– ¿Enviarla por correo? Me sorprende usted, estimado comisario -dijo el abogado-. Tal como sabe, desde hace años mi amigo es objeto de una auténtica persecución policial y judicial, le interceptan las cartas, le hacen registros sorpresa, lo detienen sin ninguna razón convincente… Cometen actos de terrorismo de Estado contra él, eso es.
– ¿Y cuál es su opinión sobre el fallo en la entrega?
– Nuestra opinión es que Giovanni no estuvo en condiciones de realizarla.
– ¿Por qué?
– Porque muy probablemente Giovanni jamás cruzó el estrecho.
– ¿Y dónde debió de quedarse?
– Según nosotros, en Catania.
O sea, que así habían ido las cosas según Balduccio y Guttadauro.
– Pero ustedes… ustedes ¿por qué no intentaron averiguar qué había ocurrido? Don Balduccio tiene muchas amistades, fácilmente habría podido…
– Mire, estimado comisario, no se trataba de saber qué había ocurrido. Don Balduccio lo intuyó… me lo contó como si hubiera estado presente, algo realmente impresionante… En todo caso se trataba de confirmar ciertas intuiciones.
– De acuerdo, es lo mismo, ¿por qué no buscaron ustedes esa confirmación?
– La mierda yo… no la toco… con las manos -contestó el viejo con un gran esfuerzo.
El abogado Guttadauro hizo la traducción:
– Don Balduccio consideró que la resolución de esta historia le competía de pleno derecho a la ley.
– ¿Y por eso tenía que coger yo la mierda con mis manos?
Guttadauro extendió los brazos.
– Eso esperábamos. Pero al llegar a ese punto, usted se inhibió a favor de su subcomisario.
– El cual está cometiendo… un error… muy grande -agregó el viejo en tono de reproche.
– No podemos permitir de ninguna manera que siga equivocándose mucho más -apostilló el abogado en tono concluyente.
– Estoy muy cansado -dijo don Balduccio cerrando los ojos.
Montalbano se levantó y abandonó la habitación, seguido de Guttadauro.
– No me ha gustado nada esa última frase -le espetó al abogado.
– Tampoco a mí, que soy quien ha tenido que pronunciarla. Pero no se la tome como una amenaza, estimado comisario. Don Balduccio todavía no lo sabe, porque yo he ordenado que no se lo contaran, pero yo lo sé.
– ¿A qué se refiere?
– A que su subcomisario y Dolores… digamos que se ven. Nos interesa a todos que esta historia concluya cuanto antes.
Guttadauro lo acompañó hasta el coche, le abrió la puerta, la cerró cuando él se sentó, y se inclinó con una reverencia cuando el automóvil se puso en marcha.
Era tarde, pero no le apetecía dormir. Tenía que pensar mucho. Fue a la cocina y preparó la consabida cafetera para seis. O sea, que Guttadauro sabía lo de Dolores y Mimì. Y le había dado una especie de ultimátum provisional con el que no se podía bromear. ¿Cómo reaccionaría Balduccio si se enterara de la aventura de Dolores con el subcomisario que lo estaba investigando? Seguramente muy mal. Porque comprendería que Mimì trabajaba a favor de Dolores. Jamás creería en la buena fe de Augello. Y la cosa podría seguir un camino peligroso. El café ya estaba hecho. Montalbano llenó una taza y se la bebió despacio. No era cuestión de estar en la galería, pues hacía demasiado frío. Se sentó a la mesa del comedor, con papel y pluma al alcance de la mano. En esencia, ¿qué le había dicho Balduccio? En primer lugar, le había hecho una auténtica confesión, es decir, que había sido él quien ordenó matar a Filippo Alfano en Colombia, convencido de que lo traicionaba. Al reconocer el homicidio, se había puesto en sus manos. Pero seguramente Balduccio había hecho esa confesión con un segundo propósito. ¿Cuál? Montalbano escribió: «Informarse de cuándo y cómo fue asesinado Filippo Alfano. Encargar la investigación a Catarella.»
