Sancta sanctórum

Eran más de las cuatro cuando Nikki Porter hizo sonar el timbre del apartamento de Queen, en la calle Ochenta y Siete Oeste. Annie, de pelo gris y ojos brillantes, la veterana cocinera, doncella y factótum que gobernaba la casa de los Queen, abrió la puerta y la observó minuciosamente.

– El señor Queen dijo que debía esperarle -dijo Nikki. Annie se aclaró la garganta.

– El señor Ellery Queen, ¿supongo? -miró a Nikki de arriba abajo.

– Sí -Nikki se sonrojó y le entregó la tarjeta de Ellery.

– Entre -dijo Annie con resignación-. El señor Ellery dice «en su estudio» -Annie frunció los labios mientras cerraba la puerta.

Exactamente junto al recibidor había una gran sala de estar. Era alegre, pero exageradamente inmaculada. Todo estaba no sólo en su debido lugar, sino que parecía que te retaba a moverlo. Los ceniceros relucían como si nunca se hubiesen usado y como si se fuesen a ofender si se apagaba un cigarrillo en ellos. La superficie brillante de la mesa, donde había una lámpara de lectura de tipo antiguo, rechazaba el polvo. La inmaculada alfombra de colores rosa y marrón-gris podía ser un anuncio de aspiradores. Enfrente del diván tapizado en quimón, cuyos almohadones había mullido y luego estirado Annie, se encontraba la puerta que daba al dormitorio del inspector Queen. Justo detrás del diván una puerta en arco de hojas correderas daba al comedor. Más allá se encontraba la despensa, de donde venía el zumbido de un frigorífico eléctrico y la cocina. De la cocina, una segunda puerta daba a un estrecho vestíbulo, por el que Annie llevó a Nikki Porter. Al pasar, Nikki tuvo una visión de una fila de brillantes cazos y sartenes de aluminio.

Al final del vestíbulo estaba el estudio de Ellery Queen. Nikki entró en él y emitió un sonido entrecortado.

La habitación se encontraba en un estado de desorden apabullante. El olor a tabaco rancio era sofocante. La mesa, situada al lado de la ventana, estaba cubierta de manuscritos, revistas, periódicos, ceniceros a medio llenar, lápices, gomas, pipas, paquetes arrugados de cigarrillos, una corbata hecha un acordeón, una zapatilla, tres campanillas de trineo y una de elefante, tres corchos puestos, milagrosamente, uno encima del otro e inclinándose como la Torre de Pisa y una máquina de escribir.

Annie pareció humillada.

– El señor Ellery no deja que nadie toque nada en esta habitación -arrugó la nariz y luego, yendo a la ventana, la abrió-. Quizá estará mejor con un poquito de aire, pero nunca se aireará como es debido con todas estas cosas en medio -miró con resentimiento los ceniceros rebosantes-. No deja que se los vacíe. Cuando se salen los vacía en ese tiesto de la esquina -indicó una larga jardinera azul, en la que había dos bastones, una barra de cortina, un trozo de cañería de plomo (un recuerdo de algún caso de asesinato resuelto hacía mucho tiempo) y algunas cestitas de mimbre para gatos. Fue hacia el dormitorio y lo cerró. Por lo menos, implicaban sus modales, los ojos de esta intrusa no profanarían el sancta sanctórum más interno del señor Ellery. Cogió un libro de un estante y se lo ofreció a Nikki.

– Si quiere leer algo mientras espera, éste es el último del señor Ellery -anunció con orgullo-. Y si necesita algo más, llámeme.

– Gracias -dijo Nikki.

De pronto, Annie se inclinó sobre ella; había desaparecido el rencor, tenía los ojos brillantes.

– No hay nada que me guste más que un buen asesinato. ¿A usted no, señorita?

Nikki parpadeó.

– Un asesinato verdaderamente bueno. ¿A usted no? -insistió Annie.

– ¡Oh! Oh, sí. Sí que me gustan.

