8

Pero entretanto tenía que pasar el rato esperando la llamada de Ingrid.

Sin engañarse a sí mismo tal como solía, hizo los únicos tres solitarios que conocía. Los repitió y repitió. No le salió ni uno.

Luego fue a buscar un libro comprado por Livia, Los solitarios con las cartas. El primero que estudió pertenecía a la categoría de los que el autor clasificaba como más fáciles. No comprendió ni siquiera cómo se colocaban las cartas. Después jugó una partida de ajedrez contra él mismo, pero cambiando cada vez de sitio para que pareciera otra persona. Por suerte, la partida duró un buen rato, pero ganó el adversario gracias a una jugada genial. Y él se enfadó consigo mismo por haber perdido.

«¿Quiere la revancha, comisario?», le preguntó el adversario.

«No, gracias», le contestó Montalbano a Montalbano.

Igual el otro ganaba también en la revancha.

Minucioso examen ante el espejo del cuarto de baño de un grano minúsculo al lado de la nariz. Constatación amarga de cierta caída de cabello. Fracasado intento de recuento (aproximado) de los propios cabellos.

Segunda partida de ajedrez, también perdida, con lanzamiento de objetos varios contra las paredes.


***

La llamada no llegó. Pero sobre las seis de la madrugada, cuando, ya agotado, había ido a tumbarse en la cama, oyó que un coche se detenía en la explanada que había frente a la puerta. Fue corriendo a abrir. Era Ingrid, muerta de frío.

– Dame un té hirviendo. Estoy congelada.

– Pero ¿tú no estabas acostumbrada a fríos más…?

– Se ve que he perdido la costumbre.

– Dime qué has hecho.

– Me he situado en una travesía desde la que podía ver la casa de Mimì. Él salió a las diez, subió al coche, que tenía aparcado allí delante, y se fue. Estaba muy nervioso.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por su manera de conducir.

– Aquí tienes el té. ¿Vamos al salón?

– No; quedémonos en la cocina. En determinado momento pensé que Mimì venía a verte.

– ¿Por qué?

– Porque se dirigía hacia Marinella. Sin embargo… ¿Recuerdas que, a la altura del paseo marítimo, hay a la derecha un surtidor de gasolina que ya no se utiliza?

– Perfectamente.

– Bueno, poco después del surtidor hay una calle sin asfaltar que sube hacia la colina. La enfiló. Yo la conozco porque lleva a unos cuantos chalets, y en uno de ellos he estado algunas veces. Tenía que mantenerme bastante cerca de su coche porque esa calle la cruzan muchas otras que van a los distintos chalets. Si él la hubiera dejado, me habría costado seguirlo. En cambio, de repente se detuvo delante del cuarto chalet a la derecha, bajó, abrió la verja y entró.

– ¿Y tú qué hiciste?

– Seguí adelante.

– ¿Pasaste junto a Mimì?

– Sí, y él se dio la vuelta.

– ¡Maldita sea!

– Tranquilo. Descarto que haya podido reconocerme. El Micra lo tengo desde hace apenas una semana.

– Sí, pero tú eres…

– ¿Reconocible? ¿Incluso con gafas de sol y un sombrerete que parecía Greta Garbo?

– Esperemos. Sigue.

– Poco después retrocedí con el motor apagado. El coche de Mimì estaba en el jardín. Él había entrado en la casa.

– ¿Esperaste la llegada de la mujer?

– Claro. Hasta hace media hora. No la vi llegar.

– Pero entonces, ¿qué significa esta historia?

– Mira, Salvo, cuando pasé por delante de la casa por primera vez, puedo jurar que dentro la luz estaba encendida. Ya había alguien esperándolo.

– ¿Eso significa que esa mujer vive allí?

– No está claro. Mimì dejó el coche en el jardín, no en un pequeño garaje que hay al lado de la casa. Probablemente ya estaba ocupado por el coche de la mujer, que habría llegado antes.

