El siniestro merodeador

Ellery Queen se encontraba asomado a la ventana del dormitorio de John Braun, mirando a través de los dibujos de la reja de hierro. Los fuertes rayos de luz del sol naciente rayaban el Hudson, reluciendo sobre las plácidas aguas, produciendo destellos cuando a veces una bocanada de viento barría la superficie, tornando de color magenta las Palisades, de color marrón grisáceo, que se alzaban, altivas, sobre el agua. De un antiguo nogal situado exactamente delante de la ventana venía la excitada charla de un grupo de gorriones. Pero Ellery ni veía los rayos dorados de sol, ni oía la charla mañanera. Apenas si se daba cuenta de la existencia del petirrojo que saltaba acompasadamente a través del verde césped, cogía con el pico un gusano en la tierra y echaba a volar. Distraído, apagó el cigarrillo sobre el antepecho de piedra, lo tiró por la ventana y cogió una pequeña pluma negra. Perdido en pensamientos, se acarició el dorso de la mano con ella.

Durante la media hora que había pasado desde que Jerry hubo telefoneado al inspector para informar de la desaparición de Zachary, Taylor y Cornelia Mullins, Ellery había estado en todas las habitaciones de la casa, excepto aquellas en las que estaban durmiendo la señora Braun y Barbara. Había visitado una vez más el sótano y había revisado el ático. Había golpeado nuevamente las paredes del dormitorio de Braun, el cuarto de baño y el armario donde había sido escondido el cuerpo. Había examinado otra vez el techo, el suelo y las rejas de las ventanas.

Tenía que haber una solución. Tenía que haber sido hecho de alguna manera. Pero ¿cómo? Pobre Nikki. Él había fallado. ¡Y qué prueba tendría que soportar ella porque él había fallado! Por su ceguera. Él estaba ciego. ¡Ciego! Y era un imbécil. Un imbécil inútil. Un miserable gusano. ¿Un gusano? ¿Un gusano?

Automáticamente dejó de acariciarse la mano. Sus ojos se entrecerraron. Sus sentidos estaban ahora alerta, su cuerpo, tenso. Vio los rayos de luz del sol. La charla de los gorriones sonaba en sus oídos.

Giró rápidamente.

Nikki estaba dormida en el sillón de orejas de Braun, descansando la cabeza contra el quimón floreado, las largas pestañas negras sobre sus pálidas mejillas.

Se acercó de puntillas al sillón, se inclinó y, con la pluma, le hizo cosquillas en la punta de la nariz.

Ella abrió los ojos. Se incorporó de pronto.

– ¡Ellery! ¡Ellery! Estaba soñando. Tenía un horrible…

– Quizá esté loco -la interrumpió Ellery-, pero creo que tengo algo. Espera aquí. No hagas nada -se apresuró fuera de la habitación.

Después de unos instantes volvió, llevando una gran lámpara solar. La puso de pie cerca de la ventana y enchufó el cable a un enchufe en el rodapié. Un óvalo de brillante luz apareció sobre la alfombra.

– Bien, él estaba tumbado por aquí -Ellery Queen hablaba más para sí mismo que para Nikki-. Y su mano derecha estaba aproximadamente -no exactamente- ahí -dijo, señalando un punto sobre la alfombra a una pequeña distancia de la mancha de sangre-. Y murió alrededor de las tres. Las tres como mucho. Sobre las dos realmente. Luego el sol estaba bastante alto en el cielo. Estaría brillando sobre el escritorio y… -reajustó el rayo de luz de modo que incluía el área exactamente detrás de donde había indicado que descansaba la mano.

Nikki observaba, primero, con interés, y luego más y más escéptica.

– ¿Es tu teoría -preguntó- que el caballero murió de un golpe de sol?

– Con lo que el sol entraría con un ángulo como éste -murmuro Ellery, ignorando a Nikki. Tiró hacia atrás de la lámpara sin cambiar de sitio el área de luz brillante sobre la alfombra y luego se dirigió a Nikki-. Dame tu pulsera.

Más intrigada que nunca, ella se quitó el brazalete de brillantes del brazo y se lo tendió. Él miró los prismas de cristal que alternaban con trozos de acero cortado y altamente pulido.

– Esto tiene que servir muy bien -dijo-. Gracias. A lo mejor lo recuperas y a lo mejor no.

– Pagué dos dólares y medio por él, además de los impuestos.