En segundo lugar, y eso era muy importante, el viejo le había dicho que, tras comprender su error, se había hecho cargo de Giovanni, el hijo de Filippo, proporcionándole estudios y asegurándole «una vida limpia». En otras palabras, lo había mantenido al margen de las actividades mafiosas. Por consiguiente, Giovanni no era un correo. Ésa era una de las razones por las que Balduccio había querido que fuera a verlo: para decírselo en persona. Al viejo mafioso le desagradaba que se manchara la memoria de Giovanni. Pero ¿qué significaban entonces los restos de cocaína en aquella caja de zapatos? Esa cocaína no era para uso personal, pues los amigos de Giovanni afirmaban que él no consumía drogas. A lo mejor la esnifaba Dolores. También estaba lo que Balduccio no había dicho: no había mencionado ni una sola vez el nombre de Dolores. Y eso significaba algo, ciertamente. A menudo los silencios de los mafiosos dicen más que las palabras. Otro punto: Balduccio creía que Giovanni no había podido entregar la carta porque ni siquiera había cruzado el estrecho. En su opinión, se había quedado en Catania. Pero ¿cómo podía afirmarlo si la sangre en el lavabo probaba la presencia de Giovanni en Gioia Tauro? Último punto: Balduccio, al considerar toda aquella historia una «mierda» y declarar que no quería encargarse de ella, daba paso a la ley con un objetivo concreto pero no declarado (el verdadero objetivo, en las palabras de los mafiosos, siempre se ocultaba detrás de un objetivo que parecía erróneamente primario). El viejo quería que los responsables del asesinato de Giovanni acabaran en la cárcel después de un proceso público que mostrara a todos su suciedad y crueldad. Si se encargara del asunto el propio mafioso, los culpables lo pagarían indudablemente, pero desaparecerían en silencio, serían asesinados por la lupara blanca, con la escopeta de caza de cañones recortados utilizada tradicionalmente en los crímenes mafiosos, y después se haría desaparecer sus cadáveres. En resumen, su objetivo era el uso de la ley como refinada forma de venganza, consistente en el escarnio y puteo públicos.
Balduccio tuvo la certeza de que Giovanni estaba muerto nada más enterarse de que la carta no había sido entregada. Aquella omisión fue para él más clara que una prueba evidente. Porque, bien mirado, toda aquella historia estaba hecha de objetos ausentes o presentes. Una carta en mano no entregada. Un ramo de rosas que no se recoge por la noche, pero que al día siguiente ya no está. El polvo fuera de lugar en el mueblecito del recibidor. Un cubo de basura que debe contener los restos de una comida y que, en cambio, está vacío. Un recibo de Enel sin pagar. Una jeringa manchada de sangre…
¡Un momento, Montalbano! ¡Quieto ahí!
¡El cubo de la basura de via Gerace era de plástico! ¿Seguro? Seguro. Pues si era de plástico, grandísimo idiota, no podía tener el fondo oxidado. ¡Lo que viste no era herrumbre, sino sangre seca! ¡Sangre salida de la jeringa cuando la arrojaron al cubo de la basura! Anotó: «Telefonear por la mañana a Esterina Trippodo.»
Entonces comprendió clarísimamente las jugadas que habría que hacer a continuación. Siguió escribiendo: «Llamar a Macannuco, ponerlo al corriente de todo y sugerirle las cosas que tendría que hacer.»
En cuanto terminó la frase, se sintió un poco cansado. Cansado pero satisfecho. Y estuvo seguro de que, si se acostaba, conciliaría el sueño enseguida.
Lo despertó un estruendo en la cocina. Miró el reloj: las nueve y media. ¡Virgen santa, qué tarde era!
– ¡Adelina!
– Dutturi, ¿qué hice, lo desperté? ¡Dormía como un angelito!
– ¿Me preparas un café como Dios manda?
Montalbano se levantó, pero en lugar de encerrarse en el cuarto de baño, fue al comedor y marcó el número de información. Le contestó una horrenda voz femenina grabada. Al final la robot le indicó el número que deseaba. Antes de marcarlo, se bebió el café. Y antes de que le contestaran al otro extremo de la línea, tuvo tiempo de recitar las tablas del siete, el ocho y el nueve. Por fin respondió una voz de mujer.
– ¿Sí?
– Oiga, ¿hablo con la señora Esterina Trippodo?
– Si llamas a mi número particular, ¿quién coño quieres que te conteste?
¡Siempre con su delicada gracia aquella mujer!
– Soy el comisario Montalbano. ¿Se acuerda de mí?
– Cómo no. ¡Viva el rey!
– ¡Viva! Tendría que pedirle un favor, señora.
