Fugitiva de la justicia

Cuando Ellery Queen dejó a Nikki en la galería y se fue, se encontraba completamente satisfecho de sí mismo. El estar unos pocos pasos por delante de su padre era siempre agradable. Estaba impaciente por hacer rabiar al viejo, así que se dirigió directamente a un drugstore de Broadway, cerca de la calle 230.

Marcó el SP. 7-3.100 y preguntó por el inspector Queen.

– ¡Papá!

– ¡Ah!, hola, hijo. ¿Qué te traes entre manos?

– No mucho, papá. Sólo pensé que te gustaría saberlo.

– Saber ¿qué?

– Que Barbara Braun está a salvo en el seno de su familia.

– ¿Qué?

– Ya sabes. La joven que estaba perdida y de la que diste la alarma.

– ¿De qué estás hablando?

– Bueno, papá, no se me ocurre otra forma más simple de decirlo, pero lo intentaré otra vez. Acabo de tener el placer de escoltar a la señorita Braun a su casa. Está ahora en los brazos de su feliz madre.

– Está, ¿de verdad? -rugió el inspector Queen.

– Mis felicitaciones, papá, pero la acabo de acompañar a su casa.

El inspector, de pronto, se rió por lo bajo.

– La señorita Barbara Braun está aquí conmigo, justo en este momento, en mi oficina. Hijo mío, la chica que llevaste a la Casa de Salud es la señorita Nikki Porter, la compañera de habitación de la señorita Braun.

Ellery Queen suspiró pacientemente.

– Papá, no dejes que quienquiera que esté ahí te engañe. Nikki Porter es el nombre bajo el que se escondía Barbara Braun.

– Tonterías. La señorita Porter es una aspirante a escritora de misterios como tú. Estoy a punto de llevar a la señorita Braun a casa yo mismo. Velie la encontró hace unos minutos en la alcaldía, tratando de casarse con el doctor Jim Rogers.

Durante unos momentos Ellery fue incapaz de hablar.

– La encontró, ¿eh? -dijo por fin débilmente.

– Puse un hombre a seguirte cuando te fuiste de aquí. Buen trabajo, chico. Lo hiciste todo bien, menos la chica. Te equivocaste de chica. La señorita Braun está viviendo con la señorita Porter.

– ¡Oh! -Ellery tragó saliva.

– Pero gracias, hijo, por tratar de ayudar a la policía. Siempre agradecemos la ayuda civil. Y, hijo…

– Dilo, dilo, lo puedo soportar.

– Sólo iba a decir que cuando crezcas y tengas un hijo propio y cuando algún día te des cuenta de que es listo, te darás cuenta de lo orgulloso que estoy de ti.

¡Clic!

Otra vez en su coche, Ellery miró hoscamente la luz roja del semáforo del cruce de calles. ¡Que le hubiese hecho pasar por un tonto! ¡Haber sido convertido en un imbécil por una mujer!

El semáforo se puso verde. La suela de Ellery pisó el acelerador con verdadera furia. El coche rugió en dirección a Spuyten Duyvil. Pasó aullando a través de la puerta de la Casa de Salud. Paró con un chirrido delante de la segunda entrada.

Ellery echó una mirada por el vestíbulo de recepción vacío, y luego subió rápidamente las escaleras. En la segunda puerta a la derecha leyó: Doctor M. Rogers. Atravesó sin ceremonia la puerta abierta. Para su sorpresa se encontró con la habitación vacía Aparentemente no había nadie por los alrededores. Fue a la puerta que había a su derecha y llamó. No hubo respuesta. La abrió y miró dentro de la habitación. Esta habitación también estaba vacía. En medio de ella había una camilla esmaltada de blanco cubierta por una sábana. Había vitrinas de cristal llenas de instrumentos brillantes, dos sillas rectas de metal y un surtido de lámparas de rayos ultravioleta y solares.

Cerró la puerta y echó una mirada por la oficina. Al lado de una silla con respaldo de cuero estaba la maleta de Nikki.

¡Todavía estaba allí! Pero ¿dónde podía estar?

