primera vez, no significaba que la otra parte tuviera que ser igualmente rápida.

Pero algo le decía que había otra cosa que no se solucionaba únicamente con el tiempo. Y alguien cuyo padre era un hombre lobo y cuya madre había sido una curandera sabía cuándo debía dejarse guiar por su intuición.

La puerta tras él se abrió repentinamente.

Charles continuó balanceándose tranquilamente en el columpio del porche. Los encuentros con Asil siempre empezaban con algún tipo de juego de poder.

Tras unos minutos, Asil pasó junto al columpio y se acercó a la verja que rodeaba el porche. Se subió a ella de un salto, con un pie desnudo sobre la baranda y una pierna doblada. La otra colgaba descuidadamente por el otro lado. Solo llevaba puestos unos téjanos, y el pelo húmedo, donde no le tocaba la piel, empezó a escarcharse con el frío, haciendo juego con las marcas plateadas que le recorrían la espalda: Asil era uno de los pocos hombres lobo que conocía que tenía cicatrices. Las marcas de la espalda enlazaban con la que le recorría las costillas, donde le había herido otro hombre lobo; casi en el mismo lugar que las suyas, pensó Charles. Aunque las cicatrices de Asil las habían producido unas garras, no agujeros de bala.

Asil siempre se comportaba con mucha afectación, y Charles aún no sabía si era algo deliberado o un viejo hábito.

En lugar de mirar a Charles, Asil contempló los bosques más allá de su casa, los cuales aún estaban revestidos por las sombras de la primera hora de la mañana. Pese a la ducha, Charles podía oler el miedo y la angustia. Y recordó lo que Asil había dicho en el funeral: desde hacía unos días habían regresado los sueños.

– Mi padre podría ayudarte a hacerlos más llevaderos -dijo Charles en un susurro.

Asil emitió una risa áspera, inclinó la cabeza y se pellizcó la nariz.

– Este no. Ya no. Por cierto, ¿qué haces aquí en una mañana tan maravillosa?

Realizó un gesto grandilocuente que pretendía acaparar el invierno, el frío y la hora del día en un único y pretencioso movimiento de su brazo.

– Quiero que me cuentes todo lo que sabes sobre los lobos Omega -dijo Charles.

Los ojos de Asil se abrieron en un gesto de sorpresa cómicamente exagerado.

– ¿Ya tienes problemas, cachorrito?

Charles se limitó a asentir.

– Anna apenas sabe nada de los hombres lobo. Sería de gran ayuda que al menos uno de los dos supiera algo sobre su naturaleza de Omega.

Asil lo miró fijamente durante un instante y la diversión superficial se desvaneció.

– Esto puede llevarnos algo de tiempo -dijo finalmente-. ¿Por qué no entras y te tomas una taza de té?

Charles se sentó a una mesa pequeña y observó cómo Asil preparaba el té como si fuera una geisha: cada movimiento era significativo y preciso. Fuera cual fuese el sueño que había tenido, había conseguido que no llevara a cabo su habitual juego de hombre lobo paranoico. Al verle de aquel modo, Charles comprendió que la mayor parte de los histrionismos de Asil eran una calculada representación. Aquello es lo que ocurría cuando estaba realmente preocupado: movimientos exageradamente precisos, traslado continuo de cosas sin razón aparente.

No lo convertía en alguien menos loco o peligroso, pero al menos comprendió la razón por la que su padre no se había deshecho de Asil; aún.

– El té no tiene el mismo sabor aquí -dijo el Moro dejando una delicada taza de porcelana ribeteada en oro líenle a Charles-. La altitud no permite que el agua se caliente lo suficiente. El mejor té es el que se prepara al nivel del mar.

Charles se llevó la taza a los labios y dio un sorbito, esperando que Asil tomara asiento.

– Muy bien -empezó el otro lobo sentándose en la mesa frente a Charles-, ¿qué quieres saber de los Omegas?

– No estoy seguro. -Charles recorrió el borde de la taza con un dedo. Ahora que estaba allí, se mostraba reacio a exponer su problema con Anna a un hombre que quería ser su enemigo.

Finalmente se decidió por decirle:

– ¿Por qué no empiezas por contarme qué los diferencia exactamente de los lobos sumisos?

Asil enarcó las cejas.

– Bueno, si todavía crees que tu pareja es sumisa, vas a llevarte una gran sorpresa.

Charles no pudo evitar una sonrisa.

– Sí. Eso ya lo he deducido yo solo.

