Cuando llevaba menos de cinco minutos sentado en su despacho, la puerta chocó contra la pared con tal violencia que el propio Catarella, el autor de lo que debería haber sido una simple llamada con los nudillos, se impresionó.
– ¡Virgen santísima, qué golpe he dado! ¡Me he pegado un susto, dottori! ¡Qué mujer!
– ¿Dónde?
– Aquí, dottori. Dice que llámase Dolorosa. Pero ¡qué dolorosa ni qué niño muerto! ¡Esa le da alegría a cualquiera! Quiere hablar con usía personalmente en persona. ¡Virgen santa, qué mujer! ¡Hacen falta ojos para mirarla!
Debía de ser la que él había visto en el aparcamiento. Y a una mujer que le hacía perder la cabeza incluso a Catarella, ¿Mimì no se había dignado siquiera mirarla? ¡Pobre Mimì, a qué se había reducido!
– Hazla pasar.
Parecía falsa. Era una treintañera espectacular, morena, muy alta, largo cabello derramado sobre los hombros, ojos enormes y profundos, boca grande, labios voluminizados no por un cirujano sino por la propia naturaleza, buena dentadura para comer carne viva, grandes pendientes de aro, de gitana. Y de gitana eran también la falda y la blusita, hinchada por dos bolas de torneo internacional.
Parecía falsa, pero era de verdad. ¡Vaya si era de verdad!
Montalbano tuvo la impresión de conocerla, pero después comprendió que era un recuerdo visual, pues la mujer se parecía a actrices de películas mexicanas de los años cincuenta que él había visto en una retrospectiva.
Con ella, el despacho se llenó de un ligero perfume a canela.
No, no era perfume: era su piel, que emanaba aquel aroma. Mientras le tendía la mano, Montalbano advirtió que la mujer tenía unos dedos muy largos, desproporcionados, peligrosos, fascinantes.
Se sentaron, ella delante, con aire serio y preocupado, y él detrás del escritorio.
– Usted dirá, señora.
– Me llamo Dolores Alfano.
Montalbano dio un salto hacia el techo, pero, al volver a caer, su nalga izquierda no dio en la silla, y él estuvo a punto de desaparecer bajo el escritorio. Dolores Alfano pareció no prestar atención.
Ahí estaba al final, personalmente en persona, la mujer misteriosa de la que le había hablado el director Fabio Giacchetti, la mujer a la que, a la vuelta de un encuentro galante, alguien quizá había intentado atropellar.
– Pero Alfano es el apellido de mi marido Giovanni -añadió-. El mío es Gutiérrez.
– ¿Es usted española?
– No; colombiana. Pero vivo desde hace años en Vigàta, en via Guttuso, número doce.
– Usted dirá, señora -repitió Montalbano.
– Mi marido está embarcado en un portacontenedores, donde es segundo oficial. Nos mantenemos en contacto mediante cartas y postales. Antes de marcharse, él me hace una lista de las escalas con las fechas de llegada y salida para poder recibir mis cartas. Alguna vez, muy raramente, nos llamamos por el móvil vía satélite.
– ¿Y qué ha ocurrido?
– Ha ocurrido que Giovanni se embarcó hace dos meses para una travesía muy larga, y al cabo de veinte días aún no me había escrito ni telefoneado. Jamás había sucedido. Me preocupé y lo llamé. Me contestó que gozaba de buena salud y tenía mucho trabajo.
Montalbano la escuchaba fascinado. Dolores tenía una voz de cama; no se podía definir de otra manera. Igual decía sólo buenos días y uno pensaba inmediatamente en cobertores enredados, almohadas caídas al suelo, sábanas humedecidas de un sudor con olor a canela.
El acento sudamericano que le salía cuando hablaba mucho rato era como un aliño picante.
– … una postal -dijo Dolores.
Montalbano, extraviado detrás de aquella voz, se había distraído pensando precisamente en camas deshechas, noches tórridas con rancheras como telón de fondo musical…
– ¿Cómo ha dicho, perdón?