– A su disposición. Si no nos ayudamos entre nosotros, los que confesamos el mismo credo…
– Necesito que coja usted el cubo de la basura de los Alfano, tal como está, y se lo lleve a casa. ¡Por el amor de Dios, no lo lave! ¡No le quite la tapa! Durante el día irá mi compañero Macannuco a recogerlo.
– ¡No, Macannuco no!
– Se lo ruego en nombre del credo común, Esterina.
Tardó un cuarto de hora largo en convencerla, maldiciendo para sus adentros cada vez que tenía que cantar las alabanzas de los Saboya. Después llamó a la comisaría.
– ¡A sus órdenes, dottori!
– Catarè, iré tarde al despacho.
– Usía manda.
– Si está Fazio, pásamelo.
Tabla del tres.
– Dígame, dottore.
– Fazio, ¿Mimì está en su despacho?
– No; se ha ido a Montelusa a ver al dottor Musante.
– Oye, necesito averiguar una cosa esta mañana y no quiero que Mimì sea informado. ¿De acuerdo?
– Como quiera.
– Tienes que buscarme en qué fecha exacta mataron a Filippo Alfano en Colombia.
– Seguramente en el registro civil de aquí habrá constancia de los datos del deceso.
– Muy bien, cuando lo tengas todo, se lo das a Catarella. Durante la mañana, él debe buscar a través de Internet qué periódicos había en Colombia por aquel entonces y establecer contacto con uno de ellos.
– ¿Para qué?
– Quiero conocer exactamente las circunstancias de la muerte de Filippo Alfano.
Fazio guardó silencio un instante.
– Dottore, me parece recordar que quien me contó la historia de Filippo Alfano me dijo también que de eso habían hablado los periódicos de aquí.
– Mejor. En resumen, de una o de otra manera, quiero una respuesta.
Después llamó a Macannuco, con el que habló una media hora. Al final estuvieron de acuerdo en todo menos en un detalle.
– ¡No! ¡Yo a ésa no le digo el viva el rey!
– Macannù, pero ¿qué coño te importa? Díselo y verás cómo se pone a tu disposición.
Ahora había que preparar la tercera jugada, que debía hacer a ciegas y que por eso era la más peligrosa, pero también era la que, si acertaba, lo resolvería todo.
– ¡Adelina!
– ¿Qué hay, dutturi?
– Coge papel de carta y escribe.
– ¿Yo? Ya sabe que con lo de escribir…
– No importa. Hagamos una cosa; yo te lo anoto en una hoja y tú lo copias en otra en blanco. ¿De acuerdo?
Cogió una hoja y escribió con mayúsculas:
LA JERINGA QUE TÚ SABES LA TENGO YO. ADIVINA QUIÉN SOY. A VER SI DAS SEÑALES DE VIDA Y NOS PONEMOS DE ACUERDO.
– ¡Virgen santa! -exclamó Adelina-. ¡Qué largo es esto!
– Tómatelo con calma. Yo voy al cuarto de baño.
Tardó casi una hora a propósito. En efecto, cuando salió, Adelina acababa de terminar.
– Toda sudada estoy, dutturi. ¡Virgen santa, qué trabajo! ¿Tengo que poner la firma?
– No, Adelì; ¡es una carta anónima!
Ella lo miró asombrada.
– ¡Vaya! ¿Y usía, hombre de ley, me hace escribir una carta nónima?
– ¿Sabes qué decía Maquiavelo?
– No, señor, no lo conozco. ¿Qué decía?
– Que el fin justifica los medios.
– Nada entendí; mejor vuelvo a la cocina.
LA JERINCA QUE TU SABES LA TENCO YO. ADIVINA QUIEN SOY. AVER SI DAS SEÑALES DE VIDA YNOS PONEMOS DE ACUERDO.
Perfecto. Metió el anónimo en un sobre y lo cerró. Después escribió una nota.
Querido Macannuco:
Desde Gioia Tauro tienes que enviar por correo urgente la carta que te adjunto a esta dirección: Dolores Alfano, via Guttuso, 12, Vigàta.
Chao,
Salvo
Introdujo la nota y la carta en un sobre más grande, puso la dirección de Macannuco y se lo guardó en el bolsillo.
– Hasta luego, Adelì.
– ¿Qué le preparo para comer?
– Lo que quieras. Total, cualquier cosa que hagas estará buena.