– Nosotros, que somos dominantes, solemos creer que eso determina el rango: los que obedecen y los obedecidos. Dominante y sumiso. Pero también están los que protegen y los que son protegidos. Un lobo sumiso es capaz de protegerse a sí mismo: puede luchar, matar con la misma determinación que cualquier otro. Pero un lobo sumiso no siente la pulsión del combate, al menos no como los dominantes. Son algo muy valioso para la manada. Una fuente de equilibrio y determinación. ¿Por qué existen los lobos dominantes? Para proteger a los que están por debajo, pero proteger a un sumiso es mucho más gratificante porque estos nunca esperarán a que estés herido o a que les des la espalda para comprobar si eres realmente dominante. Es fácil confiar en un lobo sumiso. Y el deseo de protegerlos y cuidarlos mantiene unida a la manada.

Dio un sorbo de té y resopló.

– Al expresar todo esto en inglés puede parecer que estoy hablando de relaciones sexuales… suena ridículo.

– Si te sientes más cómodo en español, adelante -ofreció Charles.

Asil se encogió de hombros.

– No importa. Todo eso ya lo sabes. Aquí hay unos cuantos lobos sumisos. Conoces su determinación.

– Cuando conocí a Anna, por primera vez en mi vida el lobo se quedó dormido.

Una vez roto el hielo, Asil dejó de mirar su taza para mirar a Charles.

– Sí -dijo en un susurro-. Eso es. Pueden hacer que tu lobo descanse, que se relaje.

– No siempre siento lo mismo cuando estoy con ella.

Asil se puso a reír y escupió un poco de té en su taza, tras lo cual, la miró compungido y la dejó sobre la mesa.

– Espero que no, sobre todo si eres su pareja. ¿Por qué querrías estar con alguien que te castra de ese modo continuamente? ¿Pasar de dominante a sumiso con su mera presencia? No, ella no debe calmarte todo el tiempo.

Se limpió los labios con una servilleta. Cuando terminó, la volvió a doblar y la dejó junto a la taza.

– ¿Cuánto tiempo hace que es una mujer lobo?

– Tres años.

– Entonces supongo que por ahora todo es instinto. Lo que significa que si no sientes los efectos continuamente, o bien se siente segura a tu lado o… la tienes tan inquieta que no puede hallar la tranquilidad que necesita para compartirla contigo. -Una sonrisa lobuna-. ¿Cuál dirías que es la explicación? ¿Cuánta gente conoces que no sienta miedo de ti de un modo u otro?

– ¿Es eso lo que te preocupa? -le preguntó Charles con sincera curiosidad-. Tú no me temes.

Asil se quedó inmóvil.

– Por supuesto que te temo.

– No tienes el suficiente sentido común para hacerlo. – Charles meneó la cabeza y regresó a su pregunta-. Los Omegas tienen una función similar a los sumisos dentro de la manada, aunque con mayor intensidad, ¿no es cierto?

Asil volvió a reír, aquella vez sinceramente.

– ¿Ahora tengo que defenderme diciendo «por supuesto que tengo el sentido común necesario para temerte»?

Charles, cansado de juegos, se limitó a suspirar.

– Existe una diferencia entre ser sumiso y Omega. Puedo sentirla, pero no sé lo que significa. En lugar de aceptar las órdenes de todo el mundo, no siguen las de nadie. Eso lo entiendo.

– Un Omega tiene todos los instintos de protección de un Alfa pero no las tendencias violentas -dijo Asil, molesto por tener que retomar aquella conversación-. Tu Anna va a resultarte muy útil. Se asegurará de que toda la manada sea feliz y los protegerá de cualquier cosa que amenace con hacerles daño.

Eso era. Casi podía atar los cabos sueltos. El lobo de Anna no era violento… únicamente fuerte y protector. ¿Cómo habían afectado a su lobo los ajustes que se había visto obligada a realizar al convertirse en mujer lobo? ¿Y los abusos sistemáticos?

Pensando en voz alta, Charles dijo:

– El dolor hace que el dominante sea más violento, todo lo contrario de lo que les ocurre a los sumisos. ¿Qué le ocurre a un Omega cuando es torturado?

Si hubiera estado pensando en Asil en lugar de en Anna, jamás lo habría expresado de aquel modo.

El semblante del Moro palideció y su olor corporal fluctuó descontroladamente. Se puso en pie de repente, tirando al suelo la silla y lanzando la mesa contra la pared del fondo de la sala, donde dejó de dar vueltas tras chocar violentamente contra esta.

Charles se levantó lentamente y dejó la taza de té en la estantería más próxima.

