Tras aparcar su coche en la carretera detrás de la Casa de Salud, Ellery Queen fue inmediatamente a la «tumba» que Amos había estado excavando cerca del borde del bosque. El agujero tenía ahora más de cuatro pies de hondo y la pila de tierra en el lado más alejado llegaba a la altura del hombro. Eran sólo las ocho y media, y el viejo Amos todavía no había comenzado su labor. En el montón de tierra suelta estaba la pala con aire de expectación, como si esperase el retorno de Amos y la continuación de su desagradable trabajo.
Del bosque venía el alegre gorjeo de miles de pájaros, excitados y contentos en el temprano sol de la mañana. Entre ellos, Ellery oyó el bronco kra-caw, kra-caw del cuervo.
El asesino de John Braun, meditaba Ellery Queen, tenía que ser uno de los habitantes de la casa. Sólo los miembros de la casa habían estado presentes cuando el cuerpo había sido robado. Sólo había habido un breve intervalo de tiempo durante el cual pudo ser robado. Su padre había mandado al sargento Velie a preguntar a la señora Braun si había visto el cortapapeles sobre el escritorio del dormitorio. Luego Ellery y el inspector habían bajado para interrogar a Amos, que estaba cavando la tumba. No habían pasado más de diez o doce minutos desde que habían dejado la habitación y el momento en que los dos hombres del depósito habían subido para bajar la camilla. Fue durante ese intervalo, entonces, cuando alguien había sustituido el cuerpo de Braun por su estatua, y lo había cubierto con una sábana. Obviamente, sólo podía haber una razón para robar el cuerpo: impedir que se hiciese una autopsia. Pero ¿qué había hecho el asesino con él? Un policía había estado de guardia en el vestíbulo de recepción toda la noche. El detective Flint, según Velie, había estado de guardia en el estudio de Braun. Nadie había salido de la propiedad. Por lo tanto, el cuerpo de Braun tenía que estar todavía en el terreno. Ellery Queen agarró la pala de Amos y atacó el montón de tierra suelta… El cuerpo no estaba allí.
– Kra-caw, kra-caw -los sonidos de los graznidos de José venían por encima de su cabeza.
Ellery miró hacia arriba. Allá arriba en el cielo el cuervo planeaba en grandes círculos. Caló, plegando las alas y se disparó hacia abajo en una espiral. Exactamente encima de Ellery caló otra vez, agitó sus enormes alas negras y se posó sobre la rama del plátano.
A Ellery su repentino descenso desde el cielo le pareció la maldición de un espíritu maléfico. Era un ave enorme, mucho más grande que un grajo, medía por lo menos veintisiete pulgadas de largo y su color era negro lustroso con reflejos púrpura y verdes. Las plumas, a modo de orlas, de la garganta y el pecho eran largas y sueltas (una curiosa barba de plumas).
¿Qué había en el pájaro, se preguntaba Ellery Queen, mirando hacia arriba, que parecía presagiar alguna terrible calamidad? ¿Era su negrura funeraria, su llamada exasperante? La gente supersticiosa le llamaba «el pájaro de mal agüero» y le culpaba de cualquier desgracia imaginable. Sin embargo, era una criatura amistosa -por lo menos ésta lo era-. Por el momento parecía estar tan interesada por Ellery como él lo estaba por ella. Fascinada, estaba mirando la punta de la pluma estilográfica de oro que sobresalía de su bolsillo.
– ¡Eh!, tú, José -Ellery llamó al pájaro-, ¿dónde está el viejo Amos? ¿Por qué no estás sobre su hombro?
Sonrió. Luego su sonrisa se desvaneció de repente.
Era extraño. Era más que extraño. Hacía un momento no salía humo de la chimenea de la casa y ahora salía un chorro negro al cielo azul.
Para deshacerse de un cuerpo se le puede enterrar, o…
Ellery Queen echó a correr hacia la casa.
La puerta de vaivén de la parte de atrás no estaba cerrada. Detrás de una puerta, a la derecha, unos escalones de piedra llevaban a un sótano. Cerró la puerta detrás de él y descendió, cautelosamente, en la oscuridad. Guiándose con los dedos, se mantuvo pegado a la pared.
Vio que venía un resplandor del fondo de una habitación al final de un oscuro vestíbulo. Se acerco rápido y se asomó, cautelosamente, por una esquina.
Sentado en cuclillas delante de la puerta, abierta, de la caldera, estaba el calvo abogado Zachary.
Un fuego crepitaba arrojando un fulgor siniestro sobre su delgada cara. Los cristales de sus quevedos, apoyados sobre su larga nariz, reflejaban la luz, igual que pequeños heliógrafos que enviasen minúsculos destellos en la oscuridad.
