La carta decía:
Querido Salvo, tal como ya te he señalado de palabra, es necesario que la situación que se ha creado entre nosotros se aclare por completo, sin reticencias ni tergiversaciones. Creo que después de tantos años de trabajo en común, donde yo he desempeñado un papel valorado por ti y siempre subalterno, ha llegado el momento de tener mi espacio de autonomía propia. Estoy convencido de que la investigación sobre el hombre troceado y aún sin identificar puede ser para los dos una especie de test resolutorio. En otras palabras: quiero que me encargues el caso y que tú te quedes completamente al margen. Como es natural, mi obligación será mantenerte perfectamente informado de todo, pero tú no deberás intervenir de ninguna manera. También estoy dispuesto, una vez terminada la investigación, a darte públicamente todo el mérito.
No es una exigencia. Trata de comprenderme: en todo caso te pido una muestra de aprecio hacia mí. Una ayuda. Y como es natural, será una prueba, aunque difícil, de mis aptitudes.
En caso de que tú seas de otra opinión, no me quedará otro camino que rogarle al jefe superior que tenga a bien interesarse por mi traslado a otro lugar.
Cualquier cosa que decidas, mi afecto y estima hacia ti seguirán siendo siempre muy grandes. Un abrazo.
No había firma, tal como había dicho Galluzzo. Pero ya era demasiado tarde para reflexionar al respecto.
Se guardó la carta en el bolsillo, se secó los ojos (¡ah, la vejez, con qué facilidad nos conmovemos!), se levantó y salió.
En el bar de Marinella encontró sentada a una mesita a Ingrid, que ya se había bebido su primer whisky. Los cinco o seis clientes varones no le quitaban los ojos de encima. Pero ¿cómo era posible que aquella mujer se volviera más guapa cuantos más años pasaban? Guapa, elegante, inteligente, discreta. Verdadera amiga: todas las veces que él le había pedido que lo ayudara en una investigación, ella jamás le había hecho una pregunta, un cómo o un porqué. Hacía lo que le pedía y basta. Se abrazaron, realmente encantados de verse.
– ¿Nos vamos enseguida o pedimos otro whisky? -preguntó Ingrid.
– No hay prisa -contestó Montalbano sentándose.
Ingrid le cogió una mano y la estrechó entre las suyas. También tenía eso de bueno: manifestaba sus sentimientos abiertamente, sin preocuparse por lo que pudieran pensar los demás.
– ¿Cómo has venido? -preguntó Montalbano-. No he visto tu coche en el aparcamiento.
– ¿El rojo, dices? Ya no lo tengo. Tengo un normalísimo Micra verde. ¿Cómo está Livia?
– Ayer hablé con ella. Estaba bien. ¿Y tu marido?
– Creo que también está bien, pero hace una semana que no lo veo. En casa vivimos separados, aunque oficialmente no lo estemos, y por suerte la casa es muy grande. Además, desde que es diputado vive más en Roma que aquí.
Era bien sabido que el marido de Ingrid no daba golpe, y por eso era lógico que se hubiese dedicado a la política. Montalbano recordó una frase que decía su tío cuando él era pequeño: «Si no tienes ni arte ni parte, juégate las cartas en política.»
– ¿Hablamos de eso ahora o después de comer? -preguntó Ingrid.
– ¿De qué?
– Salvo, no finjas conmigo. Tú sólo me llamas cuando necesitas que haga algo por ti. ¿No es verdad?
– Es verdad. Y te pido perdón.
– No pidas perdón. Estás hecho así. Y entre otras cosas me gustas también por eso. Bueno, ¿quieres hablar de eso enseguida o no?
– ¿Tú sabes que Mimì se ha casado?
Ingrid se echó a reír.
– Claro. Con Beba. Y sé también que han tenido un hijo que se llama Salvo, como tú.
– ¿Quién te ha facilitado la información?
– Mimì. De vez en cuando me telefoneaba. Y también nos hemos visto algunas veces. Pero desde hace dos meses ya no da señales de vida. ¿Entonces?
– Tengo motivos para creer que Mimì tiene una amante.
Ingrid no dijo ni pío. Montalbano se sorprendió.
