Michele Tripodi también era un cuarentón, pero, a diferencia de Dambrusco, bajito y delgado, él era un tipo alto, atlético y simpático, un pedazo de hombre.
– Carlo me ha dicho que Giovanni ha desaparecido. ¿Es cierto? ¿Lo sabe Dolores?
– Es precisamente la señora quien ha dado la voz de alarma.
– Pero ¿cuándo dicen que desapareció? Cuando Dolores volvió de Gioia Tauro, me dijo que Giovanni había embarcado con toda normalidad.
– Eso le hizo creer Giovanni, o fue obligado a hacérselo creer.
El rostro de Michele Tripodi se ensombreció.
– No me gusta.
– ¿Qué es lo que no le gusta?
– La frase que usted acaba de pronunciar. Giovanni no engaña a Dolores y tampoco tiene motivos para hacerle creer una cosa por otra.
– ¿Está seguro?
– ¿De qué?
– De ambas cosas.
– Mire, comisario, Giovanni está tan atrapado por Dolores, tan físicamente atrapado que, según me confesó una vez, no está seguro de poder hacerlo con otra mujer.
– ¿Tenía enemigos?
– No sé si en sus largos períodos de navegación… Creo que en todo caso me habría hablado de ello.
– Oiga, el tema es delicado, pero tengo que planteárselo. Si han secuestrado a Giovanni, ¿podría tratarse de una venganza transversal?
Tripodi lo cazó al vuelo.
– ¿Se refiere a una venganza contra los Sinagra?
– Ajá.
– Verá, comisario, Giovanni tenía una deuda de gratitud con don Balduccio, quien lo ayudó a la muerte de su padre… Pero Giovanni es un hombre honrado, no tiene nada que ver con los negocios de los Sinagra. Y se avergonzaba de lo que hacía su padre en Colombia… Claro, cada vez que viene a Vigàta, va a ver a don Balduccio, eso sí, pero no mantiene unas relaciones tan estrechas como…
– Ya entiendo. Que usted sepa, ¿Giovanni ha tomado alguna vez cocaína?
Tripodi se echó a reír.
– Pero ¡qué dice! ¡Giovanni odia las drogas de cualquier tipo! Ni siquiera fuma. Le ha quitado el vicio del tabaco incluso a Dolores. ¿Recuerda la razón por la que mataron a su padre? Pues bien, aquel hecho marcó la vida y el comportamiento de Giovanni.
– Perdone, tengo otra pregunta delicada que hacerle. Se refiere a la señora Dolores. Por el pueblo circulan rumores contradictorios sobre ella.
– Comisario, Dolores es una mujer muy guapa que está obligada a permanecer demasiado tiempo sola. A lo mejor tiene el defecto de ser demasiado impulsiva, y eso puede dar lugar a algún equívoco.
– Dígame uno.
– ¿De qué?
– Dígame uno de esos equívocos.
– Pues no sé… Cuando ella llevaba un año en Vigàta, un chaval, un chico de dieciocho años de buena familia, comenzó a darle serenatas, tal como se lo cuento. Después empezó a acosarla telefónicamente y una vez trató de colarse en su apartamento. Dolores tuvo que llamar a los carabineros.
– ¿Y sólo chicos de dieciocho años? ¿Ningún adulto?
– Bueno, hace un par de años hubo una cosa más seria: un carnicero que perdió la cabeza por ella. Hacía cosas ridículas, le enviaba un ramo de rosas todos los días. Después tuvo que trasladarse a Catania, y por suerte allí terminó la persecución de la pobre Dolores.
Montalbano rompió a reír.
– Ah, sí, me han hablado de esa historia del carnicero enamorado… Se llamaba Pecorella, me parece.
– No, Pecorini -lo corrigió Tripodi.
¿Era importante haberse enterado de que el carnicero que le había alquilado a Mimì el chaletito para sus encuentros amorosos se había enamorado dos años atrás de la señora Dolores? A primera vista no lo parecía. Pero le rondaba una pregunta desde que Tripodi le había contado la historia del carnicero. Tripodi decía que Dolores había acudido a los carabineros por el chaval que la molestaba, pero no mencionó cómo se había comportado con lo de Pecorini. Seguro que esa vez no se había dirigido al Arma de Carabineros. Sin embargo, el carnicero se había alejado trasladándose a Catania. Y aquí estaba la pregunta: ¿por qué se había ido de Vigàta de un día para otro a pesar de estar tan enamorado de Dolores? ¿Qué podía haberle ocurrido?
– ¡Fazio! ¡Ven corriendo, Fazio!
– ¿Qué hay, dottore?
– ¿Te acuerdas de Pecorini?
– ¿El carnicero? Sí, señor.