– He dicho que anteayer me llegó una postal suya.
– Muy bien, o sea, que ya está más tranquila.
Ella no contestó. Sacó del bolso la postal y se la entregó al comisario.
Se veía el puerto de un pueblo que Montalbano jamás había oído nombrar, y el sello era argentino. En ella se leía: «Estoy bien. ¿Y tú? Besos. Giovanni.»
No parecía precisamente expansivo el señor Alfano. Pero, en cualquier caso, era mejor que nada. Montalbano levantó los ojos y miró a Dolores con semblante inquisitivo.
– No creo que la haya escrito mi marido -dijo ella-. La firma me parece distinta.
Sacó del bolso otras cuatro postales y se las tendió a Montalbano.
– Compárela con estas que me envió el año pasado.
No era necesario recurrir a un calígrafo. Saltaba a la vista que la letra de la última postal estaba falsificada. Y por si fuera poco, falsificada sin demasiado esmero. Pero las postales antiguas tenían un tono distinto:
«Te quiero mucho.»
«Pienso siempre en ti.»
«Te echo de menos.»
«Te beso toda entera.»
– Esta última postal -prosiguió Dolores- me ha hecho recordar una extraña impresión que tuve tras telefonearle.
– ¿Cuál?
– Que no era él quien contestó la llamada. Tenía una voz distinta. Como si estuviera resfriado. Entonces quise creer que era por culpa del móvil. Ahora ya no estoy tan segura.
– Y según usted, ¿qué podría hacer yo?
– Pues no lo sé.
– Es un buen problema, señora. La postal no la ha escrito su esposo, ahí tiene usted razón. Pero eso también puede significar que él no haya podido desembarcar por el motivo que sea y le haya encargado a un amigo que la escribiera y se la enviase para que usted no se preocupara.
Ella negó con la cabeza.
– En ese caso, podría haberme telefoneado.
– Es cierto. ¿Por qué no lo ha hecho usted?
– Lo he hecho. En cuanto recibí la postal. Y lo he llamado otras dos veces, incluso antes de venir aquí. Pero el teléfono está siempre muerto, no contesta nadie.
– Comprendo su preocupación, señora, pero…
– ¿Ustedes no pueden hacer nada?
– Nada. Porque, verá, hoy por hoy, usted no está en condiciones de presentar siquiera una denuncia de desaparición. ¿Quién nos dice que la situación no sea otra?
– ¿Y cuál podría ser?
– Pues… -Montalbano avanzó como pisando huevos-. Tenga en cuenta que es sólo una simple suposición… Bueno… podría ser que su marido hubiera tenido un encuentro, no sé si me explico, un encuentro que…
– Mi marido me quiere. -Lo dijo serenamente, casi sin ninguna entonación. Después sacó un sobre del bolso y extrajo una hoja-. Es una carta que Giovanni me envió hace cuatro meses. Léala.
…no pasa una noche sin que sueñe que estoy dentro de ti… vuelvo a oír lo que me dices cuando estás a punto de alcanzar el orgasmo… e inmediatamente quisiera volver a empezar… cuando tu lengua…
Montalbano se ruborizó ligeramente, consideró que ya era suficiente y le devolvió la carta.
Tal vez fuera su imaginación, pero en lo más hondo de lo hondo de los profundos ojos de aquella mujer creyó ver aparecer y desaparecer un destello de… ¿ironía?, ¿diversión?
– La última vez que estuvo aquí su marido, ¿cómo se comportó?
– ¿Conmigo? Como siempre.
– Mire, señora, lo único que puedo hacer es darle un consejo, ¿cómo diría?, de carácter extraoficial. ¿Conoce el nombre del buque en que está embarcado su marido?
– Sí, el Ruy Barbosa.
– Pues entonces póngase en contacto con la empresa naviera. ¿Es italiana?
– No; brasileña, la Stevenson &` Guerra.
– ¿Tienen agente en Italia?
– Claro, en Nápoles. El agente se llama Pasquale Camera.
