– Pues entonces, ¿qué me dice, doctor? -preguntó el comisario cuando ambos ya habían bebido una buena dosis de passito, pasándose el uno al otro el único vaso que había.
– ¿De qué? ¿De la situación internacional? ¿De mis hemorroides?
– Del muerto de la bolsa.
– Ah, ¿eso? Ha sido una cosa muy larga y pesada. Primero he tenido que completar el rompecabezas.
– ¿Qué rompecabezas?
– Amigo mío, he tenido que recomponer el cuerpo. Lo habían despiezado, ¿lo sabía?
– Sí -contestó Montalbano con una sonrisita.
– ¿Y eso le hace gracia?
– No; me hace gracia el verbo que ha utilizado.
– ¿Despiezar? Es para mantenerme al ritmo de los tiempos. Hoy se dice así. Pero, si quiere, puedo utilizar otros verbos: descuartizar, trocear…
– Digamos hecho trozos. ¿Muchos?
– Una buena cantidad. No ahorraron nada en la carnicería. Utilizaron un hacha y un afiladísimo cuchillo de gran tamaño. Primero lo mataron y después…
– ¿Cómo?
– Con un disparo en la nuca.
– ¿Cuándo?
– Digamos hace dos meses como máximo. Después, tal como le estaba diciendo, le quemaron las yemas de los dedos. A continuación pusieron manos a la obra. Con mucha paciencia, le rebanaron todos los dedos de las manos y los pies, y también las orejas, le destrozaron la cara hasta dejarla irreconocible y le arrancaron los dientes, que no hemos encontrado, lo decapitaron, le cortaron las manos, las piernas a la altura de la ingle, el brazo y el antebrazo derechos, pero sólo el antebrazo izquierdo. ¿No le parece extraño?
– ¿Qué, esa carnicería?
– No; el hecho de que le dejaran el brazo izquierdo. Me pregunto por qué no se lo seccionaron, ya que estaban.
– ¿Ha encontrado algo que pueda servir para una identificación rápida?
– Y un cuerno.
– A propósito, doctor, ¿y el sexo?
– Todavía me las arreglo, no se preocupe.
– No, doctor; quería decir: ¿le arrancaron también el sexo?
– Si lo hubieran hecho, se lo habría dicho.
– ¿Cuántos años tenía?
– Unos cuarenta.
– ¿Estatura?
– No menos de uno setenta y cinco.
– ¿Extracomunitario?
– Pero ¡qué dice! De aquí.
– ¿Gordo? ¿Flaco?
– Delgado y en perfecta forma.
– ¿No puede decirme nada más?
– Sí. Cuando lo mataron, aún no había evacuado.
– ¿Tiene importancia?
– Pues sí. Porque en el estómago hemos encontrado algo que puede ser importante.
– ¿O sea?
– Se había tragado un puente.
Montalbano se quedó estupefacto.
– ¡¿Qué puente?!
– El puente de Broccolino.
– Pero ¿qué dice?
– Montalbano, ¿el passito lo atonta? Estoy hablando de los dientes. Puede que, mientras comía, al desconocido se le desprendiera un puente y se lo tragara sin darse cuenta.
El comisario lo pensó un poco.
– ¿No podría ser que el puente acabara en su estómago cuando le estaban machacando la cabeza?
– No; se le habría quedado en la garganta. No habría podido tragárselo.
– ¿Qué ha hecho con él?
– Lo he enviado a la Científica. Pero usted comprenderá que, si consiguen averiguar algo, tardarán meses.
– Ya -dijo el comisario, desanimado.
– Y no espere que los de la Científica estén en condiciones de decirle el nombre del dentista que atendía al muerto.
– Ya -repitió el comisario, todavía más desconsolado.
– ¿Le apetece otro cannolo?
– No. Gracias y hasta luego.
– ¡¿Hasta luego?! Espero no saber de usted durante algún tiempo -dijo el doctor, dando el primer mordisco al segundo cannolo.