– ¿Cómo? ¿No dices nada? -Después se le ocurrió la respuesta a su propia pregunta-. ¿Lo sabías?
– Sí.
– ¿Te lo ha dicho él?
– No, no me lo había dicho nadie antes que tú. Pero mira, Salvo, ¿no era de suponer, sabiendo cómo es Mimì? ¿Qué pasa, Salvo? ¿Esta historia te escandaliza?
Y se echó a reír más fuerte que antes. A lo mejor los dos whiskys solos le estaban empezando a hacer efecto. Pero Ingrid le leyó el pensamiento.
– No estoy achispada, Salvo. Pones una cara tan seria que me entran ganas de reír. ¿Por qué te lo tomas tan a pecho? Es algo de lo más normal, ¿sabes? ¿Tengo que decírtelo yo? Déjalo en paz y ya verás como todo se arregla por sí solo.
– No puedo.
Y le habló de la llamada de Livia y de la excusa de Mimì para pasar algunas noches fuera de casa.
– ¿Comprendes? Si no intervengo, Beba acabará por recurrir directamente a mí. Y entonces no podré cubrirlo. Además, hay una cosa de Mimì que me preocupa mucho.
– Antes de contármela, vamos a tomarnos otro whisky.
– Tómalo tú.
Le comentó el cambio de Mimì, sus enfados sin motivo, sus ganas de armar jaleo para desahogarse.
– Las posibilidades son dos -dijo Ingrid-. O bien esta relación lo trastorna porque ama a Beba y se siente culpable, o bien se está enamorando en serio de la otra mujer. Todo ello partiendo de la premisa de que Mimì tenga una amante, tal como crees tú. Pero ¿no podría ser que saliera de noche por algún otro motivo?
– No lo creo.
– ¿Qué quieres de mí?
– Querría que descubrieras si es verdad que Mimì tiene una amante. Y a ser posible, que averigües quién es. Te digo cuál es su coche y tú lo sigues.
– Pero no puedo pasarme todas las noches delante de su casa…
– No será necesario. Después de todo lo que me dijo Livia, he hecho unos cuantos cálculos. Seguramente Mimì saldrá mañana por la noche. ¿Sabes dónde vive?
– Sí. Mañana por la noche no tengo ningún compromiso. Y después, ¿qué hago?
– Me llamas a casa. A la hora que sea.
Esperó a que Ingrid se terminara el whisky y después salieron del bar.
– ¿Vamos en tu coche o en el mío? -preguntó Ingrid.
– En el mío. Tú has bebido.
– Pero ¡lo aguanto muy bien!
– Sí, pero si nos paran será difícil explicarlo y convencerlos. Después volveremos a recoger tu coche.
Ingrid lo miró con una sonrisita y subió al automóvil del comisario.
Llegaron al restaurante Peppucciu 'u Piscaturi, en la carretera de Fiacca, cuando ya eran casi las diez. El comisario había reservado una mesa porque aquel local estaba siempre lleno. Además, conociendo los gustos de Ingrid, que tenía buen saque, había pedido también la cena en la certeza de que contaría con su aprobación. Y contó con ella, en efecto.
Menú: entremeses marineros (anchoas cocinadas en zumo de limón y aliñadas con aceite, sal, pimienta y perejil; anchoas sciavurusi, aromáticas, con semillas de hinojo; ensalada de pulpo; pescadito frito); primer plato: espaguetis con salsa coralina; segundo plato: langosta a la marinera (a la brasa, aliñada con aceite, sal y una pizca de perejil).
Bebieron tres botellas de un vino blanco traicionero: parecía bajar como agua fresca, pero después, cuando ya estaba dentro, salía disparado y encendía el fuego. Al final tomaron un whisky para ayudar a la digestión. Cuando salieron del restaurante, Ingrid preguntó:
– Y ahora, si te paran, ¿cómo te las arreglarás para explicar que aguantas bien el vino? -Y se echó a reír.
Montalbano condujo todo el rato con los ojos abiertos de par en par y los nervios a flor de piel. Temiendo un desafortunado encuentro con alguna patrulla, no superó en ningún momento los cincuenta kilómetros por hora. Ni siquiera abrió la boca para no distraerse.
