Nikki había estado haciendo sus planes durante los largos silencios habidos mientras ella y Ellery se dirigían hacia la Casa de Salud, y al cruzar la galería olvidó deliberadamente el resentimiento que sentía hacia él para ponerlos en marcha.
Al abrir la puerta, se encontró en un gran salón de recepción. A la derecha, detrás de una mesa sobre la que había una placa con el nombre de Señorita Norris, un tablero de interruptores y cierto número de publicaciones Braun, estaba sentada una guapa muchacha rubia de la misma edad de Nikki aproximadamente. Un poco detrás de la mesa había una puerta que daba a una oficina privada. Sobre el entrepaño Nikki leyó: Claude L. Zachary. Gerente.
La chica de la mesa alzó la vista de una revista que estaba leyendo.
– Soy la señorita Norris. ¿Puedo ayudarla?
– Tengo una cita con el doctor Rogers.
– ¿Nombre, por favor?
– Nikki Porter.
– Lo siento, señorita Porter, el doctor Rogers está ocupado con el señor Braun en este momento. ¿Le importaría esperar en su oficina?
– Gracias.
Nikki siguió a la recepcionista por un ancho tramo de escaleras hasta el segundo piso y fue introducida en la oficina del doctor.
– Hay revistas sobre la mesa, señorita Porter, si quiere usted hojearlas. El doctor no puede tardar mucho. Nikki, otra vez en la puerca, echó una mirada por el vestíbulo. Estaba vacío e inmaculado, con puertas a ambos lados que daban a otras habitaciones. En la de enfrente leyó: John Braun, Presidente. Se dirigió a la mesa, cogió una revista y se sentó en un sillón de cuero. Sobre la cubierta de la revista se veía una mujer con un traje de baño muy reducido. Una mujer tipo Amazona dorada, pensó Nikki.
De pronto oyó a alguien chillar. Era un grito salvaje e histérico. No podía decir si provenía de un hombre o de una mujer. Se hizo más audible.
– ¡La tumba! ¡La tumba!
Un escalofrío recorrió la espalda de Nikki. Tensa, miró fijamente hacia la puerta.
La puerta del otro lado se abrió violentamente. Un hombre vestido con ropas destrozadas salió disparado. Tenía una mirada salvaje y su largo cabello en desorden.
E, increíblemente, había un enorme pájaro negro agarrándose a su hombro. Sus pies golpearon el suelo del vacío vestíbulo.
– ¡La tumba! ¡La tumba!
Luego la casa quedó en silencio.
Nikki parpadeó mirando hacia la puerta ¿Qué demonios? ¿A qué tipo de ambiente pertenecía Barbara? Lo que había al otro lado del pasillo era ostensiblemente la oficina del señor Braun. Jim Rogers, según había dicho la recepcionista, se encontraba con él. Pero no se oía ningún ruido en la habitación y la puerta estaba ahora totalmente abierta.
Nikki se acercó de puntillas a través del vestíbulo. Miró furtivamente dentro de la habitación de enfrente, una especie de estudio. No había nadie allí. Había un enorme escritorio, y no había nadie sentado en él. Había, además, elegantes sillas y un diván y ricos cortinajes. Tanta magnificencia, pensó ella. Tut, tut. ¿Y por qué esas extraordinarias rejas de hierro en las ventanas? El sol fluía a través de ellas, arrojando una sombra de dibujos sobre el escritorio.
Pisó la mullida alfombra. Qué raro, pensó, que aquel salvaje hubiese salido corriendo de esa manera. Alguien debía de haberle asustado -pero ¿quién?-. Podría haber salido de la puerta de la izquierda, o de la puerta en arco de la derecha.
Se dirigió hacia el gabinete, miró y, al ver la estatua, se sobresaltó. Era demasiado real, pensó, acercándose más para tocarla. Debía ser el señor Braun. No era extraño que Barbara… No había puerta en el gabinete, así que decidió que aquel hombre zarrapastroso debió de entrar por el otro lado.
