Después de que la limusina de la señora Braun se hubo alejado de la comisaría, Ellery Queen había telefoneado a Pinky, un taxista experto en seguir a la gente mientras conducía a gran velocidad a través del tráfico. Dio instrucciones a Pinky y luego se fue al apartamento de los Queen en la calle 87 Oeste, a esperar su informe. Poco después de las dos sonó un teléfono. Pinky había tenido suerte, según dijo a través del cable. Había seguido el automóvil del doctor Rogers desde la Casa de Salud hasta la calle Cuarta, donde el doctor había aparcado y se había dirigido andando a una casa de ladrillo rojo en Waverly Place, mirando constantemente detrás de él para asegurarse de que no le habían seguido. Y Pinky dio a Ellery la dirección. Ellery le dijo que esperase, y salió corriendo. Cuando llegó a la calle Cuarta, Pinky le dijo que Rogers había salido hacía sólo unos minutos. Había ido a casa de una tal Nikki Porter, segundo piso de la fachada. Ellery sonrió, le dio a Pinky un billete de diez dólares, y subió los escalones de tres en tres.
Y ahora, en el apartamento, su mirada recorría apreciativamente a Nikki. Cabello marrón ondulado. Ojos castaño oscuro. Pestañas oscuras. Pies pequeños. Bonita. Color encendido natural. Talla 14. El doctor Rogers no tenía consulta, luego no había estado efectuando una visita profesional. Además, Pinky había dicho que se había comportado de modo furtivo.
– ¡Un detective privado! -dijo ella con voz entrecortada.
– En cierto modo -explicó él con dulzura-. Señorita, su madre me encargó que la encontrase y la llevase a casa.
El cerebro de Nikki estaba dando vueltas. ¡Así que él pensaba que ella era Barbara! ¡Luego sabían dónde se escondía Barbara!
– ¿Cómo encontró a Bar… a mí? -preguntó. «¡Maldita sea, por poco meto a pata!».
– Menos conversación y más acción, señorita Braun. ¿Le importa empezar a moverse?
– ¿Qué prisa tiene? -tenía que salvar a Barbara pasase lo que pasase. ¿Cómo podría librarse de ese hombre?
– Tenemos que irnos antes de que llegue la policía.
– ¡La policía! -Nikki pareció enferma.
– Estarán aquí muy pronto. Será menos desagradable que me deje conducirla a su casa y no que la lleven los polis. Imagínese la publicidad; los periodistas, los fotógrafos. Les encanta conseguir una historia como ésta. Venga, señorita Braun, haga su equipaje.
– ¡Oh! -dijo Nikki- ¡oh, qué horrible! -pareció de pronto que estaba de acuerdo, completamente vencida-. Ya veo. Claro. Si eso es lo que pasa. Siéntese, ¿no quiere? Yo, yo no tardaré mucho.
Hizo un gesto de impotencia hacia la silla y entró en el dormitorio. La puerta se cerró.
– Babs -susurró Nikki-, ¡saben dónde estás! ¡La policía va a venir!
– ¡Oh, Nikki!, ¿qué voy a hacer? No quiero ir a casa. ¡No quiero! -sus labios temblaron.
Barbara había estado escuchando en la puerta. Se apoyó contra ella.
– ¡Sh! ¡No tan alto! Escucha. ¡Ese hombre que está ahí cree que yo soy tú! Yo iré con él. En el momento en que nos vayamos, telefonea a Jim. Consigue que venga a recogerte. Pero rápido. Yo liaré a este detective. No respires hasta que nos vayamos. Luego haz el equipaje rápido -Nikki comenzó a arrojar cosas sin ningún cuidado en una maleta.
En la sala de estar, Ellery Queen no se había sentado, como había sugerido Nikki. Se paseó inquisitivamente por la habitación. Sobre la librería estaba el Diccionario Webster; el Tesauro, de Roget; El inglés del Rey, de Fowler; Pequeños ensayos, por George Santayana; para su sorpresa, un enorme volumen, Anatomía humana, de Piersol, ¡y una docena de volúmenes de Ellery Queen! Ellery cruzó hacia el escritorio, donde estaba la máquina de escribir, y leyó en la hoja de papel de la máquina: «El misterio de la alfombra persa, por Nikki Porter». Sobre la mesa había seis voluminosos manuscritos colocados cuidadosamente. A todos ellos se había adosado media docena, por lo menos, de papeles de rechazo de las editoriales. Cogió El misterio del sombrero de plumas, tomó una hoja cualquiera y leyó: «Ciertamente, era Harry MacTavish quien era bien-conocido por todos ellos». Sacando un lápiz de su bolsillo, tachó Ciertamente y escribió De hecho encima. Puso una coma antes de quien y quitó el guión de bien-conocido. Mientras leía la página empezó a reír por lo bajo. Estaba riendo en voz alta, cuando Nikki, llevando una maleta, entró en la habitación.
– ¿Por qué se ríe? -preguntó, cerrando la puerta del dormitorio furtivamente.
Ellery Queen devolvió el manuscrito a su sitio.
– Señorita Braun -dijo solemnemente-, felicito al público lector de novelas de misterio. Péguese a sus millones, señorita Braun, y deje que escriban misterios los que pueden.
– ¡Oh, también es crítico! -gruñó la señorita Porter.
Ellery pareció arrepentido.
– Lo siento, ¿nos vamos?