– ¿Tiene su dirección o número de teléfono?
– Sí, lo tengo escrito aquí. -Sacó un papelito del bolso y se lo tendió a Montalbano.
– No, no me lo dé a mí. Es usted quien debe llamar para averiguar algo.
– No, yo no -repuso decididamente Dolores.
– ¿Por qué no?
– Porque no quisiera que mi marido pensara que yo… No, prefiero no hacerlo. Hágalo usted, por favor.
– ¡¿Yo?! Pero, señora, yo, como comisario, no…
– Diga que es un amigo de Giovanni que está preocupado porque no tiene noticias suyas desde hace tiempo.
– Mire, señora…
Dolores se inclinó hacia delante. Montalbano tenía los brazos apoyados sobre el escritorio. Ella posó sus manos, cálidas como si tuviera fiebre, sobre las de Montalbano, y luego sus dedos se introdujeron por los puños de la camisa del comisario; primero le acariciaron suavemente la piel, después se la apretaron como si fueran garras.
– Ayúdame -pidió.
– De… de… acuerdo -respondió Montalbano.
Se levantaron. El comisario fue a abrir la puerta. Y vio que media comisaría estaba en el vestíbulo, todos mirando con rostro aparentemente indiferente. Al parecer, Catarella había hecho correr la voz sobre la belleza de Dolores.
Una vez a solas, Montalbano se quitó la chaqueta, se desabrochó los puños y se arremangó.
Dolores le había dejado la señal de sus uñas, lo había marcado. Sentía una leve quemazón. Se olfateó los brazos: olían ligeramente a canela. ¿No sería mejor aclarar de inmediato la cuestión? ¿Y quitarse de encima a aquella mujer que parecía una leoparda? Cuantas menos ocasiones tuviera de verla, mejor.
– ¿Catarella? Márcame este número de Nápoles. Pero no digas que llamas desde una comisaría.
Tabla del och… Una voz femenina contestó de inmediato.
– Agencia marítima Camera.
– Davide Maraschi. Quisiera hablar con el señor Camera.
– Espere un momento.
Empezó a sonar una cancioncilla apropiada para el lugar: O sole mio.
– ¿Puede mantenerse a la espera? El señor Camera está en el otro teléfono.
Cancioncilla: Fenesta ca lucive.
– Un momentito más.
Cancioncilla: Guapparia.
Le gustaban las canciones napolitanas, pero empezó a desear un poco de rock. Desanimado y temiendo tener que escuchar todo el repertorio de Piedigrotta -el barrio napolitano famoso por sus concursos de canciones populares-, estaba a punto de colgar cuando una voz masculina dijo:
– ¿Sí? Soy Camera. ¿Con quién hablo?
¿Cómo coño le había dicho a la secretaria que se llamaba? Recordaba Davide, pero no el apellido. Sólo estaba seguro de que terminaba con «schi».
– Soy Davide Verzaschi.
– Dígame.
– Sólo le robaré unos minutos, pues veo que está muy ocupado. Oiga, ¿usted es el representante de la Stevenson &` Guerra?
– También.
– Menos mal. Verá, tengo la urgente necesidad de ponerme en contacto con alguien que está embarcado en el Ruy Barbosa. ¿Tendría la amabilidad de explicarme cómo puedo hacerlo?
– Pero ¿usted cómo pretende ponerse en contacto?
– Descartaría una paloma mensajera o señales de humo.
– No entiendo.
¿Por qué se hacía el gracioso? Igual Camera colgaba y adiós muy buenas.
– No sé; escribiendo, llamando por teléfono.
– Si dispone de un teléfono vía satélite, no tiene más que marcar el número.
– Ya lo he hecho, pero no me contesta nadie.
– Entiendo. Espere un momento que miro en el ordenador… Ya lo he encontrado: el Ruy Barbosa hará escala en Lisboa exactamente dentro de ocho días. Por consiguiente, usted puede mandarle una carta. Puedo facilitarle la dirección del representante portugués y…
– ¿No habría un medio más rápido? Tengo que transmitirle una mala noticia. Ha muerto su tía Adelaide, que para él era como una madre.