Levantó un hurgón y empujó algo más hacia dentro en las llamas. Su boca estaba torcida en una mueca satisfecha, con los labios apretados. Dejó el hurgón. La puerta, de hierro, sonó al cerrarse.
Oscuridad. Silencio.
Entonces chisporroteó una cerilla en la mano de Zachary. Buscando el camino con cuidado, se acerco a Ellery Queen.
Zachary, convertida su blanca cara en una máscara a la débil luz de la cerilla, se acercó todavía más. Pasó de largo. Ahora más deprisa, se apresuró a lo largo del vestíbulo. Sus pies raspaban sobre los escalones de piedra. Hubo una pausa. Aparentemente se había detenido para escuchar. Luego, la puerta de arriba se abrió y se cerró suavemente.
Ellery se arrojó sobre la caldera. Abrió de golpe la puerta de hierro y atisbo dentro. Luego comenzó a sacar rápidamente el contenido llameante de la caldera.
Diez minutos más tarde caminó silenciosamente a lo largo del oscuro vestíbulo y subió los escalones de piedra que daban al piso de arriba. Llevaba debajo del brazo un gran paquete envuelto en tela de yute. Despedía un olor nauseabundo.
Salió por la puerta de vaivén hacia su coche; que había aparcado cerca de la entrada de servicio; abrió el maletero, colocó el paquete dentro, cerró con llave y volvió a la puerta de vaivén.
Iba a agarrar el pestillo cuando escuchó un sordo golpe en el vestíbulo de arriba, en lo alto de las escaleras. Sonaba como si hubiesen dejado caer un cajón, o una caja de madera, pesado. Se detuvo, escuchando.
El sonido seco de la voz de Rocky Taylor llegó de arriba.
– ¡Caray! Pesa más que un caballo.
– ¡Sh… anormal! Hay un poli en el estudio -ésa era Cornelia Mullins-. Tenemos que salir de aquí, Rocky. Ahora o nunca.
– Cuando lo tengamos abajo, tú te quedas con ello mientras que yo voy a buscar la camionera. ¿Preparada? ¡Arriba!
Ellery Queen echó a correr por la carretera. Se agachó detrás del seto, vigilando la puerta de vaivén de la entrada de servicio. Al pie de los escalones, Rocky Taylor y la rubia Cornelia Mullins dejaban un baúl en el suelo. El baúl media unos cinco pies de largo y cuatro de ancho. Pasaba de los cuatro pies de altura.
Cornelia se sentó sobre él. Rocky Taylor abrió la puerta, asomó la cabeza y miró hacia arriba y abajo de la carretera.
– Hay un coche ahí fuera -dijo-. ¿De quién crees que es?
– No importa -dijo Cornelia-. Date prisa. Por lo que más quieras, date prisa.
Seguro de que no había nadie en los alrededores, Rocky comenzó a andar hacia el garaje -un edificio grande de madera pintado de rojo, que había sido antes granero. Estaba, al final del paseo de coches, a cincuenta yardas de la casa.
Después de haber andado unos pasos, Taylor empezó correr.
Ellery Queen le vio abrir la puerta del garaje y mover con el pie una piedra contra ella para mantenerla abierta. Taylor desapareció en el interior. Un instante después se oyó el resoplido de un motor, y luego la camioneta salió. Rocky Taylor la detuvo al lado de la entrada de atrás, y salió, dejando el motor encendido.
A lo largo del costado del coche, Ellery leyó: Casa de Salud John Braun, y más abajo, en letras más pequeñas: El Cuerpo Hermoso.
De pronto, el baúl que Rocky Taylor y Cornelia Mullins sacaban del edificio se tornó significativo para Ellery. Era evidentemente pesado; Rocky estaba sudando. Lo dejaron en el camino al lado del coche y él comenzó a enjugarse la cara y el cuello.
– Date prisa, Rocky, ¿quieres? -dijo Cornelia, mirándole con desprecio-. ¿Tienes que ser tan blando? Tenemos que sacarlo de aquí. La vieja señora Braun sospecha algo.
– No puedo mover eso hasta que recupere el aliento -protestó Rocky-. ¿Por qué supones que te despidió?
– Me odia. Siempre me ha odiado. Ahora que Braun ha muerto se cree que es la duquesa de Doojigger. El pequeño gorrión se ha convertido en un halcón. Vamos a ello, ¿no puedes?
Rocky Taylor abrió la puerta trasera de la camioneta.
– Está bien. ¡Arriba!
Cogió un extremo del baúl y ella la otra. Los tendones de su cuerpo se tensaron. Su cara, de color rojo púrpura, comenzó a sudar de nuevo. El baúl dio un golpe sobre el suelo de la camioneta. Juntos, lo empujaron dentro y cerraron las puertas de un golpe.