Última voluntad y testamento

Cuando Nikki atravesaba la puerta principal de la Casa de Salud, todos los empleados ejecutivos de John Braun estaban reunidos en su dormitorio del segundo piso. Vestido con un pijama, una bata de baño de color púrpura y zapatillas de cuero, Braun estaba sentado, malhumorado, detrás de un escritorio en forma de riñón cerca de la enrejada ventana del dormitorio. El sol del atardecer reflejaba y centelleaba sobre los brillantes engarzados en el mango del cortapapeles.

Reducida al silencio, su esposa se había retirado a una silla en el rincón más alejado de su marido. Jim Rogers miraba sombríamente a través de la ventana las Palisades, en la otra orilla del Hudson.

El abogado de Braun, Zachary, un hombre delgaducho y calvo, con perpetua mirada de preocupación, manoseaba sin sentido alguno un manojo de papeles. Su agitación al revolverlos hacía que los quevedos le bailasen en la estrecha nariz.

Rocky Taylor, el hombre encargado de organizar la publicidad, vestido con un traje a cuadros blancos y negros, una corbata amarilla muy vistosa y un anillo con un gran diamante de imitación, parecía despreciar a todas las demás personas que estaban en la habitación, excepto a la señorita Cornelia Mullins, la rubia estatuaria, que era la directora atlética de la Casa de Salud. Ocasionalmente su mirada se desviaba admirativamente en su dirección.

Sólo había una persona en la habitación que parecía no sólo indiferente a la tensión que atenazaba a los demás, sino también ignorante de ella. Esta persona era Amos, un viejo de mejillas hundidas, vestido más con harapos que con ropas normales. Su cara de color de tiza estaba recorrida por profundas arrugas. Sus ojos, aunque brillantes por un fulgor febril, miraban sin ver, al techo. Con un dedo sucio, la uña llena de tierra, acariciaba ausentemente el pico de un cuervo negro de plumaje rizado posado sobre su hombro.

John Braun estaba callado y estudiaba las caras a su alrededor para ver el efecto de sus palabras.

– En resumen -continuó en un tono más contenido-, siempre he creído en mi trabajo; he tenido fe en las reglas de la salud. En esa creencia fundé esta institución, y en esa fe he construido una gran organización para el bien de gran número de personas, para su bienestar corporal. Y ahora, ahora, me encuentro con que mi cuerpo está enfermo, canceroso. He sido engañado. Me he engañado a mí mismo y a otros. Por eso esto no puede continuar. Mis empresas no serán dejadas en manos de hipócritas que las dirigirían sólo en beneficio de su dios, el todopoderoso dólar. ¡No! -golpeó el escritorio-. Cerramos.

Jim Rogers se volvió de la ventana y se encaró con su jefe.

– Pero, señor Braun, es difícil creer que lo diga en serio. Cerrar sus fábricas y tiendas de alimentación. ¡Cerrar su Casa de Salud! ¿No se da cuenta de que deben seguir funcionando por el bien de su familia?

– ¡Mi familia! -Braun torció los labios-. Hipócrita. ¿Por qué no dices lo que quieres decir, que te quieres casar con Barbara por mi dinero?

Jim apenas logró controlarse.

– La prueba de que eso es falso está en el hecho de que no me casé con ella. Para que ni usted ni nadie pudiera contar tan sucia mentira.

Zachary, el abogado, carraspeó.

– Siempre creí que en el caso de su muerte continuaríamos llevando el negocio en beneficio de la señora Braun -dijo, manoseando sus papeles con nerviosismo.

– Para su beneficio, no el de mi esposa -le corrigió Braun secamente.

Rocky Taylor desvió su mirada hacia el señor Braun.

– No olvide sus contratos con la radio y la publicidad. Todavía les queda un año. Tendremos que pagar el dinero continuemos o no.

Braun se inclinó lentamente sobre la mesa arriñonada.

– Los hombres muertos no necesitan publicidad -dijo, y se rió.

La señora Braun comenzó a sollozar.

Cornelia Mullins se acercó a John Braun. Se inclinó y le acarició el brazo.

– Da una oportunidad a la naturaleza, querido -dijo con dulzura-. Sal fuera al sol. Ten fe en tu propia fuerza.

La cara de Braun se suavizó. La miró y sacudió la cabeza lentamente.

– Ni la fe ni la naturaleza pueden cambiar una radiografía, Cornelia.