Al llegar al aparcamiento del bar de Marinella, advirtió que Ingrid se había dormido. La sacudió con delicadeza.
– ¿Hum? -respondió ella sin abrir los ojos.
– Hemos llegado. ¿Estás en condiciones de conducir?
Ingrid abrió un ojo y miró alrededor, aturdida.
– ¿Qué has dicho?
– Te he preguntado si estás en condiciones de conducir.
– No.
– Pues entonces te llevo a Montelusa.
– No. Voy a tu casa, me ducho y después vuelves a traerme aquí para coger el coche.
Mientras Montalbano abría la puerta de su casa, Ingrid se tambaleaba tanto que tuvo que apoyarse en la pared.
– Voy a tumbarme cinco minutos -dijo, dirigiéndose al dormitorio.
El comisario no la siguió. Abrió la cristalera y se sentó en la banqueta de la galería.
No soplaba ni una pizca de viento, y la resaca del mar era muy lenta; casi no conseguía moverse. En aquel momento sonó el teléfono. Montalbano corrió a cerrar la puerta del dormitorio y levantó el auricular. Era Livia.
– A ver si me dices qué estabas haciendo.
Hablaba en plan Torquemada. ¡Las mujeres! Livia jamás había iniciado una llamada con semejante pregunta. Pero esa noche, en cambio, cuando en la cama de su hombre estaba durmiendo otra mujer, le daba por el tono inquisitorial. ¿Qué era eso? ¿Sexto sentido animal? ¿O acaso tenía ojos de rayos X y veía desde lejos? Montalbano se quedó impresionado, se hizo un lío mental y, en lugar de decirle la verdad, o sea, que estaba contemplando el mar, le contestó, a saber por qué, con una inútil y estúpida mentira.
– Estaba viendo una película en la televisión.
– ¿En qué canal?
Llevaban años juntos, y a aquellas alturas ella, a la mínima inflexión de voz, comprendía si lo que él le estaba diciendo era verdadero o falso. ¿Y ahora cómo salía de ese atolladero? Lo único que podía hacer era seguir adelante por aquel camino.
– En la tres. Pero ¿qué…?
– Yo también la estoy mirando. ¿Y cómo se llama la película?
– No lo sé; cuando he encendido la tele, acababa de empezar. Pero ¿qué son todas estas preguntas? ¿Qué mosca te ha picado?
– ¿Por qué hablas en voz baja?
Era verdad, ¡maldita sea! Lo estaba haciendo instintivamente para no despertar a Ingrid. Carraspeó.
– Ah, ¿sí? No me había dado cuenta.
– ¿Quién está contigo?
– ¡Pues nadie! ¿Quién quieres que esté?
– Ya. Me ha llamado Beba. Mimì le ha dicho que mañana por la noche también tendrá que hacer una vigilancia.
Muy bien, eso significaba que sus cálculos eran correctos.
– ¿Le has dicho a Beba que tenga un poco de paciencia?
– Sí. Pero tú no me dices la verdad.
– ¿Qué es lo que yo no…?
– Tú no estás solo.
Mierda, ¡qué olfato el suyo! Pero ¿acaso tenía antenas? ¿Hablaba con las urracas?
– ¡Ya está bien!
– ¡Júramelo!
– Si tanto te empeñas, te lo juro.
– Bah. Buenas noches.
Ya estaba. Livia había quedado servida. Tanto había hecho y tanto había dicho que él, inocente, había tenido que decir una mentira y jurar que era cierta. Una mentira pese a ser inocente. ¿Inocente? ¡Pues no! Tan inocente no era. Livia había acertado de lleno. Era verdad que con él había otra persona, una mujer, pero ¿cómo explicarle que esa mujer no era…? Se imaginó el final del diálogo:
– Pero ¡si está durmiendo en NUESTRA cama!
¡Maldita sea una y mil veces! Tenía razón; aquella cama no era sólo de él, sino de los dos.
– Sí, pero mira, después se irá…
– ¿Después de qué? ¿Eh?
Mejor pasar página.
