Noroeste de Montana,
Parque Nacional Cabinet: Octubre
Nadie sabía mejor que Walter Rice que el único lugar seguro era el más alejado de todo el mundo. Seguro para ellos, claro está. El único problema es que seguía necesitándolos; anhelaba el sonido de las voces humanas, sus risas. Para su vergüenza, en ocasiones merodeaba por las proximidades de un campamento solo para oír las voces e imaginar que iban dirigidas a él.
Aquella era una de las razones por las que estaba tendido boca abajo sobre las agujas de kinnickinnic y viejos tamarack, a la sombra de un grupo de árboles, observando al joven que escribía con un lápiz en una libreta de espiral tras haber recogido una muestra de excremento de oso y guardar la consiguiente bolsa de plástico medio llena en su mochila.
Walter sabía que el chico no le descubriría: el Tío Sam se había asegurado de que Walter supiera ocultarse y seguir una pista, y décadas de soledad en uno de los parques naturales más hostiles de los Estados Unidos le habían convertido en una buena imitación de uno de aquellos indios milagrosamente invisibles que poblaban los libros y películas favoritas de su infancia. Si no quería que le viesen, no le veían; y, además, aquel chico tenía todos los modos de un ama de casa de ciudad. No deberían haberle permitido que se internara solo en aquella región infestada de osos pardos; alimentarlos con universitarios no era muy buena idea, ya que podrían ocurrírseles cosas peores.
No es que aquel día los osos estuvieran cerca. Como Walter, sabían leer las señales: en las próximas cuatro o cinco horas se produciría una gran tormenta. Podía sentirla en sus huesos, y aquel extraño no llevaba una mochila lo suficientemente grande para hacerle frente. Era aún pronto para una tormenta invernal, pero aquella región era así. Walter había visto nevar en agosto.
Aquella tormenta era la otra razón por la que seguía los pasos del chico. La tormenta y qué hacer ante ella; hacía mucho tiempo que no se sentía tan agitado por la indecisión.
Podía dejar que el chico se marchara. La tormenta llegaría y le arrancaría la vida; aquella era la ley de la montaña, de la naturaleza salvaje. Una muerte limpia. Sin embargo, aquel chico era demasiado joven. Tiempo atrás había visto morir a tantos chicos que podría pensarse que estaba habituado a ello. Por el contrario, la idea de uno más era inconcebible.
Podía alertarlo. Pero todo en su interior se rebelaba ante aquella idea. Hacía demasiado tiempo que no hablaba con alguien cara a cara… la mera idea le cortó la respiración.
Demasiado peligroso. Podía provocar otro recuerdo. Hacía mucho que no tenía uno, pero aparecían inesperadamente. Sería mucho peor si intentaba alertar al chico y acababa matándolo.
No. No podía arriesgarse a perder la pequeña paz que había logrado alertando a aquel extraño; aunque tampoco podía dejar que muriera así como así.
Frustrado, le había estado siguiendo durante varias horas mientras el chico se internaba en el bosque ignorando el peligro que le acechaba, alejándose de la carretera más cercana y de la seguridad. El saco de dormir indicaba que planeaba pasar la noche a la intemperie, lo que tenía que significar que creía saber lo que estaba haciendo al internarse en los bosques. Por desgracia, cada vez era más evidente que se trataba de una falsa confianza. Era como ver a June Cleaver pasándolo mal. Triste, muy triste.
Como ver llegar a los reclutas a Vietnam dispuestos a convertirse en hombres cuando todo el mundo sabía que no eran más que carne de cañón.
Aquel maldito chico estaba despertando todo tipo de sentimientos que Walter prefería mantener ocultos. Pero la irritación no era lo suficientemente intensa como para afectar su conciencia. Había seguido al chico durante diez kilómetros, incapaz de tomar una decisión. La inquietud que sentía le impidió percibir el peligro hasta que el joven estudiante se detuvo en seco en mitad del sendero.
El espeso arbusto que los separaba solo le permitía ver la parte superior de su mochila. Por tanto, fuera lo que fuese lo que le había hecho detenerse, era más bajo que él. Las buenas noticias eran que no se trataba de un alce. Se puede razonar con un oso negro, incluso con uno pardo, si no está demasiado hambriento (lo que, según su experiencia, no era muy habitual), pero los alces…
Walter desenvainó su gran cuchillo pese a no saber aún si pretendía ayudar al chico o no. Incluso un oso negro sería una muerte más rápida que la tormenta que se avecinaba, aunque algo más sangrienta. Y Walter conocía al oso que solía deambular por aquella zona, lo que ya era más de lo que podía decir del chico. Se movió lentamente a través del arbusto, sin hacer ningún ruido pese a que el suelo estaba cubierto de agujas de álamo. Cuando no quería hacer ningún ruido, no lo hacía.
