Entretanto, Dolores había abierto el último cajón de la cómoda de siete cajones y sacado un sobre de fotografías que extendió encima de la cama.
– Éstas son las últimas, las que hicimos en casa de aquel medio pariente de Giovanni. Elija las que quiera.
Montalbano tomó unas cuantas. Dolores, para mirarlas también, se situó a su lado, tan cerca que su cadera rozaba la del comisario.
Debía de ser un día de finales de agosto con una luz extraordinaria. Dos o tres instantáneas mostraban a Dolores en biquini. El comisario sintió que el punto de contacto entre su cuerpo y el de la mujer empezaba a calentarse. Se apartó un poco, pero ella volvió a acercarse. ¿Lo hacía a propósito o realmente necesitaba siempre contacto físico con un hombre?
– Aquí Giovanni sale francamente bien -comentó Dolores, cogiendo una fotografía.
Era un apuesto hombre de cuarenta y tantos años, alto, moreno, ojos inteligentes, risa franca.
– Sí, me llevo ésta -aprobó el comisario-. Recuerde darle a Fazio los datos de su marido, cuándo nació, dónde…
– De acuerdo.
– Y esta casa tan bonita, ¿de quién es? -preguntó Montalbano, señalando una fotografía en la que se veía a Dolores, Giovanni y otras personas en una gran terraza llena de plantas.
Sabía muy bien de quién era la casa, pero quería oírselo decir a ella.
– Ah, es del medio pariente de mi marido. Se llama Balduccio Sinagra.
En efecto, en la fotografía también figuraba don Balduccio Sentado en una tumbona.
Sonreía. Pero Dolores pronunció aquel nombre casi con indiferencia.
– ¿Ya tiene bastante?
– Sí.
– ¿Me ayuda a volver a colocarlo todo en su sitio?
– Claro.
Dolores tomó el sobre y lo mantuvo abierto. Montalbano introdujo un primer fajo de fotografías. Acababa de meter el segundo y último cuando ella se inclinó ligeramente hacia delante, le asió la mano derecha y le rozó el dorso con los labios. El comisario dio un respingo hacia atrás, pero Dolores logró mantener los labios pegados a su mano. De pronto, Montalbano se sintió privado de todas sus fuerzas, de cualquier posibilidad de resistencia. ¿A cuántos grados había subido la temperatura en la habitación?
Por suerte, Dolores levantó la cabeza y lo miró a los ojos. Uno habría podido ahogarse en ellos.
– Ayúdame. Sin él yo no… Ayúdame.
Montalbano liberó la mano, le dio la espalda a Dolores y se dirigió al salón, hablando quizá demasiado alto.
– Tú, Fazio, recoge la denuncia, que la señora te dé la lista de los amigos, la dirección de Gioia Tauro y las llaves.
Pero Fazio no contestó: estaba contemplando fascinado la huella que el carmín de Dolores había dejado en la mano del comisario. Los estigmas de san Salvo, por supuesto que no virgen pero seguramente mártir. Montalbano los hizo desaparecer frotándolos con la otra mano.
Volvió Dolores.
– Me despido, señora. Creo que tendremos que vernos de nuevo.
– Lo acompaño.
– Por favor, no se moleste -replicó él, dándose a la fuga.
– ¿Macannuco? Soy Montalbano.
– ¡Montalbano! ¡Me alegro de oírte! ¿Cómo estás?
– No del todo mal. ¿Y tú?
– ¿Recuerdas la tonadilla que cantábamos en el curso? «Tanto si estoy bien como si no, en el culo le daré yo.» La situación no ha cambiado.
– Oye, Macannuco, necesito un gran favor.
– Para ti, éste y otro.
El comisario le explicó lo que necesitaba. Macannuco era el responsable de la comisaría ubicada en el puerto de Gioia Tauro.
– A ver si lo entiendo, Montalbà. ¿Me estás pidiendo que derribe la puerta de un apartamento de via Gerace, quince, que fotografíe el piso y te envíe hoy mismo las fotos vía Internet?
– Exactamente.