Se detuvo en el primer estanco que encontró, compró un paquete de cigarrillos y un sello de correo urgente. Franqueó el sobre y lo echó al buzón, confiando en que correos no tardara, como de costumbre, ocho días en entregar rápidamente una carta a doscientos kilómetros de distancia.
Catarella estaba tan ocupado con el ordenador que ni siquiera se dio cuenta de que entraba el comisario. Este estuvo a punto de chocar con Fazio en el pasillo.
– Ven a mi despacho. Cierra la puerta. ¿Y bien?
– Dottore, lo recordaba bien. Del asesinato de Filippo Alfano se encargó Il giornale dell'Isola. La cosa se remonta al dos de febrero de hace veintitrés años; ésa es la fecha de la defunción que figura en el registro civil.
– ¿En resumen?
– En resumen, Catarella se ha puesto en contacto con el archivo del periódico.
– Confiemos en que así sea. ¿Noticias de Mimì?
– Aún no ha regresado.
– Muy bien, gracias.
Pero Fazio no se movió.
– Dottore, ¿qué es esta historia?
– ¿Cuál?
– La de que le encomienda la investigación al dottor Augello y usted hace otra paralela por su cuenta.
– Pero ¡si yo no estoy haciendo ninguna investigación paralela! Se me ha ocurrido una idea que a lo mejor puede servir de algo. ¿O acaso no puedo pensar porque le he encomendado el caso a Mimì?
Fazio no pareció convencido.
– Dottore, no consigo quitarme de la cabeza si fue verdaderamente una coincidencia que usted me preguntara por Dolores Alfano antes de que ella viniera aquí a hablarnos del marido, y tampoco consigo quitarme de la cabeza que me preguntara por Pecorini antes incluso de que nos enteráramos de que el carnicero y la señora Dolores habían tenido una aventura. ¿No le parece que ha llegado el momento de decirme cómo están realmente las cosas?
¡Qué buen policía era Fazio! Montalbano se lo jugó a pares y nones. Y llegó a la conclusión de que lo mejor era contarle una parte de la verdad.
– Si te pregunté por Dolores y por Pecorini no fue por el asesinato de Giovanni Alfano, sino por otra cosa.
– ¿Cuál?
– Me enteré de que Mimì, desde hace más de dos meses, tenía una amante.
Fazio soltó una risita.
– Conociéndolo, había sido fiel a su mujer demasiado tiempo.
– Sí, pero verás, he descubierto que la amante de Mimì es Dolores Alfano y que se reúnen en un chalet propiedad de Pecorini.
– ¡Coño! ¿Y siguen siendo amantes incluso ahora?
– Sí.
Fazio se quedó sin aliento.
– Y usía… usía… sabiendo eso… ¿le ha dado la investigación a pesar de todo?
– Bueno, ¿qué tiene de extraño? Quien ha matado a Alfano es la mafia. ¿No estás de acuerdo?
– Eso parece.
– Si sospecháramos que Dolores tiene algo que ver con la muerte de su marido, entonces las cosas cambiarían y Mimì se encontraría en una situación cuando menos difícil.
– Un momento, dottore. ¿El dottor Augello sabe que usted sabe?
– ¿Que tiene una amante y que esa amante es Dolores? No, no lo sabe.
– Yo es que no me aclaro. ¡Parecía una mujer tan enamorada de su marido! ¿Y ya era amante del dottor Augello antes incluso de tener dudas sobre la desaparición de su marido?
– Sí.
– ¡Pues entonces ha estado fingiendo con nosotros!
– Sí. Y sigue haciéndolo.
– Perdone, pero la cabeza me va a estallar. ¿Por qué el dottor Augello estaba tan empeñado en encargarse de esta investigación? ¿Para hacerle un favor a su amante? Pero ¡si todavía no sabíamos quién era el muerto! A no ser que…
– ¡Bravo! A no ser que Mimì ya lo supiese porque Dolores le hubiera dicho quién, a su juicio, podía ser el muerto.
– Pero eso significa que…
– Están arañando la puerta -lo interrumpió Montalbano-. Ve a ver.
Fazio se levantó y fue a abrir. Era Catarella.
– ¡Con las uñas llamé y no di ni un golpe! -se ufanó con alegría. Dejó una hoja de papel encima de la mesa-. Aguí está la gopia del artígulo.
Mientras Catarella se retiraba, Montalbano empezó a leer en voz alta.