Pasó de puntillas por el lado del escritorio hacia la puerta opuesta y aplicó el oído al entrepaño.
– ¿Dejando totalmente fuera a Barbara? -ésa era la voz de Jim. Nikki, de pronto, se sintió excitada Era como escuchar el diálogo de una película sin ver la pantalla.
– Completamente.
– Muy bien. ¡Ahora me puedo casar con ella!
Jim, otra vez.
Alguien estaba hablando ahora en voz baja, demasiado baja para oír lo que decía. Había un murmullo de voces. Alguien se estaba enfadando.
– Ése es el tipo de gratitud que debía haber esperado de usted. Vamos, Connie, igual podríamos tratar de tirar de un tren de carga.
Nikki se retiró precipitadamente al gabinete. Tuvo el tiempo justo de meterse detrás de la estatua del nicho antes de que se abriese la puerta del dormitorio. Escuchó el clic que hizo al cerrarse y luego la voz de un hombre.
– Bueno, éste es un buen lío, maldita sea. ¿Por qué no le convenciste, Connie?
– Hice todo lo que pude, ¿no, Rocky? -la voz de la chica era quejumbrosa.
– Supongo que sí. Pero no vamos a renunciar a una fortuna como ésta sin lucha Dame tiempo. Tendré alguna idea. Las ideas son mi trabajo. Estoy lleno de ellas. Dame tiempo y ya surgirá alguna.
– Tendrás que darte prisa, Rocky.
– Muévete, preciosa. Iremos a algún sitio y hablaremos sobre todo esto.
Nikki escuchó suaves pasos sobre la alfombra y luego el clac de tacones en el vestíbulo. Los clacs se hicieron menos audibles. Luego se hizo el silencio. Después de un rato salió de detrás de la estatua y volvió a aplicar el oído a la puerta.
– Gracias -estaba diciendo alguien-. Muchas gracias. Ahora váyanse, por favor. Esto también se refiere a ti, Lidia.
Nikki echó a correr otra vez hacia el gabinete. Escuchó cómo se abría la puerta.
– No quiero que nadie me moleste, Lidia, ¿me oyes? Da la orden de que no debo ser molestado.
Nikki atisbo con cuidado por la esquina del gabinete. Era el hombre de la bata el que había dicho eso. ¡Y ahí estaba Jim! Y una mujer pequeña con el pelo gris. Debía de ser Lidia. ¡Claro! ¡El padre y la madre de Barbara! Y un pomposo y esquelético hombrecillo, que andaba como si se fuese a caer de frente, podía ser el gerente, Zachary. El señor Braun los estaba echando de la habitación que precedía al estudio, empujando por el hombro a su esposa. ¡Maldición! Estaba cerrando la puerta que daba al vestíbulo. ¡Dios mío, estaba cerrándola con llave y se la guardaba en el bolsillo!
Nikki se echó hacia atrás al volverse Braun. Atisbo otra vez justo a tiempo de ver que abría la puerta situada precisamente enfrente del gabinete. Tuvo una rápida visión del blanco dosel de una cama en la habitación a que daba la puerta.
Así que aquél era el dormitorio de Braun… luego, la puerta se cerró.
Durante un momento Nikki sintió pánico. ¿Qué iba a hacer? Si golpeaba la puerta que daba al vestíbulo acudirían todos los habitantes de la casa. Además no se podía abrir desde el otro lado. Y si llamaba a la puerta del dormitorio, ¿cómo podría explicar su extraordinaria conducta al señor Braun? La podía arrestar por allanamiento como una ladrona. Tenía el suficiente genio. ¡Y si se descubría que era amiga de Barbara! Nikki gimió. No, no podía permitirse el riesgo de traicionar a Barbara. Pero ¿qué hacer? ¿Qué hacer?