– ¿Sin ninguna orden?
– Exactamente.
Fazio se presentó al cabo de menos de media hora.
– ¡Virgen santa, qué mujer!
– ¿Te ha dado todo?
– Sí, señor. Los amigos del marido son sólo tres.
– Oye, cuéntame mejor la historia de Balduccio y de aquellos Alfano que envió a Colombia.
– Dottore, ¿ha observado que la señora habla siempre de un medio pariente y jamás pronuncia el nombre de Balduccio Sinagra?
– Pues sí lo ha hecho, cuando hemos ido al dormitorio a elegir la foto. Y lo ha hecho con absoluta indiferencia, como si no supiera quién es Balduccio. ¿Te parece posible que no lo sepa?
– No. O sea, un día de hace veintitantos años, don Balduccio envía a Colombia a un primo segundo, Filippo Alfano para mantener el contacto con los grandes productores de droga. Filippo Alfano se lleva consigo a la familia, formada por su mujer y su hijo Giovanni, que entonces tiene quince años. Al cabo de un tiempo Filippo Alfano muere de un disparo.
– ¿Que le pegan los de Colombia?
– Uno de Colombia con toda seguridad. Pero también se cuenta otra historia. Cosas que se dicen, comisario, que conste.
– Comprendo, continúa.
– Se cuenta que quien mandó matarlo fue el propio don Balduccio.
– ¿Y eso por qué?
– Bueno, se han dicho muchas cosas. La explicación más aceptada es que Filippo Alfano se aprovechó, amplió el radio de sus actividades, empezó a pensar más en sus propios negocios que en los de don Balduccio a fin de poder sustituirlo.
– Y Balduccio lo impidió. Pero siguió ocupándose de la viuda y el hijo, según lo que nos ha contado la señora Dolores.
– Y eso encaja; forma parte de la mentalidad de don Balduccio.
– ¿El hijo, Giovanni, siempre ha marchado por el buen camino?
– Dottore, ¡a ése siempre lo han estado vigilando los servicios antidroga de por lo menos dos continentes! ¡Con el oficio que tiene! Y nunca se ha descubierto nada en su contra.
– Oye, toma esta fotografía de Giovanni Alfano y haz unas diez copias. Pueden ser útiles. Después, para mañana por la mañana, me convocas a los tres amigos con una hora de diferencia cada uno. Ah, y otra cosa: quiero saber exactamente qué día fue ingresado en la clínica Balduccio Sinagra.
– ¿Interesa?
– Sí y no. Me refiero a ese anónimo que decía que Balduccio había ordenado matar a un correo. Si no me equívoco, Ballerini le dijo a Musante que Balduccio estaba ingresado en coma en Palermo, y, por consiguiente, Musante se convenció de que Balduccio no tenía nada que ver.
– No se equivoca.
– Sólo que la señora Dolores me ha mostrado una fotografía de Balduccio en la que éste estaba muy bien. Me las he ingeniado para ver la fecha que había en el reverso: veintiocho de agosto. O sea, que Balduccio pudo tener perfectamente tiempo de dar la orden de matar a quien le diera la gana antes de que lo ingresaran. ¿Cuadra?
– Cuadra.
Acababa de terminar de comer según todos los mandamientos y se estaba levantando de la mesa cuando Enzo se le acercó.
– Dottore, ¿dónde va a pasar la Navidad y el Año Nuevo?
– ¿Por qué lo preguntas?
– Quería advertirle que, si por casualidad se queda en Vigàta, la trattoria estará cerrada la noche del último día del año. Pero si usía quiere venir a pasar la velada en mi casa, me hará un honor y será un placer.
¡Ya estaba a punto de empezar el latazo de las fiestas! Que él sinceramente no soportaba, no por las fiestas en sí, sino por lo mucho que le tocaba los cojones el ritual de las felicitaciones, los regalos, las comidas, las cenas, las invitaciones y las devoluciones de invitaciones. Y después las tarjetas de felicitación con la esperanza de que el año nuevo fuera mejor que el anterior, vana esperanza, porque cada año nuevo resultaba al final un poco peor que el precedente.