– Sin embargo, yo nunca puedo imaginar quién fue el que lo hizo. Y le apuesto a que usted no adivina éste tampoco -dijo Annie, señalando el libro con la cabeza-. Bueno, tengo que hacer en la casa -se excusó, saliendo de la habitación.

Nikki miró a su alrededor. Evidentemente, Ellery Queen no era un buen tirador en lo que se refería a arrojar trocitos de papel arrugados a la papelera. La papelera, situada debajo del escritorio, estaba rodeada de ellos. Frente a la mesa había una silla tipo Morris, con la barra de latón en el último diente, de modo que el respaldo estaba inclinado hasta el máximo posible. Su posición sugería que el señor Queen estaba acostumbrado a sentarse en ella con los pies sobre el escritorio. Sobre el brazo plano de la silla había una curiosa colección de pequeños objetos blancos. Según parecía había estado cortando sus limpiadores de pipa y retorciendo los trocitos para hacer pequeñas figuras. La que ella cogió era un reno. También había un mono, un canguro, un elefante, un cerdo. Las tijeras asomaban por debajo de la máquina de escribir. Volvió a dejar el reno entre el resto del rebaño y sacudió la cabeza.

¡Así era como perdía el tiempo el señor Ellery Queen! Y según parecía, simplemente había echado a un lado las cosas de la mesa para hacer sitio a la máquina de escribir portátil. ¡Qué hombre! ¡Qué criaturas eran los hombres! ¿Cómo podía vivir entre tanto desorden un hombre con una mente como la suya?

Recogió los ceniceros y los llevó a la ventana. Después de mirar para asegurarse de que nadie la observaba, los vació rápidamente por el patio.

De un diván situado entre librerías quitó un sombrero de fieltro muy usado y se sentó, con el libro abierto en el regazo.

Bostezó y leyó la página del título.

– ¡Qué hombre! ¡Qué hombre!

El asesinato de John Braun parecía muy lejano.

A las siete y cuarto, Ellery Queen apareció en el apartamento.

– Annie -llamó-. ¡Hermosa Annabel Lee!

Annie apareció por el vestíbulo.

– Así que es usted, ¿eh, señor Ellery? ¡Vaya saludo el suyo!

– ¿Qué ocurre, Annie? -las ventanas de la nariz de Annie se agitaban, eso quería decir que estaba enfadada-. ¿Está aquí la señorita Porter?

– Llevé a la joven a su guarida, como usted dijo. Y vaya un saludo. ¿No iba a llamarme para que pudiese poner el asado si venía usted a casa? ¿Cree que puedo poner el asado a esta hora? Tendrá que comer bacón y huevos ahora. ¿Y qué dirá el inspector? «Annie está loca», dirá. ¡Vaya un saludo!

Ellery Queen sonrió.

– Papá no va a venir a casa, Annie, y yo también ceno fuera.

– Ah, con que va a cenar fuera, ¿eh? Y yo ya he batido y preparado los huevos para revolverlos. Está usted volviéndose muy audaz, por no decir muy aristocrático, así de pronto. «Ceno fuera, Annie», dice usted. Van a dar las ocho y usted llega y dice que va a cenar fuera. ¡Vaya saludo!

– Annie, papá tenía razón.

– ¿Y qué quiere decir con eso, señor Ellery? -preguntó ella.

– Dijo que estaba usted cansada, que tenía demasiado trabajo, que necesitaba unas vacaciones. Insiste en que se tome unas.

– Pero tuve mis vacaciones hace seis meses el sábado que viene -protestó Annie.

– No importa. Papá dice que no debe usted venir mañana por la mañana, ni el otro, ni el siguiente. Tiene que tomarse una semana de vacaciones. Descanse, le hará bien.

– Bueno, la verdad -dijo Annie dudando.

– Esto es una semana por adelantado, Annie. No debe acercarse por aquí antes de una semana. Debe descansar. Necesita un descanso, Annie. ¿Entiende?

