15

Durmió cuatro horas seguidas con un sueño de plomo. Cuando despertó, llamó a Fazio por el móvil.

– No voy a regresar esta noche. Nos vemos mañana por la mañana en la comisaría.

– De acuerdo, dottore.

– ¿Has hablado con el amigo de Alfano?

– Sí, dottore.

– ¿Te ha dicho algo interesante?

– Sí.

Debía de ser muy interesante si Fazio se hacía arrancar las palabras con tenazas. Cada vez que tenía que decir algo decisivo para una investigación, echaba mano del cuentagotas.

– ¿Qué te ha dicho?

– Que fueron los Sinagra quienes desalojaron precipitadamente a Arturo Pecorini de Vigàta.

Montalbano se quedó pasmado.

– ¿Los Sinagra?

– Sí, señor dottore, don Balduccio en persona.

– ¿Y por qué?

– Porque en el pueblo habían empezado a circular rumores sobre una relación entre el carnicero y la señora Dolores. Y entonces don Balduccio mandó decirle a Pecorini que mejor cambiara de aires.

– Comprendo.

Dottore, lo ha estado buscando el ministerio público Tommaseo.

– ¿Sabes qué quería?

– Habló con Catarella, imagínese. Me parece que le telefoneó un compañero suyo de Reggio a propósito de un individuo que había desaparecido. Se quejó de que él no sabía nada de esa historia. Quiere ser informado. Creo que el compañero del dottor Tommaseo se refería a nuestro Giovanni Alfano.

– Yo también lo creo. Mañana intentaré hablar con él.

Se levantó de la cama, se duchó y se cambió. Se encaminó al bar-recepción, donde el señor Sudano no quiso cobrarle nada («total, estamos en temporada baja»), subió al coche y se fue.

Llegó a Villa San Giovanni cuando ya eran más de las diez y se dirigió a la misma trattoria donde había comido a última hora de la mañana. Ni siquiera esa cuarta vez lo decepcionó.

A la una de la madrugada desembarcó en la isla.

El tramo Messina-Catania lo hizo bajo una mala copia del diluvio universal. Los limpiaparabrisas no daban abasto para despejar el agua. Se detuvo en la cafetería del área de servicio de Barracca, Calatabiano y Aci S. Antonio, más para hacer acopio de valor y seguir adelante que por necesidad de café. En total tardó tres horas en recorrer un camino que con tiempo normal se cubría en una hora y media. Pero nada más rebasar Catania y enfilar la autopista de Enna, el diluvio no sólo terminó de golpe sino que incluso asomaron las estrellas. Tomó la salida de Mulinello y se dirigió a Nicosia. Al cabo de media hora vio a la derecha un letrero con la dirección de Mascalippa. Siguió aquella maltrecha carretera, que a ratos todavía conservaba un débil recuerdo del asfalto. Entró en Mascalippa cuando por las calles no se veía ni un alma. Se detuvo en la placita, que era igual a como él la había dejado muchos años atrás, bajó y encendió un cigarrillo. El frío le comía los huesos, el aire sabía a paja y hierba. Un perro se acercó y se detuvo a unos pasos. Movió la cola en señal de amistad.

– Ven aquí, Argos -le dijo Montalbano.

El perro lo miró, dio media vuelta y se alejó.

¡Argos! -insistió el comisario.

Pero el chucho desapareció doblando una esquina. Tenía razón el animal. Sabía que no era Argos. El cabrón era él, que creía ser Ulises. Se terminó el cigarrillo, volvió a subir al coche y se fue de regreso a Vigàta.


***

Despertó de un sueño beneficioso, plano y compacto. Durante el trayecto de Mascalippa a Vigàta se le habían aclarado las ideas y ahora sabía lo que tenía que hacer. Telefoneó a Livia antes de que ella se marchara al despacho. A las nueve llamó al dottor Lattes, el jefe de gabinete del jefe superior de policía. Llegó a la comisaría más fresco que una rosa, tranquilo y descansado como si hubiera dormido toda la noche. Pero lo había hecho apenas tres horas.