Pero Pasquano le había dicho una cosa muy importante. Al hombre lo mataron de un tiro en la nuca. Ejecutado. Atado de pies y manos, el desventurado fue obligado a ponerse de rodillas, y el verdugo le descerrajó un solo disparo en el cogote.
Era como si la mafia le hubiese puesto la firma.
Pero las preguntas seguían ahí. ¿Quién era? ¿Por qué lo habían matado? ¿Por qué se habían tomado la molestia de dejarlo irreconocible? ¿Por qué lo habían troceado? No para facilitar el transporte del cadáver. Para eso había otros sistemas, como disolver el cuerpo en ácido. ¿Y por qué habían enterrado la bolsa en el critaru, bajo treinta centímetros de tierra? ¿No sabían que la primera vez que lloviera la bolsa quedaría al descubierto? Unos cincuenta metros más arriba había un pedregal, una enorme colina rocosa: bajo una montañita de piedras, jamás se habría encontrado la bolsa.
No; estaba claro que los verdugos querían que el cadáver, al cabo de algún tiempo, fuera descubierto.
– ¡Ah, dottori, dottori! Fazio me dijo que, en cuanto usía regresara, yo le dijera a él que había regresado.
– Bueno, pues dile que venga a mi despacho.
Fazio se presentó de inmediato.
– Antes de que hables tú, hablo yo. He ido a ver a Pasquano. -Y le contó lo que le había dicho el médico.
– En resumen -dijo Fazio-, el muerto es un cuarentón de un metro setenta y cinco de estatura y de físico delgado. Nada fuera de lo común. Ahora miro en las denuncias de desaparición.
– Entretanto, dime lo que querías decirme.
– Dottore, la mujer sobre la cual quería noticias se llama Dolores Alfano, tiene treinta y un años, casada, sin hijos, y vive en el número doce de via Guttuso. Es forastera, quizá española. Alfano la conoció en el extranjero cuando ella tenía veinte años, perdió la cabeza por ella y se casaron. Y verdaderamente es una mujer guapísima.
– ¿La has visto?
– No, señor, pero de su belleza me han dicho maravillas todos los hombres con quienes he hablado.
– ¿Tiene coche?
– Sí. Un Punto.
– ¿A qué se dedica?
– ¿Ella? A nada. Es ama de casa.
– ¿Y el marido?
– Es capitán de la marina mercante. En estos momentos está embarcado como oficial de segunda en un buque portacontenedores. Lleva varios meses fuera del pueblo. Me han dicho que como mucho viene cuatro veces al año.
– Por consiguiente, la pobrecita teóricamente se ve obligada a ayunar. ¿Has averiguado si, en ausencia del marido, ella se lo pasa en grande?
– He obtenido respuestas contradictorias. Para una o dos personas, la señora Dolores es una gran zorra, demasiado lista para permitir que la descubran como tal; para otras, es una mujer que, a pesar de su belleza, si tiene un amante, hace bien en tenerlo porque el marido está siempre fuera; mientras que para la mayoría es una mujer honrada.
– ¡Me has hecho un referéndum!
– ¡Dottore, todos los hombres hablan de buen grado de una mujer así!
– Fundamentalmente, habladurías y chismorreos, nada concreto. ¿Sabes qué te digo? Dejémoslo estar. A lo mejor el intento de atropellarla fue realmente una broma imbécil.
– Pero…
– Pero ¿qué, Fazio?
– Si me permite, quiero ver si averiguo algo más acerca de esa mujer.
– ¿Por qué?
– Ahora mismo no sé explicárselo, dottore. Pero me han dicho algo que me ha provocado como una duda, un pensamiento, un relámpago que ha desaparecido enseguida. No sé si ha sido una palabra o una frase, o la manera en que me han dicho esa palabra, esa frase. O quizá ha sido una mirada silenciosa a la cual yo he atribuido un significado.
– ¿De veras no te acuerdas de quién ha sido ese alguien?
– No consigo enfocarlo, dottore. He hablado en total con unas diez personas, entre hombres y mujeres. Y está claro que no puedo repetirles las mismas preguntas.
– Haz lo que quieras.