Oyó un ligero ruido y se quedó quieto, escuchando. Aparentemente, alguien tenía dificultades para dar la vuelta a una llave en la cerradura de la puerta al otro lado del vestíbulo. Se echó a un lado, fuera de la vista de quien saliera. Oyó la puerta abrirse y cerrarse. Pat, pat, pat, a través del vestíbulo. Deprisa. Corriendo…

Nikki entró como una flecha en la habitación y, a través de ella, hasta su maleta. La recogió, se volvió, y vio a Ellery.

– ¡Usted! -emitió apenas.

– Sí, yo, señorita Nikki Porter -dijo Ellery ceñudo-. ¿Qué es eso de dejarme creer que era usted Barbara Braun y qué está usted haciendo ahora?

– ¡Oh!, señor Queen. ¡Ha ocurrido algo horroroso!

Vio que ella estaba temblando y que su cara estaba blanca.

– ¡Ocurrido! -dijo él en tono cortante-. ¿Qué?

– Está muerto, señor Queen. ¡Está muerto!

Ellery se quedó muy quieto.

– ¿Quién está muerto?

– El señor Braun.

– ¿Cómo lo sabe?

– Le vi. Fue horrible. ¡La sangre!

– ¿Dónde?

– Ahí dentro -señaló a través del vestíbulo.

– ¿Por qué cerró usted la puerta con llave? ¿Por qué se encerró usted?

– Yo no fui. Fue él.

Ellery cogió la maleta de sus manos. Con su mano libre la agarró del codo.

– Vamos, hermana -tiró de ella a través del vestíbulo hacia el estudio-. ¿Dónde?

Ella señaló el dormitorio con la cabeza. Ellery la arrastró con él.

Dejando la maleta al lado de la cama, dijo:

– Quédese aquí mismo.

Cruzó hacia el escritorio en forma de riñón y miró el cuerpo de John Braun; se arrodilló y observó con cuidado la garganta, la manga empapada en sangre de la bata púrpura, ahora de color marrón rojizo, hasta llegar a los dedos curvados de la mano, blanca como el yeso a la luz de la luna. Muerto, sin lugar a dudas.

Se levantó. Su mirada recorrió rápidamente la habitación: el suelo, el tablero del escritorio y la cómoda, la cama, las paredes. Fue a la puerta del armario, la abrió, presionó las ropas a un lado, golpeó las paredes; entró en el cuarto de baño, probó la fuerza de la reja de la ventana. Luego volvió al dormitorio. Examinó la reja de la ventana de éste, tiró de las barras. Dio la vuelta a la alfombra y, a gatas, examinó las tablas del suelo. Luego, incorporándose, desapareció en el estudio.

– Venga aquí dentro -llamó-. Traiga su maleta.

Nikki obedeció. Estaba más tranquila ahora. La eficiencia de Ellery, serena y rápida, su seguridad, estaban actuando como un sedante sobre sus propios nervios. Le observó mientras él se movía silenciosamente, rápidamente, por la habitación. Sus ojos parecían lentes fotográficas, que no perdían detalle.

Por fin se paró delante de ella, y la miró a los ojos con la misma objetividad, sin piedad.

– Dígame todo lo que ha ocurrido. Exactamente lo que hizo desde el momento en que llegó aquí.

Se lo contó; a saltos al principio; luego, ganando confianza, habló con más rapidez. Cuando acabó le tendió el papel en el que había comenzado su historia.

Ellery lo miró y se lo metió en el bolsillo.

– ¡Trampa para una chica! Dio usted justo en el clavo esta vez.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó asustada.

– La yugular de John Braun fue acuchillada -dijo él-. Fue cortada con un cuchillo. No hay modo de salir del dormitorio como no sea por el estudio. No hay forma de salir de este estudio adyacente excepto a través de la puerta del vestíbulo, que estaba cerrada con llave hasta que usted la abrió.

– Eso es cierto -dijo ella débilmente.

– El cuchillo o lo que quiera que se utilizase ha desaparecido. Luego es asesinato; el asesino se llevó el arma con él. Además de Braun usted era la única persona que había en estas habitaciones cuando le mataron. Ahora bien, ¿a qué conclusión llega usted?