– Quiero saber, lo más tarde mañana por la mañana, por qué hace dos años abandonó Vigàta y se fue a Catania a abrir una carnicería.
– Muy bien, dottore. Pero ¿qué ha hecho ese Pecorini? ¿Acaso ha vendido carne de vaca loca?
Ya era tarde y le había entrado apetito. Se levantó, y entonces al teléfono se le ocurrió sonar. Dudaba si contestar o no, pero ganó el gran coñazo del deber.
– ¡Dottori, ah, dottori! Parece que está aquí el siñor Giacchetta.
Recordó que Giacchetti ya lo había llamado antes.
– Acompáñalo aquí.
– No puedo, dottori, dado que istá al tilífono.
– Pues pásamelo.
– ¿Comisario Montalbano? Soy Fabio Giacchetti, el director de banco, el que… ¿Se acuerda de mí?
– Pues claro que me acuerdo. ¿Cómo están la madre y el niño?
– Muy bien, gracias.
Y no dijo nada más.
– ¿Y bien? -lo apremió el comisario.
– Verá, ahora que estoy al teléfono hablando con usted, no sé si es oportuno…
Bueno, otra vez la misma historia. Montalbano recordó que el señor director de banco daba siempre un paso adelante y otro atrás; era un indeciso de marca mayor, un verdadero experto en el arte del tira y afloja. No le apetecía perder más tiempo con él.
– Déjeme juzgar a mí si es oportuno. ¿Qué quiere decirme?
– Pero quizá verdaderamente sea una cosa sin importancia…
– Oiga, señor Giacchetta…
– Giacchetti. Bueno, se lo digo, aunque no… Pues ya está, estoy seguro de que he vuelto a ver el coche.
– ¿Qué coche?
– El que quiso atropellar a aquella mujer… ¿Se acuerda?
– Sí. ¿Ha vuelto a ver el coche?
– Ayer. Justo delante de mí. Detenido en un semáforo. Esta vez anoté el número de la matrícula.
– Señor Giacchetti, ¿está completamente seguro de que se trata del mismo coche?
Y ésa fue la incauta pregunta en que Giacchetti se perdió y se ahogó.
– ¿Seguro, dice? ¿Y cómo voy a estar seguro? Algunas veces lo estoy y otras no. En algunos momentos podría jurarlo y en otros sinceramente no me atrevería. ¿Cómo puedo…?
– Supongamos que esta vez es una de esas en que se siente absolutamente seguro.
– Bueno, pues entonces… Aparte de todo lo demás, tengo que decirle que el coche del otro día tenía rota la luz posterior izquierda y éste también.
– Mire, señor Giacchetti, que la escena que usted presenció la otra noche no ha tenido ninguna continuación.
– Ah, ¿no?
– No. Por consiguiente, si usted quiere darme el número de la matrícula, démelo, pero no creo que pueda sernos útil.
– Pues entonces, ¿qué hago? ¿Se lo doy o no se lo doy?
– Démelo.
– BG tres-dos-nueve ZY -dijo más bien abatido Giacchetti.
– Un besito al chiquillo.
¿Ya habían terminado de tocarle los cojones? ¿Podía irse a Marinella para pensar en todo lo que había averiguado, sentado en la galería mientras el rumor del mar le disolvía lentamente el enredo de los pensamientos?
Cerró la puerta del despacho.
– Hasta luego, Catarè.
– Buenas noches, dottori.
Salió y se dirigió hacia el coche. Mimì Augello debía de haber regresado al despacho, porque su coche estaba aparcado tan cerca del suyo que tuvo que ponerse de lado para pasar. Subió, puso el motor en marcha y arrancó. Frenó en seco cuando no había recorrido ni siquiera diez metros, provocando una tanda de improperios y toques de claxon a su espalda.
Había visto algo. Algo que la mitad de su cerebro quería enfocar mientras la otra mitad no quería, negándose a creer lo que le había transmitido el nervio óptico.
– ¿Te quieres mover, cabrón? -le gritó un automovilista al pasar por su lado.
Montalbano dio marcha atrás, pero no veía nada, pues un repentino diluvio de sudor que le bajaba por la frente lo obligaba a mantener los ojos entornados. Se encontró de nuevo en el aparcamiento de la comisaría. Se detuvo, se pasó el antebrazo por la cara para secar el sudor, abrió la puerta y miró. He ahí la lucecita posterior rota, he ahí la matrícula BG 329 ZY.
El número de la matrícula de Mimì Augello.
Un calambre tan violento como un navajazo le retorció los intestinos, subiéndole un borbotón de líquido dulzón y ácido a la garganta. Bajó del coche, se apoyó en el capó y vomitó un buen rato, vomitó incluso el alma.