Volvió a la galería. Sacó del bolsillo la carta de Mimì; la había cogido para enseñársela a Ingrid, pero después había cambiado de idea. No la leyó, sino que se quedó contemplando el sobre y reflexionando.
¿Por qué Mimì había ordenado a Galluzzo que copiara una carta tan personal y reservada? Esa era una de las primeras preguntas que se había hecho cuando Galluzzo se la entregó. Mimì podía haber vuelto a copiarla él mismo, meterla en el sobre y mandársela, si verdaderamente no quería verlo.
¿No se daba cuenta de que, actuando de esa manera, revelaba a un extraño la delicada situación que había entre ellos dos? Y después: ¡anda que elegir precisamente a Galluzzo, que era de lengua suelta y tenía un cuñado periodista!
Un momento. Quizá hubiera una explicación. ¿Y si Mimì, pongamos por caso, lo hubiese hecho a propósito? Calma, Montalbà, tal vez hayas acertado.
Mimì ha actuado así porque quiere que el asunto lo conozcan otras personas, porque quiere darle cierta publicidad.
¿Y por qué? Muy fácil: porque quería ponerlo a él, Montalbano, contra la pared. De esta manera, la cuestión ya no podía resolverse a escondidas, en silencio, lejos de oídos extraños. No; así Mimì lo obligaba a darle una respuesta oficial, la que fuera. Buena jugada, no cabía duda.
Cogió el sobre, sacó la carta y la releyó. Por lo menos dos cosas le llamaban la atención.
La primera era el tono.
Cuando Mimì le preguntó personalmente quién pensaba que debería llevar a cabo la investigación, excluyendo, sin embargo, cualquier posibilidad de colaboración, se había mostrado agresivo, duro, antipático y desdeñoso.
En la carta, sin embargo, el tono había cambiado. Aquí, en efecto, exponía las razones de su petición, las explicaba, decía que necesitaba un espacio de absoluta autonomía. Insinuaba que en la comisaría estaba empezando a faltarle el aire. Y eso era comprensible. Mimì había trabajado muchos años a sus órdenes, y él muy raramente le había soltado las riendas, debía reconocerlo. En la carta decía también que si él, Montalbano, le confiaba el caso, por fin podría poner a prueba todas sus aptitudes.
En resumen, pedía ayuda.
Exactamente así, había utilizado esa palabra. Ayuda. Mimì no era un hombre que utilizara esa palabra a la ligera.
Sigue reflexionando, Montalbà, haz un esfuerzo por razonar con la mente libre, sin rabia, sin dejarte dominar por el resentimiento.
¿No podría ser que la actitud agresiva y peleona de Mimì fuera una forma muy especial de llamar la atención de los demás sobre una situación de la que era incapaz de salir por sí mismo?
De acuerdo, admitámoslo. Pero, en todo caso, ¿la investigación qué tenía que ver? ¿Por qué estaba tan emperrado en ella? ¿Por qué, de la noche a la mañana, había adquirido tanta importancia para su existencia? Una respuesta posible podía ser que, una vez entregado a una investigación difícil y complicada, Mimì se encontraría inevitablemente con menos tiempo que dedicar a su amante. Así podría reducir los intercambios con aquella mujer, dar los primeros pasos hacia la ruptura definitiva.
Probablemente Ingrid había acertado al decir que a lo mejor Mimì se estaba enamorando seriamente, y quería evitarlo por Beba y el pequeño.
Releyó la carta muy despacio por tercera vez.
Cuando llegó a la última frase, «cualquier cosa que decidas, mi afecto y estima hacia ti seguirán siendo siempre muy grandes», se notó repentinamente los ojos húmedos y el pecho acongojado. Afecto era la primera palabra que había escrito Mimì, la estima venia después Se cogió la cabeza entre las manos, dando finalmente rienda suelta a la melancolía, el cansancio y también la rabia por no haber comprendido enseguida, tal como habría hecho unos años atrás, la gravedad de la situación de Mimì, del amigo tan amigo que había querido que su primer hijo llevara su nombre.
Fue entonces cuando advirtió la presencia de Ingrid en la galería.