– Lo siento, Asil. No pretendía hacerte recordar cosas que es mejor olvidar.

Asil permaneció inmóvil durante unos instantes, al borde de un ataque, y entonces todos sus músculos se relajaron. Parecía tener hasta el alma cansada. Salió de la habitación sin decir una palabra.

Charles lavó su taza y la puso a secar en el fregadero. Normalmente no era tan descuidado. La pareja de Asil había sido torturada hasta la muerte por una bruja que utilizó su dolor y su muerte para aumentar su poder. Por mucho que encontrara a Asil irritante especialmente tras su último y más eficaz método de tortura: Anna, jamás habría utilizado deliberadamente la muerte de su pareja para martirizarlo. Sin embargo, tampoco conseguiría nada con otra disculpa.

Murmuró una plegaria que protegiera a la casa, como el hermano de su madre le había enseñado, y se marchó.


* * *

Anna agradecía que aquella vez fuera Charles quien condujera. Las carreteras heladas no parecían preocupar demasiado a Charles, pese a haber patinado lo suficiente como para que Anna mantuviera agarrada firmemente la abrazadera que había sobre la ventanilla.

Aquella mañana no le había dicho muchas cosas cuando regresó a casa tras hablar con el guarda forestal. Sus ojos parecían distantes, como si el hombre atento y bromista que había logrado despertar hubiera desaparecido.

Era culpa suya.

No esperaba sentir aquello cuando obligó a su lobo a retirarse mientras se daba una ducha. Los dos necesitaban un descanso tras haber mantenido un equilibrio perfecto, y Anna confiaba en que el lobo se llevara consigo aquel deseo que le retorcía las entrañas. Anna nunca había sentido algo semejante por ningún hombre. Y le resultaba embarazoso e inquietante al mismo tiempo.

Pese a la larga ducha, aquella sensación no desapareció. Puede que se hubiera encontrado mejor de no haber sido por el buen humor exhibido por él aquella mañana… aunque no estaba segura. Sentir tan intensamente te hacía muy vulnerable, y tenía miedo de que su rostro la delatara.

Cuando tuvo que salir de la ducha, se había esforzado tanto para que él no percibiera la intensidad de sus sentimientos que no se dio cuenta de cómo su extraña timidez… su miedo… le afectaban a él. Charles había llegado a sus propias conclusiones; todas equivocadas, se temía.

Observó su semblante compungido. No sabía cómo solucionarlo. El movimiento del vehículo acercó su rostro a la ropa prestada que llevaba puesta. Levantó el brazo, olió la manga de la camisa y arrugó la nariz.

Anna tuvo la sensación de que Charles no había apartado los ojos de la carretera, pero de todos modos le oyó decir:

– No apestas.

– Es extraño oler a humano -le dijo ella-. No piensas mucho en tu olor hasta que se produce algún cambio.

Antes de marcharse, Charles había cogido la ropa que Tag trajera el día anterior y le había hecho vestirse con una sucia camiseta y una sudadera igualmente sucia. Entonces le había recorrido el cuerpo con sus manos de un modo algo impersonal, recitando una letanía en una lengua desconocida para ella, a un tiempo nasal y musical. Cuando terminó, Anna olía como la mujer humana a la que pertenecía aquella ropa, y él como un humano.

Charles le había dicho que sabía algo de magia, un don que había heredado de su madre. Se preguntó qué otras cosas podría hacer, aunque le pareció descortés preguntárselo directamente. Nunca había estado con alguien que pudiera practicar magia, y aquello la hizo sentirse un poco más intimidada. En la manada de Chicago circulaban historias sobre gente con poderes mágicos, pero nunca les había prestado mucha atención: ya tenía suficientes problemas intentando ser una mujer lobo.

Anna extendió los dedos sobre el muslo y los estiró.

– Deja de preocuparte -le dijo Charles con una voz dulce pero sin la inflexión que solía utilizar con ella, como si se dirigiera a alguien que acabara de recoger en la carretera.

Aquella mañana, cuando dejó de hablarle, se había dado cuenta de que lo había estado haciendo de un modo distinto.

Las montañas cubiertas de nieve, más altas que la Torre Sears, se erigían a ambos lados de la carretera, tan frías y sólidas como el hombre a su lado. Se preguntó si aquel sería su semblante habitual cuando trabajaba. Tal vez se aislaba del mundo para poder matar a alguien que no conocía de nada en aras de la seguridad de la manada. Tal vez no fuera culpa suya.-


* * *

Anna estaba incómoda y asustada. Y se esforzaba por ocultarlo. Asil le había dicho que lodo el mundo le tenía miedo. Deseó saber qué podía decirle para solucionarlo. Para, solucionar algo, lo que fuera.