– Pero, Ingrid, quizá el garaje estuviera ocupado por el coche de la mujer no porque ella hubiese llegado unos minutos antes, sino precisamente porque vive allí.

– Eso también es posible. De todos modos Mimì no llamó; utilizó una llave para abrir la verja.

– ¿Por qué no esperaste un poco más?

– Porque empezaba a pasar demasiada gente.

– Gracias.

– ¿Gracias y ya está? -preguntó Ingrid.

– Gracias y ya está -dijo Montalbano.


***

Antes de salir de casa, cuando ya eran casi las nueve, llamó a Montelusa.

– Hola, Musante. Soy Montalbano.

– Pero ¡hombre! ¡Es un verdadero placer oírte! A tu disposición, dime.

– ¿Podría pasar por tu despacho esta mañana?

– Puedes venir dentro de una hora. Después empieza una reunión que…

– De acuerdo, gracias.

Subió al coche y, al llegar a la altura del viejo surtidor de gasolina, efectuó una lentísima curva en forma de u que desencadenó los peores instintos homicidas de quienes iban detrás de él.

– ¡Capullo!

– ¡Cabrón!

– ¡Asesinado tienes que morir!

Tomó la calle sin asfaltar y poco después pasó por delante del cuarto chalet. Ventanas cerradas, persiana metálica del garaje bajada. Pero la verja estaba abierta: había un viejo trabajando en el jardín, muy bien cuidado. Montalbano se detuvo, bajó y se puso a mirar el chalet. De planta baja y cierta elegancia.

– ¿Busca a alguien? -preguntó el viejo.

– Sí, al señor Casanova, que tendría que vivir aquí.

– No, señor; se equivoca. Aquí no vive nadie.

– Pero ¿de quién es el chalet?

– Del señor Pecorini. Y sólo viene en verano.

– ¿Dónde puedo encontrar al señor Pecorini?

– En Catania. Trabaja en el puerto, en la aduana.

Volvió al coche y se dirigió a la comisaría. Si llegaba a Montelusa con cinco minutos de retraso, paciencia. Se detuvo en el aparcamiento de la comisaría, pero se quedó en el coche, apoyó la palma de la mano en el claxon y no la retiró hasta que en la puerta apareció Catarella. El cual, en cuanto lo reconoció, echó a correr hacia el coche.

– ¿Qué ocurre, dottori? ¿Qué ha pasado, dottori?

– ¿Está Fazio?

– Sí, siñor dottori.

– Llámalo.

Fazio llegó con paso decidido, como un bersagliere en el desfile de la fiesta de la República.

– Fazio, ponte en marcha enseguida. Quiero saberlo todo acerca de un tal Pecorini que trabaja en la aduana del puerto de Catania.

– ¿Tengo que actuar con sigilo, dottore?

– Pues más bien sí.


***

El despacho de Antimafia ocupaba cuatro habitaciones del cuarto piso de Jefatura. Puesto que el ascensor estaba, como de costumbre, averiado, Montalbano empezó a subir por la escalera. Cuando levantó la cabeza al llegar al segundo piso, vio bajar al dottor Lattes. Para evitar el tostón de las habituales preguntas acerca de la familia, se sacó del bolsillo el pañuelo y hundió el rostro en él, sacudiendo los hombros como si estuviera llorando con desesperación. Lattes se pegó a la pared y lo dejó pasar sin atreverse a abrir la boca.


***

– ¿Quieres un café? -preguntó Musante.

– No, gracias. -No se fiaba de eso que en los despachos ofrecían como café.

– ¿Entonces? Cuéntame.

– Pues mira, Musante, considero que tengo en las manos un homicidio que, a mi juicio, es obra de la mafia.

– Alto ahí. Has de contestar a una pregunta. Lo que estás a punto de decirme, ¿de qué manera pretendes decírmelo?