– Te timaron -Ellery colocó la pulsera cerca del centro del óvalo de luz en el suelo y se echó hacia atrás. Brillaba, enviando destellos prismáticos-. ¡Absolutamente perfecto! -agarró a Nikki por el brazo y tiró de ella hacia el estudio-. Ven. Tenemos que escondernos.

Detrás de la puerta se detuvo.

– Silencio -ordenó, volviéndose de modo que pudiese ver la pulsera sobre el suelo del dormitorio-. No te muevas pase lo que pase.

– ¿Eh, qué pasa? -preguntó Flint acercándose a ellos.

– ¡Sh! Échese hacia atrás. No haga ruido.

Esperaron. Excepto por el gorjeo de los pájaros en el nogal, el tic-tac, tic-tac del reloj del estudio y la respiración pesada del detective Flint, había silencio. Tic-tac, tic-tac. Pasó un minuto, dos minutos, tres.

No sabiendo qué esperar, o qué esperaba Ellery que ocurriese, Nikki estaba todavía más tensa que él. Le miró. Los ojos de él estaban fijos en la ventana del dormitorio.

Luego, de pronto el gorjeo de los pájaros paró. Había algo imponente en la brusquedad con que acabó. Fue seguido por el aleteo de muchas alas pequeñitas. Y otra vez: hubo silencio, excepto por el rítmico tic-tac, tic-tac. La respiración pesada de Flint se había parado al mismo tiempo que el gorjeo. Aparentemente estaba conteniendo el aliento.

Nikki pensó: «Si ahora el reloj también se para, chillaré».

Tic-tac, tic-tac.

Entonces vino.

El batido de las alas contra el aire. Era un sonido horrible, cortando el estático silencio, acercándose.

Nikki puso su mano sobre la puerta para sujetarse. Ella también miraba la ventana, fascinada.

El aleteo, aleteo, el horrible aleteo estaba ahora más cerca. Cerca. Justo detrás de las rejas de hierro las alas estaban golpeando y sacudiendo el aire, zumbando y dando en las rejas. Entonces dos garras poderosas se agarraron a ella. El aleteo se detuvo. Silencio.

El pico, la cabeza de negro ébano, se asomaron a la habitación por entre las rejas. El cuervo del viejo Amos saltó hasta el alféizar de dentro. Encrespó su barba de plumas y echó la cabeza hacia atrás.

– ¡Kra-caw! ¡Kra-caw! -graznó triunfalmente-. ¡Kra-caw!

Miró la pulsera con avidez.

Sin quitar la vista de la pulsera, saltó al escritorio, aleteó y saltó al suelo. Con cautela el cuervo se movió hacia el brazalete, sacudiendo la cabeza de un lado a otro. Luego se disparó el pico. Como un golpe de martillo, golpeó la pulsera. La pulsera se alzó, girando, destelleando en la luz. Aterrizó dos pies más allá y comenzó a rodar. Con la agilidad de un gato, el cuervo saltó. Echó sus garras sobre la pulsera, como si fuera una cosa viviente que huyera aterrorizada.

– ¡Kra-caw! ¡Kra-caw! -el cuervo cogió con su pico la pulsera. Las alas batieron al alzarse el animal pesadamente hasta la ventana, se escabulló por las rejas y se fue batiendo el aire.

Ellery se lanzó hacia la ventana, con Nikki y Flint en sus talones.

El cuervo se estaba remontando muy arriba. Navegaba en un enorme círculo; sus alas se recortaban negras contra el cielo. De pronto, se lanzó en espiral hacia abajo, caló y aterrizó sobre la rama, batiendo las alas, hasta que llegó al retorcido tronco. Luego desapareció milagrosamente.

– Bueno, si no lo veo no lo creo -dijo Flint.

Pero Nikki estaba agarrada al brazo de Ellery.

– Mira, mira -susurró-. Ya vienen. ¡Ellery! Ya vienen.

Ellery Queen vio el coche que subía por el paseo de coches. Velie conducía. El inspector estaba sentado a su lado. Mientras el coche pasaba la bifurcación de la carretera y comenzaba a rodear la elipse, Ellery agarró el codo de Nikki. La llevó rápidamente, a través del estudio y a lo largo del vestíbulo, hacia las escaleras de atrás.

– Sigue andando, Nikki -dijo mientras abría de golpe la puerta de vaivén-. Tú tienes que mantenerte alejada de esto. Rápido al coche. Espérame allí. Iré tan pronto como pueda.

Nikki siguió corriendo. Corrió a lo largo del camino, detrás del seto de boj, y entró en el bosque, donde se encontró con algo más terrorífico que todo lo que había hallado antes.

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