Entró en el estudio y miró a su alrededor. Sólo había dos puertas, una que daba al vestíbulo y otra que daba al dormitorio y la ventana estaba cubierta con una reja de hierro… Se acercó a ella y vio que la reja estaba empotrada en la mampostería. Ni tan siquiera se podía meter la cabeza por entre los arabescos de hierro. ¿Luego, qué? Exactamente. ¿Luego, qué? ¿Qué demonios hacer? ¿Qué haría ese tipo listo? Probablemente, sentarse y escribir un libro sobre ello, pensó Nikki con amargura. Él escribía a partir de la experiencia del momento. ¡Oh!, sí, claro. La vida. La vida como es.
Nikki dio un pequeño bufido. De pronto se sintió muy tranquila. Se estaba divirtiendo, se dijo a sí misma. Muy bien, ¿por qué no escribir? Escribir exactamente lo que había pasado. Claro. Le diría al señor Braun que ella era una escritora. El señor Queen no había pensado en sus sentimientos cuando la había cazado buscando una historia. Esa sería su explicación cuando saliese el señor Braun. Se pondría a trabajar en ese mismo momento.
Abrió el cajón del escritorio, encontró algunas hojas de papel y un lápiz, y se sentó.
– Trampa para una chica: por Nikki Porter -escribió en la cabecera de la página y se echó hacia atrás en la silla para pensar.
Estaba todavía sumida en sus pensamientos cuando el repiqueteo de un timbre penetró en su conciencia. Era sin lugar a dudas el sonido de un teléfono. Estaba sonando en el dormitorio. Pero ¿por qué no contestaba? ¿Por qué dejaba que siguiese sonando? ¡Claro! Se sentó erguida. El no estaba allí. Había salido por otra puerta. ¡Genial! Podía escaparse.
Rápidamente cogió el papel del escritorio y fue a la puerta de la alcoba. Escuchó. El teléfono sonaba todavía intermitentemente. Abrió la puerta con cuidado. La habitación parecía estar vacía. Había dos puertas en el lado opuesto. Anduvo de puntillas hacia la más cercana a ella. A mitad de camino se paró bruscamente. Se llevó una mano a la boca.
Por detrás del escritorio sobresalía una pierna.
Había algo fascinante en la apariencia de la pierna, con el sol brillando sobre la punta de la zapatilla de cuero.
Se acercó, sintiendo un lento horror. Luego… ¡Una mano! ¡La mano de un hombre… una mano pétrea! ¡Y sangre! ¡Sangre! Sangre sobre toda la mano. La bata. La alfombra. La… garganta…
Nikki se tambaleó, se agarró al escritorio y se apoyó pesadamente sobre él. Se tapó los ojos con la mano.
Estaba muerto. El señor John Braun estaba muerto. El padre de Barbara. Sangre. Hay que llamar a alguien. No, demasiado tarde. Vete. ¡Oh!, vete, vete.
Con inseguridad Nikki fue hacia la puerta más cercaría, luego, vaciló.
¡Huellas digitales! ¡No podía dejar huellas digitales! ¿Por qué no dejaba de sonar el teléfono? Si por lo menos dejase de sonar. No debía dejar huellas digitales. Nadie debería saber que ella había estado allí.
Encontró su pañuelo y, cubriendo con él el pomo, abrió la puerta. Ropas. Un armario. ¡Todas estas ropas!
Se dirigió hacia la segunda puerta. Otra vez cubrió el pomo con el pañuelo.
Cuarto de baño. Ventana. Reja en la ventana. Azulejos blancos. Rejas.
Sintió como si se estuviese asfixiando y se agarró otra vez la boca, jadeando por falta de aire.
Estaba de vuelta en el escritorio, apoyándose sobre él.
Atrapada. Encerrada con un… un cadáver. La llave. Él tenía la llave. En su bolsillo. No podía. No podía mirar. ¡Oh, Dios!, no podía…
Sus ojos se nublaron.
No podía desmayarse. No podía marearse. No podía… ¡Ahí! Esa llave sobre el escritorio. ¡Esa llave sobre el escritorio! ¿Es ésa la llave? ¡Oh!, por favor, Dios mío. Por favor… que sea la llave que abra la puerta del vestíbulo…