– ¡Ah, dottori, dottori! Ayer el ministerio público Gommaseo tilifonió que…

– Lo sé, me lo ha dicho Fazio. ¿Está en su despacho?

– ¿Quién? ¿Gommaseo?

– No; Fazio.

– Sí, siñor.

– Mándamelo enseguida.

Había correo recién llegado a espuertas, a paletadas; cubría toda la superficie del escritorio. Montalbano se sentó y empujó la correspondencia hacia los extremos para tener un poco de sitio delante. Sitio no para escribir, sino en todo caso para apoyar los codos. Entró Fazio.

– Cierra la puerta, siéntate y cuéntame mejor la historia de Balduccio Sinagra y Pecorini.

Dottore, usía me dijo que hablara con el tercer amigo de Giovanni Alfano. ¿Se acuerda? Pues bien, este amigo, que se llama Franco di Gregorio y me pareció una buena persona, es el que me contó la historia. En cambio, los otros dos no me han dicho nada. No han querido hablar.

– ¿Por qué?

– Si me deja contarlo a mi manera, lo haré.

– Muy bien, sigue.

– Digamos que hace poco más de dos años, este carnicero cincuentón perdió la cabeza por Dolores Alfano, que era clienta suya. No lo hizo con discreción y a escondidas, no, señor: empieza a enviarle un ramo de rosas todas las mañanas, le hace regalos, se sitúa delante de la puerta de su casa y espera a que salga para seguirla… En resumen, todo el pueblo se entera.

– ¿Está casado?

– No, señor.

– Pero ¿no sabe que Dolores es la mujer de Alfano, que es un protegido de don Balduccio?

– Lo sabe, lo sabe.

– ¡Pues entonces es un estúpido!

– No, señor dottore, no es un estúpido. Es un presuntuoso violento. Es uno que dice que no tiene miedo de nada ni de nadie.

– ¿Un engreído?

– No, señor. Arturo Pecorini es un hombre que no bromea, un delincuente. Cuando apenas tenía veinte años lo arrestaron por homicidio, pero tuvieron que absolverlo por falta de pruebas. Cinco años después, otra absolución por intento de homicidio. Después parece que no ha hecho otras cosas graves excepto alguna reyerta, porque es un prepotente. A los amigos que le dicen que sea más prudente, él les contesta que los Sinagra le importan un bledo, que prueben y verán.

– ¿Y por qué Dolores no recurrió a los carabineros, tal como había hecho con el otro pretendiente?

Fazio esbozó una sonrisita.

– Di Gregorio dice que Dolores no lo hizo porque el carnicero le gustaba. Y le gustaba mucho.

– ¿Fueron amantes?

– Nadie puede decirlo con certeza. Pero tenga en cuenta que el carnicero tenía su casa, y la sigue teniendo, a menos de veinte metros de la de los Alfano. De noche podían hacer lo que les diera la gana. Son calles de muy poco tráfico diurno, imagínese de noche. Después el asunto llegó a oídos de don Balduccio, a quien no le gustó que el carnicero hiciera cornudo a un pariente lejano suyo, pero sobre todo a un muchacho a quien apreciaba.

– ¿Qué hizo?

– En primer lugar, llamó a Dolores.

– ¿Qué le dijo?

– No se sabe. Di Gregorio dice que es fácil de imaginar. Y tiene razón. El caso es que, cuatro días después, Dolores emprendió un viaje a Colombia, diciendo a todo el mundo que iba a ver a su madre enferma.

– ¿Y Pecorini?

Dottore, le hago a usted la misma advertencia que a mí me hizo Di Gregorio: todo son habladurías, suposiciones, hipótesis.

– Dímelo de todos modos.