Desde que se marchara de casa de Asil le había estado dando vueltas al asunto. O mejor dicho, asuntos, aunque empezaba a creer que eran simplemente dos aspectos de la misma cuestión. El primero era el miedo que le había provocado aquella mañana, o quizá miedo por el placer que habían experimentado ambos la noche anterior. Tenía la suficiente experiencia para saber que ella se lo había pasado muy bien. No pareció preocuparle hasta que se metió en la ducha. Dado que su casa no estaba poblada de monstruos (aparte de él), estaba bastante seguro de que algo en Anna tenía que haber cambiado.

Una de las señales en las que solían fijarse cuando vigilaban a un nuevo hombre lobo eran los cambios súbitos de personalidad o de humor sin motivo aparente, un indicio de que la bestia empezaba a controlar al humano. Si no hiciera tres años que Anna era una mujer lobo, y además una Omega, Charles habría pensado que la bestia se estaba haciendo con el control.

Aunque también podía estar ocurriendo todo lo contrario. Según Asil, los Omegas tienen el mismo instinto de protección que los Alfas. ¿Podía ser que su lobo la hubiera dominado durante la última noche?

Su padre enseñaba a los nuevos lobos que la bestia formaba parte de ellos, que no era más que una serie de necesidades que debían ser satisfechas. Aquello parecía ayudar a la mayoría de ellos durante la transición. Asustarles diciéndoles que tenían a un monstruo viviendo en sus cabezas evidentemente no les ayudaría a hacerse con el control necesario que les permitiera seguir interactuando con el vasto mundo.

Se trataba de una ficción valiosa que, tal y como lo veía Charles, en ocasiones podía llegar a ser cierta. Su padre, por ejemplo, parecía armonizar ambas naturalezas sin problema. Sin embargo, la mayoría de los lobos que sobrevivían, con el tiempo acababan por considerar al lobo como una entidad separada.

Charles era incapaz de recordar un instante en que no fuera consciente de tener dos almas que hacían latir un único corazón. El Hermano Lobo y él vivían en armonía durante la mayor parte del tiempo, recurriendo a las habilidades especializadas de cada uno en función del objetivo. Por ejemplo, el encargado de la caza era el Hermano Lobo, pero si la presa era humana u otro hombre lobo, Charles pasaba a ser el ejecutor.

A lo largo de los años Charles había visto cómo los hombres lobo cuya parte humana y animal estaban completamente separadas -como Doc Wallace- no sobrevivían mucho tiempo. O bien atacaban a alguien más viejo y fuerte que ellos o bien Charles debía matarlos porque no podían controlar al lobo.

Un hombre lobo que sobrevivía aprendía a integrar al hombre y al animal y dejaba que el primero ocupara el asiento del conductor durante la mayor parte del tiempo; salvo durante la luna llena, cuando se ponían furiosos… o cuando los atacaban. Torturar a un dominante significaba que el lobo tomaría el control. Torturar a un sumiso significaba que solo quedaría el humano.

Con todos los instintos de protección de un Alfa y ni un ápice de sus tendencias violentas… además de los tres años de abusos, era probable que el lobo de Anna hubiese descubierto un modo de protegerla. Eso explicaría por qué Leo jamás consiguió doblegarla.

Quizá cuando se asustó por su agresión de la noche anterior, su lobo había tomado el control. Y quizá por eso sus almas humanas no habían conectado del modo en que lo habían hecho sus lobos.

Aunque había algo que no encajaba, pues Charles tendría que haber percibido el ascendente de su lobo. Incluso si se le hubiera pasado por alto el cambio en sus ojos, los cuales pasaban del marrón al azul cielo, tendría que haber reconocido el cambio en su olor.

Charles estaba bastante seguro de que era algo que le había hecho Leo, o que este había obligado a alguien a hacer. Aquella era la raíz de sus problemas actuales.

Enfadarse con ella no le iba a ayudar en nada, de aquello estaba seguro. De modo que dejó de pensar en las diversas formas de tortura que podría aplicar a Leo, quien, de todos modos, ya estaba muerto, e intentó centrarse en encontrar una solución.

A Charles se le daba mejor asustar a la gente que aliviar aquel temor. No sabía cómo tratar el tema de lo que había ocurrido aquella mañana, la noche anterior o la razón por la que su apareamiento no se había completado sin empeorar más las cosas.