La pausa que siguió significaba que el señor Camera se debatía entre el deber y la compasión. Ganó esta última.
– Mire, voy a hacer una excepción dada la gravedad y urgencia del asunto. Le daré el móvil del segundo oficial, que también ejerce tareas de comisario. Tome nota.
¿Y ahora cómo salía del atolladero?… Pero ¡si el segundo oficial del Ruy Barbosa era la persona que buscaba, precisamente la persona de la que quería noticias!
– El segundo oficial -prosiguió Camera- se llama Couto Ribeiro, y su número es…
Pero ¿qué estaba diciendo?
– Perdone, pero ¿el segundo oficial no es Giovanni Alfano?
De golpe se produjo un silencio.
Y Montalbano se hundió en el consabido pánico que lo dominaba siempre que, mientras hablaba, se cortaba la línea. Era como si lo proyectaran al interior de una soledad sideral. Se puso a dar voces ansiosas:
– ¿Oiga? ¿Oigaaa?
– No grite. ¿Usted es familiar de Alfano?
– No. Giovanni y yo somos amigos, fuimos compañeros de escuela, y…
– ¿Desde dónde llama?
– Desde… desde Brindisi.
– O sea, que no está usted en Vigàta.
Elemental, querido Watson.
– ¿Desde cuándo no ve a Alfano? -inquirió Camera.
Pero ¿qué le pasaba? ¿Por qué tantas preguntas? Su voz era brusca, casi enojada.
– Pues… hará algo más de dos meses… Me dijo que su siguiente embarque sería en el Ruy Barbosa como segundo oficial. Por eso me ha extrañado. ¿Qué ha ocurrido?
– Ha ocurrido que no se presentó al embarque. Tuve que encargarme de la sustitución en el último momento, y no fue fácil. Su amigo me ha puesto en apuros, unos apuros muy serios.
– ¿Desde entonces no ha tenido noticias suyas?
– Tres días después me envió una nota para decirme que había encontrado algo mejor. Mire, si lo ve, dígale que Camera, en cuanto lo vea, le pateará el culo. Bien, ¿qué hacemos, señor…?
– Falaschi.
– ¿… quiere el número de Couto Ribeiro o no?
– Dígame.
– Acláreme primero una cosa, querido señor Panaschi. Acabo de decirle que Alfano no está en el Ruy Barbosa, así que ¿para qué quiere ponerse en contacto con el barco?
Montalbano colgó.
El primer pensamiento del comisario fue que Giovanni Alfano se había escapado a la chita callando del hogar doméstico, por decirlo como le gustaba al dottor Lattes. Navega hoy y navega mañana, desembarca hoy y desembarca mañana, seguro que había encontrado a otra mujer en otro puerto. A lo mejor una rubísima vikinga que sabía a agua y jabón, porque ya se había cansado de la morena carne colombiana que olía a canela.
Y ahora igual navegaba más feliz que unas pascuas por los fiordos del mar del Norte. Y adiós muy buenas. ¿Quién podría darle caza? ¡Buena la había armado el muy descarado! No se había presentado al embarque, le había enviado a Camera una nota con la falsa historia de que había encontrado un trabajo mejor, había regalado el móvil a un amigo diciéndole que, si por casualidad llamaba su mujer, fingiera ser él, y además le había pedido que le enviara a Dolores una postal falsa al cabo de unos dos meses. De esa manera obtenía una buena ventaja antes de que su esposa comprendiera que se había largado e iniciara la inútil búsqueda. Y ahora, ¿qué hacer?
¿Presentarse en via Guttuso número 12, llamar a la puerta y decirle a la leoparda que se había quedado viuda, aunque fuera blanca?
¿Cómo reaccionan las leopardas cuando se enteran de que su leopardo las ha abandonado? ¿Arañan? ¿Muerden? ¿Y si ésa, pongamos por caso, se echaba a llorar, se derrumbaba entre sus brazos y quería que la consolara? No; era una idea más bien peligrosa.
