Ellery Queen abrió los ojos. La luz del sol se filtraba por la ventana. El inspector Queen, vestido sólo con sus largos calzoncillos, atravesaba de puntillas el estudio hacia la puerta, cerrada, del dormitorio.
– ¡Papá! -bramó Ellery Queen, y saltó del diván. Con la mano estirada para agarrar el picaporte, el inspector Queen dio un salto como si se hubiese disparado una escopeta a su espalda. La brocha de afeitar que sujetaba cayó en la jardinera que utilizaba Ellery para tirar las cenizas de la pipa y las colillas. Con cara de susto, el inspector dio media vuelta.
– ¿Se puede saber qué te pasa, hijo? -dijo de mal humor-. ¿Por qué bramas como un toro?
– Lo siento, papá. Estaba dormido.
– Ya sé que estabas dormido. Intentaba no despertarte. ¿Es ésa razón para que des un salto y te pongas a chillarme?
– Tuve una pesadilla, papá.
– Bueno, ¿por qué no duermes en tu cama? ¿Por qué duermes vestido? ¿Por qué estás tan nervioso?
– Velie se quedó hasta muy tarde. Luego intenté escribir un rato. Me tumbé para pensar. Me debí quedar dormido.
El inspector recuperó su brocha de afeitar.
– Debo decir, Ellery, que tienes algunos hábitos de lo más desordenado -dijo, cogiendo la brocha y sacudiendo las cenizas.
– Lo siento. Oye, papá -dijo Ellery Queen al ir el inspector a agarrar otra vez el picaporte de la puerta.
– ¿Qué pasa ahora?
– ¿Qué hora es?
– Las ocho menos cinco. Me dormí. ¡Maldita sea!
– ¿Has oído algo de Prouty sobre la autopsia?
– Claro que no. ¡Suéltame!
– ¿Me harás un favor? -Ellery seguía sujetando el brazo de su padre, apartándole de la puerta.
– Seguro, ¿qué es?
– ¿Me telefonearás tan pronto como hayas conseguido el informe de la autopsia? Estoy muy interesado en este caso.
– Seguro, pero deja de tirar de mí. ¿Por qué tiras de mí? Déjame ir.
– ¿Querías algo, papá?
– Sí, yo… -el inspector miró los vasos y la jarra de estaño sobre la bandeja-. ¿Velie llenó eso de cerveza?
– Sí, pensé que nunca se iría.
– Bueno, mejor te vas a la cama y duermes un rato. Sólo vine a cogerte la cuchilla de afeitar -con agilidad inesperada, el inspector se dio la vuelta y se encaminó hacia la puerta.
Horrorizado, Ellery vio cómo su padre hacía girar el picaporte, abría la puerta y entraba en la habitación. Con un gemido se hundió en el diván, sujetándose la cabeza con las manos, y esperó la explosión. En el instante siguiente escucharía un bufido de sorpresa de su padre. Luego el inspector se ofendería y más tarde se enfadaría. Gritaría que Ellery Queen era no sólo culpable de traición, mutilación y asesinato, sino que había escondido a un criminal. El hijo del inspector Queen, el hijo había…
Ellery oyó la puerta del cuarto de baño, que estaba al otro lado de su dormitorio, abrirse y cerrarse. Luego, el inspector reapareció, agitando la cuchilla de afeitar envuelta en papel azul y sonriendo feliz. Ellery le miró con la boca abierta, mientras se apresuraba a través de la habitación.
– Es mejor que duermas un rato, Ellery -dijo el inspector-. Miras y actúas como si fueses un imbécil.
En el momento en que su padre salió al vestíbulo, Ellery Queen corrió hacia el dormitorio. Nikki no estaba en ningún sitio a la vista. La cama estaba hecha. Todo estaba en orden, tal como lo había dejado Annie. Abrió la puerta del armario. Vacío. El cuarto de baño. Vacío. Se quedó al pie de la cama, pensando intensamente.
Claro. ¡Se había escapado durante la noche! Le había tomado por un idiota. Velie lo había dicho. Idiota. ¡Qué idiota era!
– ¡Pst!
Sintió un tirón en la vuelta de sus pantalones y miró hacia abajo.
– ¡Pst!
Una mano pequeña con uñas escarlata salía de debajo de la cama.
– ¿Todo en orden? -susurró Nikki.
Ellery cerró la puerta que daba al estudio.
– Sí.
Nikki salió, arrastrándose, de debajo de la cama. Su pequeño sombrero estaba encajado en la parte de atrás de su desgreñada cabeza. Vestía el pijama de seda blanco de él. Le colgaba como una tienda de campaña caída.
Ellery empezó a reírse.
