El arma

De nuevo en la mansión de Braun, Ellery Queen estaba abriendo la puerta que daba al estudio de aquél, cuando escuchó la voz de su padre que venía del piso de abajo. Fue al hueco de la escalera y miró. Una chica de pelo castaño -Barbara, supuso- se encontraba en brazos de su llorosa madre.

– ¡Oh, querida, querida! -decía la señora Braun con voz entrecortada y sollozando-. Soy tan feliz, querida.

Mucho más alto que el inspector, el sargento Velie estaba al lado de la puerta, retorciendo su sombrero gris y sonriendo benévolamente. «Velie Papá Noel», pensó Ellery.

El inspector carraspeó.

– Señora Braun, prometí a su hija que si volvía a casa yo hablaría con su padre y trataría de resolver sus diferencias.

– ¡Oh!, gracias, inspector Queen. ¡Gracias! -soltó a Barbara, reacia a hacerlo-. Parece horrible introducir extraños en nuestras vidas privadas, pero el señor Braun está tan enfermo, es tan testarudo.

– Será mejor que le vea yo solo -dijo, el inspector.

– ¡Oh!, sí, claro. Está en sus habitaciones, en el primer piso. Segunda puerta a la derecha. Verá su nombre en la puerta. Le estoy tan agradecida, inspector. ¿Cómo podré darle las gracias?

Ellery Queen volvió sin hacer ruido al estudio de Braun. Se estaba sentando en el gran escritorio, cuando llamaron a la puerta.

– Adelante.

La puerta se abrió.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó el inspector-. ¿Moneda falsa?

– Esperándole, señor -dijo Ellery con respeto-. Me dijiste por teléfono que venías para acá.

– ¿Y eso qué tiene que ver contigo? -gruñó el inspector-. Vine a ver a John Braun.

– Nadie puede verle.

– ¡Más vale que conmigo sí hable! ¡Conmigo sí que hablará!

– ¿Degollado?

– ¿Qué quieres decir? -preguntó débilmente el inspector.

– Degollado, papá -Ellery se levantó del escritorio-. La yugular. Braun está más muerto que una piedra. Ahí dentro -señaló el dormitorio.

– Santo cielo -dijo el inspector Queen y se dirigió hacia la puerta.

Durante unos momentos se quedó mirando el cuerpo de Braun, y luego echó una rápida mirada por la habitación.

– ¿No hay armas?

– No. Estaba exactamente de este modo cuando lo encontré.

– Asesinato -dijo el inspector.

– Eso parece, papá.

El inspector cogió el teléfono y llamó a la comisaría. Dio órdenes. Su voz era aguda, staccato.

Al colgar el auricular, dijo, frunciendo el ceño:

– Ahora dime qué demonios haces aquí.

– Buscando a la chica, Nikki Porter.

– ¿Para qué la quieres?

– Para retorcerle el pescuezo.

– ¡Hum! -dijo el inspector Queen-. Dime todo lo que sepas sobre esto.

Excepto por la omisión de que había descubierto a Nikki encerrada con el muerto, el relato de Ellery Queen fue exacto. Estaba exasperado por la forma en que ella le había engañado. Quería decirle ciertas cosas. Había subido las escaleras. La chica esa, Porter, no estaba en la oficina del doctor Rogers, así que había mirado ahí dentro y se había encontrado a Braun con la garganta degollada. Sabía que su padre se dirigía hacia acá y había pensado que era mejor no decir nada hasta la llegada del inspector. Había estado de guardia -o, mejor, había hecho guardia sentado- en el escritorio. [4]

– Mal asunto -dijo el inspector Queen. Se fue a la puerta del vestíbulo y bramó-: ¡Velie! ¡Sube aquí, vago!

Los detectives, los hombres encargados de tomar las huellas dactilares, los fotógrafos, habían venido, habían hecho su trabajo y se habían ido antes de que el doctor Samuel Prouty, médico forense auxiliar, hubiese llegado a la Casa de Salud. Amigo del inspector Queen desde hacía muchos años, Prouty era un individuo sombrío, sarcástico y cadavérico que se quejaba continuamente de tener mucho trabajo, no sin razón. Tenía manía personal a todas las víctimas de asesinato.

A las cinco entró en el dormitorio de Braun, saludó agriamente con la cabeza al inspector y al sargento Velie, ignoró a Ellery y echó una mirada fulminante al cuerpo de John Braun. Se sacó la colilla de un cigarro fría y mal fumada de entre los dientes y la sostuvo a dos pulgadas de su boca.