Quizá fuera mejor telefonear.
Pero ¿se pueden decir ciertas cosas por teléfono? Montalbano estaba convencido de que, a media conversación, se armaría un lío. No; más seguro escribirle una nota. Y aconsejarle, antes de presentar la denuncia de desaparición, que recurriera a ¿Quién lo ha visto?, el programa en que se buscaban, y a menudo se encontraban, personas desaparecidas antes incluso de que la policía entrara en acción.
Pero ¿no sería mejor dejarlo todo para el día siguiente?
Día más, día menos, nada cambiaría. Al contrario. Por lo menos así la señora Dolores ganaría una noche de tranquilidad.
«Mañana -concluyó-, mañana.»
Estaba a punto de irse a Marinella cuando llegó Fazio. Por su cara era evidente que traía un buen cargamento. Iba a abrir la boca cuando su expresión cambió de golpe al ver los arañazos que el comisario tenía en los brazos.
– ¡Pero bueno! ¿Cómo ha hecho para arañarse de esa manera? ¿Se ha desinfectado los cortes?
– No he sido yo -contestó molesto Montalbano, bajándose las mangas de la camisa-. Y no hace falta desinfectarlos.
– ¿Pues quién ha sido?
– ¡Qué pesado! Después te lo digo. Habla.
– Bueno pues. En primer lugar, Pecorini no se dirigió a ninguna agencia para alquilar el chalet. He llamado a todas. Pero el señor Maiorca, titular de una de las agencias, al oír por teléfono el nombre de Pecorini, ha dicho: «¿Quién, el carnicero?» «¿Lo conoce?», le he preguntado. «Sí.» Entonces he ido a verlo para hablar personalmente con él.
Sacó del bolsillo una hojita de papel, y estaba a punto de decir algo cuando la mirada homicida de Montalbano lo bloqueó.
– Vale, dottore, vale, nada de datos del registro civil, lo mínimo indispensable. El Pecorini que le interesa es un vigatès de cincuenta años que se llama Arturo y hasta hace unos dos años vivía en Vigàta y trabajaba como carnicero. Después se trasladó a Catania, donde abrió una carnicería muy grande en el puerto, precisamente muy cerca de la aduana. Coincide, ¿verdad?
– Parece que sí. ¿En Vigàta sólo conservó el chalet de verano?
– No, señor dottore. Tiene también la casa donde siempre había vivido, pero en el pueblo, en via Pippo Rizzo.
– ¿Sabes dónde está esa calle?
– Sí, señor dottore, en ese barrio de ricos que me cae tan mal. Es una paralela a via Guttuso.
– Comprendo. ¿Y aquí vuelve sólo en verano?
– Pero ¡qué dice! La carnicería de aquí la conservó; de ella se encarga un hermano suyo que se llama Ignazio. Y él hace una escapada para venir a ver cómo van los negocios casi todos los sábados.
«Puede ser -pensó Montalbano- que Mimì lo conociera porque iba a comprarle la carne, habló con él, se enteró o ya se había enterado de que Pecorini tenía el chalet vacío y consiguió que se lo alquilara. Esa podría ser la explicación.»
– ¿Has hablado con tu amigo de Antimafia, Morici?
– Sí, señor. Nos veremos mañana por la mañana a las nueve en punto en un bar de Montelusa. Pero ¿me dice cómo se ha hecho esos arañazos?
– Me los ha hecho Dolores Alfano.
Fazio boqueó.
– ¿Es tan guapa como dicen?
– Más aún
– ¿Ha estado aquí?
– Sí.
– ¿A denunciar al que quiso atropellada?
– De eso ni siquiera hemos hablado.
– Pues entonces, ¿qué quería?
Y Montalbano tuvo que contarle toda la historia, incluida la desaparición del capitán Giovanni Alfano.
– ¿Y cómo lo ha arañado?
Un poco avergonzado, Montalbano se lo explicó.
– Cuidado, dottore, que esa mujer muerde.