Ya en Marinella, se dio cuenta de que se le había pasado no sólo el apetito sino también las ganas de pensar. Abrió la galería, pero hacía demasiado frío para sentarse allí. Cogió una botella de whisky y un vaso y desconectó el teléfono. Fue al cuarto de baño, se desnudó, llenó la bañera y se metió dentro.
Fue un buen remedio. Dos horas después ya casi había vaciado la botella y el agua se había enfriado, pero él había cerrado los ojos y dormía.
Se despertó sobre las cuatro de la madrugada, muerto de frío dentro de la bañera. Entonces se dio una ducha bien caliente y bebió una taza de café.
Ya estaba preparado para razonar, aunque notara una náusea agazapada en el fondo de la garganta. Tomó pluma y papel, se sentó a la mesa del comedor y empezó a escribirse una carta a sí mismo para aclarar las ideas.
Querido Salvo:
Sé muy bien que, mientras vomitabas en el aparcamiento, dos palabras te martilleaban la cabeza: conchabamiento y conspiración.
Dos palabras que has dejado vagar dentro de ti sin querer relacionarlas entre sí. Si lo haces, lo que sale no es ciertamente agradable. O sea: Mimì Augello y Dolores Alfano, conchabados, han urdido una conspiración.
Trato de aclarar la situación. No cabe duda de que Mimì y Dolores son amantes y de que sus encuentros se producen en el chaletito del carnicero Pecorini. A primera vista, su relación debió de empezar en septiembre, pocos días después del presunto embarque de Giovanni Alfano.
¿Fue Mimì quien empezó? ¿O fue ella? Éste es un punto importante, aunque esencialmente no cambie las cosas. Procuraré explicarme mejor yendo hacia atrás.
A partir del hallazgo del cadáver en el critaru, Mimì comienza a insistir en que le encargue esa investigación.
¿Por qué precisamente ésa? La respuesta podría ser: porque es la única de peso que tenemos entre manos estos días.
La respuesta se sostiene hasta el momento en que yo obtengo la casi certeza de que el cadáver del critaru tiene nombre y apellido: Giovanni Alfano. El tal Alfano es el marido desaparecido de Dolores. Por consiguiente, las cosas cambian radicalmente y surgen algunas preguntas, por desgracia inevitables, que te planteo debidamente, separándolas de tal manera que cada una adquiera el relieve adecuado.
– ¿Mimì Augello sabía que, antes o después, yo identificaría el cadáver del marido de su amante?
– En caso afirmativo, ¿cómo sabría Mimì que el cadáver era el de Giovanni Alfano antes incluso de que nosotros relacionáramos al desconocido del critaru con Dolores?
– ¿Mimì es fuertemente presionado y chantajeado sexualmente por Dolores para que le encarguen la investigación?
– ¿Se puede afirmar que Mimì ejerce presión sobre mí de mala gana porque ni sabe ni puede decirle que no a Dolores?
– ¿Entre ambos han ocurrido, precisamente por eso, escenas terribles? Cabe pensar que sí, pues de una de ellas fue testigo Fabio Giacchetti.
– ¿Quién le habría dicho a Mimì que el cadáver del critaru era el marido de su amante? No puede haber sido más que Dolores.
– ¿Dolores sabía, por tanto, no sólo que su marido no había embarcado sino que lo habían asesinado?
– Cuando se descubre el cadáver, ¿por qué Dolores se presenta en la comisaría? Sólo cabe una respuesta: porque quiere, con una sagaz e inteligente dirección, llevarme a la conclusión de que el muerto es su marido.
– Y me lleva también a otra conclusión inevitable: que quien asesinó a Giovanni fue Balduccio Sinagra.
– Por consiguiente, las posibilidades son dos: Dolores ha seducido a Mimì en su calidad de subcomisario para controlar la marcha de la investigación. O Dolores descubrió después que Mimì era subcomisario y aprovechó la ocasión. En ambos casos, el propósito de ella no cambia.
– Mimì y Dolores traman, por tanto, una conspiración con la finalidad de que yo me vea obligado a encargarle la investigación a Mimì.
– ¿Mimì quiere que se sepa públicamente que me pide con insistencia esta investigación para evitar discusiones con Dolores?
– Si ésta es la situación, ¿cómo defines el comportamiento de Mimì para contigo?
Al llegar ahí tuvo que interrumpir sus reflexiones, porque se le despertaron de golpe las náuseas, provocándole una amarga saliva. Salió a la galería. Aún estaba oscuro. Se sentó en la banqueta, pues no se sentía con ánimos para permanecer de pie. ¿Cómo calificar el comportamiento de Mimì? Había una respuesta, se le había ocurrido enseguida, pero no había querido ni decirla ni escribirla: Mimì había faltado a su confianza; a este respecto no cabía la menor duda.