Llamar a Vanni Arquà, el jefe de la Científica, le costaba mucho. Le caía antipático, antipatía por lo demás ampliamente correspondida.
Pero no tenía más remedio, porque, si no llamaba él, Arquà jamás le daría noticias. Antes de levantar el auricular, respiró hondo como antes de practicar una inmersión, repitiéndose a sí mismo: «Calma, Montalbà, calma.» Después marcó el número.
– Arquà, soy Montalbano.
– ¿Qué quieres? Mira que no tengo tiempo que perder.
Para no estallar enseguida, apretó los dientes, y le salió una manera de hablar extraña.
– He zabido gue ezta mañana…
– Pero ¿cómo hablas?
– Hablo normal. He sabido que esta mañana el doctor Pasquano os ha enviado un puente encontrado…
– Sí, nos lo ha enviado. ¿Y qué? Adiós.
– No, perdona… yo quisiera que… con cierta diligencia… sé que tenéis un montón de trabajo… pero tú comprenderás que para mí…
El esfuerzo de portarse bien, de no utilizar palabras inconvenientes con Arquà, no le permitía construir una frase redonda. Se enfadó consigo mismo.
– Ya no tenemos el puente.
– ¿Dónde está?
– Lo hemos enviado a Palermo, al profesor Lomascolo.
Y colgó. Montalbano se secó el sudor que le perlaba la frente y volvió a marcar el número.
– ¿Arquà? Montalbano otra vez. Lamento en el alma seguir molestándote.
– Habla.
– Perdona, pero había olvidado una cosa importantísima.
– ¿Qué cosa?
– Enviarte a tomar por culo.
Colgó. Si no se desahogaba, igual se pasaba toda la noche nervioso. Pero, en resumidas cuentas, que el puente estuviese en las manos del profesor Lomascolo era una buena noticia, El profesor era un auténtico experto; con toda seguridad sacaría algo de aquel chisme. Además, el comisario siempre se había sentido a gusto con él. Pero a aquellas alturas era obvio que, aunque esa investigación lograra seguir adelante por un golpe de suerte, lo haría muy despacio.
En Marinella pasó una hora dando vueltas por la casa. Antes de sentarse delante del televisor, se le ocurrió llamar a Livia y pedirle perdón por la pelea de la víspera.
– ¡Finalmente su excelencia Montalbano se digna concederme audiencia! -exclamó una Livia beligerante.
Principio si giulivo ben conduce -un principio tan feliz a buen puerto lleva-, decía Matteo Maria Boiardo.
Si empezaba con ese tono, ¿cómo acabaría la conversación ¿Con un lanzamiento recíproco de bombas atómicas? Y ahora, ¿cómo seguir? ¿Reaccionaba de mala manera? No: mejor rebajar unos grados la temperatura y descubrir por qué estaba tan enfadada.
– Amor mío, créeme, no he podido llamarte antes porque…
– Pero ¡si soy yo quien te ha llamado y tú te has negado a contestarme! ¡El ser superior que no encuentra un minuto para hablar conmigo!
Montalbano se sorprendió.
– ¡¿Tú me has llamado?! ¿Cuándo?
– Esta mañana a tu despacho.
– A lo mejor no me han pasado la llamada.
– Te la han pasado, ¡vaya si te la han pasado!
– ¿Estás segura?
– He hablado con Catarella y me ha dicho que estabas ocupado y no podías atenderme.
De pronto recordó que Catarella le había dicho que llamaba una tal señorita Nivia…
– ¡Livia, ha sido un equívoco! Catarella no me ha dicho que eras tú; sólo que era una tal señorita Nivia, que a mí no me sonaba, y por eso he contestado que…
– Pasemos página, por favor.
– Livia, intenta comprenderlo. ¡Te digo que ha sido un equívoco! Además, tú no me llamas nunca a la comisaría. ¿Qué querías?
– Quería decirte que me telefonearas esta noche porque tenía que hablarte de algo importante.
– ¿Y no es eso lo que estoy haciendo? Te he llamado por iniciativa propia. Dime ese algo tan importante.