Si las cosas no mejoraban, acudiría a su padre para pedirle consejo… o, que el cielo los ayudara a todos, otra vez a Asil. Si le explicaba todo con claridad, puede que Asil se riera de él, pero era un caballero y no dejaría que a Anna le ocurriera nada malo.

Aquello le dejaba con una tarea pendiente: Anna debía saber que los otros machos aún podían ofrecerse a ella, ya que era algo peligroso tanto para ella como para quien estuviese cerca de él cuando alguno lo intentara.

Y porque tenía el derecho a saber que podía aceptar a cualquiera de los otros machos. Al menos, eso era lo que opinaba Asil. Charles pensó que, en cuanto el vínculo ente sus lobos se completó, aquello lo convirtió en permanente, aunque no conocía a nadie a quien le hubiera sucedido antes de que la parte humana conectara. Tal vez Anna pudiera encontrar a otra persona que no la asustara tanto como parecía hacerlo él.


* * *

EL Humvee era un oasis artificial, pensó Anna. Los asientos de piel con calefacción y el clima controlado de la cabina parecían fuera de lugar en la inabarcable extensión de bosques congelados y silenciosos.

Los troncos oscuros, casi negros, de los árboles de hoja perenne contrastaban de un modo inhóspito con la blancura de la nieve. De vez en cuando, alguna carretera, distinguible más por el modo en que interrumpía la línea de árboles que por los surcos dejados por los vehículos, surgía de la autopista por la que circulaban. A medida que esta se fue estrechando hasta no ser más que una cicatriz blanca entre agrestes montañas, Anna se preguntó si el término «autopista» era el más adecuado.

– Nuestro vínculo de apareamiento no se hizo permanente la noche anterior -dijo él repentinamente.

Ella se lo quedó mirando mientras sentía la familiar sacudida de pánico. ¿Qué significaba aquello? ¿Habría hecho algo mal?

– Dijiste que lo único que debíamos hacer era…

Descubrió que no podía decir la siguiente palabra. A la fría luz del día sonaba demasiado cruda.

– Parece ser que me equivocaba -le dijo él-. Creía que tras superar la parte más complicada, lo único que faltaba era la consumación.

Anna no supo qué contestarle.

– Probablemente sea mejor así -dijo él bruscamente.

– ¿Por qué?

No había sabido si sería capaz de decirlo, pero cuando lo hizo, le pareció que simplemente trasmitía curiosidad y no aquel sentimiento de pánico que le bloqueaba las palabras en la garganta.

Pese a todo, no consiguió que su voz sonara con la desinteresada neutralidad que había pretendido.

– La razón principal por la que no quería que vinieses hoy conmigo es que no quería que me vieses matar de nuevo, por lo menos no tan pronto. Pero he sido el asesino de mi padre durante más de ciento cincuenta años, y no creo que eso vaya a cambiar en el futuro. Es justo que, antes de elegir, me veas tal cual soy cuando me posee la caza.

El volante crujió bajo la presión de sus manos, pero su voz continuó tranquila, casi indiferente.

– En la manada de mi padre hay una serie de lobos dispuestos a adorar el suelo que pisas. Lobos que no son asesinos. -Respiró brevemente e intentó sonreír para tranquilizarla, aunque se quedó en algún punto intermedio que lo único que Io consiguió fue mostrar sus dientes fuertes y blancos-. Y no todos están locos.

De nuevo intentaba alejarla de él.

Anna se miró las manos y vio que tenía los nudillos blancos por la tensión. De repente, pudo volver a respirar. Decirle que aún podía buscar a otro le estaba poniendo muy nervioso, desbaratando la calma aparente que mantenía desde el desayuno. Anna recordó el ataque de celos de la última noche y sintió cómo la confianza le calmaba el corazón: Charles la amaba, independientemente de lo estúpida que había sido aquella mañana. Podía aceptarlo. No podía seguir teniendo vergüenza por el hecho de querer estar con él para siempre, ¿verdad? En una semana o dos lo superaría. Y dentro de un año la intensidad de lo que sentía por él dejaría de asustarla definitivamente.

Sintiéndose mejor, Anna se acomodó en el confortable asiento del Vee para poder tener una mejor perspectiva de Charles. ¿De qué había estado hablando antes de ofrecerle la posibilidad de dejarlo?

Sobre el hecho de ser un asesino.

– He conocido a otros asesinos -le dijo-. La manada de Leo tenía a Justin. ¿Le recuerdas? Justin era un asesino. -Se esforzó por dejar clara la diferencia entre ambos-. Tú eres justo. -Aquella no era la forma, sonaba muy estúpido.