– Cuando tenía veinte años, Pecorini violó a una chica de diecisiete, hija de gente muy pobre. El padre de Pecorini indemnizó a la familia de la muchacha a cambio de que no presentaran una denuncia. Pero la chica se quedó preñada. Y dio a luz un varón al que llamaron Arturo como el padre y Manzella como la madre. Pecorini, no se sabe cómo, se encariñó con ese hijo no reconocido, lo ayudó a estudiar, a conseguir una licenciatura, a encontrar trabajo. Ahora el chico tiene treinta años, es contable, se ha casado y tiene un chiquillo de tres años, Carmelo.

– ¡Alto ahí, Fazio! ¿Esto qué es, la Biblia?

– Ya hemos llegado, dottore. Un día, mientras el pequeño Carmelo jugaba delante de la puerta de su casa, desapareció.

– ¿Cómo que desapareció?

– Desapareció, dottore. Se esfumó. Veinticuatro horas después, Arturo Pecorini cerró la carnicería y se fue a Catania.

– ¿Y el pequeño?

– Lo encontraron treinta y seis horas después jugando delante de la puerta de su casa.

– ¿Y qué dijo?

– Que un anciano muy amable, un abuelito, le había preguntado si quería dar un paseo, lo había invitado a subir a un coche y se lo había llevado a una casa muy bonita con muchos juguetes. Tres días después lo dejó en el mismo lugar donde lo había recogido.

– Típica manera de actuar de Balduccio. El viejo quiso hacer la operación en persona. ¿Y después?

– Pecorini, que había comprendido el aviso de Balduccio, tomó las de Villadiego. Y por eso a Dolores se le permitió regresar. Pero, antes, una gente de la familia Sinagra abordó a los amigos de Giovanni Alfano para hacerles a todos la misma recomendación: cuando Giovanni vuelva, no le habléis de esta historia del carnicero, pues don Balduccio no quiere que se lleve un disgusto.

– Pero tú me dijiste el otro día que ahora Pecorini regresa al pueblo de vez en cuando.

– Sí, viene dos veces a la semana, el sábado y el domingo. Poco después de irse a Catania, reabrió la carnicería de aquí y se la encomendó a su hermano. Pero parece que ya se ha quitado a Dolores de la cabeza.

– Muy bien, te lo agradezco.

Dottore, ¿me explica cómo ha sabido que el carnicero tuvo una historia con la señora Dolores?

– Pero ¡si yo no lo sabía!

– Ah, ¿no? Pues entonces, ¿cómo empezó enseguida a pedirme información sobre Pecorini? ¿Antes incluso de que la señora Dolores viniera a comisaría?

No podía revelarle la verdadera causa, es decir, que el carnicero era el propietario del chaletito donde Mimì practicaba ejercicios gimnásticos con Dolores.

– A lo mejor un día te lo digo, y tú mismo lo comprenderás. ¿Sabes si el dottor Augello está en su despacho?

– Sí, señor. ¿Lo aviso?

– Sí. Y vuelve con él.

Fazio se retiró. Montalbano apoyó la espalda en el respaldo, cerró los ojos y respiró profundamente dos o tres veces como preparándose para una inmersión. La escena que tenía en mente debía resultar perfecta, sin una palabra de más ni de menos. Los oyó acercarse. No abrió los ojos. Parecía absorto en una meditación.

– Mimì, entra y siéntate. Fazio, ve a decirle a Catarella que no me moleste por ninguna razón, y después vuelve.

Siguió con los ojos cerrados y Mimì no dijo nada. Montalbano oyó los pasos de Fazio al regresar.

– Entra, cierra la puerta con llave y siéntate tú también.

Finalmente abrió los ojos. Llevaba varios días sin ver a Mimì. Este tenía la cara amarillenta, los ojos hundidos, barba de dos días y el traje arrugado. Estaba sentado en el borde de la silla, con el talón izquierdo levantado y temblando, de lo nervioso que estaba. Era como una cuerda tan tensa que de un momento a otro podía romperse. Fazio, en cambio, mostraba un semblante preocupado.

– En los últimos tiempos -empezó Montalbano-, en nuestra comisaría no se respiran buenos aires.