– Esta mañana, antes de irme al despacho, me ha llamado Beba y hemos mantenido una larga conversación. Está enfadada contigo.
– ¿Beba? ¿Conmigo? ¿Y por qué?
– Dice que tratas muy mal a Mimì.
– Pero ¿qué le cuenta el señor Augello a Beba?
– ¿Dices que no es verdad?
– Bueno, sí, es verdad. Últimamente está muy nervioso y he tenido alguna discusión con él, pero nada serio… ¡Tratarlo mal! Es él quien se ha vuelto intratable. De hecho, pensaba llamarte para preguntarte si Beba te había comentado por casualidad el nerviosismo de Mimì.
– ¿Y tú no sabes la razón de ese nerviosismo?
– Te aseguro que no.
– ¿Has olvidado que en este último mes le has mandado hacer una gran cantidad de vigilancias nocturnas? ¿Y que lo sigues haciendo una noche sí y otra también?
Montalbano se quedó mudo y boquiabierto.
Pero ¿qué coño estaba diciendo Livia? ¿Estaba eligiendo palabras al azar?
En los últimos meses sólo habían hecho una vigilancia nocturna, y de ella se había encargado directamente Fazio.
– ¿No dices nada, Salvo?
– Mira, es que…
– Pues entonces sigo. Anoche, por ejemplo, Mimì volvió a casa con unas décimas de fiebre; se había pasado todo el día bajo la lluvia para recuperar un cadáver metido en una bolsa… ¿Es verdad o no?
– Sí, es verdad.
– Cuando el pobre Mimì había terminado de cenar y quería irse a la cama, tú lo llamaste y lo obligaste a vestirse para pasar la noche fuera. ¿No te parece que eres un poquito sádico?
¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué Mimì le contaba aquellas mentiras a Beba? Pero, en cualquier caso, en ese momento lo mejor era hacerle creer a Livia que lo que Mimì contaba era cierto.
– Bueno, sí, pero no se trata de sadismo, Livia. El caso es que tengo tan pocos hombres de los que pueda fiarme… De todos modos, tranquiliza a Beba. Dile que tenga un poco de paciencia, que en cuanto llegue el nuevo personal, ya no explotaré a Mimì.
– ¿Me lo prometes?
– Pues claro.
Esa vez la conversación no terminó de mala manera. Porque, a cada cosa que dijo Livia, él contestó siempre que sí como un autómata.
Cuando colgó, no tuvo fuerzas para moverse. Permaneció de pie al lado de la mesita, con la mano sobre el auricular. Como un cadáver embalsamado, aturdido. Después, arrastrando los pies, fue a sentarse en la galería. Por desgracia, para los embustes de Mimì sólo podía haber una explicación, porque era bien sabido que Augello no jugaba a las cartas, no se emborrachaba, no frecuentaba malas compañías. Sólo tenía un vicio, si es que era un vicio. Y seguro que, después de casi dos años de matrimonio, Mimì se había hartado de acostarse todas las noches con la misma mujer y había reanudado su vida de antaño. Antes de casarse con Beba, Mimì no había hecho con las mujeres más que un constante aquí te pillo y aquí te mato, y al parecer había vuelto a las andadas. El pretexto que había encontrado para pasar las noches fuera de casa era perfecto. Sin embargo, no había calculado que Beba lo comentaría con Livia y Livia a su vez lo comentaría con Montalbano. No obstante, había un pero: ¿por qué estaba tan nervioso Mimì?, ¿por qué la tomaba con todos? Antes, después de estar con una mujer, Mimì se presentaba en la comisaría como un gato ronroneante y atiborrado de comida. En cambio, esta nueva relación debía de ser muy dura para él, no se la había tomado alegremente. Antes no tenía que dar cuentas a nadie de lo que hacía; ahora, en cambio, cuando regresaba a casa, se veía obligado a mentir a Beba, a engañarla. Debía de experimentar algo que jamás le había ocurrido: un profundo sentimiento de culpa.