– Bueno, ahora ¿qué quieren de mí, Simon Legree? -le soltó el doctor Prouty al inspector-. ¿Para qué me arrastraron hasta aquí arriba?

– Deja de gruñir y ponte a trabajar, Saín -dijo el inspector Queen.

– Pensé que por una vez en mi vida podría irme a casa a ver a mi esposa y a mis chicos. Pero, ¡ah, no! ¡Otro idiota que se hace quitar de en medio! -se colocó la punta del cigarro en un extremo de la boca y miró otra vez al cadáver-. Degollado. Arteria cortada. Adiós.

– ¡Espera un minuto! -exclamó el inspector-. ¡No puedes dejarlo así, buitre!

– ¡Un ciego podría ver que se desangró hasta la muerte, y tú me haces venir hasta Spuyten Duyvil!

– ¿Cuánto tiempo lleva muerto?

Prouty palpó las manos, las piernas, los brazos y examinó la sangre coagulada.

– Unas dos horas -miro su reloj-. Murió alrededor de las tres.

El inspector se volvió a Ellery.

– ¿Qué hora era cuando llegaste aquí, Ellery?

– Después de las tres, alrededor de las tres y cuarto.

Prouty miró a Ellery como si no se hubiese dado cuenta antes de su presencia. Gruñó.

– Tendrás que hacer una autopsia, Sam -dijo el inspector Queen.

– ¿Para qué quieres una autopsia? -gruñó Prouty-. Un ciego podría ver…

– Que fue asesinado.

– ¡Oh, madre de todos los hombres! -gritó Prouty piadosamente-. ¡Madre de todos los hombres! ¿Qué te crees que soy, un caballo de tiro?

– Quiero que busques veneno -dijo el inspector-. A lo mejor alguien le dio arsénico y le cortó el cuello por deporte.

– Bien, yo no trabajo esta noche. Eso seguro. Me dedicaré a ello mañana por la mañana.

– Tenemos prisa esta vez, Sam.

– ¡Esta vez! Siempre estáis corriendo. Date prisa tú si quieres. Yo tengo una partida de póquer esta noche. Bill y Jerry me sacaron dieciséis dólares la última semana. Hoy me voy a tomar la revancha. ¡Trata de impedirlo!

– Primera cosa por la mañana, Doc -dijo el inspector Queen.

Prouty gruñó.

– Aquí está la orden de levantamiento.

– Lo pueden trasladar a una camilla y cubrirlo con una sábana. Pero dejen el cuerpo aquí por ahora, por el efecto moral que tendrá sobre la gente mientras los interrogo.

– Como quieras. Yo me voy ahora -dijo Prouty, y se dirigió a la puerta. Mientras salía respiró-. ¡Caray, por poco si no salgo de ésta!

A las seis en punto, Cornelia Mullins, Rocky Taylor y Zachary estaban sentados en el dormitorio de Braun. Dando la espalda a la habitación, Ellery Queen miraba por la ventana. El sargento Velie estaba apoyado en la puerta que daba al estudio. Sentado a la mesa en forma de riñón, el inspector Queen miro el cuerpo cubierto de John Braun situado sobre la camilla al pie de la cama, y luego observó inquisitivamente a las tres personas que estaban ante él, de las que creía que cualquiera había tenido tanto el motivo para matar a Braun como la oportunidad de llevarlo a efecto.

Por el momento parecían ansiosos y aturdidos, mostrando claramente la prueba que había constituido para ellos el interrogatorio continuo del inspector. Zachary retorcía nerviosamente un montón de papeles que había enrollado en un apretado cilindro. Cornelia miraba a Rocky Taylor, mientras éste jugueteaba con su brillante anillo de diamantes al tiempo que parecía evitar sus ojos.

– La señora Braun me ha dicho -decía el inspector- que era intención de su marido acabar con este negocio, y que había hecho un nuevo testamento esta tarde.

– No estamos negando eso -dijo Zachary rápidamente.

– ¿Y tampoco están negando que son ustedes los únicos que se beneficiarían de la desaparición del nuevo testamento, dejando en todo su valor el viejo? En resumen, todos ustedes se beneficiaban con el viejo testamento, que el señor Zachary encontró sano y salvo en la oficina; pero eran excluidos del último testamento, que ha desaparecido junto con el arma asesina.

Continuaron en silencio.

– Ahora consideremos sus coartadas. Señor Zachary, ¿usted dice que estaba abajo, en su oficina, haciendo las cuentas?

Zachary sacudió la cabeza.

– Eso es. Eso es exactamente.