De repente el viejo harapiento, Amos, contemplando todavía el techo, empezó a cantar en tono gangoso con un ritmo monótono:


Porque la naturaleza es muerte, al igual que vida;

Oh, bendita sea tu tumba.

Porque no hay final, sino el final de la lucha;

Luego la naturaleza es muerte, al igual que vida.

Oh, bendita sea tu tumba.


Los sollozos de la señora Braun se hicieron más audibles.

– Pobre viejo Amos -dijo John Braun con amabilidad-. He hecho todo lo necesario para que vayas a una nueva casa, una residencia de ancianos.

La cabeza de Amos comenzó a sacudirse.

– No quiero ir. Quiero trabajar en el jardín -lloriqueó.

– Allí no tendrás que trabajar en absoluto -dijo Braun en tono consolador.

– No iré -chilló el hombre-. ¡No lo haré! ¡No lo haré! Tengo que cavar la tumba. ¡La tumba! ¡La tumba! -corrió torpemente hacia la puerta que daba al estudio, con el cuervo balanceándose y dando sacudidas al agarrarse a su hombro-. Cavar la tumba, la tumba -escucharon los chillidos del viejo Amos que morían en las profundidades de la casa.

La puerta se cerró, dando un portazo. Poniendo otra vez la mano sobre el brazo de Braun, Cornelia dijo:

– John, ¿por qué no podríamos seguir igual que si tú estuvieses todavía dirigiéndolo todo?

– Tiene razón -asintió Zachary, levantando rápidamente la vista de sus papeles.

– Naturalmente que la tiene -intervino Rocky Taylor-. Siempre nos ha dicho que deberíamos trabajar como si el negocio fuese nuestro, porque algún día de hecho lo sería, que si usted se iba antes, su testamento nos lo daría.

– Solidariamente -dijo Zachary, el abogado-. Justo, yo mismo redacté el testamento.

– Ese testamento ya no es válido -dijo Braun lentamente, pronunciando cada palabra con una claridad terrorífica-. He escrito un nuevo testamento. Dejo todo a mi mujer -con el cortapapeles dio unos golpecitos sobre una hoja de papel en el escritorio.

– ¿Dejando totalmente fuera a Barbara? -preguntó Jim Rogers.

– Completamente.

– Muy bien. ¡Ahora me puedo casar con ella!

Braun le echó una mirada venenosa a Jim, ignorando por lo demás la acometida.

– Os he reunido a todos porque quería deciros todavía vivo que, a excepción de mi esposa, todos vosotros habéis sido excluidos de mi testamento. No podría disfrutar tanto póstumamente.

– Pero ¿por qué? -preguntó Cornelia, deshecha en lágrimas-. ¡Después de todo lo que hemos hecho por ti!

Zachary cogió sus gafas en el preciso momento en que caían sobre los papeles que tenía en el regazo.

– Es increíble -gimió-. Verdaderamente increíble, señor Braun, le pido que reconsidere la cuestión desde el punto de vista…

Rocky Taylor se levantó, endurecida su estrecha mandíbula.

– Braun -dijo-, el éxito de Empresas Incorporadas Braun ha sido debido casi exclusivamente a mis campañas publicitarias. Ése es el tipo de gratitud que debía haber esperado de usted -se encogió de hombros-. Vamos, Connie. Igual podríamos tratar de tirar de un tren de carga.

Sin mirar a Braun, Cornelia Mullins siguió a Rocky Taylor fuera de la habitación.

John Braun sumergió una pluma en el tintero, lo colocó al lado de la hoja de papel, que estaba cubierta por su escritura, echó su silla hacia atrás y se levantó.

Torció sus labios en una sonrisa y le dijo a Jim Rogers:

– En vista de que no vas a beneficiarte de este testamento, no hay razón para que no puedas actuar de testigo.

– Es un placer -dijo Jim. Firmó rápidamente.

– Lo mismo para usted, Zachary, viejo picapleitos.

Zachary se levantó rápidamente. Los papeles cayeron en cascada al suelo. Murmurando por lo bajo, los recogió, y luego se dirigió a la mesa. Se sentó y se ajustó los lentes.

– Ahí tiene -dijo, garrapateando su nombre en la parte de abajo del papel-. Ahí tiene. No significa nada para mí. Nada en absoluto, tras todos estos años de encargarme de sus asuntos.

– Gracias. Muchas gracias -dijo Braun con ironía-. Ahora váyanse, por favor -miró a su esposa, acurrucada en la silla en el rincón-. Esto también se refiere a ti, Lidia. Quiero estar solo.

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