La conclusión de Montalbano fue que debía intervenir, aunque no tuviera ningunas ganas de hacerlo. No había más remedio; tenía que hacerlo a la fuerza. Si no intervenía, Mimì seguiría pasando las noches fuera y diciendo que era por orden de su jefe, Beba seguiría quejándose a Livia y ésta le tocaría eternamente los cojones. Debía intervenir más por su propia tranquilidad que por la de Mimì y su familia.
Pero ¿cómo?
Ahí estaba el busilis. Había que descartar una conversación a solas con Mimì. Si Mimì tenía una amante, lo negaría. Sería capaz de asegurar que salía de noche para prestar ayuda a los sin techo. Que le había dado un arrebato de caridad. No; primero había que tener la certeza absoluta de que Mimì tenía una amante, descubrir quién era, dónde se producían los encuentros nocturnos y cuándo. Pero ¿cómo hacerlo? Necesitaba alguien que le echara una mano. ¿A quién decirlo? Por supuesto, no podía meter por medio a un hombre de la comisaría, ni siquiera a Fazio. Debía ser una cosa estrictamente privada entre Mimì, él y, como máximo, una tercera persona. Un amigo. Sí, sólo podía recurrir a un amigo. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea adecuada. Sin embargo, durmió mal, se despertó tres o cuatro veces, y cada vez con un enredado ovillo de melancolía en el pecho.
Por la mañana llamó a Catarella para decirle que iría al despacho un poco más tarde que de costumbre. Después esperó a que fueran las diez, una hora decente para despertar a una señora, y efectuó la segunda llamada.
– ¿Dica? ¿Quién erres tú?
Era una voz de bajo. Acento ruso. Probablemente un ex general de la ex armada rusa, nacido en alguna república soviética más allá de Siberia. Ingrid tenía esa especialidad, la de tener a su servicio a personas procedentes de países desconocidos que uno debía buscar en un atlas geográfico.
– ¿Quién erres tú? -repitió el general en tono autoritario.
A Montalbano, a pesar de lo que pensaba, le entraron ganas de tomarle el pelo.
– Pues mire, mis padres me pusieron un nombre provisional, pero quién soy yo no es tan fácil de decir. ¿Me explico?
– Buena explicassión. ¿Tú tienes dudas existensiales? ¿Tú has perdido tu identidad y ahorra no la encuentras?
Montalbano se quedó alucinado. Pero ¿se podía permitir el lujo de hablar de filosofía con un ex general a aquella hora de la mañana?
– Mire, tendrá que perdonarme, la conversación es interesante, pero ahora dispongo de poco tiempo. ¿Está la señora Ingrid?
– Sí, perro tú tienes que desirme a mí tu nombre provissional.
– Montalbano, Salvo Montalbano.
Tuvo que esperar un buen rato. Esta vez, además de la tabla del siete, repasó la del ocho. Y a continuación, la del seis.
– Perdóname, Salvo, me estaba duchando. ¡Me alegro de oírte!
– ¿Quién es el general?
– ¿Qué general?
– El que me ha contestado.
– Pero ¡si no es un general! Se llama Igor, es un viejo profesor de filosofía.
– ¿Y qué hace en tu casa?
– Se gana el pan con el sudor de su frente, Salvo. Me hace de mayordomo. Verás, cuando en Rusia había comunismo, él era un ardiente anticomunista. O sea, que primero lo apartaron de la enseñanza, después fue a parar a la cárcel y, cuando salió, tuvo que morirse de hambre.
– Pero ¡ahora en Rusia ya no existe el comunismo!
– Sí, pero verás: entretanto él se volvió comunista. Un comunista revolucionario. Y se las arreglaron para apartarlo de nuevo de la enseñanza, pobrecito. Entonces decidió emigrar. Pero háblame de ti. Hace un siglo que no nos vemos. Me apetece mucho verte, ¿sabes?
– Podemos quedar esta noche, si quieres y no tienes compromisos.
– Me libro de ellos. ¿Vamos a cenar?
– Sí. A las ocho en el bar de Marinella.