– «Una rosa siempre será una rosa…» -citó Charles, apartando el rostro de ella.

Anna respiró profundamente para comprobar si su olfato podía ayudarle a descifrar lo que Charles sentía, pero lo único que pudo oler fue a los dos extraños que les habían prestado la ropa. Tal vez Charles lograra controlarse mejor que otras personas.

Charles era un hombre prudente. Prudente tanto con lo que decía como con la gente que le rodeaba. Anna solo había necesitado pasar una noche con él para darse cuenta de aquello. Se preocupaba por la gente. Se preocupaba por ella, por su padre, incluso por el amigo de Heather. Su estómago se estabilizó a medida que las pistas y las acciones aisladas tomaban sentido de conjunto. Para un hombre que se preocupaba tanto por los demás debería haber resultado muy duro aprender a matar, por muy necesario que fuera, pensó Anna.

– No -dijo ella con firmeza.

Frente a ellos y un poco a la derecha, una serie de picos espectaculares se erigían desafiantes contra el cielo. Las cumbres nevadas, sin rastro alguno de árboles o vegetación, relucían al sol de tal modo que incluso a través de las lunas tintadas le deslumbraron los ojos y llamaron a su lobo. Aquel era un lugar donde un hombre lobo podía correr.

– Un asesino siempre es un asesino -le dijo ella-. Pero tú sigues unas normas, aplicas la justicia, de modo que no te castigues demasiado por hacer bien tu trabajo.


* * *

Su opinión, tras la debacle de la última noche, cogió a Charles con la guardia baja. Cuando la miró, ya había cerrado los ojos y se disponía a echar una cabezada. Su Anna, quien no hacía ni cinco minutos había estado aterrorizada de él. No era exactamente la reacción que provocaba en la gente cuando les contaba que era un asesino.

La carretera por la que circulaban tenía más roderas de las habituales en aquella época del año, seguramente por los vehículos del servicio de emergencias. Confiaba en que no se cruzaran con ninguno.

Las llamadas que había hecho Heather por la mañana deberían asegurar que ningún otro voluntario inexperto o excursionista amateur se internara en aquellos bosques. Pretendía reducir al máximo el daño que podía provocar el lobo solitario.

Por expresa petición de Charles, Heather les había informado que el hombre que buscaban llevaba demasiado tiempo desaparecido y que, seguramente, por entonces solo buscaban poco más que un cadáver, por lo que era mejor dejar de arriesgar más vidas. También les había hablado de Jack -aunque responsabilizó a un puma del ataque – y les recordó que se estaba acercando una borrasca.

Las pocas personas que seguían batiendo el terreno concentraban sus esfuerzos a unos treinta kilómetros al oeste del lugar donde Jack había sido atacado por el lobo solitario, en las proximidades del lugar en el que el hombre desaparecido había dejado su furgoneta, una zona muy alejada del escenario en el que el lobo solitario solía hacer sus apariciones. Charles y Anna no deberían cruzarse con ningún rastreador.

La carretera empezaba a hacerse más abrupta. Las ruedas del Humvee crujían y gemían continuamente al avanzar sobre la nieve profunda. A la izquierda, de vez en cuando alcanzaba a vislumbrar el riachuelo congelado, aunque la mayor parte del tiempo quedaba oculto por la espesa vegetación de la parte baja del valle. A la derecha, cables eléctricos de alta tensión se extendían entre inhóspitas torres metálicas a lo largo de una hilera estéril abierta en mitad del bosque. Aquellos cables, y su ocasional mantenimiento, eran las únicas razones por las que existía aquella solitaria carretera de servicio por la que circulaban.

Un chorro de aire caliente evitó que el parabrisas se congelara. El calor en el interior del vehículo hacía que el paisaje invernal resultara casi surrealista, algo que no iba con ellos. Y pese a que normalmente aborrecía aquella sensación, había sufrido demasiadas veces las inclemencias de la nieve y el frío a lomos de un caballo o a cuatro patas para desestimarlas comodidades que proporcionaba un vehículo moderno.

La pendiente se hizo aún más pronunciada y Charles aminoró la marcha considerablemente mientras el Vee saltaba y rebotaba sobre piedras y hoyos ocultos por la nieve. Las ruedas empezaron a patinar, de modo que redujo aún más la velocidad y apretó el botón que bloqueaba los ejes. El ruido despertó a Anna.