– En endecasílabos libres.

– Montalbà, no te hagas el gracioso.

– Perdona, pero no he comprendido tu pregunta.

– ¿Me lo dices de manera oficial o por vía oficiosa?

– ¿Cuál es la diferencia?

– Si me lo dices de manera oficial, mando levantar un acta; si me lo dices por vía oficiosa, tengo que llamar a un testigo.

– Comprendo.

Los de Antimafia se ponían en guardia. Debido a los nexos entre la mafia y los altos sectores de la industria, la empresa y la política, era mejor ser precavidos y actuar con prudencia.

– Como eres un amigo, te ofrezco la posibilidad de elegir el testigo. ¿Gullotta o Campana?

– Gullotta.

Lo conocía bien y le caía simpático.

Musante se retiró y regresó poco después con Gullotta, el cual estrechó sonriendo la mano de Montalbano. Era evidente que se alegraba de verlo.

– Ahora puedes seguir -dijo Musante.

– Me refiero al desconocido que se encontró troceado en el interior de una bolsa. ¿Habéis oído hablar de eso?

– Sí -dijeron Musante y Gullotta a coro.

– ¿Sabéis cómo lo asesinaron?

– No -contestó el coro.

– Con un tiro en la nuca.

– ¡Ah! -exclamó el coro.

En aquel momento llamaron con los nudillos a la puerta.

– ¡Adelante! -dijo el coro.

Entró un cincuentón con bigote, que miró a Montalbano y después a Musante y le hizo señas de que quería hablar con él. Musante se levantó, el otro le dijo algo al oído y se marchó. Entonces Musante le hizo señas a Gullotta, que se levantó y se le acercó. Musante le habló al oído a Gullotta y ambos miraron a Montalbano. Después se miraron el uno al otro y volvieron a sentarse.

– Si es una escena de mímica cómica, no la he entendido -dijo Montalbano.

– Continúa -repuso Musante muy serio.

– Eso del tiro en la nuca ya sería un indicio -prosiguió el comisario-. Pero hay más. ¿Recordáis el Evangelio de Mateo?

– ¡¿Qué?! -exclamó Gullotta, atónito.

Musante, en cambio, se inclinó hacia Montalbano, le apoyó la mano sobre una rodilla y le preguntó:

– ¿Seguro que estás bien?

– Pues claro que estoy bien.

– ¿No estás alterado?

– Pero ¡qué dices!

– Pues entonces, ¿por qué hace un momento llorabas desconsoladamente en la escalera?

¡Eso había ido a decirle el hombre del bigote! Montalbano se vio perdido. ¿Y ahora cómo les explicaba el complicado asunto a aquellos dos, que lo miraban entre la sospecha y la preocupación? El mismo se había jodido por sus propios medios. Sonrió con cierto esfuerzo, asumió (no supo cómo) un aire desenvuelto y contestó:

– Ah, ¿eso? Ha sido culpa del dottor Lattes, que…

– ¿Te ha regañado? ¿Te ha levantado la voz? -preguntó asombrado Musante.

– ¿Te ha leído la cartilla? -insistió Gullotta.

¿No sería posible que hablara sólo uno de los dos? No, no era posible. Stan Laurel y Oliver Hardy. Un dúo cómico.

– Qué va, todo viene de que yo, después de decirle que mi mujer se había fugado con un extracomunitario…

– Pero ¡si tú no estás casado! -le recordó alarmado Musante.

– ¿O acaso te has casado y no nos lo habías dicho? -señaló Gullotta como hipótesis de trabajo.

– No, claro que no estoy casado. Pero veréis, como le he dicho que mi mujer había regresado por los niños…

– ¿Tienes hijos? -preguntó un sorprendido Gullotta.

– ¿Cuántos años tienen? -inquirió Musante.

– No, pero… -Se desinfló. No consiguió continuar. Le faltaban las palabras. Se agarró la cabeza entre las manos.