– Bueno, la verdad, nunca oí nada parecido -Annie sonreía ahora.

– Fuera de aquí -dijo Ellery Queen-, fuera y largo de aquí.

– Pero los huevos, señor Ellery.

– No se preocupe de los huevos. Yo me encargaré de ellos. ¡Largo!

Cuando, un minuto o dos después, apenas dándole tiempo a Annie de cambiarse de vestido y ponerse el sombrero, la empujó a través de la puerta y cerró ésta, Ellery suspiró con alivio y se encaminó hacia su estudio a través del vestíbulo.

En el hueco de la puerta se paró bruscamente. Con la cabeza apoyada sobre su bata de franela azul, el último libro de él tirado en el suelo a su lado, Nikki Porter estaba tumbada sobre el diván durmiendo profundamente. Su pequeño sombrero de paja color crema, con la punta de una pluma de pavo real saliendo alegremente de debajo de un lazo, le caía sobre un ojo. El otro ojo, rasgado y oscuro, parpadeó al entrar Ellery Queen en la habitación.

– ¡Mi héroe! -ella se sentó-. ¡Ya era hora!

– ¿Cansada? -preguntó él con simpatía.

– ¡Oh, no! -dijo ella amargamente-. Estaba leyendo tu último libro. Me durmió. Podría dormir a un pavo americano una mañana de primavera ¿Qué noticias hay?

– Ninguna. Excepto que se ha dado una alarma para buscar a una cierta Nikki Porter, una impertinente muchacha de ojos castaños con una nariz chata -dijo él suavemente.

– ¡No me extraña! ¡Son casi las siete y media!

– No te extraña ¿qué? -Ellery Queen se tiró sobre la silla Morris y puso las piernas sobre el escritorio. Las cruzó de modo que el tacón de un zapato descansase sobre la punta del otro. Movió el pie de encima de delante hacia atrás, como un péndulo invertido-. No te extraña ¿qué? -repitió lánguidamente.

– Que esté nerviosa y descompuesta. No he comido desde el desayuno.

– ¡Oh!, bueno, yo tampoco.

– Y nunca desayuno. Así que ¿qué vas a hacer para arreglar esto?

– Si quieres, puedes prepararnos unos huevos y hacer algunas tostadas y café.

El pie continuó balanceándose.

– ¿Que yo cocine? -la voz de ella parecía horrorizada.

Ellery Queen volvió la cabeza y la miró con curiosidad.

– ¿No sabes cocinar?

– Claro que no. Soy escritora, no cocinera.

– Quizá valga más así.

– ¿Qué vale más así?

– Que no cocines. Si cocinases igual que escribes… -comenzó a reír por lo bajo.

El pie de encima resbaló del otro pie y aterrizó sobre la máquina de escribir. El carro saltó hacia la derecha y sonó el timbre.

– ¿Te sientas siempre sobre la nuca? -preguntó Nikki-. ¿Tienes que tener los pies más altos que la cabeza?

– El lugar ideal para apoyar los pies -dijo Ellery Queen- es la repisa de la chimenea. Por desgracia yo no tengo una en esta habitación. ¿Te importa alcanzarme la pipa? La que tiene la boquilla medio comida. Está ahí, en algún lugar del escritorio.

– ¿Le vas a pedir a Annie que me traiga algo de comer, o voy a tener que darte un tortazo? -preguntó ella poniéndose de pie.

– ¿De verdad tienes hambre?

– ¡Estoy muerta de hambre!

– Cielos -dijo él-, y Annie ya no trabaja aquí.

– ¿Qué quieres decir? Pensé que era la dueña del lugar.

– Le acabo de dar una semana de vacaciones.

– ¿Por qué? -Nikki le miró fijamente.

– Para librarme de ella Le habría hablado a papá de ti.

– ¿Quieres decir que tu padre vive aquí? -preguntó ella poniéndose pálida.