No la había oído acercarse; estaba convencido de que seguía durmiendo. No la miró, pues se avergonzaba de haber sido sorprendido en aquel momento de debilidad que no conseguía controlar.
Entonces ella apagó la luz.
Y fue como si simultáneamente hubiera apagado el mar, que ahora enviaba un reflejo amortiguado, casi fosforescente, y el resplandor lejano y disperso de las estrellas.
Desde una barca invisible, un hombre gritó:
– Giuvà! Giuvà!
Pero nadie le contestó.
Absurdamente, la respuesta que no llegó fue el último desgarro lacerante en el pecho de Montalbano. Se echó a llorar sin poder contenerse.
Ingrid se sentó a su lado en la banqueta, lo abrazó con fuerza y le recostó la cabeza en su hombro.
Después le levantó la barbilla con la mano izquierda y lo besó largo rato en la boca.
Eran las seis de la mañana cuando acompañó a Ingrid a recoger el coche al bar de Marinella.
No le apetecía dormir. Experimentaba una gran necesidad de lavarse, de tomar una ducha tan larga que vaciara toda el agua del depósito. Entonces entró en casa, se desnudó, se puso el bañador y bajó a la playa.
Hacía frío, faltaba mucho rato para que saliera el sol y soplaba un viento hecho de miles de agujas de acero.
Cosimo Lauricella, como casi todas la» mañanas, estaba empujando al agua su barca de remos, que la víspera había acercado a la orilla. Era un viejo pescador que de vez en cuando le llevaba pescado recién capturado y jamás aceptaba que le pagara.
– Dutturi, esta mañana no está el horno para bollos.
– Sólo me mojo un poquito, Cosimo.
Entró en el agua, resistió el ataque de repentina parálisis, se dio un chapuzón, empezó a dar brazadas, y de repente regresó la oscuridad absoluta de la noche.
«¿Cómo es posible?», tuvo apenas tiempo de pensar.
Y sintió que el agua del mar le entraba en la boca.
Despertó en la barca de Cosimo, donde el pescador le estaba dando cachetes.
– ¡Coño, dutturi, el susto que me ha dado! ¡Ya le había dicho yo que esta mañana no está el horno para bollos! ¡Menos mal que estaba yo, que si no, se ahoga!
Una vez en la orilla, no hubo manera: Cosimo quiso acompañarlo hasta el interior de la casa.
– Dutturi, se lo ruego, no vuelva a hacer estas bromas. Cuando uno es pequeño es una cosa, pero después las cosas cambian.
«Gracias, Cosimo -pensó Montalbano-, gracias no tanto por haberme salvado la vida como por no haberme llamado viejo.»
Pero lo llames como lo llames, sigue siendo lo mismo, tal como dice el proverbio.
Maduro, viejo, de cierta edad, no tan joven, entrado en años: todo, maneras para suavizar pero no para modificar la esencia del hecho, es decir, que él se estaba haciendo irremediablemente mayor.
Se dirigió a la cocina, puso al fuego la cafetera de seis tazas y se bebió el café hirviendo tras verterlo en un tazón.
Después fue a ducharse y malgastó el agua, imaginándose las palabrotas de Adelina, que no podría limpiar la casa, fregar el suelo y quizá ni siquiera cocinar.
Al final se sintió un poco más limpio.
– ¡Ah, dottori, dottori! Acaba de llamarlo ahora mismo el dottori Arcà, que dice que si usía lo llama a la Científica.
– Muy bien, después te digo yo que me lo llames.
Antes tenía que hacer una cosa más urgente.
Entró en su despacho, cerró la puerta con llave, se sentó detrás del escritorio, sacó del bolsillo la carta de Mimì y volvió a leerla una vez más.
La víspera, cuando, sentado en la galería, se había puesto a reflexionar sobre las palabras de Mimì, le habían llamado la atención dos cosas. Una era el tono, la segunda…
La segunda se le había ido de la cabeza porque Ingrid se había despertado. Y ni siquiera ahora, por mucho que se esforzara, pudo recuperarla.
Entonces cogió un bolígrafo y una hoja en blanco sin membrete, lo pensó un poco y se puso a escribir.