– ¿Ahora también te vas a poner a llorar aquí dentro? -preguntó Musante muy preocupado.

– Valor, todo tiene remedio -dijo Gullotta.

¿Cómo explicarlo? ¿Lanzando gritos? ¿Partiéndoles la cara? ¿Sacando el revólver? ¿Obligándolos a escucharlo? Lo habrían tomado por loco de atar. Procuró conservar la calma, y con el esfuerzo empezó a sudar.

– ¿Me hacéis el favor de escucharme aunque sólo sean cinco minutos?

– Claro, claro -respondió el coro.

– Es cierto que lloraba, pero no lloraba de verdad.

– Claro, claro.

No había nada que hacer; a aquellas alturas ya era obvio que se estaba poniendo en evidencia, y ellos lo trataban con precaución, dándole siempre la razón como se hace con los locos para que estén tranquilos.

– Estoy bien, os lo juro -aseguró el comisario-. Y procurad seguirme con atención.

– Claro, claro.

Les contó toda la historia, desde la lectura del libro de Camilleri hasta la conversación telefónica con el doctor Pasquano. Al final se sumió en un silencio pensativo. Pero le pareció que Musante y Gullotta habían cambiado un poco de opinión; ya no debían de considerarlo tan loco.

– ¿Encontráis una lógica en mi locura? -preguntó Montalbano.

– Bueno… -dijo Gullotta sin captar la docta cita shakesperiana.

– En resumen, ¿por qué has venido a contarnos esta historia? -inquirió Musante.

Montalbano lo miró sorprendido.

– Porque este muerto es indudablemente un mafioso asesinado por sus compañeros. ¿O acaso a vosotros sólo os interesan los mafiosos vivos?

Musante y Gullotta intercambiaron una mirada.

– No -respondió Gullotta-. Nos interesan siempre, vivos o muertos. Por lo que me ha parecido comprender, querrías descargar la investigación sobre nosotros.

– Quieres lavarte las manos, quizá porque estás un poco agotado -dijo Musante comprensivo.

¡Menuda lata!

– No se trata de descargar nada ni de agotamiento.

– Ah, ¿no? ¿Pues de qué? -preguntó Musante.

– ¿De qué? -repitió como un eco Gullotta, introduciendo así una variante en el repertorio.

– Todas las investigaciones relacionadas con la mafia, hasta que se demuestre lo contrario, ¿os corresponden a vosotros o no?

– Por supuesto. Pero sólo cuando estamos seguros de que se trata de la mafia -contestó Musante.

– Más que seguros -añadió Gullotta.

– ¿No os he convencido?

– Sí, en parte y de palabra. Pero no podemos presentarnos ante nuestros superiores diciendo que has llegado a cierta convicción leyendo novelitas como las de Camilleri…

– … y el Evangelio de Mateo -concluyó Gullotta.

– ¿Cuántos años tenéis? -preguntó Montalbano.

– Cuarenta y dos -respondió Musante.

– Cuarenta y cuatro -dijo Gullotta.

– Sois demasiado jóvenes.

– ¿Qué quiere decir eso? -Volvían a hablar a coro.

– Quiere decir que estáis acostumbrados a la mafia de hoy y ya no entendéis ni torta de semiología.

– Yo de semiología nunca he… -empezó Gullotta en tono dubitativo.

Musante lo interrumpió:

– Mira, Montalbano, si hubieras identificado el cadáver y nosotros tuviéramos la certeza de que se trata de un mafioso, entonces…

– Comprendo. Queréis que os sirvan la comida en la mesa.

El coro abrió los brazos simultáneamente en señal de lamento.

Montalbano se levantó. El coro se levantó.

– ¿Puedo pediros una información?

– Si está en nuestras manos…

– Que vosotros sepáis, hace unos dos meses, ¿hubo algún movimiento en la mafia de Vigàta y alrededores?