En ocasiones la anchura adicional del Humvee no resultaba muy útil. Se vio obligado a colocar las ruedas de la parte izquierda del vehículo sobre el terraplén para mantener las de la parte derecha sobre la carretera. La inclinación del vehículo hizo que Anna mirara por la ventanilla, cerrara los ojos y se encogiera sobre su asiento.

– Si caemos, seguramente no morirás -le dijo él.

– Perfecto -dijo ella en un tono impertinente que Charles agradeció al no reconocer en él ni el más mínimo atisbo de miedo, por lo menos no de él. Deseó saber si el responsable de aquello era el lobo o Anna-. No tengo que preocuparme por unos cuantos huesos rotos o aplastados porque probablemente no moriré, ¿no es eso?

– Tal vez deberíamos haber venido en el viejo Land Rover de Tag -le dijo él-. Es casi tan bueno como este en terreno escarpado pero mucho más estrecho. Aunque es más difícil de conducir, tiene una calefacción pésima y no pasa de los cien en la autopista.

– Creía que estábamos en un Parque Nacional -dijo ella con los ojos entornados-. ¿No está restringido el paso a los vehículos motorizados?

– Sí, pero estamos en una carretera. Por aquí se puede circular.

– ¿Esto es una carretera?

Charles lanzó una risotada ante su tono irónico y Anna le contestó con un gesto grosero.

Alcanzaron la cumbre y Charles consiguió avanzar unos tres kilómetros más a través de los árboles hasta que el terreno se hizo demasiado escabroso para continuar. Alguien había pasado por allí en motos de nieve -probablemente el servicio de emergencia- pero la mayoría de las marcas de vehículos desaparecían medio kilómetro después. La última lo hizo a unos trescientos metros, supuso que la de Tag.


* * *

– ¿Cuánto tiempo estaremos fuera? -preguntó Anna ajustándose la mochila junto al Vee.

– Eso depende de la presa -le dijo él-. Llevamos provisiones para cuatro días. Caminaremos en un círculo que nos traerá de vuelta a este lugar. Si por entonces no ha dado con nosotros, dejaremos de hacernos pasar por humanos y le daremos caza. -Se encogió de hombros-. Estas montañas tienen una extensión de unos tres mil kilómetros cuadrados, de modo que puede costarnos un poco encontrarlo si su intención es permanecer oculto. Si está protegiendo su territorio y cree que somos intrusos humanos, nos dará caza y nos ahorrará mucho tiempo.

Anna había ido un par de veces de excursión con su familia en Wisconsin cuando era pequeña, aunque a ningún lugar tan aislado como aquel. Cuando respiraba demasiado fuerte, el aire le congelaba las fosas nasales, y notó las puntas de las orejas frías antes de que Charles se las cubriese con el gorro.

Aquello le encantó.

– Debemos mantener un ritmo lento -le dijo Charles-, eso le indicará que somos humanos, aparte del olor.

Aunque el ritmo que empezó a marcar le pareció a Anna demasiado vigoroso.

Caminar con raquetas de nieve no era tan difícil como había imaginado. En cuanto Charles le ajustó las correas adecuadamente, le dijo que los otros sistemas para caminar por la nieve no eran demasiado útiles. Las nuevas raquetas eran uno de los pocos inventos de la vida moderna que parecía aprobar sin reservas.

Anna tuvo que gatear un poco para seguir su ritmo. Si aquello era un paso lento, se preguntó si habitualmente corría cuando estaba en los bosques, incluso en forma humana. No daba la sensación de que le molestaran las heridas, y aquella mañana no tenía los vendajes manchados de sangre.

Apartó aquella línea de pensamientos que la llevaría a preguntarse por qué había podido fijarse tan detenidamente en los vendajes aquella mañana. Pese a todo, no pudo evitar mirarle y sonreír, aunque más para sí misma que para él. Rodeada de nieve por todas partes y embutida en numerosas capas de ropa y el anorak, se sentía aislada de los terrores que le provocaba la intimidad y podía apreciar mejor el lado bueno de las cosas.

Y Charles tenía muchos lados buenos. Conocía perfectamente la amplitud de sus hombros bajo su anorak y el modo en que su piel se oscurecía ligeramente detrás de sus orejas. Sabía que su olor le hacía latir el corazón más deprisa, y cómo el peso de su cuerpo la anclaba a él más que atraparla.

Al caminar detrás de él, a salvo de aquella penetrante mirada que siempre veía cosas que la incomodaban, podía observarlo cuanto deseara.