En resumen, la pregunta de Enzo tuvo la bonita consecuencia de bloquearle la digestión, como si acabara de experimentar un acceso de frío. A pesar de que se dio el consabido paseo hasta el faro, nada; se quedó con la tripa pensativa.
Por si fuera poco, le acudieron a la mente las siguientes e inevitables discusiones con Livia -ven tú a Boccadasse; no ven tú a Vigàta-, hasta el agotamiento o la pelea.
– ¡Ah, dottori, dottori! ¡El siñor Giacchetta tilifonió! Pero dice que no tiene importancia la cosa y que por eso no es urgente y que dispués lo vuelve a llamar.
Fabio Giacchetti, el director de banco, el neopapá. ¿Qué tenía que contarle?
– Cuando dé señales de vida, me lo pasas.
– Ah, dottori, por poco se mi olvida. Tilifonió Fazio que dice que li diga que sabe cuándo lo ingresan en la clínica.
– ¡¿A Fazio lo ingresan?! -se alarmó Montalbano.
– No, dottori, no si preocupe, sólo de verbo me equivoqué. Lo pruebo otra vez, pero tenga un poquito de paciencia. Pues Fazio mi dijo que li dijera a usía que ha sabido cuándo a él, que no es él, Fazio, lo ingresaron en la clínica.
Al final lo comprendió: Fazio se había enterado de la fecha del ingreso de Balduccio Sinagra en la clínica.
– ¿Y cuándo fue?
– Dottori, dice que fue el tres de septiembre.
Confirmado. O sea, que don Balduccio había tenido todo el tiempo del mundo para dar todas las órdenes de todos los asesinatos que quisiera. Pero ¿por qué los de Antimafia no habían hecho el mismo razonamiento que él?
¿Por qué habían dado por buena la información de los de Antidroga? ¿Por qué se habían convencido de que la carta anónima no decía la verdad? ¿O quizá habían llevado a cabo las investigaciones pero no querían difundirlas?
– ¿Montalbano? Soy Macannuco.
– Hola. Dime. ¿Lo has hecho?
– Sí.
– ¿Y qué?
– Primero tengo que preguntarte una cosa.
Por la voz parecía enojado. Igual se le había torcido algo. O había tenido problemas con algún superior.
– Adelante, pregunta.
– ¿Puedes mandarme, en el plazo de una hora, una copia de la orden de registro?
– ¿En una hora? Lo intentaré.
– Hazlo enseguida, te lo ruego.
– ¿Necesitas cubrirte las espaldas?
– Sí. No puedo decirle al ministerio público de aquí, que es muy formalista, que he entrado de manera ilegal en el apartamento de via Gerace.
– Pero ¿por qué tienes que decírselo?
– Porque sí.
Quizá lo había visto alguien mientras derribaba la puerta. ¡Habría tenido gracia que lo detuvieran los carabineros!
– ¿Has ido tú personalmente?
– Pues claro. Sin una orden, a la fuerza tenía que asumir yo la responsabilidad. Mándame la orden y te diré por qué tengo que informar de todo al ministerio público.
– De acuerdo, pero, entretanto, ¿has hecho las fotos? ¿Puedes enviármelas?
– Las fotos son cuatro y las recibirás de un momento a otro. Hasta pronto.
Cuando Fazio se presentó, Montalbano ya había hablado con el ministerio público Tommaseo, le había comentado la desaparición de Alfano, había conseguido la orden de registro y ordenado enviarla por fax a Macannuco.
Fazio parecía desconcertado.
– ¿Qué hay? -le preguntó Montalbano.
– Dottore, hay que ahora hay.
– ¿Puedes hablar claro?
– He puesto los datos de Giovanni Alfano, los que le he pedido a la señora, entre los de las personas desaparecidas ¿Recuerda que le dije que no había nadie con los datos del fiambre encontrado en el critaru?
– Pues sí lo recuerdo.
– Bueno, pues ahora hay uno, y sus datos corresponden a la perfección con los de Alfano. En todo: edad, estatura, probable peso.