HORRENDO DELITO EN EL PUTUMAYO
Comerciante vigatès asesinado y troceado
Un comerciante vigatès de cincuenta y dos años, Filippo Alfano, fue asesinado ayer en su despacho de Amatriz, 28. El cadáver lo descubrió la señora Rosa Almù, que todos los días sobre las 20 horas acude allí a hacer la limpieza. La señora, al ver lo que contenía la bañera, se desmayó. Cuando se recuperó, llamó a la policía. Filippo Alfano fue asesinado con toda certeza, pero no se sabe cómo. Tendrá que establecerlo la autopsia, porque el cadáver fue troceado con inaudita ferocidad. Alfano, que se había trasladado a Colombia desde Sicilia hace dos años, deja esposa y un hijo.
– ¿Apostamos a que los trozos eran treinta? -preguntó Montalbano.
– Eso significa sin duda que don Balduccio está detrás de la segunda muerte -dijo Fazio.
Montalbano pensó que, efectivamente, Balduccio le había confesado el asesinato de Filippo Alfano, pero sin mencionar el pequeño detalle de que mandó trocearlo en treinta pedazos, como los denarios de Judas. He aquí por qué había confesado el crimen: tenía la certeza de que Montalbano lo comprobaría. Balduccio había olvidado ese detalle a propósito. En cuanto el comisario descubriera la atrocidad cometida con el cuerpo de Filippo Alfano, se convencería de que la repetición de la venganza era como falsificar una firma copiándola.
– Llévate este artículo y guárdalo.
– ¿No tengo que entregárselo al dottor Augello?
– Cuando yo te lo diga.
– Disculpe, dottore, pero creo que este artículo confirma que es precisamente Balduccio quien…
– Cuando yo te lo diga -repitió fríamente Montalbano.
Fazio se guardó la hoja en la chaqueta, pero cada vez estaba más receloso.
– ¿Cómo tengo que comportarme con el dottor Augello?
– ¿Cómo quieres comportarte? Como siempre.
– Dottore, todavía tengo unas cien preguntas que hacerle.
– ¿No te parecen demasiadas? Ya tendrás tiempo de hacérmelas.
– ¿Usía regresa esta tarde?
– Sí, pero no muy pronto. Después de comer me voy a Marinella. Si necesitas algo, me encontrarás en casa.
Perdido en las posibles complicaciones de lo que había decidido hacer, comió tan desganado que Enzo se dio cuenta.
– ¿Qué pasa, dottore? ¿No tiene apetito?
– Tengo unas cuantas preocupaciones.
– Mal, dottore. El comer, como la minga, no quiere preocupaciones.
Dio el habitual paseo, pero al llegar a la altura del faro no se sentó en la roca, sino que dio media vuelta y se marchó a Marinella.
Había acordado con Macannuco que éste lo llamaría a las cuatro. No quería que lo llamaran al despacho; demasiada gente que entraba y salía. A las cuatro en punto, sonó el teléfono.
– ¿Montalbano? Soy Macannuco.
– ¿Qué me dices?
– Que acertaste. Las manchas del fondo del cubo de la basura son seguramente de sangre. El cubo lo tiene ahora la Científica para comprobar si la sangre es la misma que la encontrada en el lavabo.
– ¿Cuánto tardarán?
– Les he pedido que lo hagan lo antes posible. Me han asegurado que mañana por la mañana me darán una respuesta. ¿Y tú qué has hecho?
– Te he enviado la carta que tú tienes que volver a enviar aquí. Hazlo en cuanto la recibas. ¿Has hablado con tu ministerio público?
– Sí, me ha dado autorización para intervenir el teléfono. Están trabajando en ello.
– ¿Le has pedido que no le diga nada a Tommaseo?
Si el ministerio público de Reggio Calabria hablara al respecto con su compañero de Vigàta, seguro que éste se lo comunicaría a Mimì. Y se haría una preciosa tortilla de cien huevos.
– Sí. Ha opuesto resistencia, pero al final ha aceptado.
– Mira que yo no tengo que aparecer nunca, ni ahora ni después.
– Tranquilo. No he mencionado tu nombre.
– ¿Y con Esterina Trippodo cómo ha ido?
– Ha prometido colaborar. Dice que lo hace por ti.
– ¿Le has dicho viva el rey?
– ¡Ya os podéis ir a tomar por culo tú y la señora Trippodo!