– Pero no hay nadie que apoye su declaración -dijo el inspector-. Y ustedes, señor Taylor y señorita Mullins, aseguran que cuando ustedes abandonaron esta habitación esta tarde se fueron a pasear por los alrededores.

– Caminamos hacia el río -dijo Rocky Taylor.

– Y no vieron a nadie y nadie les vio a ustedes.

– Estamos diciendo la verdad -protestó Cornelia Mullins, echándose hacia atrás con nerviosismo un mechón de pelo rubio.

– Seguro -dijo el inspector-. ¿Cuánto tiempo llevan prometidos?

– ¿Prometidos? ¡Oh, sí!, varios años -dijo Rocky Taylor.

– Eso es todo por ahora. Ninguno puede dejar el establecimiento sin mi permiso.

Mientras desfilaban fuera de la habitación, el inspector hizo un gesto a Jim Rogers para que entrase en el dormitorio desde el estudio, donde había estado esperando.

– Doctor Rogers -dijo después de que Velie hubo cerrado la puerta-, la recepcionista me ha dicho que una tal señorita Porter, señorita Nikki Porter, vino a verle esta tarde antes del asesinato. ¿Por qué no mencionó haberla visto?

– No la vi -dijo Rogers-. Ni tan siquiera sabía que había estado aquí cuando usted me interrogó por primera vez. No lo supe hasta que me encontré con la señorita Braun en el centro, en la alcaldía, y me dijo lo que había sucedido en el apartamento de Nikki.

– Ya veo -dijo el inspector Queen-. Eso es todo -se volvió hacia el sargento-: Velie, diga a la señorita Norris que quiero verla.

La recepcionista, al entrar en la habitación, miró el cadáver de John Braun cubierto por la sábana. Luego miró rápidamente hacia otro lado.

– Señorita Norris, ¿a qué hora se fue la chica que vino a ver al doctor Rogers? -preguntó el inspector.

– No sé, señor. No la vi marcharse.

– ¿No le parece extraño que se fuese sin que usted la viese?

– No, señor. Frecuentemente debo abandonar mi escritorio. Por entonces la señora Braun me llamó.

Ellery Queen estaba en tensión. Continuó mirando por la ventana. Se preguntaba cuánto tiempo seguiría el viejo esa pista.

– ¿Qué quería la señora Braun?

– Me quería decir que nadie debía molestar al señor Braun. Es horrible, señor ¿Fue apuñalado?

– Apuñalado, no. Su yugular fue cortada por un cuchillo u otro instrumento afilado.

– ¡Oh! -dijo ella retrocediendo. Miró a la superficie del escritorio y luego dio un paso hacia él-. Ha desaparecido -dijo-. ¿Es eso lo que utilizaron?

– ¿El qué?

– El cortapapeles.

– ¿Qué cortapapeles?

– El que el señor Braun tenía siempre sobre el escritorio. Siempre abría su correspondencia con él.

– ¿Cómo era?

– Era pequeño, señor, y muy afilado. El mango estaba engarzado en brillantes. Era veneciano o florentino o algo así; italiano en todo caso. A lo mejor está en el cajón. Cuando oí que había sido apuñalado, yo…

– No, no está en el cajón, señorita Norris. Gracias. Ha sido usted de una gran ayuda.

– Velie -dijo el inspector cuando ella se hubo ido-, vaya y pregunte a la señora Braun si recuerda haber visto un cortapapeles cuando ella y los otros estuvieron aquí esta tarde. Y luego telefonee a la comisaría. Mande una orden para que se busque a esa Nikki Porter.

– Papá -Ellery Queen llamó desde la ventana cuando el sargento dejó la habitación-, ven aquí. Mira esto.

El inspector se dirigió hacia Ellery.

A unas doscientas yardas hacia el noroeste, cerca del borde del bosque, Amos estaba cavando diligentemente un agujero en la tierra. De pie dentro de él, con sólo la parte superior de su cuerpo visible, estaba arrojando paletada tras paletada de tierra oscura al montón del otro lado.

– Bien, ¿qué crees que se propone ése? -preguntó el inspector.

– O, mejor, ¿qué hace ahí abajo? [5] -dijo Ellery-. Vamos a verlo.

– Muy bien -dijo el inspector Queen.

– Eh, usted, ¿cómo se llama? -preguntó el inspector cuando llegaron al agujero que estaba excavando Amos.

El viejo harapiento no levantó la vista. Una paletada de tierra cayó sobre el montón que cada vez se hacía más grande. El cuervo se fue de su hombro, aleteando ruidosamente. Se posó sobre la rama de un plátano y graznó broncamente.

– Amos -dijo el viejo.