Un débil rugido hizo que un escalofrío le recorriera la espalda, soltando suficiente adrenalina para perforar la capa de ozono. No era un sonido habitual por aquellos parajes, y él conocía a todos los depredadores que vivían en el territorio.
Un metro más y nada se interpondría en su línea de visión.
Vio un perro en mitad del sendero; o, al menos, algo perruno. Al principio, Walter pensó que se trataba de un pastor alemán por el color de su pelaje, pero había algo extraño en las articulaciones de sus patas delanteras que lo asemejaban más a un oso que a un perro. Y era mucho más grande que cualquier perro o lobo que hubiera visto nunca. Tenía unos ojos de hielo, de asesino, y unos colmillos imposibles.
Puede que Waltei no supiera cómo llamarlo, pero sabía lo que era. En el rostro de aquella bestia acechaban todas las pesadillas que atormentaban su vida. Era la cosa a la que se había enfrentado en tres ocasiones en Vietnam y todas las noches desde entonces: la muerte. Aquella era una batalla para un guerrero sangriento, maltrecho y corrompido como él, no para un inocente.
Salió de su escondrijo con un bramido salvaje diseñado para atraer la atención y echó a correr a toda velocidad, ignorando la protesta de unas rodillas demasiado viejas para la batalla. Aunque había pasado mucho tiempo desde la última pelea, no había olvidado la sensación de la sangre circulando por sus venas.
– Corre, chaval -dijo al pasar como una exhalación junto al muchacho con una fiera sonrisa pintada en el rostro, preparado para entablar combate con el enemigo.
Era posible que el animal huyera. Se había tomado su tiempo estudiando al chico, y, en ocasiones, cuando la comida de un depredador arremete contra él, el depredador suele dar media vuelta. Pero, de algún modo, Walter sabía que aquella bestia no era aquel tipo de animal; sus cegadores ojos dorados desprendían una inteligencia perturbadora.
Puede que algo le impidiera atacar al joven, pero con Walter no tuvo reparos. Se lanzó sobre él como si no fuera armado. Tal vez no era tan listo como creía, o se había dejado engañar por su apariencia inofensiva sin comprender de lo que era capaz un viejo veterano armado con un cuchillo y su propio brazo. Tal vez se dejó llevar por la huida del chico, ya que este había seguido el consejo de Walter a las primeras de cambio y corría como una bala perdida, y solo veía a Walter como un obstáculo que se interponía a su deseo de carne fresca y jugosa.
Pero Walter no era un chico indefenso. Había conseguido su cuchillo de un general enemigo al que había asesinado en la oscuridad, como le habían enseñado. El cuchillo estaba cubierto de amuletos mágicos grabados en la hoja, símbolos extraños que ya estaban ennegrecidos, ocultando lo que tiempo atrás fue una superficie plateada. Pese a toda la parafernalia exótica, era un buen cuchillo y se clavó profundamente en el lomo del animal.
La bestia era más rápida que él; más rápida y más fuerte. Pero al llevarse el primer tajo, la dejó lisiada y aquello decidió el combate.
Walter no ganó, pero se salió con la suya. Mantuvo ocupaba a la bestia y la dejó muy mal herida. Aquella noche no podría ir tras el chico; y si este era listo, por entonces ya tendría que estar a medio camino de su coche.
Finalmente el monstruo se marchó, arrastrando una pata delantera y sangrando por una docena de heridas; aunque no había ninguna duda de quién se había llevado la peor parte. Walter había visto morir a muchos hombres, y supo por el olor a intestino perforado que había llegado su hora.
Sin embargo, el joven estaba a salvo. Tal vez aquello compensaría, de algún modo, todos los jóvenes que no habían logrado sobrevivir.
Relajó los músculos de la espalda y sintió la hierba seca y la tierra abrirse paso bajo su peso. El suelo estaba frío bajo su cuerpo caliente y sudoroso, y se sintió aliviado. Le parecía adecuado terminar su vida allí, tras salvar a un extraño, porque la muerte de otro extraño había sido la causa que le trajera por primera vez a aquel lugar.
Se levantó viento y tuvo la sensación de que la temperatura descendía unos cuantos grados, aunque también podía deberse a la pérdida de sangre y a la conmoción. Cerró los ojos y esperó pacientemente a que la muerte, su vieja enemiga, le reclamara finalmente. El cuchillo seguía en su mano, por si el dolor era insoportable. Las heridas en el estómago no son precisamente la forma más rápida de morir.
Sin embargo, no fue la muerte lo que llegó con la primera ventisca de la temporada.