– Naturalmente. Es su casa.

– ¡Pero…! ¿Por qué…? -Nikki no podía hablar.

– No te preocupes. No te va a encontrar -Ellery señaló con el dedo, como si fuera el cañón de una pistola, la puerta de su dormitorio. Su pulgar se echó hacia atrás, como el percutor de una pistola, y luego se disparó hacia delante-. Te voy a esconder ahí.

– No lo vas a hacer -dijo ella con firmeza, colocándose bien el sombrero-. Me voy de aquí inmediatamente.

– ¿Te vas? Entonces coge un taxi directamente hasta la Casa de Detención de Mujeres, en la Sexta y Greenwich. Dicen que la comida es excelente. Por ejemplo, sólo utilizan lo mejor de la leche desnatada en los huevos revueltos y, naturalmente, ni tan siquiera soñarían con bacón.

– ¡Huevos revueltos y bacón! -Nikki gimió-. ¡Oh, estoy muerta de hambre!

Ellery Queen se levantó de la silla Morris y agarró a Nikki por el codo.

– Ven conmigo y atiende como una buena chica. Tú no vas a sacar tu chata nariz de aquí hasta que yo haya salido de este lío en que me he metido por tu culpa.

Sentada sobre el taburete de la cocina, cuya parte inferior podía sacarse para hacer una escalera, Nikki, con mirada hambrienta, observaba a Ellery Queen. Había puesto un gran pedazo de mantequilla en una sartén y mantenía ésta sobre la llama. Cuando la mantequilla tomó un color marrón dorado vertió los huevos que Annie había echado en un cuenco y a los que añadió media taza de crema.

– ¿Te gustarían unas salchichas además del bacón? -preguntó, abriendo la puerta del horno y encendiendo el asador.

– ¡Ay, sí!

Fue al frigorífico y, volviendo con seis salchichas de cerdo e igual número de lonchas de bacón, los puso sobre la parrilla.

– Ya está -dijo, colocando dos rebanadas de pan en el tostador eléctrico-. Atiende eso.

– Pero ¿qué tengo que hacer?

– Cuando salten, las sacas, les pones mantequilla y metes otras dos rebanadas a tostar. ¿O es que no sabes cómo untar mantequilla en unas tostadas?

Ella le fulminó con la mirada.

Ellery Queen sacó varios tarros del refrigerador y los colocó sobre la mesa de la cocina. Nikki les dio la vuelta para ver las etiquetas.

– Mermelada de membrillo, fresa, miel, compota. ¡Oh, señor Queen, tiene usted cosas buenas!

– Para postre, ¿quieres ciruelas o higos con crema?

Hasta las diez y media estuvieron sentados en el estudio de Ellery Queen discutiendo el asesinato de Braun, historias de misterio, cómo debía Nikki eludir a la policía, política internacional y las aventuras de Ellery en la investigación criminal. Luego Ellery oyó el ruido de un llavín al ser introducido en el cerrojo de la puerta de la calle. Empujó a Nikki y su maleta dentro del dormitorio, cerró la puerta y, estaba golpeando ruidosamente la máquina de escribir, cuando el inspector, seguido por el sargento Velie, entró por el vestíbulo hasta la habitación.

– Otra vez trabajando, según veo -dijo el inspector bostezando.

– Qué, ¿todavía no has cogido a esa Porter? -preguntó Velie irónico-. ¡Vaya, hombre!, siempre agarras al asesino, ¿no?

– Bueno, la cogeremos nosotros esta vez; no te preocupes -gruñó el inspector-. ¿Te dio bien de comer Annie, hijo?

– No. Me tuve que preparar un huevo. Annie se ha ido a Ohio: Wapakoneta, Auglaiza County, Ohio.

– ¿Cómo? -el inspector pareció asombrado.

– Wapakoneta, papá. Ya sabes, está al suroeste de Bluffton.

– ¿Estás intentando hacerte el gracioso?