Esta vez el que se desconcertó fue Montalbano.
Y mientras se miraban el uno al otro, se abrió la puerta con un golpetazo que sonó como una bomba. Montalbano y Fazio soltaron un juramento al unísono. Catarella se quedó pensativo en el umbral.
– Bueno, ¿por qué no entras?
– Dottori, estaba pensando que quizá mi convenga llamar con el pie, porque la mano se mi escapa siempre.
– No; a ti te conviene usar el sistema que yo te digo: cuando estés delante de la puerta, en vez de llamar con la mano, saca el revólver y dispara al aire. Seguramente harás menos ruido. ¿Qué ocurre?
Catarella se acercó al escritorio y depositó cuatro fotografías encima de él.
– Ahora mismo las acaban de enviar de Tauro Gioiosa, y yo las he imprimido.
Se retiró.
– Mire, dottore, que Catarè la próxima vez se pone a disparar tal como le ha dicho usted -dijo Fazio preocupado-. Y arma la de Dios es Cristo.
– No pienses en eso. Ven tú también a mirar estas fotos.
Fazio se situó a su lado.
La primera fotografía reproducía el dormitorio, y se había tomado de tal manera que se viera entero. A la derecha había una puerta abierta, la del cuarto de baño. Una cama casi tan grande como la que tenían los Alfano en Vigàta, un armario, una cómoda de siete cajones, dos sillas. Todo en perfecto orden, sólo que encima de la cama había unos pantalones arrojados de cualquier manera.
La segunda mostraba una especie de sala de estar con un rincón de cocina provisto de su correspondiente campana. Había una pequeña mesa con cuatro sillas, dos sillones, un televisor, un aparador, un frigorífico. Al lado del fregadero se veían una botella de vino sin tapón, una lata de cerveza y dos vasos.
La tercera mostraba el baño. Pero el encuadre se había hecho de tal manera que aislara el lavabo, la taza del váter y el bidet. Era evidente que allí, después de haber hecho sus necesidades, alguien había olvidado tirar de la cadena, y la taza estaba llena de mierda.
La cuarta era una ampliación de los pantalones encima de la cama.
– Pero ¿la señora no decía que había dejado el apartamento arreglado? -preguntó Fazio.
– Ya. Eso significa que alguien entró allí después de que ella se fuera.
– ¿El marido?
– Podría ser.
– Seguramente en compañía de alguien. Hay dos vasos.
– Ya.
– ¿Usted qué piensa, dottore?
– Ahora mismo no quiero pensar en nada.
– ¿Qué hacemos?
– Enseñarle estas fotos a la señora Dolores inmediatamente. Llámala ahora mismo y pregúntale si viene ella o vamos nosotros.
Dolores los hizo pasar al salón tras recibirlos sin siquiera una sonrisa. Era obvio que estaba nerviosa, y sobre todo que sentía curiosidad por saber qué tenían que decirle. No les preguntó si les apetecía un café o alguna otra cosa. Montalbano se lo jugó a pares y nones. ¿Abordar enseguida el tema o mantenerla en vilo, dado que lo que tenía que decirle no sería ciertamente de su agrado? Mejor no perder el tiempo.
– Señora -empezó-, me parece recordar que esta mañana me ha dicho que es su costumbre, cuando se va de Gioia Tauro, dejarlo todo en orden en el apartamento de via Gerace. ¿Es así?
– Sí.
– Y que no tiene una mujer de la limpieza.
– La limpieza la hago yo sola.
– ¡Por consiguiente, cuando usted se va de Gioia Tauro y cierra la casa, no entra nadie más. ¿Es así?
– Me parece lógico, ¿no?
– Otra cosa, señora. Según usted, ¿su marido podría haber prestado el apartamento a algún amigo que lo necesitara? ¿Quizá a algún compañero de paso para una breve estancia?
– ¿En su ausencia?
– Sí.
– Lo descarto absolutamente.
– ¿Por qué?