– Quisiera explicarte que… -intervino Augello.

– Mimì, tú hablas cuando yo te lo diga. Probablemente la culpa de lo que está ocurriendo es en buena parte mía. Yo, y soy el primero en reconocerlo, he perdido el impulso, la fuerza que os inducía a seguirme siempre y en cualquier caso. Nos habíamos convertido, más que en un equipo, en un cuerpo único. Después la cabeza de este cuerpo empezó a no funcionar tan bien y todo el cuerpo se resintió. ¿Cómo lo dicen aquí en nuestra tierra? Un pescado huele mal por la cabeza.

– Mira, Salvo…

– Aún no te he dado permiso para hablar, Mimì. Por consiguiente, es natural que alguna parte de este cuerpo se haya negado a pudrirse con el resto. Me refiero a ti, Mimì. Pero antes de decirte lo que considero que debo decirte, rechazo tu afirmación de que nunca he querido concederte cierta autonomía, un espacio tuyo importante. Quieto; no hables. En su lugar, y Fazio es testigo, he intentado descargar en ti todas las investigaciones, porque comprendía, y comprendo, que ya no soy el de antes. Si no ha sucedido todas las veces que he querido, ha sido por tus obligaciones familiares, Mimì. He cargado con las investigaciones para dejarte tiempo que dedicar a tu familia. Ahora tú me pides, por carta, que te encomiende por entero el caso del critaru. ¿Quieres prepararte para la sucesión, Mimì?

– ¿Puedo hablar?

– Sólo para responder a mi pregunta.

– Las cosas no son como piensas.

– ¡Pues entonces no tienes que explicarme nada más. Creo que te bastará con mi palabra; no necesitas una respuesta por escrito. De acuerdo.

– ¿Qué significa de acuerdo?

– El caso Skorpio es tuyo, inspector Callaghan.

Mimì lo miró extrañado, sin comprender la cita cinematográfica de Montalbano. Pero sí la comprendió Fazio, que enrojeció de repente.

– ¿Quiere decir que usía pasa el testigo?

– Exactamente.

Al final Mimì lo entendió.

– ¿Me das el caso?

– Sí.

– ¿Seguro? A ver si después te arrepientes.

– No me arrepiento.

– ¿No intervendrás en las pesquisas?

– No.

– ¿Puedo actuar con plena libertad?

– Ciertamente.

– ¿Qué quieres a cambio?

– Mimì, no estamos en el mercado. Quiero tan sólo que respetes las reglas.

– ¿O sea?

– Que antes de dar cualquier paso… detenciones, ruedas de prensa, declaraciones, me informes.

– ¿Y si me dices que no lo haga?

– Jamás te lo diré. Sólo quiero que me informes a diario del desarrollo de la investigación.

– De acuerdo. Gracias.

Mimì se levantó y le tendió la mano. Montalbano se la estrechó y la retuvo apretándola un poco. Mimì no supo resistir.

– ¿Puedo abrazarte?

– Claro.

Se abrazaron. Mimì tenía los ojos húmedos.

– Esta mañana he telefoneado al dottor Lattes -dijo Montalbano-. Hoy estamos a jueves. Yo esta noche emprendo un viaje a Boccadasse y regreso el domingo por la noche. Por consiguiente, tú me vas a sustituir en todo, Mimì. Fazio irá a informarte a tu despacho de hasta dónde hemos llegado. Y se pondrá a tu disposición. En cuanto puedas, llama a Tommaseo y ponlo al corriente de todo. Fazio se reúne contigo dentro de cinco minutos.

Cuando Mimì se retiró, parecía a punto de bailar de alegría.

– Por poco le besa la mano -dijo despectivamente Fazio-. ¿Y ahora me explica a qué ha venido esta ingeniosa salida?

– A que estoy cansado.

– ¿Cansado hasta ese extremo? No me lo creo.

– Pues porque esta investigación me molesta.

– ¿Sí? ¿Y cuándo le molestó? ¿Ayer en Gioia Tauro?