– Al contrario. Ahí es donde vive la familia de Annie. Le mandaron un cable diciéndole que fuese inmediatamente. Su abuela Amanda está enferma.

– Supongo que eso quiere decir que tendremos que comer fuera. ¡Ojalá se pudran los parientes de esa mujer! -el inspector parecía muy desgraciado.

– ¡Oh, no pasa nada! Annie consiguió que viniese alguien a ocupar su puesto. Estará aquí mañana. Annie dice que es una cocinera maravillosa -Ellery alzó la voz para que le escuchase Nikki, que estaba seguro, se encontraba escuchando al otro lado de la puerta.

– Annie dijo que tenemos que conseguir que la nueva cocinera nos haga puding de Yorkshire y bizcochos. Es maravillosa.

– ¿Seguro? -el inspector se relamió-. Si Annie dice que vale, es suficiente para mí. ¿Bizcochos? ¡Hum!

– ¡Eh! -dijo Velie, tirando su sombrero al diván-. ¿Qué hay de esas botellas de cerveza, jefe?

– Hay muchas en el refrigerador -dijo el inspector Queen alegremente-. Ve y coge lo que quieras. Trae alguna para Ellery. Te acompañará, es muy trasnochador. Yo me voy a la cama Tengo que levantarme mañana fresco y temprano. La red de caza, como la llamas en tus libros, está tendida para agarrar a esa Porter, y Sam Prouty va a hacer la autopsia al amanecer.

Ellery Queen silbó.

– ¿Cómo conseguiste ese milagro?

El inspector hizo una mueca.

– Le dije que un viejo mulo había muerto envenenado en la casa de Braun y que tenía que hacer el informe a las ocho; ya conoces a Prouty. Estaba a la mitad de una partida de póquer cuando le llamé. Por poco si quema el cable. Así que le dije que llamaría a un veterinario para que estudiase al mulo, si me prometía darme el informe de Braun a las ocho de la mañana.

– Tu padre ha conseguido hoy todo lo que quería -dijo Velie-. Voy por unas cervezas, Ellery -su gran masa llenó el hueco de la puerta y luego desapareció por el vestíbulo.

– Buenas noches, señor Queen -dijo el inspector, dirigiéndose a su habitación.

– Buenas, papá -Ellery Queen miró de mal humor a la máquina de escribir. La llegada inesperada de Velie era un estorbo. Velie, en general, no era muy comunicativo, pero de noche, con un vaso de cerveza en la mano… ¿Y qué le hacía tardar tanto? Sabía dónde estaba cada cosa.

Ellery Queen completó la frase inacabada en el papel de la máquina. «Punto; cerrar comillas», murmuro mientras golpeaba las teclas.

El gran cuerpo de Velie volvió a dibujarse en la puerta. Llevaba una bandeja de laca negra. Sobre la bandeja había dos vasos, un cuenco de pretzels y una enorme jarra de estaño.

– ¿Qué llevas ahí? -preguntó Ellery Queen.

– He echado seis botellas de cerveza en la jarra -dijo el gigante alegremente-. La hace parecer de barril. Un vaso de cerveza no sirve para nada. Apenas si moja el gaznate. Quita algo de esa chatarra de en medio, Ellery.

Ellery Queen empujó el montón de encima del escritorio a una esquina.

– Tengo que trabajar -protestó.

– ¡Anda ya! Tienes todo el día para escribir esas tonterías. ¿Por qué no intentas levantarte antes de las matinées para variar? -Velie dejó la bandeja y sirvió dos vasos de cerveza. Una espuma densa subió hasta el borde de los vasos. Puso su pulgar en los bordes y presionó hacia abajo-. Esto impide que se salga -dijo sonriendo-. Sabes, Ellery, me siento bien.

– Ya veo -dijo Ellery Queen tristemente.

– Seguro, el caso este de Braun es pan comido. En el saco.

– ¿Cómo es eso?