– ¿Qué es lo que es tan gracioso? -preguntó ella, sacando su maleta a rastras de debajo de la cama.
– Mírate en el espejo.
– Mírate tú. ¿Es que nunca te afeitas? Parece como si te hubieses peleado.
– Más vale que te vistas -dijo él-. Te avisaré cuando papá se haya ido de casa.
En el vestíbulo, Ellery se sorprendió al oír la voz del doctor Prouty, proveniente de la sala de estar.
– ¡Ja! -decía a grandes voces-. ¡Ja! No me habría perdido ver la cara que has puesto, inspector, ni por un millón de dólares. ¡Ja! ¡Vine todo el camino desde allá sólo por ver esa fea cara tuya!
Cuando Ellery entró en la habitación vio no sólo al médico forense auxiliar, sino también al sargento Velie.
Con expresión dolorida, el sargento miraba al inspector Queen, que estaba de pie, vestido con su camiseta y los pantalones; los tirantes, colgando, olvidados detrás. Prouty parecía todo menos dolorido. Aparentemente estaba divirtiéndose por primera vez en su vida.
Con la cabeza echada hacia atrás, rugía hacia el techo:
– ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
– Deja de rebuznar como un asno -dijo el inspector, tenso- y cuéntame lo de la autopsia.
– Inspector -dijo Prouty, apenas capaz de controlarse-; no le importa que le llame inspector, ¿verdad, inspector? Bien, inspector, me he dado la caminata para informarle personalmente. Así que había un mulo envenenado, ¿no? Bueno, supongo que el mulo no serías tú, por casualidad. ¡Ja! ¡Ja!
El inspector se volvió al sargento.
– ¿Estás borracho, Velie?
Velie parecía que iba a llorar.
– No, señor. La verdad es que lo que ha pasado es bastante malo, señor.
– Escucha, inspector Queen -continuó Prouty-. Yo me levanto a las seis, ¿ves? Murmurando y maldiciendo, me hago llevar al depósito. Les digo a los chicos que me entren al tieso, ¿no? Y entra, cubierto por una sábana. Ha estado toda la noche en el refrigerador, ¿no? Y quito la sábana, ¿no? ¿Y qué veo, inspector? ¿Qué veo? -Prouty se paró dramáticamente.
– Sigue. Sigue, asno. ¿Qué viste?
– ¡Una estatua! ¡Una copia en yeso de la estatua de París! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! -sujetándose los costados se dobló, muerto de risa-. ¿Qué te crees que soy, un escultor? ¡Ja! ¡Ja! El inspector Queen, de la calle Centre, envía una estatua al depósito. La policía pierde el cuerpo de un hombre asesinado. Tendrías que oír a los chicos allá abajo. Tenías que escribir un libro. Cómo transformar los «tiesos» en piedra, por el inspector Queen. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
– Oye, ¿qué es esto? -preguntó imperativamente el inspector-. ¿De qué estás hablando?
– Te engañaron, Dick, querido. Velie dice que es la estatua de yeso de Braun. Dice que estaba en un nicho en su estudio.
El inspector Queen se volvió al sargento.
– ¿Bien, Velie? -preguntó en voz baja.
El sargento tuvo dificultades para hablar. Estaba pálido.
– Eso es lo que pasó, señor. No podía creer a mis ojos. Pero es lo que era. Llamé a la casa de Braun inmediatamente. Flint todavía estaba de guardia en el estudio. La estatua no está allí, porque está en el depósito. Sólo Dios sabe dónde está el cuerpo.
– Pero… Pero… -durante un minuto entero hubo silencio absoluto en la habitación-. ¿Tienes el coche fuera? -preguntó el inspector.
– Sí, señor.
– Estaré listo en un minuto -sin mirar a Prouty, el inspector Queen se precipitó a su habitación.
– Pensé que querrías que te lo contase personalmente -le gritó Prouty a sus espaldas-. Hasta luego, Dick.
Otra vez en el estudio, Ellery Queen se anudó la corbata sin ayuda del espejo. Se abotonó mal el chaleco y se estaba poniendo la chaqueta cuando se abrió la puerta del dormitorio y Nikki asomó la cabeza.
– ¿OK? -susurró.
– Papá se va ahora mismo -dijo él apresuradamente-. Yo también.
– Pero ¿qué hago yo?
– Limpiar el apartamento. Encarga lo que quieras en A. & P. Cárgalo en la cuenta. No salgas. Eres la nueva cocinera. Prepara la comida. A las siete en punto.
– Pero, Ellery, ¿qué ha pasado? ¿Han encontrado al asesino?
Ellery Queen agarró su sombrero.
– ¡Qué va! ¡Han perdido el cadáver!