– ¿Trabaja usted aquí?

– Un hombre no puede vivir sin trabajo -murmuró Amos, todavía ocupado con su apaleo.

– Kra-caw -graznó el cuervo por encima de sus cabezas.

– ¿Es suyo ese canario negro? -preguntó Ellery Queen.

– José es mi amigo, mi único amigo. Mi único amigo es José.

Una paletada de tierra aterrizó al lado de los pies de Ellery. Vio que algo amarillo sobresalía de ella y, agachándose, recogió un trozo de piedra rota.

– ¿Sabe usted que el señor Braun ha muerto? -preguntó el inspector.

– Todas las cosas deben perecer y pasar, perecer y pasar, perecer y pasar -canturreó Amos.

Ellery tiró el fragmento de piedra amarilla al tronco del plátano.

– ¿Para qué está usted haciendo este agujero tan grande? -preguntó.

– Estoy cavando una tumba.

– La tumba ¿de quién?

– La tierra es mi madre.

El inspector Queen hizo una seña a Ellery; parecía enojado.

Mientras caminaban otra vez hacia la casa dijo:

– Ese viejo es excéntrico, pero dudo que esté tan loco como nos quiere hacer creer. Es mejor que le vigilemos.

Ellery Queen miró hacia atrás por encima del hombro. El cuervo había descendido al césped bajo el plátano y estaba picoteando el trozo de piedra rota.

El sargento Velie se acercó a grandes pasos.

– Dice que el cortapapeles estaba sobre el escritorio cuando dejaron a Braun esta tarde, seguro, seguro -anunció excitado-. Si quiere mi opinión, la chica lo hizo.

– ¿La señora Braun está segura? -preguntó el inspector.

– Desde luego que lo está. Braun lo tuvo en la mano todo el tiempo que les estuvo hablando, según dice.

– ¿Dio a los hombres del depósito la orden de levantamiento?

– Por supuesto, inspector. Les dije que podían llevárselo.

Como si quisiesen confirmar las palabras del sargento, salieron dos hombres de la casa llevando la camilla con su carga envuelta en una sábana y lo metieron en la parte de atrás de la camioneta del depósito.

– Allá va, los pies por delante. Más trabajo para Prouty, el vago payaso -Velie sonrió.

– Bien, hijo -dijo el inspector Queen mientras la ambulancia se alejaba-. Me vuelvo a la comisaría con Velie. No iré a casa a cenar. Díselo a Annie, Ellery, por favor.

– ¿Vas a dirigir la caza de la señorita Porter? -preguntó Ellery Queen.

– Exacto. La tendremos antes de mañana, si no me equivoco.

Velie abrió la puerta del coche de policía para el inspector, y luego se estrujó detrás del volante, agarrándolo con sus corpulentas manos. Su zapato de la talla doce y medio pisó el starter.

– Cuando se trata de encontrar a la señorita Porter eres muy bueno, Ellery -sonrió a través de la ventanilla-. ¿Por qué no lo intentas otra vez?

– Dejad de burlaros de mí, chicos -dijo Ellery con voz de súplica-. Sé cuándo me la han pegado.

– Bueno, no vuelvas a coger otra vez a la chica que no es -sonrió el inspector-. ¡La próxima vez puede ser una mujer casada con un marido severo!

Ellery no contestó. Se fue a su propio coche y entró en él. Se formaron arrugas en su frente.

Era un idiota. Cualquiera con medio ojo se daría cuenta de que tenía que ser Nikki. Todos los pedacitos de evidencia gritaban que ella tenía que haberle matado. No había ningún panel secreto, ninguna puerta oculta, ninguna forma en absoluto de salir de la habitación excepto a través de la puerta cerrada con llave que comunicaba el vestíbulo con el estudio. Pero él había mirado dentro de sus ojos, ojos oscuros y aterrados, ojos inocentes. Malditos ojos. Esos ojos que le habían hecho comportarse como un idiota. Bueno, ya estaba dentro, dentro hasta el cuello. Y tendría que probar que lo imposible era posible. Eso era todo. Algo tan simple como eso. Tenía que descubrir quién mató a John Braun y cómo. El cómo era más o menos del tamaño del anuncio luminoso de Wrigley en Times Square.

Y tenía que darse prisa. Si su padre descubría a Nikki en su apartamento…

– Señor Ellery Queen -dijo mientras el coche empezaba a correr-, eres un imbécil. A lo mejor una mula te dio una patada en la cabeza el día que naciste.

– Kra-caw -el grito del cuervo llegó burlón desde la lejanía-. Kra-caw.

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