Velie se echó sobre el diván. Inclinándose hacia delante, sopló la espuma del vaso que estaba sosteniendo entre las palmas de sus grandes manos.

– La chica lo hizo.

– ¿Cuál? ¿La guapa rubia?

– Repórtate. La Porter.

– ¿De verdad? ¿Cómo lo dedujiste?

– Bueno, es así. Tienes que admitir que Nikki Porter y Barbara Braun eran amigas. Te metes tú y anuncias que la policía anda detrás de Barbara. Piensa rápidamente. Barbara odia a su padre, su hermoso cuerpo y todo. El viejo Braun odia a su hija Barbara. Así que suponen que ha sido Braun el que ha dado la lata a la policía para que le devuelvan a su hija. A lo mejor lo planearon todo mucho antes; pero sea como sea, vieron su oportunidad. Te toman por un idiota No es que te culpe, Ellery -dijo con magnanimidad-. Ella se mete en la cama y se esconde detrás de la estatua, esperando su oportunidad.

– ¿Cómo sabes eso? -preguntó Ellery Queen.

– Sus huellas digitales se encuentran por toda la parte de atrás de la estatua. Coinciden con las que cogimos en su apartamento.

– Sigue.

– El que se escondiese detrás de la estatua prueba que el crimen fue premeditado. Espera hasta que los demás hayan salido del dormitorio de Braun, entonces se cuela dentro, agarra el cuchillo de encima del escritorio y se sirve un trocito de garganta.

– ¡Sargento, ha malgastado su talento, con su imaginación…!

– ¡Imaginación!, ¡y un cuerno! Sus huellas dactilares se encontraron en el escritorio del dormitorio. Ahora ríase de eso, señor Queen.

El señor Queen no hizo nada de eso. Se quedó contemplando un cuenco medio lleno de cenizas de pipa. Luego ése era el escenario: las huellas digitales en la estatua y sobre el escritorio del dormitorio. Él había limpiado el otro escritorio, el grande. Ella no había mencionado que hubiese tocado ninguna otra cosa en el dormitorio. Había dicho que había puesto un pañuelo sobre los picaportes de las puertas, y ahora… Sin duda había estado escuchando, con el oído puesto en la rendija de la puerta. Seguro que había oído todo lo que Velie había dicho.

– Bueno, parece que tienes algo ahí, Velie -dijo.

Era casi la una cuando Velie se fue. Ellery estaba exhausto. A pesar de ello sentía que tenía que decir algo optimista a Nikki. Después de haber escuchado a través de la puerta los desvaríos de Velie, debía estar terriblemente preocupada. Fue a la puerta del dormitorio, llamó ligeramente y esperó. No hubo respuesta. Volvió a llamar, más fuerte. Todavía no se oía nada. Dio la vuelta al picaporte, abrió la puerta y miró al interior. A la luz de la luna pudo ver un montículo debajo de la sábana de la cama. Se podía ver sobre la almohada un mechón de cabello oscuro, nada más. Cerró la puerta suavemente. ¡Qué tranquilidad tenía esa mujer!

Se restregó la barba reflexivamente. Bueno, ¿por qué no iba a poder dormirse? El también estaba más cansado que un perro. Se quitó la chaqueta y la corbata, colgándolas en el respaldo de la silla del escritorio. Se quitó los zapatos y se sentó sobre el diván, desabrochándose la camisa. Cogió la bata de franela, la convirtió en una almohada y se reclinó.

Pobre chica. Estaba en apuros. El también lo estaba, si de eso se trataba. Lo imposible tenía que ser posible. Se piensa sobre eso y el cerebro salta -por lo menos se retuerce de mala manera-, Nikki no haría daño a una mosca. Sus ojos, asustados, aterrados. Ojos oscuros. Largas pestañas de un marrón oscuro. Inocente.

«Ellery Queen, eres un idiota», murmuró e, incorporándose, apagó la luz.

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