No porque tuviera una amante. En esas cosas Montalbano jamás había querido entrar, ya que eran asuntos privados, y seguramente tampoco habría entrado esta vez, aun estando Mimì casado y siendo padre de un chiquillo, si Livia no lo hubiera arrastrado a ello.
No; la falta de confianza habría empezado cuando Mimì se dio cuenta, en determinado momento, de que Dolores no quería algo de él como amante sino en su calidad de policía. Su vanidad de conquistador de mujeres debió de sufrir una gran humillación, pero no supo o no pudo cortar con Dolores. Quizá estaba demasiado atrapado por ella. Dolores era una mujer capaz de convertir a un hombre en un sello pegado a su cuerpo. Llegado a ese punto, Mimì tendría que haberse presentado ante él y haberle dicho con toda sinceridad: «Mira, Salvo, me ha ocurrido esto, y después las cosas se han puesto así, y ahora tienes que ayudarme a salir de esta trampa.» ¿Eran amigos o no? Pero había más.
Mimì no sólo no le había dicho nada de la situación en que había terminado, sino que, entre Dolores y su amistad, había elegido a Dolores. Se había puesto de acuerdo con ella para obligar a Montalbano a actuar de determinada manera. Mimì había obrado en interés de esa mujer. Y un amigo que no obra en tu interés y empieza a obrar en interés de otro sin decírtelo, ¿qué ha hecho sino traicionar vuestra amistad?
Finalmente había conseguido admitir la palabra: Mimì era un traidor.
En cuanto surgió aquella palabra, traidor, le bloqueó los pensamientos. Por unos instantes, en el cerebro del comisario hubo un vacío absoluto. Y el vacío se convirtió en silencio, no sólo de palabras sino de cualquier mínimo ruido. La línea más clara que se revelaba en medio de la oscuridad, formada por la resaca al borde de la playa, se movía muy despacio, como siempre, pero ahora no hacía el consabido y ligero rumor de respiración, nada. Y el latido del diesel de una embarcación pesquera de la cual se veían las pálidas luces no llegaba hasta la galería, tal como debería. Era como si alguien hubiese apagado el sonido.
Después, dentro de aquel silencio del mundo, quizá del universo, Montalbano oyó nacer un breve sonido, desangelado y extraño, seguido de otro igual y de otro también igual. ¿Qué era?
Tardó un poco en entender que aquel sonido brotaba de él. Estaba llorando desesperadamente.
Resistió con fuerza las ganas de mandarlo todo a la mierda, de salir de allí por el medio que fuera. Porque él estaba hecho así. Era un hombre capaz de comprender muchas cosas que otros no comprendían o no querían comprender, debilidades más o menos voluntarias, pérdidas de valentía, desvergüenzas, faltas de atención, mentiras, móviles feos para acciones feas, cosas hechas por mal humor, aburrimiento, interés, y así sucesivamente. Pero no era capaz de comprender ni de perdonar la mala fe y la traición.
Ah, ¿sí? Oh, mi valeroso caballero sin tacha y sin temor ¿dices que no sabes perdonar la traición?
Sí, es algo que no puedo concebir. Y tú que eres yo mismo lo sabes muy bien.
Pues entonces, ¿cómo es posible que te hayas perdonado?
¡¿Yo?! Yo no tengo nada que perdonarme.
¿Seguro, seguro? ¿Quieres hacerme el favor de regresar mentalmente a unas cuantas noches atrás?
¿Por qué? ¿Qué ocurrió?
¿Lo has olvidado? ¿Tenemos remordimiento? Ocurrió que tú sentías el mismo desánimo que sientes esta noche, sólo que la otra noche tenías al lado a Ingrid. La cual te consoló. Y cómo te consoló.
Bueno, eso sucedió porque…
Montalbà, en presencia de un hecho semejante puede haber porqués y cómos, pero el hecho se llama siempre de la misma manera: traición.
¿Sabes qué te digo? Que todo esto pasa por culpa de ese maldito critaru, por culpa del campo del alfarero.
Explícate mejor.
Pienso que ése, que es el lugar de la máxima traición, aquel donde el traidor traiciona incluso su propia vida, es un lugar condenado. El que pasa cerca de él se contagia de la traición de una u otra manera. Yo he traicionado, Dolores traiciona a Mimì, Mimì me traiciona a mí…
Bien, si así están las cosas, saca a Mimì de ese lugar infame. Sois, mejor dicho, somos todos iguales.
Se levantó, entró en la casa, se sentó y reanudó la escritura.