Pese a las raquetas de nieve, se movía con elegancia. Se detenía de vez en cuando y contemplaba los árboles, intentando distinguir, según le dijo, cualquier movimiento fuera de lo común. En los bosques, el lobo se hacía más presente. Podía verlo en el modo en que usaba su nariz, a veces deteniéndose con los ojos cerrados para respirar y contener el aliento. Y en el modo en que se comunicaba con ella, más con gestos que con palabras.

– Veremos más animales aquí que más adelante, cuando estemos a más altura -le dijo tras señalar con el dedo un ciervo que les observaba medio oculto tras un tupido arbusto-. Casi todos los animales grandes se quedan aquí, donde no hace tanto frío y hay más comida y menos nieve.

Y eso fue lo único que dijo durante mucho rato, incluso cuando se detenía para entregarle un poco de esto o de aquello que pretendía que comiera, sosteniendo silenciosamente cecina o un pequeño paquete de manzanas liofilizadas. Cuando rechazó el segundo puñado de esto último, se las introdujo en el bolsillo.

Aunque normalmente prefería la conversación al silencio, no sintió ningún impulso de interrumpir los sonidos del bosque con sus palabras. Había algo en aquel lugar que exigía ser reverenciado, y de todos modos habría resultado muy complicado hablar y resollar al mismo tiempo.

Al cabo de un rato, la atmósfera reinante empezó a parecerle espeluznante, lo que resultaba especialmente extraño teniendo en cuenta que era una mujer lobo. No esperaba que los árboles fuesen tan oscuros, y la sombra de la montaña hacía que pareciera mucho más tarde de lo que era.

De vez en cuando sentía un déjà vu. Le costó un rato concretarlo, y entonces se dio cuenta de que tenía la misma sensación que cuando recorría el centro de Chicago. Aunque las montañas eran mucho más altas que los rascacielos, los picos que parecían clavados en el cielo le producían la misma sensación de claustrofobia.

La voluminosa mochila de color amarillo chillón de Charles, elegida para obtener la máxima visibilidad, como la suya de rosa fosforito, era un elemento tranquilizador. No solo por el matiz civilizado que aportaba su presencia en aquel lugar, sino también porque el hombre que la acarreaba parecía moverse por el territorio con la misma confianza con que ella lo hacía por su viejo apartamento. El rifle negro mate no era tan tranquilizador. Anna sabía disparar -su padre solía llevarla al campo de tiro- pero aquel rifle se parecía tanto a la.38 de su padre como un lobo a un caniche.

La primera vez que subieron por una pendiente escarpada, Anna tuvo que detenerse a pensar el mejor modo de subirla con raquetas de nieve. Caminar con aquello los retrasaba mucho y ya empezaba a notar los muslos tensos por el cansancio. Charles se quedó detrás de ella durante toda la ascensión. Les llevó más de una hora, pero valió la pena.

Cuando alcanzaron la cumbre y se detuvieron brevemente entre los árboles, Anna se quedó muda de asombro al contemplar la vista que se abría ante ellos. El valle por el que habían estado ascendiendo, moteado de blanco y verde glacial, se extendía hasta donde les alcanzaba la vista. Era espectacular… y solitario.

– ¿Siempre ha sido así? ¿En todas partes? -preguntó Anna casi en un murmullo.

Charles, quien se encontraba más adelante porque solo se había detenido cuando lo hizo ella, le echó un rápido vistazo al paisaje.

– No -dijo-. Los páramos siempre han sido páramos. Esta primavera te llevaré a las Misiones a hacer un poco de escalada. Si te gusta esto, aquello te va a encantar.

De modo que él también la había estado observando, pensó Anna, y se había dado cuenta de lo mucho que estaba disfrutando.

– Las Misiones son aún más espectaculares, aunque muy complicadas si intentas atravesarlas. Arriba, abajo y poca cosa entre medio. Aunque esto tampoco va a ser fácil. Cuando empezaron a proteger las zonas salvajes, lo único que quedaba por aquí era bastante escarpado.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó una barrita de muesli.

– Cométela.

Y se la quedó mirando hasta que Anna se quitó un guante y dio un mordisco a la barra de color algarrobo antes de hacer lo mismo él.

– Te comportas como una gallina con sus polluelos -le dijo ella, no muy segura de si mostrarse irritada o no. Charles gruñó.

– Si fueras humana, sentirías el frío. Solo estamos a unos cuantos grados bajo cero, pero no subestimes la montaña. Estás consumiendo mucha energía para mantener tu calor corporal, y además no tienes precisamente el peso necesario para combatir. De modo que vete acostumbrando porque seguiré alimentándote cuando lo considere necesario, por lo menos mientras dure esta expedición.

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