– Pues entonces porque Mimì se lo merece.

– No, señor, no se lo merece.

– Fazio, ¿vamos a ponernos a malas nosotros dos? Lo he decidido así porque me convenía. Y no quiero más discusiones sobre el tema.

Dottore, mire que el dottor Augello mandará la comisaría al garete. No le rige la cabeza; yo no sé qué le ha pasado. Y ésta es una cuestión delicada, está por medio la mafia. No quiero colaborar con el dottor Augello.

– Fazio, no se trata de querer o no querer. Es una orden.

Fazio se levantó más pálido que un muerto y más tieso que un palo de escoba.

– A sus órdenes.

– Espera. Procura comprenderlo. Precisamente porque es una cuestión muy delicada, tal como tú mismo has dicho, te coloco al lado de Mimì.

Dottore, pero si él sale disparado, no seré yo quien pueda detenerlo.

– Me avisas con tiempo e intervengo yo.

– Pero ¡si usía estará en Boccadasse!

– No creo que ocurra nada en estos tres días, y de todos modos me llevo el móvil. Además, ¿tú no tienes el número de casa de Livia?


***

No experimentó el menor remordimiento por dejar el móvil en Marinella; más aún, lo escondió en el cajón donde guardaba la ropa interior. De esta manera, en cierto momento el pobre Fazio también recibiría su ración de traición, pues era la primera vez que él le decía una cosa con la idea secreta de hacer otra. Por otra parte, era inevitable: ¿no estaban todos en las inmediaciones del campo del alfarero?


***

Repitió el camino que había hecho la víspera, pero esta vez no aminoró la marcha para contemplar el paisaje. Al llegar al cruce, en lugar de dirigirse al aeropuerto, siguió hacia el centro de Catania. No tardó en verse en medio de un tráfico que lo obligaba a avanzar a cinco kilómetros por hora, demasiado poco incluso para él; además, hacían paradas de por lo menos diez minutos. En una de esas paradas pasó por su lado un guardia.

– Perdone, ¿qué ha ocurrido?

– ¿Dónde?

– Aquí. ¿Por qué hay tanto tráfico?

– ¡¿Tráfico?! -exclamó el guardia, sorprendido.

Era como decirle que todo era normal. Como Dios quiso, llegó a los pórticos de la zona portuaria y preguntó por la aduana. Mientras se dirigía hacia allí, pasó a cámara lenta por delante de tres escaparates resplandecientes donde la carne se exponía como en otros tiempos se exponían las alhajas de la joyería Bulgari. Un rótulo luminoso de gran tamaño rezaba: «PECORINI – EL REY DE LA CARNE.» Aparcar como es debido era un sueño, por lo cual metió el coche de través en una especie de portal maltrecho, y bajó. La semejanza con los antiguos escaparates de Bulgari se acentuaba con el precio de los distintos cortes de carne. Entró en la carnicería como si entrara en la sala de espera de una esteticista de primera categoría. Sofás, sillones, mesitas. Delante del elegantísimo mostrador había gente. Montalbano se sentó en una butaca, e inmediatamente apareció una muchacha de unos dieciocho años vestida de camarera, con cofia y delantalito blanco.

– ¿Le apetece un café?

– No, gracias; hay demasiada gente. Vuelvo más tarde.

Mientras se levantaba, el hombre que había en la caja alzó la vista y lo miró.

En un instante, Montalbano tuvo dos certezas: la primera, que aquel hombre era Arturo Pecorini; y la segunda, que Pecorini lo había reconocido, porque se detuvo cuando estaba devolviéndole el cambio a una clienta. A lo mejor lo había visto en la televisión.

En el aeropuerto aparcó el coche y se dio una paliza corriendo porque faltaban unos veinte minutos para el despegue. Miró para ver cuál era la puerta de embarque, pero no vio nada escrito. Miró mejor: el vuelo sufriría un retraso de hora y media. A aquellas alturas eso era normal, como el tráfico.

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