Se dirigían rápidamente hacia el norte en el potente Cadillac de Ellery Queen por la autopista del oeste. Aunque Ellery había tratado de empezar alguna conversación varias veces, Nikki había mantenido un tozudo silencio mientras iban de Waverly Place a lo alto de la rampa de la calle 21.
Luego, aparentemente ganada por la curiosidad, preguntó aunque todavía huraña:
– ¿Qué es lo que es tan horrible de mis historias de misterio? ¡Supongo que estaba fisgando!
– Nada, de verdad -dijo Ellery Queen-; pero siempre me divierte encontrarme con alguien que las escribe. Sabe, yo mismo he escrito algunas.
– ¿De veras? -el interés de Nikki se hizo real-. ¿Vende usted algo?
– ¡Oh!, todo lo que escribo.
Nikki pareció espantada.
– Realmente soy más escritor que detective -dijo Ellery-. Por eso, por cierto, vine a huronear y a sacarla de su agujero en la calle Cuarta.
– No entiendo -dijo ella confundida.
– Quería conocerla y conocer a su padre.
– ¿Por qué?
– Bueno, francamente, mis editores me están acosando para que saque un nuevo libro. Por lo tanto, ando a la caza, bueno, de una inspiración para una trama. Me gusta el realismo. Siempre voy a la verdadera fuente de la historia. Algo que de hecho está ocurriendo o que le ha ocurrido a alguien. A la vida misma. Una vez que se consigue la idea básica, el problema, el conflicto, entonces ya se tiene algo sobre lo que construir.
Nikki arrugó la nariz.
– Eso es lo que un editor todo tieso me predicaba a mí esta mañana. Me acusó de robar las ideas a Ellery Queen, ¡el despreciable insecto!
– ¿Por qué llamarle despreciable insecto? Creo que tenía bastante razón. Tiene que escribir a partir de experiencias de primera mano.
– No estaba llamando despreciable insecto al editor. Me refería al señor Ellery Queen.
Ellery la miró por el rabillo del ojo.
– ¿Por qué? -preguntó sonriendo a la carretera que tenían delante.
– Porque escribe ñoñerías imbéciles.
Él sintió calor en la nuca.
– A juzgar por el número de libros suyos que tiene, imaginé que más bien le gustaban sus patrañas.
– Él es mi Némesis -declaró ella con amargura-. Preferiría no hablar sobre él -se calló un momento y luego dijo-: Luego usted piensa que hay una historia en Ba… en mi escapada de casa, ¿no?
– Naturalmente -dijo Ellery. Era bastante agradable ser llamado Némesis de alguien-. Naturalmente, o no me habría tomado todo este trabajo. Heredera que huye, padre implacable, madre angustiada, novio en un aprieto. ¿Qué más se puede pedir para empezar?
– Supongo que no se da cuenta de que es usted ofensivo -dijo ella fríamente.
– Con esa actitud nunca será capaz de escribir. Tiene que ser objetiva. No puede ser personal. No se haga a la idea de que le voy a poner a usted, a su padre, o a cualquiera otra persona en el libro. Dejo ese tipo de cosas a los periodistas. Después de todo, soy un escritor de ficción. Trato sobre la causa y el efecto, las reacciones y el comportamiento humanos, los fundamentos del carácter. Los rasgos superficiales de la gente son sólo sus máscaras. No me interesan.
Ninguno habló de nuevo hasta que no hubieron cruzado el puente de Henry Hudson y dejado la autopista, cuando subían una cuesta de mucha pendiente en Spuyten Duyvil.
Entonces Nikki dijo, ceñuda:
– Lo haré.
– Hacer ¿qué?
– Hacer justo lo que usted dice. Escribiré la historia de Barbara Braun.
Ellery sonrió. Giró el coche a la derecha, a través de la ancha puerta de la Casa de Salud John Braun. Tras unas cincuenta yardas la carretera se bifurcaba para formar una gran elipse, cuya curva más larga corría por delante de la galería de la casa. Mientras el coche tomaba la curva, vio que había dos entradas a partir de la galería, cada una a tres ventanas del final y con tres ventanas entre medias. Notó con sorpresa que dos de las ventanas del segundo piso estaban cubiertas por una reja de hierro afiligranado.
– ¿Por qué entrada, señorita Braun? -preguntó él. Nikki, que creía conocerse todos los rincones de la casa a partir de las descripciones de Barbara, no dudó.
– La segunda -dijo-. Es la entrada de la oficina. Estará abierta. No cogí mi llave cuando me fui.
El coche chirrió y se detuvo sobre la gravilla del camino, Ellery salió y, sujetando la maleta de ella, abrió la puerta a Nikki.
– Muchas gracias -dijo mientras salía del coche y tendía la mano para coger su maleta.
– ¿No me va a presentar a su padre? -mantuvo la maleta fuera de su alcance.
– No se puede decir que sea el momento apropiado.
– Quería decir más tarde, esta noche. No se preocupe por la policía Telefonearé a mi padre para decirle que está usted sana y salva en casa.
– ¿Su padre?
– Papá, el inspector Queen.
Ella le miró con incredulidad.
– ¿Quiere decir que usted es Ellery Queen?
– Sí -volvió a sonreír-. Pero le perdono todo lo que dijo. ¿Puedo venir esta noche?
Durante unos momentos ella fue incapaz de hablar. Continuó mirándole con los ojos muy abiertos, despidiendo relámpagos.
– No quiero volver a verle en mi vida, ¡impostor!
Le quitó la maleta y corrió a través de la galería a la casa… A la Casa de Salud, a la casa de la tragedia.