– Porque Giovanni es muy celoso. De mí, de sus cosas, de todo lo que le pertenece. Imagínese si va a dejar su apartamento a…
Se calló al ver que Montalbano le hacía señas a Fazio y que éste le entregaba un sobre.
El comisario sacó sólo tres fotografías y las dejó encima de la mesita. La primera era la del dormitorio, que la señora reconoció inmediatamente.
– Pero esto es… ¿Puedo?
– Faltaría más.
Dolores cogió la fotografía y la estudió en silencio, pero de la boca entreabierta le brotó una especie de leve y prolongado lamento. Después, sin soltar la fotografía, cerró los ojos y se apoyó en el respaldo. Se pasó un buen rato así, con el pecho que le subía y bajaba a causa de una afanosa respiración, esperando a que se le pasara el efecto de lo que acababa de ver. A continuación lanzó un profundo suspiro, abrió los ojos, se inclinó de golpe y cogió las otras dos fotos. No necesitó estudiarlas; luego las arrojó sobre la mesita.
Debía de haber palidecido, porque su piel, que era morena por naturaleza, se había vuelto grisácea.
– Alguien… alguien entró después de que… No es posible… yo lo dejé todo ordenado.
Entonces Montalbano sacó del sobre la cuarta fotografía, la de la ampliación de los pantalones, y se la entregó a la señora.
– Ya sé que la mía es una pregunta difícil, pero ¿sería capaz de decirme si estos pantalones son de su marido?
Ella la miró un buen rato. Después volvió a recostarse y cerró los ojos. Pero esta vez del ojo izquierdo le cayó una lágrima. Una sola, tan redonda como una perla. Pero aquella única lágrima fue más trágica, más desesperada, que una cascada de lágrimas. Y después Dolores consiguió decir a media voz:
– Son los que llevaba puestos al salir de casa para ir a embarcarse.
– ¿Está segura?
Sin contestar, la señora Dolores se levantó, se dirigió a una consola del salón, abrió un cajón, regresó con una lupa y cogió de nuevo la fotografía. Después le pasó la lupa y la fotografía al comisario. Había recuperado el dominio de sí misma.
– ¿Ve? El pantalón lleva el cinturón puesto. Si se fija bien, la hebilla es una ancha placa de cobre con sus iniciales entrelazadas. G. y A. Se la mandó hacer en Argentina.
El comisario no consiguió descifrar las iniciales, pero había algo grabado en la placa.
– O sea, que es evidente que su marido esperó a que usted se fuera para regresar al apartamento. Y regresó en compañía de alguien.
– Pero ¿por qué? ¡¿Para hacer qué?!
– A lo mejor necesitaba cierto tiempo, esperaba que llegara una hora prefijada y no quería que lo vieran por ahí porque oficialmente ya se había embarcado. ¿Su marido bebía vino?
– Sí, pero la cerveza no le gustaba.
– Se ve que le gustaba a quien lo acompañaba. Según usted, ¿la cerveza y el vino ya estaban en casa?
– Sí. En el frigorífico también había cerveza porque a mí me gusta mucho.
– Como ve, el cuarto de baño lo dejaron sucio, ¿Su marido cuidaba mucho la limpieza, la higiene?
– Comisario, todos los que permanecen mucho tiempo embarcados siguen unas reglas de higiene muy rigurosas. Y mi marido era un maniático.
– O sea, que no fue él quien dejó el cuarto de baño en esas condiciones.
– Rotundamente no. Ni siquiera debió de darse cuenta de que la persona que estaba con él no había…
– ¿Por qué se cambiaría de pantalones?
– No consigo entenderlo. A lo mejor se le habían manchado o roto.
– A juzgar por la fotografía, no lo parece.
– No sé qué decirle.
– ¿Tenía ropa de muda?
– Claro. En dos grandes bolsas que se llevó esa mañana.
– ¿Y en el armario no tenía mudas?
– No; se lo había llevado todo.
– O sea que, una vez de vuelta en via Gerace, su marido abrió una bolsa, sacó unos pantalones y se los puso en sustitución de los que llevaba.
– Eso parece.