Montalbano comprendió que con aquellas palabras había despertado el interés de los dos coristas. Se tensaron desde la relajada posición de despedida que estaban adoptando.

– ¿Por qué? -preguntó receloso el coro.

Y un cuerno les iba a contar ahora que había ido dispuesto a revelarles que el asesinato del desconocido se había producido unos dos meses atrás.

– Pues no sé; una cosa que me ha pasado por la cabeza.

– Nada, no ha ocurrido nada -dijo Musante.

Por lo visto, cuando tenían que decir mentiras, se convertían en solistas. Estaba claro que no tenían ninguna intención de compartir con un medio chalado como él una investigación secreta.

Se despidieron.

– Cuídate -le sugirió Gullotta.

– Tómate unos días de descanso -le aconsejó Musante.


***

O sea, que con toda seguridad había ocurrido algo dos meses atrás. Una cuestión que Antimafia mantenía escondida porque la investigación aún seguía en marcha.

Al llegar a la comisaría, Montalbano llamó a Fazio y le contó la conversación con Musante y Gullotta. No le dijo, naturalmente, que, encima, lo habían tomado por loco.

– ¿Tú tienes algún amigo en Antimafia?

– Sí, señor dottore: Morici.

– ¿Un cincuentón con bigote? -preguntó alarmado Montalbano.

– No, señor.

– ¿Podrías hablar con él?

– ¿Qué tengo que preguntarle?

– Si sabe lo que ocurrió hace dos meses, lo que Musante y Gullotta no han querido decirme.

Dottore, yo lo intento, pero…

– ¿Pero?

– Pese a toda la amistad que tengo con Morici, es un hombre de pocas palabras, un santo que no suda.

– Pues intenta que sude, aunque sea difícil. ¿Has empezado a trabajar sobre Pecorini?

– Sí, señor. He empezado y hasta he terminado. Tengo una respuesta negativa.

– ¿O sea?

– En la aduana de Catania no trabaja y jamás ha trabajado nadie con ese nombre.

– Ah, comprendo. A lo mejor, el que me facilitó la información no quería decir que trabajara dentro de la aduana, sino en esa misma zona. Son cosas que ocurren hablando.

– ¿Y ahora dónde encuentro a ese Pecorini?

¿No sería posible que Mimì, para alquilar el chalet, hubiera recurrido a alguna agencia?

– Oye, ¿cuántas agencias alquilan o venden casas en Vigàta?

Fazio efectuó un rápido cálculo mental.

– Cinco y media, dottore.

– ¿Qué pretendes decir con media?

– Que una también vende coches.

– Mira a ver si Pecorini se dirigió a una de ellas para alquilar un chalet aquí.

– ¿Alquilarlo para él o alquilarlo a otros?

– Para alquilar a otros un chalet de su propiedad. Si tienes suerte, consigue que te digan dónde trabaja o, por lo menos, dónde vive. A la fuerza tiene que haber dejado sus datos en la agencia.

– ¿Sabe la dirección?

– ¿Del chalet? No.

Era mejor no facilitarle a Fazio demasiados datos. Igual descubría que se lo había alquilado a Mimì.


***

Por la tarde, al entrar en la comisaría, estuvo a punto de chocar con Mimì Augello, que salía presuroso.

– Un saludo, Mimì.

– Otro para ti -contestó bruscamente.

Montalbano se volvió a mirarlo mientras Mimì, en el aparcamiento, se dirigía hacia su coche. Le pareció que caminaba con los hombros un tanto encorvados.

En aquel instante se detuvo un coche al lado del de Mimì, y de él bajó una mujer que al comisario le pareció más que considerable.

Pero Augello ni siquiera la consideró, no la miró; arrancó su vehículo y se fue.

¡Cuánto había cambiado Mimì! En otros tiempos, en presencia de una mujer así, seguramente habría intentado trabar conversación, hacer amistad.

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