– Yo no llego a la conclusión de que le maté y luego me deshice del cuchillo -dijo ella, poniéndose lívida, pero sosteniendo su mirada sin pestañear-. Simplemente porque yo no lo hice, si es eso lo que está pensando.

– Eso es lo que la policía va a creer -dijo él sosegadamente.

– ¿Y mi motivo? -en su tono había ahora ironía e ira, más que miedo-. ¡No había visto a ese hombre en mi vida hasta esta tarde!

– Deje el motivo al fiscal del distrito. Los fiscales de distrito son maravillosos escarbando para encontrar motivos. Puede incluso llegar a sugerir que estaba usted vengando a una amiga.

– ¡Así que es eso lo que usted piensa! -los ojos de ella lanzaban llamas.

– No, eso no es lo que yo pienso. Le estoy diciendo lo que la policía va a pensar. Esa es la forma en que razonaría un detective. Yo soy un escritor, no un detective. Un «gusano» no piensa, porque sabe que los hechos pueden mentir de modo más convincente que las personas. Un «gusano» es el tipo de majadero que deja que le guíen sus instintos. Ahora tiene que salir de aquí antes de que llegue el viejo.

– ¿El viejo?

– El inspector Queen. Viene hacia acá con Barbara Braun y Jim Rogers -Ellery estaba limpiando la superficie de la mesa y los brazos de los sillones con su pañuelo-. ¿Tocó algo además del escritorio y de los sillones?

– No -dijo ella distraída-. Mire, me quedaré y lo explicaré.

– Explicar ¿el qué? Mi querida señorita, usted se va a ir -la agarró de un brazo y la arrastró hacia la puerta-. Venga, deme su maleta.

Rápidamente cruzaron el vestíbulo hacia las escaleras de la parte de atrás del edificio. A mitad del descenso, Ellery Queen se paró a escuchar, y luego siguió con precaución. Al pie de los escalones estaba la puerta de vaivén, que era la entrada de servicio. Se asomó. Al otro lado del paseo de coches había un camino de cemento de unos cincuenta pies de largo que pasaba por una abertura en un seto de boj que llegaba más o menos a la altura del hombro.

– Muy bien -dijo él-. Anda, no corras. Cuando estemos al otro lado del seto agáchate. Sigue por el camino. Sigue hacia la izquierda pegada al seto.

El boj continuaba durante unas cincuenta yardas, y luego el camino estaba bordeado por alheñas hasta llegar al borde del bosque, al norte. Allí acababa el pavimento y seguía un camino de barro a través de una maraña de arbustos y enredaderas. Corrieron a lo largo de él a trote ligero durante bastantes yardas, hasta que llegaron a una carretera de tierra abandonada en la que crecían hierbas. Al oeste descendía a través de un barranco hacia el río, y al este subía una colina en dirección a la avenida Gun Hill. Ellery Queen torció a la derecha y se apresuró hacia el zumbido de tráfico que se oía en la distancia.

Al llegar a la avenida Gun Hill se detuvo y cogió una tarjeta de su cartera. Escribió en ella y se la dio a Nikki.

– Esto -dijo él- es la dirección de mi apartamento. Le he escrito una nota a Annie. Es mi doncella. Cuidará de ti hasta que yo llegue. Coge el primer taxi que venga. Y no salgas del apartamento.

– Pero ¿por qué no puedo ir a…?

Ellery la interrumpió bruscamente.

– Es el único lugar donde no irá la policía a buscarte. Lo encontrarás más cómodo que una celda en la cárcel de mujeres.

– Espero que sepas lo que estás haciendo -gimió ella.

Ellery sonrió ceñudo.

– Naturalmente -dijo-. Arriesgándome a compartir una acusación de asesinato contigo. Porque fui lo suficientemente idiota como para meterte en esto.

Nikki se sobresaltó.

– Pero ¿qué vas a hacer? ¿Dónde vas? -preguntó con los ojos muy abiertos.

– Vuelvo a la Casa de Salud.

Echó a correr a grandes zancadas por el viejo camino y desapareció en el bosque.

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